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Klassenkampf in Frankreich
Karl Marx
(1850)

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Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 Le lotte di classe in Francia
I. la derrota de jUnio de 1848I. La disfatta del giugno 1848.
Tras la revolución de Julio [33] , cuando el banquero liberal Laffitte acompañó en su entrada triunfal en el ayuntamiento de París a su cómplice, el duque de Orleans [34] , dejó caer estas palabras: “Desde ahora, do minarán los banqueros”. Laffitte había traicionado el secreto de la revolución.

La que dominó bajo Luis Felipe no fue la burguesía francesa sino una fracción de ella: los banqueros, los reyes de la Bolsa, los reyes de los ferrocarriles, los propietarios de minas de carbón y de hierro y de explotaciones forestales, y una parte de los terratenientes aliada a ellos: la llamada aristocracia financiera. Ella ocupaba el trono, dictaba leyes en las cámaras y adjudicaba los cargos públicos, desde los ministerios hasta los estancos.

La burguesía industrial propiamente dicha constituía una parte de la oposición oficial, es decir, solo estaba representada en las cámaras como una minoría. Su oposición se manifestaba más decididamente a medida que se destacaba más el absolutismo de la aristocracia financiera y a medida que la propia burguesía industrial creía tener asegurada su dominación sobre la clase obrera después de las revueltas de 1832, 1834 y 1839, ahogadas en sangre [35] . G randin, fabricante de Ruan, que tanto en la Asamblea Nacional Constituyente como en la Legislativa había sido el portavoz más fanático de la reacción burguesa, era en la Cámara de los Diputados el adversar io más violento de Guizot [36] . Faucher [37] , conocido más tarde por sus esfuerzos impotentes por llegar a ser un Guizot de la contrarrevolución francesa, sostuvo en los últimos tiempos de Luis Felipe una guerra con la pluma a favor de la industria, contra la especulación y su caudatario, el Gobierno. Bastiat [38] desplegaba una gran agitación en contra del sistema imperante, en nombre de Burdeos y de toda la Francia vinícola.

La pequeña burguesía en todas sus gradaciones, al igual que la clase campesina, había quedado completamente excluida del poder político. Finalmente, en el campo de la oposición oficial o completamente al margen del pays légal [39] se encontraban los representantes y portavoces ideológicos de las citadas clases, sus sab ios, sus abogados, sus médicos, etc.; en una palabra, sus llamados “talentos”.

Su penuria financiera colocaba de antemano a la monarquía de Julio [40] bajo la dependencia de la alta burguesía, y su dependencia de la alta burguesía se convertía a su vez en fuente inagotable de una creciente penuria financiera. Imposible supeditar la administración del Estado al interés de la producción nacional sin restablecer el equilibrio del presupuesto, el equilibrio entre los gastos y los ingresos del Estado. Y cómo restablecer este equilibrio sin restringir los gastos públicos, es decir, sin herir intereses que eran puntales del sistema dominante y sin someter a una nueva regulación el reparto de impuestos, es decir, sin transferir una parte importante de las cargas públicas a los hombros de la alta burguesía?

Aún más, el incremento de la deuda pública interesaba directamente a la fracción burguesa que gobernaba y legislaba a través de las cámaras. El déficit del Estado era precisamente el verdadero objeto de sus especulaciones y la fuente principal de su enriquecimiento. Cada año, un nuevo déficit. Cada cuatro o cinco años, un nuevo empréstito. Y cada nuevo empréstito brindaba a la aristocracia financiera una nueva oca sión de estafar a un Estado mantenido artificialmente al borde de la bancarrota; este no tenía más remedio que contratar con los banqueros en las condiciones más desfavorables. Cada nuevo empréstito daba una nueva ocasión para saquear al pú blico que colocaba sus capitales en valores del Estado, mediante operaciones de Bolsa en cuyos secretos estaban iniciados el Gob ierno y la mayoría de la cámara. En general, la inestabilidad del crédito del Estado y la posesión de sus secretos daban a los banqueros y a sus asociados en las cámaras y en el trono la posibilidad de provocar oscilaciones extraordinarias y súbitas en la cotización de los valores del Estado, cuyo resultado tenía que ser siempre, necesariamente, la ruina de una masa de pequeños capitalistas y el enriquecimiento fabulosamente rápido de los grandes especuladores. Y si el déficit del Estado respond ía al interés directo de la fracción burguesa dominante, se explica por qué los gastos públicos extraordinarios hechos en los últimos años del reinado de Luis Felipe ascendieron a mucho más del doble de los gastos públicos extraordinarios hechos bajo N apoleón, habiendo alcanzado casi la suma anual de 400.000.000 de francos, mientras que la suma total de la exportación anual de Francia, por término medio, rara vez se remontaba a 750.000.000. Las enormes sumas que pasaban así por las manos del Estado daban, además, ocasión para contratos de su ministro, que eran otras tantas estafas, para sobornos, malversaciones y granujadas de todo género. La estafa al Estado a gran escala, tal como se practicaba por medio de los empréstitos, se repetía al por menor en las obras públicas. Y lo que ocurría entre la cámara y el Gobierno se reproducía hasta el infinito en las relaciones entre los múltiples organismos de la Administración y los distintos empresarios.

Al igual que los gastos públicos en general y los emprésti tos del Estado, la clase dominante explotaba la construcción de ferrocarriles. Las cámaras echaban las cargas principales sobre las espaldas del Estado y aseguraban los frutos de oro a la aristocracia financiera especuladora. Se recordará el escán dalo que se produjo en la Cámara de los Diputados cuando se descubrió accidentalmente que todos los miembros de la ma yoría, incluyendo una parte de los ministros, se hallaban inte resados como accionistas en las mismas obras de construcción de ferrocarriles que luego, como legisladores, hacían ejecutar a costa del Estado.

En cambio, las más pequeñas reformas financieras se estrellaban contra la influencia de los banqueros. Por ejemplo, la reforma postal. Rothschild [41] protestó. Tenía el Estado derecho a disminuir fuentes de ingresos con las que tenía que pagar los intereses de su creciente deuda?

La monarquía de Julio no era más que una sociedad por acciones para la explotación de la riqueza nacional de Francia, cuyos dividendos se repartían entre los ministros, las cámaras, 240.000 electores y su séquito. Luis Felipe era el director de esta sociedad, un Roberto Macaire [42] en el trono. El comercio, la indus tria, la agricultura, la navegación, los intereses de la burguesía industrial estaban constantemente en peligro y quebranto bajo este sistema. Y la burguesía industrial, en las jornadas de Julio, había inscrito en su bandera: gouvernement à bon marché, un gobierno barato.

Mientras la aristocracia financiera hacía las leyes, regentaba la administración del Estado, disponía de todos los poderes públicos organizados y dominaba a la opinión pública mediante la situación de hecho y mediante la prensa, se repetía en todas las esferas, desde la corte hasta la taberna sórdida, la misma prostitución, el mismo fraude descarado, el mismo afán por enriquecerse, no mediante la producción, sino mediante el escamoteo de la riqueza ajena ya creada. Y señaladamente en las cumbres de la sociedad burguesa se propagó el desenfreno por la satisfacción de los apetitos más malsanos y desordenados, que a cada paso chocaban con las mismas leyes de la burguesía; dese freno en el que, por ley natural, va a buscar su satisfacción la riqueza procedente del juego, desenfreno por el que el placer se convierte en crápula y en el que confluyen el dinero, el lodo y la sangre. La aristocracia financiera, lo mismo en sus métodos de adquisición, que en sus placeres, no es más que el renacimiento del lumpemproletariado en las cumbres de la sociedad burguesa.

Las fracciones no dominantes de la burguesía francesa clamaban: ¡Corrupción! El pueblo gritaba: “¡Abajo los grandes ladrones, abajo los asesinos!” cuando en los círculos más destacados de la sociedad burguesa se representaban pública mente, en 1847, las mismas escenas que por lo general llevan al lum pemproletariado a los prostíbulos, a los asilos, a los manicomios, a los tribunales, al presidio y al patíbulo. La bur guesía industrial veía sus intereses en peligro; la pequeña bur guesía estaba moralmente indignada; la imaginación popular se sublevaba y París estaba inundado de libelos: la dinastía Rothschild, los usureros, reyes de la época, etc., en los que se den unciaba y anatemizaba, con más o menos ingenio, la domina ción de la aristocracia financiera.

La Francia de los especuladores bursátiles había inscrito en su bandera: Rien pour la gloire! [43] La gloria no da beneficios! La paix partout et toujours! [44] La guerra hace caer las cotizaciones por debajo del 3 o del 4 por ciento! Por eso, su política exterior se perdió en una serie de hu millaciones del sentimiento nacional francés, cuya reacción se hizo mucho más fuerte cuando, con la anexión de Cracovia por Austria [45] , se consumó el despojo de Polonia y, cuando, en la guerra suiza del Sonderbund [46] , Guizot se colocó activamente al lado de la Santa Alianza [47] . La victoria de los liberales suizos en este simula cro de guerra elevó el sentimiento de dignidad entre la oposición burguesa de Francia, y la insurrección sangrienta del pueblo en Palermo actuó como una descarga eléctrica sobre la masa popular paralizada, despertando sus grandes pasiones y recuerdos revolucionarios [48] .

Finalmente dos acontecimientos económicos mundiales aceleraron el estallido del descontento general e hicieron que madurase el desasosiego hasta convertirse en revuelta.

La plaga de la patata y las malas cosechas de 1845 y 1846 avivaron la efervescencia general en el pueblo. Como en el resto del continente, la carestía de 1847 provocó en Francia conflictos sangrientos. ¡Frente a las orgías desvergonzadas de la aristocracia financiera, la lucha del pueblo por los víveres más indispensables! En Buzangais, los insurrectos por hambre ajusticiados! [49] En París, estafadores más que ahítos salvados de los tribunales por la familia real!

El otro gran acontecimiento económico que aceleró el estallido de la revolución fue una crisis general del comercio y de la indust ria en Inglaterra. Anunciada ya en el otoño de 1845 por la quiebra general de los especuladores de acciones ferroviarias, contenida durante el año 1846 gracias a una serie de circunstancias mera mente accidentales —como la inminente derogación de los arance les cerealistas—, estalló, por fin, en el otoño de 1847, con las quiebras de los grandes comerciantes de productos coloniales de Londres, a las que siguieron muy de cerca las de los bancos agrarios y los cier res de fábricas en los distritos industriales de Inglaterra. Todavía no se había apagado la repercusión de esta crisis en el continente, cuando estalló la revolución de Febrero.

La devastación del comercio y de la industria por la epidemia econ ómica hizo todavía más insoportable el absolutismo de la aristocracia financiera. La fracción de la burguesía en la oposición impulsó en toda Francia una campaña de agitación en forma de banquetes [50] a favor de una reforma electoral, que debía darle la mayoría en las cámaras y derribar el gobierno de la Bolsa. En París, la crisis industrial trajo, además, como consecuencia particular lanzar al mercado interior una masa de fabricantes y comerciantes al por mayor que, en las circunstancias de entonces, no podían seguir haciendo negocios en el mercado exterior. Estos elementos abrieron grandes tiendas, cuya competencia arruinó en masa a los pequeños comerciantes de ultramarinos y tenderos, lo que provoc ó un sinnúmero de quiebras en este sector de la burguesía de París y su actuación revolucionaria en Febrero. Es sabido cómo Guizot y las cámaras contestaron a las propuestas de reforma con un reto inequívoco; cómo Luis Felipe se decidió, cuando ya era tarde, por un gobierno Barrot; cómo se llegó a colisiones entre el pueblo y las tropas, cómo el ejército se vio desarmado por la actitud pasiva de la Guardia Nacional y cómo la monarquía de Julio hubo de dejar el sitio a un gobierno provisional.

Este gobierno provisional, que se levantó sobre las barricadas de Febrero, reflejaba necesariamente, en su composición, los distintos partidos que se repartían la victoria. No podía ser otra cosa más que una transacción entre las diversas clases que habían derribado conjuntamente la monarquía de Julio, pero cuyos intereses se contraponían hostilmente. Su gran mayoría estaba formada por representantes de la burguesía. La pequeña burguesía republicana, rep resentada por Ledru­Rollin [51] y Flocon; la burguesía republicana, por los hombres de Le National [52] ; la oposición dinástica, por Crémieux, Dupont de l’Eure, etc. La clase obrera no tenía más que dos representantes: Luis Blanc [53] y Albert. Finalmente, Lamartine [54] no representaba propiamente en el gobierno provisional ningún int erés real, ninguna clase determinada: era la misma revolución de Febrero, el levantamiento conjunto, con sus ilusion es, su poesía, su contenido imaginario y sus frases. Por lo demás, el portavoz de la revolución de Febrero pertenecía, tanto por su posición como por sus ideas, a la burguesía.

Si París, en virtud de la centralización política, domina a Francia, los obreros, en los momentos de sacudidas revolucionarias, dominan a París. El primer acto del gobierno provisional al nacer fue el intento de sustraerse a esta influencia arrolladora, pasando de apelar al París embriagado para hacerlo a la serena Francia. Lamartine discutía a los luchadores de las barricadas el derecho a proclamar la república, alegando que esto solo podía hacerlo la mayoría de los franceses; había que esperar a que votasen, y el proletariado de París no debía manchar su victoria con una usurpación. La burguesía solo consiente al proletariado una usurpación: la de la lucha.

Hacia el mediodía del 25 de febrero, la república no estaba todavía proclamada, en cambio, todos los ministerios estaban ya repartidos entre los elementos burgueses del gobierno provisional y entre los generales, abogados y banqueros de Le National. Pero los obreros estaban decididos a no tolerar esta vez otro engaño como el de julio de 1830. Estaban dispuestos a afrontar de nuevo la lucha y a imponer la república por la fuerza de las armas. Con esta embajada se dirigió Raspail [55] al Ayuntamiento. En nombre del proletariado de París, ordenó al gobierno provisional que proclamase la república; si en dos horas no se ejecutaba esta orden del pueblo, volvería al frente de 200.000 hom bres. Apenas se habían enfriado los cadáveres de los caídos y apenas se habían desmontado las barricadas; los obreros no estaban desarmados y la única fuerza que se les podía enfrentar era la Guardia Nacional. En estas condiciones desaparecieron los recelos políticos y los escrúpulos jurídicos del gobierno provision al. Aún no había expirado el plazo de dos horas, y todos los muros de París ostentaban ya en caracteres gigantescos las históri cas palabras:

République Française! Liberté, Egalité, Fraternité! [56]

Con la proclamación de la república sobre la base del sufragio universal, se había borrado hasta el recuerdo de los fines y mó viles limitados que habían empujado a la burguesía a la revolución de Febrero. En vez de unas cuantas fracciones de la burguesía, todas las clases de la sociedad francesa se vieron de pronto lanza das al ruedo del poder político, obligadas a abandonar los palcos, el patio de butacas y la galería y a actuar personalmente en la escena revolucionaria. Con la monarquía constitucional había desaparecido también toda apariencia de un poder estatal indepen diente de la sociedad burguesa y toda la serie de luchas derivadas que el mantenimiento de esta apariencia provoca.

El proletariado, al dictar la república al gobierno provisional y, a través del gobierno provisional, a toda Francia, apareció in mediatamente en primer plano como partido independiente, y, al mismo tiempo, lanzó un desafío a toda la Francia burguesa. Lo que el proletariado conquistaba era el terreno para luchar por su emancipación revolucionaria, pero no, ni mucho menos, la emancipación misma.

Lejos de ello, la república de Febrero, antes que nada, tenía que completar la dominación de la burguesía, incorporando a la esfera del poder político, junto a la aristocracia financiera, a todas las clases poseedoras. La mayoría de los grandes terratenientes, los legitimistas, fueron emancipados de la nulidad política a que los había condenado la monarquía de Julio. No en vano La Gazette de France [57] había hecho agitación junto con los periódicos de la oposición, no en vano La Rochejacquelein, en la sesión de la Cámara de los Diputados del 24 de febrero, había abrazado la causa de la revolución. Mediante el sufragio universal, los propietarios nominales, que forman la gran mayoría de Francia, los campesinos, se erigieron en árbitros de los destinos del país. Finalmente, la república de Febrero, al derribar la corona, detrás de la que se escondía el capital, hizo que se manifestase en su forma pura la dominación de la burguesía.

Lo mismo que en las jornadas de Julio habían conquistado luchando la monarquía burguesa, en las jornadas de Febrero los obreros conquistaron luchando la república burguesa. Y lo mismo que la monarquía de Julio se había visto obligada a anunciarse como una monarquía rodeada de instituciones republicanas, la república de Febrero se vio obligada a anunciarse como una república rodea­ da de instituciones sociales. El proletariado de París obligó también a hacer esta concesión.

Marche, un obrero, dictó el decreto por el que el gobierno provisional que acababa de formarse se obligaba a asegurar la exist encia de los obreros por el trabajo, a procurar trabajo a todos los ciudadanos, etc. Y cuando, pocos días después, el gobierno provisional olvidó sus promesas y parecía haber perdido de vista al prol etariado, una masa de 20.000 obreros marchó hacia el Ayuntamiento a los gritos de “¡Organización del trabajo! ¡Queremos un ministerio propio del Trabajo!”. A regañadientes y tras largos debates el gobierno provisional nombró una comisión especial perman ente encargada de encontrar los medios para mejorar la situación de las clases trabajadoras. Esta comisión estaba formada por dele gados de las corporaciones de artesanos de París y presidida por Luis Blanc y Albert. Se le asignó el Palacio de Luxemburgo como sala de sesiones. De este modo, se desterraba a los representantes de la clase obrera de la sede del gobierno provisional. El sector burgués retenía en sus manos de un modo exclusivo el poder efectivo del Estado y las riendas de la administración, y al lado de los ministerios de Hacienda, de Comercio, de Obras Pú blicas, al lado del Banco y de la Bolsa, se alzaba una sinagoga soc ialista, cuyos grandes sacerdotes, Luis Blanc y Albert, tenían la misión de descubrir la tierra prometida, de predicar el nuevo evangelio y de dar trabajo al proletariado de París. A diferencia de todo poder estatal profano no disponían de ningún presupuesto ni de ningún poder ejecutivo. Tenían que romper con la cabeza los pilares de la sociedad burguesa. Mientras en el Luxemburgo se buscaba la piedra filosofal, en el Ayuntamiento se acuñaba la mo neda que tenía circulación.

El caso era que las pretensiones del proletariado de París, en la medida en que excedían el marco de la república burguesa, no podían cobrar más existencia que la nebulosa del Luxemburgo.

Los obreros habían hecho la revolución de Febrero junto con la burguesía; al lado de la burguesía querían también sacar a flote sus intereses, del mismo modo que habían instalado en el gobierno provisional a un obrero al lado de la mayoría burguesa. “¡Organización del trabajo!” Pero el trabajo asalariado es ya la organización existente, la organización burguesa del trabajo. Sin él no hay capital, ni hay burguesía, ni hay sociedad burguesa. “¡Un ministerio propio del Trabajo!”. ¿Es que los ministerios de Hacienda, de Comercio, de Obras Públicas, no son los ministerios burgueses del Trabajo? Junto a ellos, un ministerio proletario del trabajo tenía que ser necesariamente el ministerio de la impotencia, el ministe rio de los piadosos deseos, una comisión del Luxemburgo. Del mismo modo que los obreros creían emanciparse al lado de la bur guesía, creían también poder llevar a cabo una revolución proleta ria dentro de las fronteras nacionales de Francia, al lado de las demás naciones burguesas. Pero las relaciones francesas de producción están condicionadas por el comercio exterior de Francia, por su posición en el mercado mundial y por sus leyes; ¿cómo iba Francia a romper estas leyes sin una guerra revolucionaria europea que repercutiese sobre el déspota del mercado mundial, sobre Inglaterra?

Una clase en la que se concentran los intereses revolucionarios de la sociedad encuentra inmediatamente en su propia situación, tan pronto como se levanta, el contenido y el material para su actua ción revolucionaria: abatir enemigos, tomar las medidas que dictan las necesidades de la lucha. Las consecuencias de sus propios he chos la empujan hacia adelante. No abre ninguna investigación te órica sobre su propia misión. La clase obrera francesa no había llegado aún a esto; era todavía incapaz de llevar a cabo su propia revolución.

El desarrollo del proletariado industrial está condicionado, en general, por el desarrollo de la burguesía industrial. Bajo la dominación de esta, adquiere aquel una existencia a escala nacional que puede elevar su revolución a revolución nacional; crea los med ios modernos de producción, que han de convertirse en otros tan tos medios para su emancipación revolucionaria. La dominación de la burguesía industrial es la que arranca las raíces materiales de la sociedad feud al y allana el terreno, sin lo cual no es posible una revolución prol etaria. La industria francesa está más desarrollada y la burguesía francesa es más revolucionaria que la del resto del continente. Pero la revolución de Febrero, ¿no iba directamente encaminada contra la aristocracia financiera? Este hecho demostraba que la burguesía industrial no dominaba en Francia. La burguesía industrial solo puede dominar allí donde la industria moderna ha modelado a su medida todas las relaciones de propiedad, y la industria solo puede adquirir este poder allí donde ha conquistado el mercado mundial, pues no bastan para su desarrollo las fronteras nacionales. Pero la industria de Francia, en gran parte, solo se asegura su mismo mercado nacional mediante un sistema arancelario prohibitivo más o menos modificado. Por tanto, si el proletariado francés, en un momento de revolución, posee en París una fuerza y una influencia efectivas, que le espolean a realizar un asalto superior a sus med ios, en el resto de Francia se halla agrupado en centros industrial es aislados y dispersos, perdiéndose casi en la superioridad numérica de los campesinos y pequeñoburgueses. La lucha cont ra el capital en la forma moderna de su desarrollo, en su punto culminante —la lucha del obrero asalariado industrial contra el burgués industrial— es, en Francia, un hecho parcial, que después de las jor nadas de Febrero no podía constituir el contenido nacional de la revolución; con tanta mayor razón, cuanto que la lucha contra los modos de explotación secundarios del capital —la lucha del campe sino contra la usura y las hipotecas, del pequeñoburgués contra el gran comerciante, el fabricante y el banquero, en una palabra, con tra la bancarrota— quedaba aún disimulada en el alzamiento gene ral contra la aristocracia financiera. Nada más lógico, pues, que el proletariado de París intentase sacar adelante sus intereses al lado de los de la burguesía, en vez de presentarlos como el interés re volucionario de la propia sociedad, que arriase la bandera roja ante la bandera tricolor [58] . Los obreros franceses no podían dar un paso adelante, no podían tocar ni un pelo del orden burgués, mientras la marcha de la revolución no sublevase contra este orden, contra la dominación del capital, a la masa de la nación —campesinos y pequeñoburgueses— que se interponía entre el proletariado y la burguesía; mientras no la obligase a unirse a los proletarios como a su vanguardia. Solo al precio de la tremenda derrota de Junio [59] podían los obreros comprar esta victoria.

A la comisión del Luxemburgo, esta criatura de los obreros de París, corresponde el mérito de haber descubierto desde lo alto de una tribuna europea el secreto de la revolución del siglo XIX: la emancipación del proletariado. Le Moniteur [60] se ponía furioso cuando tenía que propagar oficialmente aquellas “exaltaciones salvajes” que hasta entonces habían yacido enterradas en las obras apócrifas de los socialistas y que solo de vez en cuando llegaban a los oídos de la burguesía como leyendas remotas, medio espantosas, medio ridículas. Europa se despertó sobresaltada de su modorra burguesa.

Así, en la mente de los proletarios, que confundían la aristocracia financiera con la burguesía en general; en la imagi nación de los probos republicanos, que negaban la existencia misma de las clases o la reconocían, a lo sumo, como consecuencia de la monarquía constitucional; en las frases hipócritas de las fracciones burgue­ sas excluidas hasta entonces del poder, la dominación de la burguesía había quedado abolida con la implantación de la re pública. Todos los monárquicos se convirtieron, por aquel entonc es, en republicanos y todos los millonarios de París en obreros. La palabra que correspondía a esta imaginaria abolición de las relaciones de clase era la fraternité, la confraternización y la fraternidad uni versales. Esta idílica abstracción de los antagonismos de clase, esta conciliación sentimental de los intereses de clase contradictorios, esto de elevarse en alas de la fantasía por encima de la lucha de clases, esta fraternité fue, de hecho, la consigna de la revolución de Febrero. Las clases estaban separadas por un simple equívoco, y Lamartine bautizó al gobierno provisional, el 24 de febrero, como “un gouvernement qui suspend ce malentendu terrible qui existe entre les différentes classes” [61] . El proletariado de París se dejó llevar con deleite por esta borrachera generosa de fraternidad.

A su vez, el gobierno provisional, que se había visto obligado a proclamar la república, hizo todo lo posible por hacerla aceptable para la burguesía y para las provincias. El terror sangriento de la Primera República Francesa fue desautorizado mediante la abolición de la pena de muerte para los delitos políticos; se dio libertad de prensa para todas las opiniones; el ejército, los tribunales y la administración siguieron, salvo algunas excepciones, en manos de sus antiguos dignatarios y a ninguno de los altos delincuentes de la monarquía de Julio se le pidió cuentas. Los republicanos burgueses de Le National se divertían en cambiar los nombres y los trajes monárquicos por nombres y trajes de la antigua república. Para ellos, la república no era más que un nuevo traje de baile para la vieja sociedad burguesa. La joven república buscaba su mérito principal en no asustar a nadie, más bien, en asustarse constantemente a sí misma, en prolongar su existencia y desarmar a los que se resistían, haciendo que esa existencia fuera blanda y condescendiente y no resistiéndose a nada ni a nadie. Se proclamó en voz alta, para que lo oyesen las clases privilegiadas de dentro y los poderes despóticos de fuera, que la república era de naturaleza pacífica. Vivir y dejar vivir era su lema. A esto se añadió que, poco después de la revolución de Febrero, los alemanes, los polacos, los austríacos, los húngaros y los italianos se sublevaron cada cual con arreglo a las características de su situación concreta. Rusia e Inglaterra, esta estremecida también y aquella atemorizada, no estaban preparadas. La república no encontró ante sí ningún enemigo nacional. Por tanto, no existía ninguna gran complicación exterior que pudiera encender la energía para la acción, acelerar el proceso revolucionario y empujar hacia adelante al gobierno provisional o echarlo por la borda. El proletariado de París, que veía en la república su propia obra, aclamaba, naturalmente, todos los actos del gobierno provisional que le ayudaban a afirmarse con más facilidad en la sociedad burguesa. Se dejó emplear de buena gana por Caussidière [62] en servicios de policía para proteger la propiedad en París, como dejó que Luis Blanc fallase con su arbitraje las disputas de salarios entre obreros y patronos. Era su cuestión de honor el mantener intacto a los ojos de Europa el honor burgués de la república.

La república no encontró ninguna resistencia, ni de fuera ni de dentro. Y esto la desarmó. Su misión no consistía ya en transformar revolucionariamente el mundo; consistía solamente en adaptarse a las condiciones de la sociedad burguesa. Las medidas financieras del gobierno provisional testimonian con más elocuencia que nada con qué fanatismo acometió esta misión.

El crédito público y el crédito privado estaban, naturalmente, quebrantados. El crédito público descansa en la confianza de que el Estado se deja explotar por los usureros de las finanzas. Pero el vie­ jo Est ado había desaparecido y la revolución iba dirigida, ante todo, contra la aristocracia financiera. Las sacudidas de la última crisis comercial europea aún no habían cesado. Todavía se producía una bancarrota tras otra.

Así, pues, ya antes de estallar la revolución de Febrero el crédito privado estaba paralizado, la circulación de mercancías entorpecida y la producción estancada. La crisis revolucionaria agudizó la crisis comercial. Y si el crédito privado descansa en la confianza de que la producción burguesa se mantiene intacta e intangible en todo el conjunto de sus relaciones, de que el orden burgués se mantiene intacto e intangible, ¿qué efectos había de producir una revolución que ponía en tela de juicio la base misma de la producción burguesa —la esclavitud económica del proletariado—, que levantaba frente a la Bolsa la esfinge del Luxemburgo? La emancipación del proletariado es la abolición del crédito burgués, pues significa la abolición de la producción burguesa y de su orden. El crédito público y el crédito privado son el termómetro económico por el que se puede medir la intensidad de una revolu ción. En la misma medida en que aquellos bajan, suben el calor y la fuerza creadora de la revolución.

El gobierno provisional quería despojar a la república de su apariencia antiburguesa. Por eso, lo primero que tenía que hacer era asegurar el valor de cambio de esta nueva forma de gobierno, su cotización en la Bolsa. Con la cotización de la república en la Bolsa volvió a elevarse, necesariamente, el crédito privado.

Para alejar la más mínima sospecha de que la república no quisiese o no pudiese hacer honor a las obligaciones legadas por la monarquía, para despertar la fe en la moral burguesa y en la solvencia de la república, el gobierno provisional acudió a una fanfarronada tan indigna como pueril: la de pagar a los acreedores del Estado los intereses del cinco, del cuatro y medio y del cuatro por ciento antes del vencimiento legal. El aplomo burgués, la arrogancia del capitalista se despertaron en seguida al ver la prisa angustiosa con que se procuraba comprar su confianza.

Naturalmente, las dificultades pecuniarias del gobierno provisional no disminuyeron con este golpe teatral, que lo privó del dinero en efectivo de que disponía. La apretura financiera no podía seguirse ocultando, y los pequeñoburgueses, los criados y los obreros hubieron de pagar la agradable sorpresa que se había deparado a los acreedores del Estado.

Las libretas de las cajas de ahorro con sumas superiores a cien francos se declararon no canjeables por dinero, fueron confiscadas y convertidas por decreto en deuda pública no amortizable. Esto hizo que el pequeñoburgués, ya de por sí en aprietos, se irritase contra la república. Al recibir, en sustitución de su libreta, títulos de deuda pública se veía obligado a ir a la Bolsa a venderlos, poniéndose así directamente en manos de los especuladores de la Bolsa contra los que había hecho la revolución de Febrero.

La aristocracia financiera, que había dominado bajo la monarquía de Julio, tenía su iglesia episcopal en el banco. Y del mismo modo que la Bolsa rige el crédito del Estado, la banca rige el crédito comercial. Amenazada directamente por la revolución de Febrero, no solo en su dominación, sino en su misma existencia, la banca procuró desacreditar desde el primer momento la república, generalizando la falta de crédito. Se lo retiró súbitamente a los banqueros, a los fabricantes, a los comerciantes. Esta maniobra, al no provocar una contrarrevolución inmediata, por fuerza tenía que repercutir en perjuicio de la propia banca. Los capitalistas retiraron el dinero que tenían depositado en los sótanos de los bancos. Los tenedores de billetes acudieron en tropel a las ventanillas de los bancos a canjearlos por oro y plata.

El gobierno provisional podía obligar a la banca a declararse en quiebra, sin ninguna injerencia violenta, por vía legal; para ello no tenía más que mantenerse a la expectativa, abandonando a la banca a su suerte. La quiebra de la banca hubiera sido el diluvio que, en un abrir y cerrar de ojos, barriese del suelo de Francia a la aristocracia financiera, la más poderosa y la más peligrosa enemiga de la república, el pedestal de oro de la monarquía de Julio. Y una vez quebrada la banca, la propia burguesía, en un último intento desesperado de salvación, vería necesario que el Gobierno crease un Banco Nacional y sometiese el crédito nacional al control de la nación.

Pero lo que hizo el gobierno provisional fue, por el contrario, dar curso forzoso a los billetes de banco. Y aún hizo más. Convirt ió todos los bancos provinciales en sucursales del Banco de Fran cia, permitiéndole así lanzar su red por toda Francia. Más tarde, le hipotecó los bosques del Estado como garantía de un empréstito que contrajo con él. De este modo, la revolución de Febrero reforzó y amplió directamente la bancocracia que venía a derribar.

Entretanto, el gobierno provisional se encorvaba ante la pesadilla de un déficit cada vez mayor. En vano mendigaba sacrificios patrióticos. Solo los obreros le echaron una limosna. Había que recurrir a un remedio heroico: establecer un nuevo impuesto. ¿Pero a quién gravar con él? ¿A los lobos de la Bolsa, a los reyes de la Banca, a los acreedores del Estado, a los rentistas, a los industrial es? No era por este camino por el que la república se iba a ganar la voluntad de la burguesía. Eso hubiera sido poner en peligro con una mano el crédito del Estado y el crédito comercial, mientras con la otra se le procuraba rescatar a fuerza de grandes sacrificios y humillaciones. Pero alguien tenía que ser el pagano. Y quién fue sacrificado al crédito burgués? Jacques le bonhomme, el campesino [63] .

El gobierno provisional estableció un recargo de 45 céntimos por franco sobre los cuatro impuestos directos. La prensa gubernamental, para engañar al proletariado de París, le contó que este impuesto gravaba preferentemente a los grandes terratenientes, recaía sobre los beneficiarios de los mil millones conferidos por la Restauración [64] . Pero, en realidad, iba sobre todo contra el campesinado, es decir, contra la gran mayoría del pueblo francés. Los campesinos tenían que pagar las costas de la revolución de Feb rero; de ellos sacó la contrarrevolución su principal contingente. El impuesto de los 45 céntimos era para el campesino francés una cuestión vital y la convirtió en cuestión vital para la república. Desde este momento, la república fue para el campesino francés el impuesto de los 45 céntimos y en el proletario de París vio al dilap idador que se daba buena vida a costa suya.

Mientras que la revolución del 1789 comenzó liberando a los campesinos de las cargas feudales, la revolución de 1848, para no poner en peligro al capital y mantener en marcha su máquina es tatal, se inauguró con un nuevo impuesto cargado sobre la población campesina.

Solo había un medio con el que el gobierno provisional podía eliminar todos estos inconvenientes y sacar al Estado de su viejo cauce: la declaración de la bancarrota del Estado. Recuérdese cómo, posteriormente, Ledru­Rollin dio a conocer en la Asamblea Nacional la santa indignación con que había rechazado esta su gestión del usurero bursátil Fould, actual ministro de Hacienda en Francia. Pero lo que Fould le había ofrecido era la manzana del árbol de la ciencia.

Al reconocer las letras de cambio libradas contra el Estado por la vieja sociedad burguesa, el gobierno provisional había caído bajo su férula. Se convirtió en deudor acosado de la sociedad burguesa, en vez de enfrentarse a ella como un acreedor amenazante que venía a cobrar las deudas revolucionarias de muchos años. Tuvo que consolidar el vacilante régimen burgués para poder atender a las obligaciones que solo hay que cumplir dentro de este régimen. El crédito se convirtió en cuestión de vida o muerte para él y las concesiones y promesas hechas al proletariado en otros tantos grilletes que era necesario romper. La emancipación de los obreros —incluso como frase— se convirtió para la nueva república en un peligro insoportable, pues era una protesta constante contra el restablecimiento del crédito, que descansaba en el reconocimiento neto e indiscutido de las relaciones económicas de clase existentes. No había más remedio, por tanto, que terminar con los obreros.

La revolución de Febrero había echado de París al ejército. La Guardia Nacional, es decir, la burguesía en sus diferentes grada ciones, constituía la única fuerza. Sin embargo, no se sentía lo bas tante fuerte para hacer frente al proletariado. Además, se había visto obligada, si bien después de la más tenaz resistencia y de oponer cien obstáculos distintos, a abrir poco a poco sus filas, de jando entrar en ellas a proletarios armados. No quedaba, por tanto, más que una salida: enfrentar una parte del proletariado con otra.

El gobierno provisional formó con este fin 24 batallones de Guardias Móviles, de mil hombres cada uno, integrados por jóvenes de quince a veinte años. Pertenecían en su mayor parte al lumpemproletariado, que en todas las grandes ciudades forma una masa bien deslindada del proletariado industrial. Esta capa es un centro de reclutamiento para rateros y delincuentes de toda clase, que viven de los despojos de la sociedad, gentes sin profesión fija, vagabundos, gente sin hogar, que difieren según el grado de cultura de la nación a que pertenecen, pero que nunca reniegan de su carácter de lazzaroni [65] . En la edad juvenil, cuando el gobierno provisional los reclutaba, eran perfectamente moldeables, capaces tanto de las hazañas más heroicas y los sacrificios más exaltados como del bandidaje más vil y la más sucia venalidad. El gobierno provisional les pagaba un franco y cincuenta céntimos al día, es decir, los compraba. Les daba uniforme propio, es decir, los distinguía de los hombres de blusa. Como jefes, en parte se les destinaron oficiales del ejército permanente y en parte eligieron ellos mismos a jóvenes hijos de burgueses, cuyas baladronadas sobre la muerte por la patria y la abnegación por la república les seducían.

Así hubo frente al proletariado de París un ejército salido de su propio seno y compuesto por 24.000 hombres jóvenes, fuertes y audaces hasta la temeridad. El proletariado vitoreaba a la Guardia Móvil cuando desfilaba por París. Veía en ella a sus campeones de las barricadas. Y la consideraba como la guardia proletaria, en oposición a la Guardia Nacional burguesa. Su error era perdonable.

Además de la Guardia Móvil, el Gobierno decidió rodearse también de un ejército obrero industrial. El ministro Marie enroló en los llamados Talleres Nacionales a cien mil obreros, lanzados al arroyo por la crisis y la revolución. Bajo aquel pomposo nombre se ocultaba sencillamente el empleo de los obreros en aburridos, monótonos e improductivos trabajos de allanamiento de terrenos, por un jornal de 23 sous [66] . Estos Talleres Nacionales no eran otra cosa que las Workhouses [67] inglesas al aire libre. En ellos creía el gobierno provisional haber creado un segundo ejército proletario contra los mismos obreros. Pero esta vez, la burguesía se equivocó con los Talleres Na cionales, como se habían equivocado los obreros con la Guardia Móvil. Lo que creó fue un ejército para la revuelta. Pero una finalidad estaba conseguida.

Talleres Nacionales era el nombre de los talleres del pueblo que Luis Blanc predicaba en el Luxemburgo. Los talleres de Marie, proyectados con un criterio que era el polo opuesto al del Luxem burgo, como llevaban el mismo rótulo, daban pie para un equívoco digno de los enredos escuderiles de la comedia española. El propio gobierno provisional hizo correr el rumor de que estos Talleres Nacionales eran invención de Luis Blanc, cosa tanto más verosímil cuanto que Luis Blanc, el profeta de los Talle res Nacionales, era miembro del gobierno provisional. Y en la con fusión, medio ingenua medio intencionada de la burguesía de París, lo mismo que en la opinión artificialmente fomentada de Francia y de Europa, aquellas Workhouses eran la primera reali zación del socialismo, que con ellas quedaba clavado en la picota.

No por su contenido sino por su título, los Talleres Nacionales encarnaban la protesta del proletariado contra la industria burguesa, contra el crédito burgués y contra la república burguesa. Sobre ellos se volcó, por esta causa, todo el odio de la burguesía. Esta había encontrado en ellos el punto contra el que podía dirigir el ataque una vez que fue lo bastante fuerte para romper abierta mente con las ilusiones de Febrero. Todo el malestar, todo el malhumor de los pequeñoburgueses se dirigía también contra estos Talleres Nacionales, que eran el blanco común. Con verdadera rabia, echaban cuentas de las sumas que los gandules proletarios devoraban mientras su propia situación iba haciéndose cada día más insostenible. ¡Una pensión del Estado por un trabajo aparente: he ahí el socialismo!, refunfuñaban para sí. Los Talleres Naciona les, las declamaciones del Luxemburgo, los desfiles de los obreros por las calles de París: allí buscaban ellos las causas de sus miserias. Y nadie se mostraba más fanático con­ tra las supuestas maquina ciones de los comunistas que el pequeñoburgués al borde de la bancarrota y sin esperanza de salvación.

Así, en la colisión inminente entre la burguesía y el proleta riado, todas las ventajas, todos los puestos decisivos, todas las capas intermedias de la sociedad estaban en manos de la burgue sía y, mientras tanto, las olas de la revolución de Febrero se en crespaban por todo el continente y cada nuevo correo traía un nuevo parte revolucionario, tan pronto de Italia como de Alemania o del remoto sureste de Europa y alimentaba la embriaguez gene ral del pueblo, aportándole testimonios constantes de aquella vic toria, cuyos frutos ya se le habían escapado de las manos.

El 17 de marzo y el 16 de abril fueron las primeras escara muzas de la gran batalla de clases que la república burguesa escondía bajo sus alas. El 17 de marzo reveló la situación equívoca del proletariado que no le permitía ninguna acción decisiva. Su manifestación perseguía, en un principio, retrotraer al gobierno provisional al cauce de la revolución y, eventualmente, eliminar del mismo a sus miembros burgueses e imponer el aplazamiento de las elecciones para la Asamblea Nacional y para la Guardia Nacional. Pero el 16 de marzo la burguesía, representada en la Guardia Nacional, organizó una manifestación hostil al gobierno provisional. Al grito de “¡Abajo Ledru­Rollin!” marchó al Ayuntamiento. Y el 17 de marzo el pueblo se vio obligado a gritar “¡Viva Ledru­Rollin! Viva el gobierno provisional!”. Se vio obligado a abrazar contra la burguesía la causa de la república burguesa, que creía en peligro. Consolidó el gobierno provisional, en vez de someterlo. El 17 de marzo se resolvió en una escena de melodrama. Cierto es que en este día el proletariado de París volvió a exhibir su talla gigantesca, pero eso fortaleció en el ánimo de la burguesía, de dentro y de fuera del gobierno provisional, el designio de destrozarlo.

El 16 de abril fue un equívoco organizado por el gobierno provisional de acuerdo con la burguesía. Un gran número de obreros se habían congregado en el Campo de Marte y en el Hipódromo para preparar sus elecciones al Estado Mayor General de la Guardia Nacional. De pronto, corre de punta a punta de París, con la rapidez del rayo, el rumor de que los obreros armados se han concentrado en el Campo de Marte bajo la dirección de Luis Blanc, de Blanqui [68] , de Cabet y de Raspail para marchar desde allí sobre el Ayuntamiento, derribar el gobierno provisional y proclamar un gobierno comunista. Se toca generala —más tarde, Ledru­Rollin, Marrast y L amartine habían de disputarse el honor de esta iniciativa—. En una hora están 100.000 hombres bajo las armas. El Ayuntamiento es ocupado de arriba abajo por la Guardia Nacional. Los gritos de “Abajo los comunistas! Abajo Luis Blanc, Blanqui, R aspail y Cabet!” resuenan por todo París. Y el gobierno provisional es aclamado por un sinnúmero de delegaciones, todas dispuestas a salvar la patria y la sociedad. Y cuando, por último, los obreros aparecen ante el Ayuntamien to para entregar al gobierno provisional una colecta patriótica hecha por ellos en el Campo de Marte, se enteran con asombro de que el París burgués, en una lucha imaginaria montada con una prudencia extrema, ha vencido a su sombra. El espantoso atentado del 16 de abril su ministró pretexto para dar al ejército orden de regre sar a París —verdadera finalidad de aquella comedia tan burdamente mon tada— y para las manifestaciones federalistas reaccionarias de las provincias.

El 4 de mayo se reunió la Asamblea Nacional [69] , fruto de las elecciones generales y directas. El sufragio universal no poseía la fuerza mágica que los republicanos de viejo cuño le asignaban. Ellos veían en toda Francia, o por lo menos en la mayoría de los franceses, citoyens [70] con los mismos intereses, el mismo discernimiento, etc. Tal era su culto al pueblo. En vez de este pueblo imaginario, las elecciones sacaron a la luz del día al pueblo real, es decir, a los representantes de las diversas clases en que este se dividía. Ya hemos visto por qué los campesinos y los pequeñoburgueses votaron bajo la dirección de la burguesía combativa y de los grandes terratenientes que rabiaban por la restauración. Pero si el sufragio universal no era la varita mágica que habían creído los honrados republicanos, tenía el mérito incomparablemente mayor de desencadenar la lucha de clases, de hacer que las diversas capas intermedias de la sociedad burguesa superasen rápidamente sus ilusiones y desengaños, de lanzar de un golpe a las cumbres del Estado a todas las fracciones de la clase explotadora, arrancándoles así la máscara engañosa, mientras que la monarquía, con su censo electoral restringido, solo ponía en evidencia a determinadas fracciones de la burguesía, dejando escondidas a las otras entre bastidores y rodeándolas con el halo de santidad de una opo sición conjunta.

En la Asamblea Nacional Constituyente, reunida el 4 de mayo, llevaban la voz cantante los republicanos burgueses, los republicanos de Le National. Por el momento, los propios legitimistas y orleanistas solo se atrevían a presentarse bajo la máscara del republicanismo burgués. La lucha contra el prolet ariado solo podía emprenderse en nombre de la república.

La república —es decir, la república reconocida por el pueblo francés— data del 4 de mayo y no del 25 de febrero. No es la república que el proletariado de París impuso al gobierno provisional; no es la república con instituciones sociales; no es el sueño de los que lucharon en las barricadas. La república proclamada por la Asamblea Nacional, la única república legítima, es la república que no representa ningún arma revolucionaria contra el orden burgués. Es, por el contrario, la reconstitución política de este, la reconsolidación política de la sociedad burguesa, la república burguesa, en una palabra. Esta afirmación resonó desde la tribuna de la Asam blea Nacional y encontró eco en toda la prensa burguesa, republicana y monárquica.

Y ya hemos visto que la república de Febrero no era realmente ni podía ser más que una república burguesa; que, pese a todo, el gobierno provisional, bajo la presión directa del proletariado, se vio obligado a proclamarla como una república con instituciones sociales; que el proletariado de París no era todavía capaz de sa lirse del marco de la república burguesa más que en sus ilusiones, en su imaginación; que actuaba siempre y en todas partes a su serv icio, cuando llegaba la hora de la acción; que las promesas que se le habían hecho se convirtieron para la nueva república en un pe ligro insoportable; que todo el proceso de la vida del gobierno prov isional se resumía en una lucha continua contra las reclamaciones del proletariado.

En la Asamblea Nacional, toda Francia se constituyó en juez del proletariado de París. La Asamblea rompió inmediatamente con las ilusiones sociales de la revolución de Febrero y proclamó ro tundamente la república burguesa como república burguesa y nada más. Eliminó rápidamente de la comisión ejecutiva por ella nombrada a los representantes del proletariado, Luis Blanc y Al bert, rechazó la propuesta de un ministerio especial del Trabajo y aclamó con gritos atronadores la declaración del ministro Trélat: “Solo se trata de reducir el trabajo a sus antiguas condiciones”.

Pero todo esto no bastaba. La república de Febrero había sido conquistada por los obreros con la ayuda pasiva de la burguesía. Los proletarios se consideraban con razón como los vencedores de Febrero y formulaban las exigencias arrogantes del vencedor. Había que vencerlos en la calle, había que demostrarles que tan pronto como luchaban no con la burguesía, sino contra ella, salían derrotados. Y así como la república de Febrero, con sus concesion es socialistas, había exigido una batalla del proletariado unido a la burguesía contra la monarquía, ahora, era necesaria una segunda batalla para divorciar a la república de las concesiones al socialismo, para que la república burguesa saliese consagrada oficialmente como régimen imperante. La burguesía tenía que refutar con las armas en la mano las pretensiones del proletariado. Por eso la verdadera cuna de la república burguesa no es la victoria de Feb rero sino la derrota de Junio.

El proletariado aceleró el desenlace cuando, el 15 de mayo, se introdujo por la fuerza en la Asamblea Nacional, esforzándose en vano por reconquistar su influencia revolucionaria, sin conseguir más que entregar a sus dirigentes más enérgicos a los carceleros burgueses [71] . Il faut en finir! ¡Esta situación tiene que terminar! Con este grito, la Asamblea Nacional expresaba su firme resolución de for zar al proletariado a la batalla decisiva. La comisión ejecutiva pro mulgó una serie de decretos de desafío, tales como la prohibición de aglomeraciones populares, etc. Desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional Constituyente se provocaba, se insultaba, se escarnecía descaradamente a los obreros. Pero el verdadero punto de ataque estaba, como hemos visto, en los Talleres Nacionales. A ellos remitió imperiosamente la Asamblea Constituyente a la co misión ejecutiva, que no esperaba más que oír enunciar su propio plan como orden de la Asamblea Nacional.

La comisión ejecutiva comenzó poniendo dificultades para el in greso en los Talleres Nacionales, convirtiendo el salario por días en sa lario a destajo, desterrando a la Sologne a los obreros no nacidos en París, con el pretexto de ejecutar allí obras de allanamiento de terrenos. Estas obras no eran más que una fórmula retórica para encubrir su expulsión, como anunciaron a sus camaradas los obreros que retornaban desengañados. Finalmente, el 21 de junio apareció en Le Moniteur un decreto que ordenaba que todos los obreros solteros fuesen expulsados por la fuerza de los Talleres Nacionales o enrolados en el ejército.

Los obreros no tenían opción: o morirse de hambre o iniciar la lucha. Contestaron el 22 de junio con aquella formidable insurrección en que se libró la primera gran batalla entre las dos clases de la sociedad moderna. Fue una lucha por la conservación o el aniquilamiento del orden burgués. El velo que envolvía a la república quedó desgarrado.

Es sabido que los obreros, con una valentía y una genialidad sin precedentes, sin dirigentes, sin un plan común, sin medios, carentes de armas en su mayor parte, tuvieron en jaque durante cinco días al Ejército, a la Guardia Móvil, a la Guardia Nacional de París y a la que acudió en tropel de las provincias. Y es sabido que la burguesía se vengó con una brutalidad inaudita del miedo mortal que había pasado, exterminando a más de 3.000 prisioneros.

Los representantes oficiales de la democracia francesa estaban hasta tal punto cautivados por la ideología republicana, que, incluso pasadas algunas semanas, no comenzaron a sospechar el sentido del combate de junio. Estaban como aturdidos por el humo de la pólvora en que se disipó su república fantástica.

Permítanos el lector que describamos con las palabras de la Nueva Gaceta Renana la impresión inmediata que en nosotros produjo la noticia de la derrota de junio:

“El último resto oficial de la revolución de Febrero, la comi sión ejecutiva, se ha disipado como un fantasma ante la seriedad de los acontecimientos. Los fuegos artificiales de Lamartine se han convertido en las granadas incendiarias de Cavaignac [72] . La fraternité, la hermandad de las clases antagónicas, una de las cuales explota a la otra, esta fraternidad proclamada en Febrero y escrita con grandes caracteres en la frente de París, en cada cárcel y en cada cuartel, tiene como verdadera, auténtica y prosaica expresión la guerra civil; la guerra civil bajo su forma más espantosa, la guerra entre el trabajo y el capital. Esta fraternidad resplandecía delante de todas las ventanas de París en la noche del 25 de junio, cuando el París de la burguesía encendía sus iluminaciones, mientras el París del proletariado ardía, gemía y se desangraba. La fraternidad existió precisamente el tiempo durante el cual el interés de la burguesía estuvo hermanado con el del proletariado.

Pedantes de las viejas tradiciones revolucionarias de 1793, doctrinarios socialistas que mendigaban a la burguesía para el pueblo y a los que se permitió echar largos sermones y desprestigiarse mientras fue necesario arrullar el sueño del león proletario, republicanos que reclamaban todo el viejo orden burgués con excepción de la testa coronada, hombres de la oposición dinástica a quienes el azar envió en vez de un cambio de gobierno el derrumbamiento de una dinastía, legitimistas que no querían dejar la librea, sino solamente cambiar su corte: tales fueron los aliados con los que el pueblo llevó a cabo su Febrero...

La revolución de Febrero fue la revolución hermosa, la revol ución de las simpatías generales, porque los antagonismos que en ella estallaron contra la monarquía dormitaban incipientes aún, bien avenidos unos con otros, porque la lucha social que era su fondo solo había cobrado una existencia aérea, la existencia de la fra­ se, de la palabra. La revolución de Junio es la revolución fea, la revolución repelente, porque el hecho ha ocupado el puesto de la frase, porque la república puso al desnudo la cabeza del propio monstruo al echar por tierra la corona que la cubría y le servía de pantalla. ‘¡Orden!’, era el grito de guerra de Guizot. ‘¡Orden!’, gritaba Sebastiani, el guizotista, cuando Varsovia fue tomada por los rusos. ‘¡Orden!’, grita Cavaignac, eco brutal de la Asamblea Nacional francesa y de la burguesía republicana. ‘¡Orden!’, tronaban sus proyectiles, cuando desgarraban el cuerpo del proletariado.

Ninguna de las numerosas revoluciones de la burguesía francesa desde 1789 había sido un atentado contra el orden. Todas dejaban en pie la dominación de clase, todas dejaban en pie la esclavitud de los obreros, todas dejaban subsistente el orden burgués, por mucha que fuese la frecuencia con que cambiase la forma política de esta dominación y de esta esclavitud. Pero Junio ha atentado contra este orden. ¡Ay de Junio!” (Nueva Gaceta Renana, 29/6/1848) [73] .

Ay de Junio!, contesta el eco europeo.

El proletariado de París fue obligado por la burguesía a hacer la revolución de Junio. Ya en esto iba implícita su condena al fracaso. Ni su necesidad directa y confesada le impulsaba a querer conseguir por la fuerza el derrocamiento de la burguesía, ni tenía aún fuerzas bastantes para imponerse esta misión. Le Moniteur le hizo saber oficialmente que había pasado el tiempo en que la república tenía que rendir honores a sus ilusiones, y fue su derrota la que le convenció de esta verdad: que hasta la más mínima mejora de su situación es, dentro de la república burguesa, una utopía; y una utopía que se convierte en crimen tan pronto como quiere transformarse en realidad. Y sus reivindica ciones, desmesuradas en cuanto a la forma, pero minúsculas, e in cluso, todavía burguesas por su contenido, cuya satisfacción quería arrancar a la república de Febrero, cedieron el puesto a la consigna audaz y revolucionaria: Derrocamiento de la burguesía! Dicta dura de la clase obrera!

Al convertir su fosa en cuna de la república burguesa, el proletariado la obligaba, al mismo tiempo, a manifestarse en su forma pura, como el Estado cuyo fin confesado es eternizar el dominio del capital y la esclavitud del trabajo. Viendo cons tantemente ante sí a su enemigo, lleno de cicatrices, irreconci liable e invencible —invencible, porque su existencia es la condición de la propia vida de la burguesía—, la dominación burg uesa, libre de todas las trabas, tenía que trocarse inmediata mente en terrorismo burgués. Y una vez eliminado provisionalmente de la escena el proletariado y reconocida ofi cialmente la dictadura burguesa, las capas medias de la sociedad burguesa, la pequeña burguesía y la clase campesina, a medida en que su situación se hacía más insoportable y se erizaba su antagonismo con la burguesía, tenían que unirse más y más al proletariado. Lo mismo que antes encontraban en su auge la causa de sus miserias, ahora tenían que encontrarla en su derrota.

Cuando la revolución de Junio hizo jactarse a la burguesía en todo el continente y la llevó a aliarse abiertamente con la mo narquía feudal contra el pueblo, ¿quién fue la primera víctima de esta alianza? La misma burguesía continental. La derrota de Junio le impidió consolidar su dominación y detener al pueblo, mitad satisfecho, mitad disgustado, en el escalón más bajo de la rev olución burguesa.

Finalmente, la derrota de Junio reveló a las potencias despóticas de Europa el secreto de que Francia tenía que mantener a todo trance la paz en el exterior, para poder librar la guerra civil en el int erior. Y así, los pueblos que habían comenzado la lucha por su independencia nacional fueron abandonados a la superioridad de fuerzas de Rusia, de Austria y de Prusia, pero al mismo tiempo la suerte de estas revoluciones nacionales fue supeditada a la suerte de la revolución proletaria y despojada de su aparente sustantividad, de su independencia respecto a la gran transformación social. El húngaro no será libre, ni lo será el polaco, ni el italiano, mient ras el obrero siga siendo esclavo!

Por último, con las victorias de la Santa Alianza, Europa ha cobrado una fisonomía que hará coincidir directamente con una guerra mundial todo nuevo levantamiento proletario en Francia. La nueva revolución francesa se verá obligada a abandonar inmediatamente el terreno nacional y a conquistar el terreno europeo, el único en que puede llevarse a cabo la revolución social del siglo XIX.

Ha sido, pues, la derrota de Junio la que ha creado todas las condiciones para que Francia pueda tomar la iniciativa de la revolución europea. Solo empapada en la sangre de los insurrectos de Junio ha podido la bandera tricolor transformarse en la bandera de la revolución europea, en la bandera roja.

Y nosotros exclamamos: La revolución ha muerto! Viva la revolución!



[33] Se trata de la revolución burguesa de 1830, que derrocó a la dinastía borbónica.
[34] El duque de Orleans ocupó el trono francés con el nombre de Luis Felipe
[35] El 5 y el 6 de junio de 1832 hubo una sublevación en París; los obreros levantaron barricadas y se defendieron con gran firmeza. En abril de 1834 estalló la insurrección de los obreros de Lyon, una de las primeras acciones de masas del proletariado francés. Esta insurrección, apoyada por los republicanos en varias ciudades más, sobre todo en París, fue aplastada con saña. La insurrección del 12 de mayo de 1839 en París, en la que también desempeñaron un papel principal los obreros revolucionarios, fue preparada por la Sociedad de las Estaciones del Año, una organización clandestina republicano-socialista dirigida por A. Blanqui y A. Barbès; fue aplastada por las tropas y la Guardia Nacional.
[36] François Guizot (1787-1874): Primer ministro conservador francés. La revolución de 1848 liquidó su carrera política.
[37] Léon Faucher (1803-1854): Economista y publicista francés. Era el ministro del Interior en 1851; dejó el cargo pocos días antes del golpe de Estado del 2 de diciembre.
[38] Frédéric Bastiat (1801-1850): Escritor, legislador y economista francés, gran defensor del libre mercado
[39] Al margen de quienes tenían derecho al voto.
[40] El reinado de Luis Felipe (1830-1848), así llamado por la revolución de julio de 1830.
[41] Familia de origen judeo-alemán fundadora de bancos e instituciones financieras a finales del siglo XVIII y que en el XIX acabó convertida en una de las más influyentes de Europa. James Mayer de Rothschild fundó el banco parisino Rothschild Frères. Tras las Guerras Napoleónicas jugó un papel fundamental en la financiación de la construcción de los ferrocarriles y la minería, llevando a Francia a convertirse en una potencia industrial.
[42] Personaje de la literatura francesa que el escultor, pintor y caricaturista del siglo XIX Honoré Daumier popularizó en una serie humorística y de crítica social como arquetipo de empresario sin escrúpulos, estafador y especulador.
[43] Nada por la gloria!
[44] Paz en todas partes y siempre!
[45] En febrero de 1846 se preparaba la insurrección para conquistar la emancipación nacional de Polonia. Sus principales impulsores fueron los demócratas revolucionarios po lacos (Dembowski y otros). Debido a la traición de la nobleza, los dirigentes fueron detenidos por la policía prusiana y la insurrección quedó limitada a algunos estallidos aislados. En Cracovia, desde 1815 bajo control de Austria, Rusia y Prusia, los insurgentes lograron la victoria el 22 de febrero, formando un gobierno que decretó la abolición de las cargas feudales. La insurrección fue aplastada a principios de marzo; en noviembre, las tres potencias acordaron la incorporación de Cracovia al Imperio austríaco
[46] Alianza de siete cantones suizos atrasados económicamente formada en 1845 para oponerse a las transformaciones burguesas progresistas y defender los privilegios de la Igle sia Católica. En julio de 1847, la decisión de la Dieta suiza de disolver el Sonderbund dio lugar a la guerra civil. El ejército del Sonderbund fue derrotado en noviembre por las tropas del gobierno federal. Los estados reaccionarios de Europa occidental, que antes formaban la Santa Alianza, intentaron intervenir a favor del Sonderbund. Guizot los apoyó, tomando bajo su defensa el Sonderbund.
[47] Agrupación reaccionaria de las monarquías europeas fundada en 1815 por Rusia, Austria y Prusia para aplastar los movimientos revolucionarios y conservar los regímenes monárquico-feudales
[48] Anexión de Cracovia por Austria, de acuerdo con Rusia y Prusia, el 11 de noviembre de 1846. Guerra del Sonderbund, del 4 al 28 de noviembre de 1847. Insurrección de Palermo, el 12 de enero de 1848. A finales de enero, bombardeo de la ciudad durante nueve días por los napolitanos. (Nota de Engels a la edición de 1895)
[49] En Buzangais (departamento de Indre), a iniciativa de los obreros hambrientos y de los habitantes de las aldeas vecinas, en la primavera de 1847 se asaltaron los almacenes de comestibles pertenecientes a los especuladores, lo que dio lugar a un sangriento choque de la población con las tropas, seguido de una despiadada represión: se ejecutó a cuatro personas y otras muchas fueron condenadas a trabajos forzados.
[50] Como respuesta a la prohibición del derecho de reunión por parte del gobierno de Guizot, en julio de 1847 comenzaron a celebrarse grandes banquetes (organizados habitualmente por los periódicos opositores), donde los comensales pagaban para comer y oír los discursos de la oposición y debatir de política. Se extendieron rápidamente, celebrándose 70 con un total de 22.000 comensales por todo el país, en lo que se conoce como la campaña de los banquetes. El 19 de febrero de 1848 un banquete organizado en París por oficiales de la Guardia Nacional fue prohibido, desencadenando el inicio de la revolución, la caída de Luis Felipe y la proclamación de la Segunda República Francesa.
[51] Alexandre Auguste Ledru-Rollin (1807-1874): Político francés, representante de la pequeña burguesía democrática. Jugó un papel destacado en la campaña de los banquetes. Fue ministro del Interior en el gobierno provisional. Se posicionó contra el proletariado de París cuando, tras la manifestación del 15 de mayo de 1848, entró en la Asamblea Nacional Constituyente, declaró su disolución y la formación de un gobierno revolucionario. El resultado fue la represión y detención de los principales dirigentes (Blanqui, Barbès, Albert, Raspail, Sobrier,…).
[52] Le National (El Nacional): Diario publicado en París de 1830 a 1851. Era el órgano de los republicanos burgueses moderados, cuyos representantes más destacados en el gobierno provisional fueron Marrast, Bastide y Garnier-Pagés
[53] Louis Blanc (1811-1882): Partidario de las ideas socialistas utópicas y defensor de la intervención del Estado y de las cooperativas obreras para corregir las desigualdades sociales. Jugó un papel activo en la revolución de 1848 que instauró la Segunda República. Nombrado ministro de Trabajo en el gobierno provisional, tras el triunfo del Partido del Orden se exilió en Londres, de donde no regresó hasta 1870 para ser diputado de la izquierda en la Tercera República.
[54] Alphonse de Lamartine (1790-1869): Escritor y político francés. Procedía de la aristocracia terrateniente y monárquica, pero se fue alejando paulatinamente de su educación conservadora hasta simpatizar con los republicanos. La revolución de 1848 lo convirtió en presidente del gobierno provisional. Su esfuerzo por moderar las tendencias populares radicales le llevó a perder influencia, contribuyendo a su aplastante derrota por Luis Napoleón Bonaparte en las elecciones presidenciales de diciembre de 1848.
[55] François-Vincent Raspail (1794-1878): Político socialista y destacado científico francés. En marzo de 1849 fue condenado a seis años de cárcel por su participación en los acontecimientos del 15 de mayo de 1848.
[56] República francesa! Libertad, igualdad, fraternidad!
[57] La Gazette de France (La Gaceta de Francia): Diario editado en París desde 1631 hasta los años 40 del siglo XIX. Era el órgano de los legitimistas.
[58] Durante los primeros días de la Segunda República Francesa se planteó la elección de la enseña nacional. Los obreros revolucionarios de París exigían que fuese la bandera roja por ellos enarbolada durante la insurrección de junio de 1832. Los representantes de la burguesía insistían en que se eligiera la tricolor (azul, blanca y roja), que había sido la bandera de Francia durante la revolución burguesa de 1789 y el Imperio napoleónico, y que, antes de la revolución de 1848, había sido el emblema de los republicanos burgueses agrupados en torno al periódico Le National. Finalmente, la elegida fue la tricolor. No obstante, al asta de la bandera se le añadió una escarapela roja.
[59] En junio de 1848 se produjo una heroica insurrección de los obreros de París, aplastada con excepcional crueldad por la burguesía. Fue la primera gran guerra civil de la historia entre la clase obrera y la burguesía.
[60] Le Moniteur Universel (El Heraldo Universal): Diario parisino publicado desde 1789 hasta 1901. Era el órgano oficial del Gobierno: publicaba sus disposiciones y decretos, informaba sobre los debates parlamentarios, etc. En 1848 también publicaba informaciones de las reuniones de la comisión del Luxemburgo.
[61] “Un gobierno que acaba con ese equívoco terrible que existe entre las diversas clases”.
[62] El prefecto de la policía del gobierno provisional durante la revolución de 1848
[63] Jacques le bonhomme (Jacobo el simple) era el nombre despectivo que los nobles franceses daban a los campesinos.
[64] Se trata de la suma asignada en 1825 por la corona francesa a los aristócratas como compensación por los bienes confiscados durante la revolución burguesa de 1789.
[65] Nombre que se daba en Italia a los elementos desclasados, al lumpemproletariado. Fueron utilizados reiteradamente por la reacción monárquica contra el movimiento liberal y democrático
[66] Moneda francesa anterior al franco (introducido en 1795), cuyo nombre pervivió en el uso popular.
[67] Literalmente, “casas de trabajo”. Lugares donde los pobres ingleses podían vivir trabajando bajo un régimen carcelario; existían desde el siglo XVII. La reforma de la Ley de Protección a los Pobres aprobada en Inglaterra en 1834 toleraba una sola forma de ayuda: su alojamiento en estas casas. El pueblo las denominó “bastillas para pobres”.
[68] Louis Auguste Blanqui (1805-1881): Revolucionario francés, representante del comunismo utópico. Participó en la revolución de 1848 y sus partidarios jugaron un papel dirigente en la Comuna de París (1871). No consideraba necesaria la previa preparación política de las masas de la clase obrera antes de la toma del poder porque creía que estas serían arrastradas por el ejemplo de la acción decidida de una minoría de revolucionarios audaces. Aunque discrepaba de sus tesis, Marx lo tuvo en alta estima por ser un incorruptible revolucionario proletario, que pasó más de la mitad de su vida encarcelado por la burguesía.
[69] A partir de aquí se entiende por Asamblea Nacional la Asamblea Nacional Constituyente, que existió desde el 4 de mayo de 1848 hasta mayo de 1849.
[70] Ciudadanos.
[71] El 15 de mayo de 1848, durante una manifestación popular, los obreros y artesanos parisienses penetraron en la sala de sesiones de la Asamblea Constituyente, la declararon disuelta y formaron un gobierno revolucionario. Los manifestantes, sin embargo, no tardaron en ser desalojados por la Guardia Nacional y las tropas. Los dirigentes de los obreros (Blanqui, Barbès, Albert, Raspail, Sobrier y otros) fueron detenidos.
[72] Louis-Eugène Cavaignac (1802-1857): Ministro de la Guerra entre marzo y abril de 1848, cuando dimitió ante la negativa del Gobierno a acantonar tropas en la capital. El 17 de mayo aceptó volver al puesto. El 24 de junio obtuvo plenos poderes para aplastar la insurrección, convirtiéndose de facto en el jefe del Estado. Cuatro días después fue nombrado presidente del Gobierno. La represión causó entre 3.000 y 5.000 muertos.
[73] Los artículos de Marx y Engels en la Nueva Gaceta Renana sobre esos acontecimientos están recopilados bajo el título La revolución de Junio.

Dopo la rivoluzione di luglio, accompagnando il suo compare, il duca d’Orléans, in trionfo all’Hôtel-de-Ville, il banchiere Laffitte lasciava cadere questo detto: «D’ora innanzi regneranno i banchieri». Laffitte aveva svelato il mistero della rivoluzione.

Sotto Luigi Filippo non era la borghesia francese che regnava, ma una frazione di essa: banchieri, re della Borsa, re delle ferrovie, proprietarî di miniere di carbone e di ferro e proprietarî di foreste, e una parte della proprietà fondiaria rappattumata con essi; insomma la cosidetta aristocrazia della finanza. Era essa che sedeva sul trono, che dettava leggi nelle Camere, che dispensava i posti governativi, dal ministero fino allo spaccio di tabacchi.

La borghesia veramente industriale formava una parte dell’opposizione ufficiale; era cioè rappresentata nelle Camere solo come minoranza. Tanto più decisiva se ne presentava l’opposizione, quanto più netto era lo sviluppo del dominio esclusivo dell’aristocrazia finanziaria e quanto più essa medesima, soffocate nel sangue le sommosse del 1832, 1834 e 1839, immaginava d’avere assicurato il proprio dominio sulla classe operaia. Grandin, fabbricante di Rouen, il portavoce più fanatico della reazione borghese, sia nell’Assemblea nazionale costituente, sia nella legislativa, era nella Camera dei deputati il più violento avversario di Guizot. Leone Faucher, noto più tardi pei suoi impotenti sforzi di elevarsi a Guizot della controrivoluzione francese, conduceva, negli ultimi tempi di Luigi Filippo, una guerra letteraria per l’industria contro la speculazione ed il suo caudatario, il governo. Bastiat agitava, in nome di Bordeaux e di tutta la Francia viticola, contro il sistema imperante.

La piccola borghesia, in ogni sua gradazione, ed egualmente la classe dei contadini, erano del tutto escluse dal potere politico. S’incontravano finalmente nell’opposizione ufficiale, oppure affatto al di fuori del pays légal, i rappresentanti ideologi e gli oratori delle accennate classi, i loro scienziati, avvocati, medici, ecc.; in una parola, le loro così dette «capacità».

Le necessità della propria finanza ponevano la monarchia di luglio all’intima dipendenza dell’alta borghesia; dipendenza, che divenne la sorgente inesauribile d’un crescente disagio della finanza. Impossibile subordinare l’amministrazione dello Stato all’interesse della produzione nazionale, senza ristabilire l’equilibrio nel bilancio, l’equilibrio tra le uscite e le entrate dello Stato. Ed in qual modo ristabilire quest’equilibrio, senza limitare le spese dello Stato, ossia senza vulnerare interessi, ch’erano altrettanti sostegni del sistema dominante, e senza riordinare la ripartizione delle imposte, ch’è quanto dire senza addossare all’alta borghesia stessa una parte ragguardevole del peso delle imposte?

L’indebitamento dello Stato era ben piuttosto un interesse diretto della frazione della borghesia, governante e legiferante per mezzo della Camera. Il deficit dello Stato: ecco propriamente il vero oggetto della sua speculazione e la fonte principale del suo arricchimento. Dopo ciascun anno, un nuovo deficit. Dopo il decorso di quattro o cinque anni, un nuovo prestito. Ed ogni nuovo prestito forniva all’aristocrazia finanziaria nuova occasione a truffare lo Stato, tenuto artificiosamente sospeso nelle ansie della bancarotta ed obbligato così a contrattare coi banchieri nelle condizioni più sfavorevoli. Ogni nuovo prestito offriva una seconda occasione a svaligiare il pubblico, che impiega i suoi capitali in rendita dello Stato, con operazioni di Borsa, al cui mistero erano iniziati governo e maggioranza della Camera. Erano sovratutto la situazione oscillante del credito dello Stato ed il possesso dei segreti di Stato, che davano ai banchieri, non meno che ai loro affiliati nelle Camere e sul trono, la possibilità di provocare straordinarie, improvvise oscillazioni, il cui risultato costante doveva essere la rovina d’una massa di capitalisti più piccoli e l’arricchimento favolosamente rapido dei giocatore in grande. L’essere il deficit dello Stato un diretto interesse della frazione dominante della borghesia, spiega come gli stanziamenti ordinarî dello Stato negli ultimi anni del regime di Luigi Filippo superassero di gran lunga il doppio di quelli sotto Napoleone, raggiungendo annualmente la somma di ben quasi 400 milioni di franchi, mentre la media esportazione complessiva della Francia elevavasi a 750 milioni di franchi. Le enormi somme, che per tal modo scorrevano per le mani dello Stato, davano oltracciò origine a loschi appalti, a corruzioni, a frodi, a bricconate d’ogni specie. Lo svaligiamento dello Stato, quale avveniva in grande coi prestiti, si ripeteva al minuto nei lavori dello Stato. Il rapporto tra la Camera e il governo si ramificava in rapporti tra le singole amministrazioni ed i singoli imprenditori.

Al pari degli stanziamenti dello Stato e dei prestiti dello Stato, la classe dominante sfruttava le costruzioni ferroviarie. Allo Stato le Camere addossavano i pesi principali, assicurandone i frutti d’oro all’aristocrazia finanziaria speculatrice. Si accumulavano gli scandali nella Camera dei deputati, allorchè il caso fe’ venire a galla che tutti quanti i membri della maggioranza, alcuni dei ministri compresi, partecipavano come azionisti a quelle medesime costruzioni ferroviarie, ch’essi facevano poi, in qualità di legislatori, intraprendere a spese dello Stato.

Non v’era, all’incontro, piccola riforma finanziaria, che non naufragasse di fronte all’influenza dei banchieri. Così, ad esempio, la riforma postale. Rothschild protestò. Poteva lo Stato assottigliare cespiti d’entrata, donde doveva ricavare gli interessi del suo debito sempre crescenti?

La monarchia di luglio non era altro se non una Compagnia d’azioni per lo sfruttamento della ricchezza nazionale francese, i cui dividendi si ripartivano fra ministri, Camere, 240.000 elettori ed il loro seguito. Luigi Filippo era il direttore di questa Compagnia, vero Roberto Macaire sul trono. Commercio, industria, agricoltura, navigazione, questi interessi della borghesia industriale, dovevano, sotto tal sistema, trovarsi esposti permanentemente a pericolare e intisichire. Gouvernement à bon marché, aveva essa scritto nei giorni di luglio sulla propria bandiera.

Mentre l’aristocrazia finanziaria dettava le leggi, guidava l’amministrazione dello Stato, disponeva di tutti i pubblici poteri organizzati, dominava la pubblica opinione coi fatti e colla stampa, andava ripetendosi in ogni sfera, dalla Corte al Café-Borgne, l’identica prostituzione, l’identica frode svergognata, l’identica libidine di arricchire non mediante la produzione, ma mediante la rapina dell’altrui ricchezza già creata; erompeva cioè alla superficie della società borghese la tolleranza più sfrenata, più insistentemente in attrito colle stesse leggi borghesi, degli appetiti malsani ed abbietti, nei quali trova la sua natural soddisfazione la ricchezza scaturita dal gioco, e il godimento diventa crapuleux, e denaro e lordura e sangue scorrono insieme. L’aristocrazia finanziaria, e nel suo modo di acquisto o nei suoi godimenti, non è che la risurrezione del proletariato dei pezzenti sulle altezze della società borghese.

E le frazioni non dominanti della borghesia francese gridarono: Corruzione! Il popolo gridò: à bas les grands voleurs! à bas les assassins!, allorchè nel 1847 s’impiantarono pubblicamente sulle più elevate scene della società borghese quegli stessi spettacoli, che sono di regola rappresentati dal proletariato dei pezzenti nei bordelli, negli stabilimenti dei poveri e dei pazzi, dinanzi al giudice, nei bagni e sul patibolo. La borghesia industriale vide in pericolo i proprî interessi; la piccola borghesia trovavasi urtata nella sua morale, la fantasia popolare si rivoltava, Parigi era inondata da libelli, — la dynastie Rothschild, les juifs rois de l’époque, etc., — nei quali il dominio dell’aristocrazia finanziaria veniva, con maggiore o minor spirito, denunciato e stigmatizzato.

Rien pour la gloire! La guerra non rende nulla! la paix partout et toujours! La guerra fa abbassare il corso del tre e quattro per cento!; così aveva scritto sulla sua bandiera la Francia degli ebrei di Borsa. La sua politica estera andò per tal modo a smarrirsi in una serie di mortificazioni del sentimento nazionale francese, la cui irritazione divenne acutissima quando, coll’incorporazione di Cracovia all’Austria, venne consumato l’assassinio della Polonia e Guizot entrò attivamente nella guerra del Sonderbund svizzero, a favore della Santa Alleanza. La vittoria dei liberali svizzeri in questo simulacro di guerra sollevò l’amor proprio dell’opposizione borghese in Francia; la sanguinosa insurrezione del popolo a Palermo agì come una scossa elettrica sulla massa popolare paralizzata e ne risvegliò i grandi ricordi e le passioni rivoluzionarie.[1]

Due avvenimenti economici mondiali accelerarono finalmente l’esplosione dell’universale disgusto e fecero maturare il malcontento in rivolta.

La malattia delle patate ed i cattivi raccolti del 1845 e 1846 avevano sovreccitato nel popolo il generale fermento. La carestia del 1847 aveva chiamato sulla Francia, come sul resto del continente, conflitti sanguinosi. Ed ecco, di fronte alle orgie svergognate dell’aristocrazia finanziaria, la lotta del popolo pei mezzi primi di sussistenza! Ecco a Buzançais i rivoltosi della fame giustiziati ed a Parigi gli scrocconi satolli strappati ai tribunali dalla famiglia reale!

Il secondo grande avvenimento economico, che affrettò lo scoppio della rivoluzione, fu una crisi generale del commercio e dell’industria in Inghilterra; crisi che, già preannunciata nell’autunno del 1845 dalla disfatta in massa degli speculatori d’azioni ferroviarie, e contenuta durante il 1846 da una serie di incidenti, quale l’imminente abolizione dei dazî sui cereali, eruppe finalmente nell’autunno del 1847 colle bancarotte dei grandi commercianti in coloniali di Londra, alle quali tennero immediatamente dietro i fallimenti delle Banche di provincia e la chiusura delle fabbriche nei distretti industriali inglesi. Non erasi ancora avvertita l’influenza di questa crisi nel continente, allorquando scoppiò la rivoluzione di febbraio.

La devastazione del commercio e dell’industria, operata dall’epidemia economica, rese ancor più insopportabile l’egemonia dell’aristocrazia finanziaria. In tutta la Francia, la borghesia d’opposizione bandì l’agitazione dei banchetti per una riforma elettorale, la quale doveva conquistarle la maggioranza nelle Camere ed abbattere il ministero della Borsa. A Parigi la crisi ebbe ancora questo speciale effetto di gettare sul commercio interno una massa di fabbricanti e di grandi negozianti, cui le condizioni d’allora chiudevano gli affari sul mercato estero. Essi eressero grandi stabilimenti, la cui concorrenza rovinò in massa droghieri e bottegai. Donde innumerevoli fallimenti in questa parte della borghesia parigina; donde la sua apparizione rivoluzionaria nel febbraio. È noto come Guizot e le Camere risposero ai progetti di riforma con una sfida spoglia d’equivoci, come Luigi Filippo si decise troppo tardi per un ministero Barrot, come si venne al conflitto tra il popolo e l’esercito, come il contegno passivo della guardia nazionale disarmò l’esercito, come la monarchia di luglio dovette cedere il posto ad un governo provvisorio.

Il governo provvisorio, sorto sulle barricate di febbraio, rispecchiava, di necessità, nella sua composizione i differenti partiti, che si erano divisa la vittoria. Esso non poteva essere altro che un compromesso delle diverse classi, che unite avevano rovesciato il trono di luglio, ma i cui interessi si trovavano in rapporto ostile tra loro. La gran maggioranza ne era formata da rappresentanti della borghesia: la piccola borghesia repubblicana era rappresentata da Ledru-Rollin e Flocon, la borghesia repubblicana dagli uomini del National, l’opposizione dinastica da Cremieux, Dupont de l’Eure, ecc. Due soli rappresentanti possedeva la classe lavoratrice: Luigi Blanc ed Albert. Quanto infine a Lamartine, egli nel governo provvisorio non impersonava alcun vero interesse, alcuna classe determinata; egli era la stessa rivoluzione di febbraio, la collettiva insurrezione colle sue illusioni, la sua poesia, il suo contenuto chimerico e le sue frasi. Del resto, sia per la sua posizione, sia per le sue idee, l’oratore della rivoluzione di febbraio apparteneva alla borghesia.

Se Parigi domina la Francia grazie all’accentramento politico, sono gli operai che nei momenti di convulsioni rivoluzionarie dominano Parigi. Primo atto di vita del governo provvisorio fu il tentativo di sottrarsi a tale influenza preponderante con un appello da Parigi ubbriaca alla Francia digiuna. Lamartine contestò ai combattenti delle barricate il diritto di proclamare la repubblica; a ciò era autorizzata solo la maggioranza dei francesi, il cui voto conveniva attendere; non istava al proletariato parigino di macchiare la propria vittoria con un’usurpazione. La borghesia permetteva al proletariato una sola usurpazione — quella del campo di battaglia.

Al mezzodì del 25 febbraio, la repubblica non era ancora proclamata, mentre all’incontro tutti i ministeri erano digià ripartiti tra gli elementi borghesi del governo provvisorio ed i generali, i banchieri e gli avvocati del National. Senonchè gli operai erano risoluti a non tollerare questa volta una mistificazione del genere di quella del luglio 1830. Erano pronti a riprendere la lotta ed a strappare colla forza delle armi la repubblica Tale fu il messaggio recato da Raspail all’Hôtel-de-Ville. In nome del proletariato parigino, egli intimò al governo provvisorio di proclamare la repubblica; ove l’intimazione non fosse eseguita entro due ore, egli sarebbe ritornato alla testa di duecentomila uomini. Non erano ancora freddi i cadaveri dei caduti, non ancora rimosse le barricate, gli operai non ancora disarmati e l’unica forza che loro si potesse opporre era la guardia nazionale. In tale situazione di cose, sbollirono immediatamente le savie considerazioni di Stato e gli scrupoli giuridici di coscienza del governo provvisorio. Non era trascorso il termine di due ore, e già su tutte le muraglie di Parigi brillavano le storiche parole gigantesche: République française! Liberté, Egalité, Fraternité!

Colla proclamazione della repubblica sulla base del suffragio universale, si spegneva perfino la memoria degli intenti e dei motivi ristretti, che avevano spinto la borghesia nella rivoluzione di febbraio. Non più alcune poche frazioni della cittadinanza; erano tutte le classi della società francese, che improvvisamente si trovavano rovesciate nella cerchia del potere politico, costrette ad abbandonare i palchi, la platea e la galleria e a recitare tutte insieme sul palco scenico rivoluzionario! Col regno costituzionale, anche il simulacro d’una potenza di Stato autocrate, in antagonismo alla società borghese, veniva a svanire e con esso tutta la serie di lotte secondarie, provocate da quella potenza speciosa!

Il proletariato, mentre imponeva al governo provvisorio, e per mezzo del governo provvisorio, alla Francia, la repubblica, si affacciava d’un subito come partito autonomo al proscenio, ma nello stesso tempo si chiamava addosso il giudizio di tutta la Francia borghese. Ciò ch’esso conquistò, fu il terreno alla lotta per la propria emancipazione rivoluzionaria, non certamente quest’emancipazione stessa.

Ben piuttosto era destinata la repubblica di febbraio a portare, innanzi tutto, a compimento il dominio della borghesia, mentr’essa lasciava entrare nella cerchia del potere politico, accanto all’aristocrazia della finanza, tutte le classi possidenti. La maggioranza dei grandi proprietarî fondiarî, i legittimisti, venne estratta dal nulla politico, in cui l’aveva relegata la monarchia di luglio. Non invano la Gazette de France aveva agitato in comune coi fogli d’opposizione; non invano Larochejacquelin aveva abbracciato, nella seduta della Camera dei deputati del 21 febbraio, il partito della rivoluzione. Mediante il suffragio universale, i proprietarî nominali costituenti la grande maggioranza dei francesi, i contadini, furono investiti arbitri dei destini della Francia. La repubblica di febbraio lasciò finalmente avanzarsi risoluto il dominio della borghesia, mentre foggiavasi la corona, dietro cui si teneva celato il capitale.

Come gli operai nei giorni di luglio avevano combattuto la monarchia borghese, così combatterono nei giorni di febbraio la repubblica borghese. Come la monarchia di luglio era costretta a proclamarsi monarchia circondata da istituzioni repubblicane, così la repubblica di febbraio a proclamarsi repubblica circondata da istituzioni sociali. Il proletariato parigino aveva strappato anche questa concessione.

Un operaio, Marche, dettò il decreto, con cui il governo provvisorio appena costituito obbligavasi ad assicurare col lavoro l’esistenza dei lavoratori, a provvedere di lavoro tutti i cittadini, ecc. Ed allorquando, pochi giorni più tardi, esso dimenticò le promesse e sembrò aver perduto di vista il proletariato, una massa di 20.000 operai marciò sull’Hôtel-de-Ville, al grido di: Organizzazione del lavoro! Costituzione d’uno speciale ministero del lavoro! Riluttante e dopo lungo dibattito, il Governo provvisorio nominò una Commissione speciale permanente, incaricata di scogitare i mezzi pel miglioramento delle classi lavoratrici! Questa Commissione venne composta da delegati delle corporazioni di mestiere di Parigi e presieduta da Luigi Blanc ed Albert. Il Lussemburgo le fu assegnato a sede per le adunanze. Così i rappresentanti della classe operaia venivano banditi dal seggio del Governo provvisorio, la parte borghese del quale tenne esclusivamente in sue mani l’effettivo potere dello Stato e le redini dell’amministrazione; ed accanto ai ministeri delle finanze, del commercio, dei lavori pubblici, accanto alla Banca ed alla Borsa, sorse una sinagoga socialista, i cui sommi pontefici, Luigi Blanc ed Albert, avevano la missione di scoprire la terra promessa, di annunciare il nuovo evangelo e di dare occupazione al proletariato. Quasi a distinzione da ogni potere profano dello Stato, non veniva messo a loro disposizione alcun bilancio, alcun potere esecutivo. Era colla testa ch’essi dovevano dar di cozzo nei pilastri fondamentali della società borghese. Mentre il Lussemburgo cercava la pietra filosofale, nell’Hôtel-de-Ville si batteva la moneta avente corso.

Eppure, le pretese del proletariato parigino, in quanto soverchiavano la repubblica borghese, non potevano concretarsi altrimenti che nella nebulosità del Lussemburgo.

In comune colla borghesia gli operai avevano fatto la rivoluzione di febbraio; a fianco della borghesia cercarono essi di attuare i loro interessi, allo stesso modo con cui anche nel governo provvisorio avevano installato accanto alla maggioranza un operaio. Organizzazione del lavoro! Ma il lavoro salariato, è l’attuale organizzazione borghese del lavoro. Senz’esso, nè capitale, nè borghesia, nè società borghese. Uno speciale ministero del lavoro! Ma i ministeri delle finanze, del commercio, dei lavori pubblici, non sono forse i ministeri borghesi del lavoro? Accanto ad essi un ministero proletario del lavoro non sarebbe stato che un ministero dell’impotenza, un ministero dei pii desiderî, una commissione del Lussemburgo. Come gli operai credevano d’emanciparsi a fianco della borghesia, così ritenevano di poter compiere una rivoluzione proletaria a fianco delle altre nazioni borghesi, entro le pareti nazionali della Francia. Ma i rapporti di produzione francesi sono subordinati al commercio estero della Francia, alla sua situazione nel mercato mondiale ed alle leggi di questo. In qual modo poteva la Francia spezzarli, senza una guerra europea rivoluzionaria, che si ripercuotesse sul despota del mercato mondiale, sull’Inghilterra?

Una classe, nella quale si concentrano gli interessi rivoluzionarî della società, non appena si è sollevata, trova immediatamente nella sua stessa situazione il contenuto ed il materiale della propria attività rivoluzionaria: abbatte nemici, adotta le misure suggerite dalla necessità della lotta; poi le conseguenze dei suoi proprî atti la spingono oltre. Essa non subordina il suo còmpito a ricerche teoriche. La classe operaia francese non si trovava a quest’altezza di vedute; ell’era ancora incapace di portare a compimento la propria rivoluzione.

Lo sviluppo del proletariato industriale è sovratutto subordinato allo sviluppo della borghesia industriale. È appena sotto il dominio di questa ch’esso incomincia ad acquistare una consistenza diffusa su tutta la nazione, la quale gli permetta di dare un carattere nazionale alla propria rivoluzione; è anzi appena allora ch’esso crea i moderni mezzi di produzione, destinati appunto ad essere altrettanti mezzi della sua redenzione rivoluzionaria. È appena il dominio della borghesia industriale che strappa le radici materiali della società feudale, spianando il terreno, sul quale solamente è possibile una rivoluzione proletaria. L’industria francese è più progredita e la borghesia francese più rivoluzionariamente sviluppata di quelle del restante continente. Ma la rivoluzione di febbraio non era essa diretta immediatamente contro l’aristocrazia finanziaria? Da questa circostanza s’ebbe la prova che non era la borghesia industriale la dominatrice in Francia. La borghesia industriale può dominare solo là, ove l’industria moderna foggia a propria immagine tutti i rapporti di proprietà, e l’industria può raggiungere un simile potere solo là, ov’essa stessa abbia conquistato il mercato mondiale. Ma l’industria francese assicura, in gran parte, a sè medesima il mercato nazionale solo per mezzo di un sistema proibitivo più o meno modificato. Se il proletariato francese, per conseguenza, possiede, nel momento d’una rivoluzione a Parigi, un potere di fatto ed un’influenza, che lo spronano ad uno slancio eccessivo pei suoi mezzi, nella restante Francia esso si trova rinserrato in singoli centri industriali isolati, quasi inavvertito in mezzo al numero preponderante di contadini e piccoli borghesi. La lotta contro il capitale nella sua forma moderna d’evoluzione, nel suo momento d’efflorescenza, la lotta del salariato industriale contro il borghese industriale, è in Francia un fatto parziale, che dopo i giorni di febbraio poteva tanto meno dare un contenuto nazionale alla rivoluzione, in quanto la lotta contro i metodi secondarî di sfruttamento capitalistico, la lotta dei contadini contro l’usura dell’ipoteca, del piccolo borghese contro il grande commerciante, il grande banchiere ed il grande fabbricante, in una parola contro la bancarotta, queste varie forme di lotta trovavansi tuttora inviluppate nell’insurrezione contro l’aristocrazia finanziaria in generale. Nulla di più spiegabile adunque del tentativo da parte del proletariato di attuare il proprio interesse di fianco all’interesse borghese, anzichè farlo valere quale interesse rivoluzionario della società stessa, — e del lasciare cadere la bandiera rossa dinanzi alla tricolore. Gli operai francesi non potevano muovere passo in avanti nè torcere un capello all’ordine borghese prima che il corso della rivoluzione sollevasse la massa della nazione, ch’è tra il proletariato e la borghesia, contadini e piccoli borghesi, contro quest’ordine, contro il dominio del capitale, e li costringesse ad unirsi ai proletarî come a loro avanguardia. Solamente coll’enorme disfatta del giugno potevano gli operai guadagnarsi questa vittoria.

Alla Commissione del Lussemburgo, a questa creatura degli operai parigini, rimane il merito d’aver svelato dall’alto d’una tribuna europea il segreto della rivoluzione del secolo decimonono: l’emancipazione del proletariato. Il Moniteur era furibondo quando dovette propagare ufficialmente le «selvagge stravaganze», che sino allora giacevano sepolte negli scritti clandestini dei socialisti e solo di tempo in tempo percuotevano gli orecchi della borghesia, quali leggende lontane, metà paurose, metà ridicole. L’Europa si levò di soprassalto dal suo torpore. Nell’idea dei proletarî, adunque, i quali scambiavano l’aristocrazia finanziaria colla borghesia in generale; nella chimera di valentuomini repubblicani, i quali negavano l’esistenza stessa delle classi, o tutt’al più l’ammettevano come conseguenza della monarchia costituzionale; nelle frasi ipocrite delle frazioni borghesi sin qui escluse dal dominio, il dominio della borghesia era abolito in forza della proclamazione della repubblica. Allora tutti i realisti si metamorfosarono in repubblicani e tutti i milionarî di Parigi in lavoratori. La parola, che corrispondeva a quest’artificiale soppressione dei rapporti di classe, era la fraternité, l’universale affratellamento, l’universale fratellanza. Questa bonaria astrazione dall’antagonismo di classe, questo livellamento sentimentale degli interessi contradditorii di classe, questo estatico elevarsi al di sopra della lotta di classe, la fraternité, era il vero motto della rivoluzione di febbraio. Ciò che divideva le classi, era un semplice malinteso, e Lamartine battezzava il governo provvisorio nel 24 febbraio: un gouvernement qui suspende ce malentendu terrible qui existe entre les différentes classes. Il proletariato parigino gavazzava in questa magnanima ubbriacatura di fraternità.

Il governo provvisorio, dal canto suo, una volta costretto a proclamare la repubblica, fe’ di tutto per renderla accetta alla borghesia ed alle provincie. Si rinnegarono i sanguinosi terrori della prima repubblica francese coll’abolire la pena di morte pei delitti politici; si lasciò libertà di stampa a tutte le opinioni; l’esercito, i tribunali, l’amministrazione rimasero, salve poche eccezioni, nelle mani dei loro antichi titolari; nessuno dei grandi colpevoli della monarchia di luglio fu tratto in giudizio. I repubblicani borghesi del National si davano lo spasso di barattare nomi e costumi monarchici con antichi repubblicani. Per essi la repubblica non era che un nuovo abbigliamento da ballo per la vecchia società borghese. Il merito principale cercato dalla giovane repubblica non consisteva nello spargere terrore, sibbene piuttosto nello star continuamente essa medesima sotto l’impressione della paura, conquistandosi l’esistenza cogli adattamenti e colle cedevolezze e disarmando così ogni opposizione. Alle classi privilegiate nell’interno, alle potenze dispotiche all’estero venne solennemente dichiarato che la repubblica aveva carattere pacifico. Vivere e lasciar vivere era la sua divisa. Si aggiunse che, poco dopo la rivoluzione di febbraio, i tedeschi, i polacchi, gli austriaci, gli ungheresi, gli italiani, ciascun popolo a seconda della sua momentanea situazione, si rivoltarono. Russia ed Inghilterra, l’ultima sebbene già internamente agitata, l’altra intimidita, erano impreparate. La repubblica, adunque, non trovossi di fronte alcun nemico nazionale; così pure nessuna complicazione estera rilevante, che potesse attizzare la forza d’azione, accelerare il processo rivoluzionario, spingere in avanti il governo provvisorio o gettarlo a mare. Il proletariato parigino, che nella repubblica riconosceva la propria creatura, acclamò naturalmente ad ogni atto del governo provvisorio, che alla repubblica preparava più facile il posto nella società borghese. Da Caussidière esso si lasciò volontariamente adibire a servizî di polizia, per difendere la proprietà a Parigi, come lasciava accomodare da Luigi Blanc le contestazioni di salario tra operai e padroni. Era un point d’honneur per esso di mantenere intatto davanti agli occhi dell’Europa l’onore borghese della repubblica.

La repubblica non trovò resistenza, nè all’estero nè all’interno. Con ciò essa era disarmata. Il suo còmpito non consisteva più nella trasformazione rivoluzionaria del mondo, ma solo nel proprio adattamento alle condizioni della società borghese. Del fanatismo, con cui il governo provvisorio si sottopose a tale còmpito, niun testimonio più eloquente delle sue misure finanziarie.

Il credito pubblico ed il privato erano, naturalmente, scossi. Il credito pubblico riposa sulla fiducia che lo Stato si lasci sfruttare dagli ebrei della finanza. Ma il vecchio Stato era scomparso e la rivoluzione era diretta avanti ogni cosa contro l’aristocrazia finanziaria. Non erano peranco cessate le oscillazioni dell’ultima crisi del commercio europeo; le bancarotte si succedevano tuttora alle bancarotte.

Il credito privato trovavasi adunque paralizzato, la circolazione impedita, la produzione arenata, prima che scoppiasse la rivoluzione di febbraio. La crisi rivoluzionaria rese più acuta la commerciale. E, dacchè il credito privato riposa sulla fiducia che la produzione borghese in tutto l’àmbito dei suoi rapporti, ch’è quanto dire l’ordinamento borghese, rimanga intatta ed intangibile, in qual modo poteva agire una rivoluzione, da cui era posta in questione la base della produzione borghese, la schiavitù economica del proletariato, e la quale in faccia alla Borsa drizzava la sfinge del Lussemburgo? L’avvento del proletariato è l’abolizione del credito borghese, poichè è l’abolizione della produzione borghese e del suo ordinamento. Il credito pubblico ed il privato sono il termometro economico, che dà la misura dell’intensità d’una rivoluzione. Di quanto essi precipitano, di altrettanto si eleva l’entusiasmo e la forza creatrice della rivoluzione.

Il governo provvisorio voleva spogliare la repubblica dell’apparenza antiborghese. Doveva a tal uopo cercare anzitutto di assicurare il valore commerciale di questa nuova forma dello Stato, il suo corso alla Borsa. Col salire della repubblica sul listino di Borsa, si rialzò necessariamente il credito privato.

A fine di allontanare anche il sospetto ch’essa non volesse o non potesse sobbarcarsi alle obbligazioni assunte dalla monarchia, a fine di dar credito alla morale ed alla solvibilità borghesi della repubblica, il governo provvisorio ebbe ricorso ad una millanteria non meno indignitosa che puerile. Prima del termine legale di pagamento, sborsò ai creditori dello Stato gli interessi del 5, 4 ½ e 4%. La sfacciataggine borghese, l’orgoglio dei capitalisti si ridestarono d’un tratto, vedendo la precipitazione angosciosa, con cui si cercava di comperare la loro fiducia.

L’imbarazzo pecuniario del governo non fu naturalmente menomato da un colpo di scena, che gli toglieva di tasca la riserva di danaro sonante. Il disagio delle finanze non poteva più a lungo dissimularsi, e furono piccoli borghesi, domestici, operai che dovettero pagare la gradita sorpresa offerta ai creditori dello Stato.

Fu dichiarato che i libretti delle casse di risparmio eccedenti l’importo di 100 franchi non potessero più cambiarsi in danaro. Le somme depositate nelle casse di risparmio vennero confiscate e convertite con decreto in un debito di Stato non redimibile. Fu il modo di esasperare contro la repubblica il piccolo borghese, già tormentato anche senza di ciò. Dandogli in luogo dei suoi libretti di risparmio titoli di debito dello Stato, lo si costringeva ad andare alla Borsa per venderli ed a consegnarsi così direttamente nelle mani degli ebrei della Borsa, contro i quali egli aveva fatto la rivoluzione di febbraio.

L’aristocrazia finanziaria, che aveva dominato sotto la monarchia di luglio, aveva la sua cattedrale nella Banca. Come la Borsa regge il credito dello Stato, così la Banca quello del commercio.

Minacciata direttamente dalla rivoluzione di febbraio, non solamente nel proprio dominio, ma nella propria esistenza, la Banca cercò d’allora di screditare la repubblica, col rendere generale la mancanza di credito. Ai banchieri, ai fabbricanti, ai negozianti sospese d’un tratto il credito. Tale manovra, mentre non provocò una sùbita controrivoluzione, si ripercosse di necessità sulla Banca stessa. I capitalisti ritirarono il denaro da essi depositato nei sotterranei della Banca. I possessori di banconote si rovesciarono, per cambiarle contro oro e argento, sulle sue casse.

Senza immischiarvisi colla violenza, per via legale, il governo avrebbe potuto costringere la Banca al fallimento; bastava ch’esso adottasse un contegno passivo, abbandonando la Banca al suo destino. La bancarotta della Banca — ecco il diluvio universale, che avrebbe, in un batter d’occhio, spazzato via dal suolo francese l’aristocrazia finanziaria, la più potente e pericolosa nemica della repubblica, il piedestallo d’oro della monarchia di luglio. Ed una volta fallita la Banca, la borghesia stessa sarebbe stata costretta a considerare come ultimo e disperato tentativo di salvamento la creazione da parte del governo d’una Banca nazionale e la sommissione del credito nazionale al controllo della nazione.

Il governo provvisorio, invece, diede ai biglietti di Banca il corso forzoso. E fece di più. Convertì tutte le Banche provinciali in istituti succursali della Banque de France, alla quale lasciò coprire tutta la Francia colla sua rete. Più tardi die’ le foreste dello Stato a garanzia d’un prestito, che contrasse con essa. Così la rivoluzione di febbraio consolidava ed allargava direttamente la bancocrazia, cui era chiamata ad abbattere.

Frattanto il governo piegava sotto l’incubo d’un deficit crescente. Invano andava mendicando sacrifici patriottici. Soli gli operai gli gettavano la loro elemosina. Si dovette ricorrere ad un mezzo eroico, alla creazione d’una nuova imposta. Ma chi tassare? I lupi di Borsa, i re della Banca, i creditori dello Stato, i reddituarî, gli industriali? Questo non era affatto il modo di cattivare alla repubblica la borghesia. Ciò significava mettere a repentaglio da una parte il credito dello Stato o del commercio, mentre dall’altra si cercava di redimerlo con tanti sacrifici ed umiliazioni. Ma qualcuno doveva pagare. E chi fu sacrificato al credito borghese? Fu Jacques le bonhomme, il contadino.

Il governo provvisorio inscrisse un’imposta suppletiva di 45 cent. per franco sulle quattro imposte dirette. Agli occhi del proletariato parigino la stampa governativa fece balenare che tale imposta cadesse precisamente sulla grande proprietà fondiaria, sui detentori dei miliardi concessi dalla Ristorazione. In realtà però ne era colpita a preferenza la classe dei contadini, ossia la gran maggioranza del popolo francese. Furono essi a dover pagare le spese della rivoluzione di febbraio; da essi trasse il coefficiente più decisivo la controrivoluzione. L’imposta dei 45 centesimi era una questione di vita pel contadino francese, il quale ne fece una questione di vita per la repubblica. La repubblica, pel contadino francese, era, da questo momento, l’imposta dei 45 centesimi; e nel proletariato parigino egli ravvisava il dissipatore, che s’era accomodato a sue spese.

Mentre la rivoluzione del 1789 era incominciata collo sgravare i contadini dai pesi feudali, la rivoluzione del 1848, per non arrecare pregiudizio al capitale e per tenere in carreggiata la sua macchina dello Stato, si annunciò alla popolazione rurale con una nuova imposta.

Un solo mezzo avrebbe avuto il governo provvisorio per eliminare tutti questi inconvenienti e spingere lo Stato fuori del vecchio binario: la dichiarazione della bancarotta dello Stato. Si rammenta come Ledru-Rollin, più tardi, nell’Assemblea nazionale, recitò la commedia della virtuosa indignazione, con cui egli respinse un eccitamento di questo genere venuto dall’ebreo di Borsa, Fould, l’attuale ministro delle finanze. Era il pomo dell’albero della sapienza che Fould gli offeriva.

Mentre il governo provvisorio riconosceva la cambiale tratta dalla vecchia società borghese sullo Stato, questa veniva a scadenza. Il governo provvisorio era diventato il debitore incalzato dalla società borghese, anzichè incomberle qual creditore minaccioso, che ha da incassare titoli di credito rivoluzionarî di parecchi anni. Esso si trovava costretto a consolidare i vacillanti rapporti borghesi a fine di adempiere obbligazioni eseguibili solamente entro questi rapporti. Il credito diviene condizione della sua esistenza e le concessioni e le promesse fatte al proletariato divengono altrettante catene, ch’esso era forzato a spezzare. L’emancipazione dei lavoratori — anche come semplice frase — rappresentò per la nuova repubblica un pericolo insopportabile, poich’era una permanente protesta contro il ristabilimento del credito, che riposa sul riconoscimento incontestato e tranquillo degli esistenti rapporti economici di classe. Cogli operai si doveva adunque farla finita.

La rivoluzione di febbraio aveva cacciato l’esercito fuori di Parigi. La guardia nazionale, ossia la borghesia nelle varie sue gradazioni, costituiva l’unica forza armata. Solamente, essa non si sentiva fatta per misurarsi col proletariato. Oltre ciò era stata costretta, per quanto tenacemente resistesse, sollevando cento diversi ostacoli, ad aprire, a poco a poco e di tempo in tempo, le proprie file, lasciandovi entrare proletarî armati. Non rimaneva adunque che una via d’uscita: opporre una parte dei proletarî all’altra.

A tal fine il governo provvisorio formò 24 battaglioni di guardie mobili, ciascuno di mille uomini, giovani dai 15 ai 20 anni. Questi appartenevano, per la maggior parte, a quel proletariato di pezzenti, che in tutte le grandi città compone una massa nettamente distinta dal proletariato industriale; un posto di reclutamento per ladri e delinquenti d’ogni specie, alimentato dai rifiuti della società, da gente senza un mestiere definito, da vagabondi, gens sans feu et sans aveu, diversi secondo il grado di civiltà della loro nazione, che non smentiscono mai la loro natura di lazzaroni; perfettamente indicati per l’età giovanile, in cui il Governo provvisorio li arruolava, agli atti più eroici ed ai più esagerati sacrificî, come ai più volgari brigantaggi ed alla più sporca venalità. Il governo provvisorio li pagava con 1 franco e 50 cent. al giorno; ossia li comperava. Diede loro una speciale uniforme, distinguendoli cioè esteriormente colla blouse. A comandanti ebbero ufficiali in parte loro assegnati dell’esercito regolare, in parte nominati da essi stessi, giovani figli di borghesi, le cui rodomontate del morir per la patria e del votarsi alla repubblica li stuzzicavano.

Così il proletariato parigino si trovava in faccia ad un esercito di 24.000 uomini pieno di forza giovanile e d’audacia, cavato dallo stesso suo ambiente. E gridò evviva! alla guardia mobile che marciava attraverso Parigi. In essa riconosceva i suoi condottieri delle barricate e la considerò come la guardia proletaria in opposizione alla guardia nazionale borghese. Era un errore perdonabile il suo.

Accanto alla guardia mobile, il governo deliberò di circondarsi altresì d’un esercito industriale d’operai. Centomila operai, gettati sul lastrico dalla crisi e dalla rivoluzione, vennero arruolati dal ministero Marie entro i così detti ateliers nazionali. Questo nome così pomposo non celava se non l’applicazione degli operai a lavori di sterro noiosi, monotoni, improduttivi, per un salario di 23 soldi. Workhouses inglesi all’aria aperta: altro non erano questi ateliers nazionali. Con essi, il governo provvisorio credette d’aver messo in piedi un secondo esercito proletario contro gli stessi operai. Questa volta la borghesia s’ingannava sugli ateliers nazionali, come gli operai s’ingannavano sulla guardia mobile. Era un esercito per la sommossa, ch’essa aveva creato.

Ma uno scopo era raggiunto.

Ateliers nazionali: non era questo il nome dei laboratorî popolari, predicati da Luigi Blanc al Lussemburgo? Gli ateliers di Marie, lanciati in diretta opposizione al Lussemburgo, diedero, in forza della comune firma, il motivo ad un intrigo di qui pro quo degno della spagnuola «commedia dei servitori». Dallo stesso governo provvisorio venne diffusa, sottomano, la diceria che gli ateliers nazionali fossero la trovata di Luigi Blanc, il che sembrò tanto più credibile in quanto Luigi Blanc, il profeta degli ateliers nazionali, era membro del governo provvisorio. E nell’equivoco, metà ingenuo, metà intenzionale, della borghesia parigina, nell’opinione artificiosamente mantenuta della Francia e dell’Europa, quei workhouses erano la prima attuazione del socialismo, che con essi veniva messo alla berlina.

Non pel contenuto, ma pel titolo, gli ateliers nazionali erano la protesta incarnata del proletariato contro l’industria borghese, il credito borghese e la repubblica borghese. Sovr’essi, per conseguenza, riversavasi tutto l’odio della borghesia. In essi ella aveva trovato, in pari tempo, il punto d’attacco per avventurarsi, non appena sufficientemente rafforzata, a rompere apertamente colle illusioni di febbraio. Non v’era malessere, non malcontento dei piccoli borghesi, che non si dirigesse simultaneamente contro questi ateliers nazionali, come contro un comune bersaglio. Con vero furore calcolavano le somme inghiottite dai proletarî fannulloni, mentre la loro propria situazione diveniva ogni giorno più intollerabile. Una pensione dello Stato per un simulacro di lavoro; ecco il socialismo! andavano borbottando. Gli ateliers nazionali, le declamazioni del Lussemburgo, le marcie degli operai attraverso Parigi; qui cercavano essi l’origine della loro miseria. E contro le pretese macchinazioni dei socialisti, niuno era più fanatico del piccolo borghese, pencolante, senza difesa, sull’abisso della bancarotta.

Così nel conflitto imminente tra borghesia e proletariato, tutti i vantaggi, tutti i posti decisivi, tutti i ceti medî della società si trovavano in mano alla borghesia, nel medesimo tempo che le onde della rivoluzione di febbraio coprivano tutto il continente ed ogni nuovo corriere portava un nuovo bollettino di rivoluzione, ora dall’Italia, ora dalla Germania, ora dall’estremo sud-est d’Europa, alimentando la generale ebbrezza del popolo, col recargli queste continue testimonianze d’una vittoria, ch’esso aveva di già compiuta.

Il 17 marzo ed il 16 aprile furono le prime avvisaglie della gran lotta di classe, che la repubblica borghese nascondeva sotto le sue ali.

Il 17 marzo rivelò la situazione equivoca del proletariato, incapace di qualunque atto decisivo. Lo scopo originario della dimostrazione da esso fatta, era di risospingere il governo provvisorio sul cammino della rivoluzione, di ottenere, secondo i casi, l’esclusione dei suoi membri borghesi e di strappare una proroga del giorno fissato alle elezioni dell’Assemblea nazionale e della guardia nazionale. Ma, il 16 marzo, la borghesia rappresentata nella guardia nazionale, aveva fatto una dimostrazione ostile al governo provvisorio. Al grido di à bas Ledru-Rollin!, essa aveva invaso l’Hôtel-de-Ville. Ed il popolo si trovò costretto, il 17 marzo, a gridare: viva Ledru-Rollin!, viva il governo provvisorio! Si trovò costretto ad abbracciare, contro la borghesia, il partito della repubblica borghese, che gli sembrava messo in questione, e per tal modo consolidò il governo provvisorio, anzichè sottometterselo. Il 17 marzo svampò in una scena da melodramma e, se il proletariato parigino in quel giorno portò ancora una volta il suo corpo di gigante in mostra, tanto più aumentò nella borghesia, entro e fuori del governo provvisorio, la risoluzione di abbatterlo.

Il 16 aprile fu un malinteso, messo in piedi dal governo provvisorio insieme alla borghesia. Gli operai eransi radunati in gran numero sul Campo di Marte e nell’Ippodromo, a fine di preparare le loro elezioni per lo stato maggiore della guardia nazionale. D’un tratto si sparge la voce in tutta Parigi, da un capo all’altro, con rapidità fulminea, che gli operai s’erano raccolti armati nel Campo di Marte, sotto la direzione di Luigi Blanc, di Blanqui, di Cabet e di Raspail, per muovere di là sull’Hôtel-de-Ville, abbattere il governo provvisorio e proclamare un governo comunista. Si suona a raccolta (Ledru-Rollin, Marrast, Lamartine si contesero più tardi l’onore di tale iniziativa); in un’ora ecco 100.000 uomini sotto le armi; l’Hôtel-de-Ville è in ogni suo punto occupato da guardie nazionali; il grido di: abbasso i comunisti! abbasso Luigi Blanc, Blanqui, Raspail, Cabet! tuona attraverso tutta Parigi; ed un’enorme quantità di deputazioni, pronte tutte a salvare la patria e la società, va a rendere omaggio al governo provvisorio. Allorchè infine gli operai compaiono dinanzi all’Hôtel-de-Ville per rimettere al governo provvisorio una colletta patriottica, da essi raccolta al Campo di Marte, apprendono stupiti che la Parigi borghese, in una finta battaglia di sublime accorgimento, ha battuto la loro ombra. Il terribile attentato del 16 marzo diede il pretesto al richiamo dell’esercito a Parigi (era questo il vero intento della commedia goffamente messa in iscena) ed alle reazionarie dimostrazioni federaliste delle provincie.

Il 4 maggio si adunò l’Assemblea nazionale, uscita dal suffragio universale diretto. Il suffragio universale non possedeva la forza magica, che i repubblicani d’antico stampo gli avevano attribuito. In tutta la Francia, o per lo meno nella maggioranza dei francesi, essi ravvisavano de’ citoyens con interessi identici, vedute identiche, ecc. Era questo il loro «culto del popolo». In luogo del loro popolo immaginario, le elezioni portarono alla luce del giorno il vero popolo, cioè i rappresentanti delle diverse classi, in cui esso è diviso. Noi abbiamo veduto la ragione, per cui contadini e piccoli borghesi dovettero votare sotto la direzione della borghesia impaziente di combattere e dei grandi proprietari fondiarî anelanti alla Ristorazione. Ma, pur non essendo la miracolosa bacchetta magica dei valentuomini repubblicani, il suffragio universale possedeva però il merito ben maggiore di scatenare la lotta di classe, di far svanire rapidamente le illusioni e gli errori nei varî ceti medî della società borghese, di slanciare d’un colpo tutte le frazioni della classe sfruttatrice al culmine dello Stato, strappando loro così la maschera ipocrita, mentre la monarchia col suo sistema del censo lasciava che si compromettessero solamente determinate frazioni della borghesia, tenendo nascoste fra le quinte le altre, ch’essa circondava coll’aureola d’un opposizione collettiva.

Nell’Assemblea nazionale costituente, che si adunò il 4 maggio, erano in prevalenza i repubblicani borghesi, i repubblicani del National. Legittimisti ed anche orleanisti non s’avventuravano sulle prime a mostrarsi che sotto la maschera del repubblicanismo borghese. Solamente in nome della repubblica borghese poteva inaugurarsi la lotta contro il proletariato.

È dal 4 maggio, non dal 25 febbraio, che data la repubblica, cioè la repubblica riconosciuta dal popolo francese. Non è la repubblica imposta dal proletariato parigino al governo provvisorio, non la repubblica con istituzioni sociali, non il sogno che passava davanti agli occhi dei combattenti sulle barricate. La repubblica proclamata dall’Assemblea nazionale, la sola repubblica legittima, è la repubblica che non è affatto un’arma rivoluzionaria contro l’ordinamento borghese, ma ben piuttosto la ricostituzione politica di questo, la restaurazione politica della società borghese, in una parola: la repubblica borghese. Questa fu l’affermazione, che risuonò dalla tribuna dell’Assemblea nazionale, trovando un’eco in tutta quanta la stampa borghese, repubblicana ed antirepubblicana.

E noi abbiamo veduto come la repubblica di febbraio non fosse nè potesse essere in realtà altro che una repubblica borghese; come però il governo provvisorio, sotto l’immediata pressione del proletariato, si trovasse costretto ad annunciarla quale una repubblica con istituzioni sociali; come il proletariato parigino fosse tuttora incapace di elevarsi al disopra dell’illusione e delle chimere circa la repubblica borghese; com’esso agisse dovunque in suo servizio, allorchè si trattava realmente di venire all’azione; come le promesse fattegli divenissero un pericolo insopportabile per la nuova repubblica; come pel governo provvisorio tutto il processo della sua vita si riassumesse in una permanente lotta contro le rivendicazioni del proletariato.

Nell’Assemblea nazionale, tutta la Francia sedeva a giudizio sul proletariato parigino. Essa ruppe tosto colle illusioni sociali della rivoluzione di febbraio, proclamò netto e tondo la repubblica borghese, null’altro che borghese. Subito escluse dalla Commissione esecutiva da essa nominata i rappresentanti del proletariato, Luigi Blanc ed Albert; rigettò la proposta d’uno speciale ministero del lavoro; accolse con rumorose grida d’approvazione la dichiarazione del ministro Trélat: «trattarsi ancora unicamente di ricondurre il lavoro alle sue antiche condizioni.»

Ma tutto ciò non bastava. La repubblica di febbraio era stata una conquista degli operai, coll’aiuto passivo della borghesia. A ragione i proletari si consideravano i vincitori del febbraio, elevando orgogliosamente pretese da vincitori. Si doveva vincerli sulla strada, si doveva mostrar loro che soccombevano, non appena combattessero non più insieme alla borghesia, ma contro la borghesia. Come la repubblica di febbraio, colle sue concessioni socialistiche, aveva avuto bisogno d’una battaglia del proletariato alleato alla borghesia contro la monarchia, così era necessaria una seconda battaglia per liberare la repubblica dalle concessioni socialistiche, allo scopo di foggiare ufficialmente il dominio della repubblica borghese. Colle armi alla mano, la borghesia doveva respingere le pretese del proletariato. E la vera culla della repubblica borghese non è già la vittoria del febbraio, è la disfatta del giugno.

Il proletariato accelerò la soluzione allorchè, il 15 maggio, penetrò nell’Assemblea, cercando invano di riconquistare la propria influenza rivoluzionaria, mentre non riescì che a consegnare i suoi energici capi ai carcerieri della borghesia. Il faut en finir! Questa situazione deve avere una fine! Tale fu il grido, con cui l’Assemblea diede aperto sfogo alla risoluzione di costringere il proletariato alla lotta decisiva. La Commissione esecutiva emanò una serie di decreti provocanti, quale il divieto degli attruppamenti popolari, ecc. Dall’alto della tribuna dell’Assemblea costituente, gli operai furono direttamente sfidati, ingiuriati, dileggiati. Ma il vero fianco all’attacco lo prestavano, come vedemmo, gli ateliers nazionali. Ad essi l’Assemblea rivolse imperativamente l’attenzione della Commissione esecutiva, la quale altro non aspettava che di vedere manifestato il proprio piano come un’imposizione dell’Assemblea nazionale.

La Commissione esecutiva incominciò col rendere più difficile l’accesso agli ateliers nazionali, col convertire il salario a giornata in salario a fattura, coll’esiliare gli operai non nativi di Parigi nella Sologne, in apparenza per l’esecuzione di lavori di sterro. Questi lavori di sterro non erano che una formula retorica per palliare la loro cacciata, com’ebbero a riferire al loro ritorno gli operai ingannati ai loro compagni. Finalmente, il 21 giugno, comparve nel Moniteur un decreto che ordinava l’espulsione colla forza di tutti gli operai non coniugati, ovvero il loro arruolamento nell’esercito.

Non rimaneva via di scelta agli operai: o morir di fame o cedere. Essi risposero il 22 giugno colla terribile insurrezione, in cui s’ingaggiò la prima grande battaglia tra le due classi, che dividono la moderna società. Era la lotta per la conservazione o la distruzione dell’ordinamento borghese. Il velo che avviluppava la repubblica era squarciato.

È noto con quale valore e genialità senza esempio gli operai, privi di capi, privi d’un piano comune, privi di mezzi, per la maggior parte privi d’armi, tenessero in iscacco, durante cinque giorni, l’esercito, la guardia mobile, la guardia nazionale di Parigi e la guardia nazionale ivi riversatasi dalla provincia. È noto come la borghesia si rifacesse dell’incorso pericolo con brutalità inaudita, massacrando oltre 3000 prigionieri.

A tal punto i rappresentati ufficiali della democrazia francese trovavansi dominati dall’ideologia repubblicana che solamente dopo qualche settimana incominciarono a intravedere il significato della lotta di giugno. Erano come storditi dal fumo polveroso, in cui andava dileguandosi la loro repubblica fantastica.

L’immediata impressione apportataci dalla notizia della disfatta di giugno, ci permetta il lettore di riferirla colle parole della Neue Rheinische Zeitung:

«L’ultimo rimasuglio ufficiale della rivoluzione di febbraio, la Commissione esecutiva, è svanito davanti alla gravità degli avvenimenti, come uno scenario di nebbia. I fuochi artificiali di Lamartine si sono tramutati nei razzi incendiarî di Cavaignac. Della fraternité delle classi antagoniste, di cui l’una sfrutta l’altra, di questa fraternité proclamata in febbraio, scritta a grosse lettere sui frontoni di Parigi, su ogni carcere, su ogni caserma, la vera, la non adulterata, la prosaica espressione è la guerra civile, la guerra civile nella sua forma più terribile, la guerra del lavoro e del capitale. Questa era la fratellanza, che fiammeggiava su tutti i davanzali delle finestre di Parigi la sera del 25 giugno, allorchè la Parigi della borghesia illuminava, mentre la Parigi del proletariato bruciava, grondava sangue e gemeva. Fratellanza, ch’era durata precisamente fino a tanto che l’interesse della borghesia trovavasi affratellato coll’interesse del proletariato. — Pedanti dell’antica tradizione rivoluzionaria del 1793; socialisti sistematici, mendicanti presso la borghesia a pro del popolo ed ai quali erasi permesso di tener lunghe prediche e di compromettersi durante il tempo, in cui occorreva ninnare nel sonno il leone proletario; repubblicani che volevano tutto il vecchio ordinamento sociale borghese, con esclusione della testa coronata; oppositori dinastici, ai quali il caso aveva cacciato sotto i piedi, al posto d’un cambiamento di ministero, la rovina d’una dinastia; legittimisti, che intendevano non già buttar da un canto la livrea, ma mutarne il taglio; erano questi gli alleati, coi quali il popolo aveva fatto il suo febbraio. — La rivoluzione di febbraio era stata la «bella» rivoluzione, la rivoluzione della simpatia generale, dappoichè gli antagonismi che in essa erano scoppiati contro la monarchia, sonnecchiavano non ancor sviluppati, concordi l’uno accanto all’altro, e la lotta sociale, che ne costituiva il substrato, aveva acquistato un’esistenza puramente aerea, resistenza della frase, della parola. La rivoluzione di giugno è la rivoluzione più odiosa, la rivoluzione più antipatica, dappoichè al posto della frase si affacciava la cosa, e la repubblica spogliava essa stessa il capo del mostro, mentre ne abbatteva la corona, che lo proteggeva e lo copriva. — Ordine! era il grido di battaglia di Guizot. Ordine! sclamava Sebastiani, il Guizotin, allorchè Varsavia diventò russa. Ordine! esclama Cavaignac, quest’eco brutale dell’Assemblea nazionale e della borghesia repubblicana. Ordine! tuonano le sue mitraglie, mentre lacerano il corpo del proletariato. Delle numerose rivoluzioni della borghesia francese a partire dal 1789, niuna era stata un attentato all’ordine, poichè tutte avevano lasciato sussistere il dominio di classe, la schiavitù dei lavoratori, l’ordinamento borghese, per quanto sovente anche la forma politica di questa schiavitù mutasse. Il giugno attaccò quest’ordine. Guai al giugno!» (Neue Rheinische Zeitung, 29 giugno 1848).

Guai al giugno! ripercuote l’eco europea.

All’insurrezione di giugno il proletariato era stato trascinato dalla borghesia. Già in ciò stava la sua sentenza di condanna. Nè un bisogno immediato confessato lo aveva spinto a voler ottenere colla forza la rovina della borghesia, nè esso aveva attitudine a tal còmpito. Il Moniteur dovette ufficialmente spiegargli ch’era passato il tempo, in cui la repubblica vedevasi impegnata a render gli onori alle sue illusioni, e ci volle la sua disfatta per convincerlo della verità che il più meschino miglioramento della sua situazione rimane un’utopia entro la repubblica borghese, un’utopia, che diventa delitto, non appena vuole attuarsi. Al posto delle sue rivendicazioni, esagerate quanto alla forma, piccine e persino ancora borghesi quanto al contenuto, delle quali esso voleva strappare la concessione alla repubblica di febbraio, entrò in iscena l’ardito motto di guerra rivoluzionario: Distruzione della borghesia! Dittatura della classe operaia!

Nel tempo stesso in cui il proletariato faceva della propria bara la culla della repubblica borghese, esso costringeva questa a mostrarsi nella sua forma genuina: come Stato, cioè, il cui fine confessato è di perpetuare il dominio del capitale, la schiavitù del lavoro. Il dominio borghese, nella continua contemplazione del nemico coperto di cicatrici, irreconciliabile, invincibile (invincibile nemico, perchè la sua esistenza è la condizione di vita di quello stesso dominio), doveva, una volta sciolto da ogni catena, degenerare ben tosto nel terrorismo borghese. Allontanato provvisoriamente il proletariato dalla scena, la dittatura borghese riconosciuta ufficialmente, ai ceti medî della società borghese, piccola borghesia e classe dei contadini, a misura che la loro situazione diveniva più insopportabile ed il loro antagonismo verso la borghesia più aspro, s’imponeva la necessità di attaccarsi sempre più al proletariato. Come già nel suo sorgere, così ora nella sua disfatta, essi dovevano trovare la ragione della loro miseria.

Se l’insurrezione di giugno, dappertutto sul continente, sollevò nella borghesia la coscienza di sè stessa, facendola entrare in alleanza aperta colla monarchia feudale contro il popolo, chi fu la prima vittima di tale alleanza? La stessa borghesia continentale, costretta dalla disfatta di giugno a rafforzare il proprio dominio ed a contenere sull’infimo gradino della rivoluzione borghese il popolo, metà pacificato, metà malcontento.

La disfatta di giugno, da ultimo, svelò alle potenze dispotiche d’Europa il segreto dell’obbligo, che aveva la Francia, di mantenere, ad ogni patto, la pace coll’estero, a fine di poter condurre la guerra civile nell’interno. Per tal modo i popoli, che avevano incominciato la lotta per la loro indipendenza, venivano abbandonati in balìa della prepotenza della Russia, dell’Austria e della Prussia; ma, nello stesso tempo, il destino di queste rivoluzioni nazionali, subordinato al destino della rivoluzione proletaria, era spogliato della sua apparente autonomia, della sua indipendenza dalla grande trasformazione sociale. L’ungherese non può essere libero, non il polacco, non l’italiano, insino a che l’operaio rimane schiavo!

Finalmente, in seguito alle vittorie della Santa Alleanza, l’Europa prese una forma, per cui ogni nuova insurrezione proletaria in Francia coincide direttamente con una guerra mondiale. La nuova rivoluzione francese trovasi costretta ad abbandonare immediatamente il terreno nazionale ed a conquistare il terreno europeo, sul quale unicamente potrà svolgersi la rivoluzione sociale del secolo decimonono.

Solo adunque la disfatta di giugno creò le condizioni, entro cui la Francia può prendere in pugno l’iniziativa della rivoluzione europea. Solo tuffata nel sangue degli insorti di giugno, la tricolore diventò la bandiera della rivoluzione europea — la bandiera rossa.

E noi gridiamo: La rivoluzione è morta! — Viva la rivoluzione!



[1] Annessione di Cracovia da parte dell’Austria d’intesa colla Russia e la Prussia, 11 novembre 1846 — Guerra del Sonderbund svizzero dal 4 al 28 novembre 1847. — Sollevazione di Palermo, 12 gennaio 1848; alla fine di gennaio bombardamento della città per nove giorni da parte dei napoletani. (Questa e le restanti note in calce sono dell’editore, F. E.).



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