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Klassenkampf in Frankreich
Karl Marx
(1850)

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Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 Le lotte di classe in Francia
II. El 13 de Junio de 1849II. Dal giugno 1848 al 13 giugno 1849. (Dal fascicolo II).
El 25 de febrero de 1848 había concedido a Francia la república, el 25 de junio le impuso la revolución. Y desde Junio, revolución significaba: subversión de la sociedad burguesa, mientras que antes de Febrero había significado: subversión de la forma de gobierno.

El combate de Junio había sido dirigido por la fracción republicana de la burguesía. Con la victoria, necesariamente tenía que caer en sus manos el poder. El estado de sitio puso a sus pies, sin resistencia, al París agarrotado. Y en las provincias imperaba un estado de sitio moral, la arrogancia del triunfo, amenazadora y brutal, de los burgueses y el fanatismo de la propiedad desencade nado entre los campesinos.

¡Desde abajo no había, por tanto, nada que temer!

Al quebrarse la fuerza revolucionaria de los obreros se quebró también la influencia política de los republicanos demócratas, es decir, de los republicanos pequeñoburgueses, representados en la comisión ejecutiva por Ledru­Rollin, en la Asamblea Nacional Constituyente por el partido de la Montaña y en la prensa por La Réforme [74] .

Junto con los republicanos burgueses habían conspirado contra el proletariado el 16 de abril [75] , y junto con ellos habían luchado contra el proletariado en las jornadas de Junio. De este modo, destruyeron ellos mismos el fondo sobre el que su partido se destacaba como una potencia, pues la pequeña burguesía solo puede afirmar una posición revolucionaria contra la burguesía mientras tiene detrás de sí al proletariado. Se les dio el pasaporte. La alianza aparente que, de mala gana y con segunda intención, se había pactado con ellos durante la época del gobierno provisional y de la comisión ejecutiva fue rota abierta mente por los republicanos burgueses. Despreciados y rechazados como aliados, descendieron al papel de satélites de los tricolores, a los que no podían arrancar ninguna concesión y cuya domina ción tenían necesariamente que apoyar cuantas veces esta, y con ella la república, parecía peligrar ante los ataques de las fracciones monárquicas de la burguesía. Finalmente, estas fraccio nes —los orleanistas y los legitimistas— se hallaban desde un principio en minoría en la Asamblea Nacional Constituyente. Antes de las jornadas de Junio no se atrevían a manifestarse más que bajo la careta del republicanismo burgués. La victoria de Junio hizo que toda la Francia burguesa saludase por un momento en Cavaignac a su redentor, y cuando, poco después de las jornadas de Junio, el partido monárquico volvió a cobrar su persona lidad independiente, la dictadura militar y el estado de sitio en París solo le permitieron extender los tentáculos con mucha timi dez y gran cautela.

Desde 1830, la fracción republicano­burguesa se agrupaba, con sus escritores, sus tribunos, sus talentos, sus ambiciosos, sus diput ados, generales, banqueros y abogados, en torno a un periódico de París, en torno a Le National. En provincias, este diario tenía sus periódicos filiales. La pandilla de Le National era la dinastía de la re pública tricolor. Se adueñó inmediatamente de todos los puestos dirigentes del Estado, de los ministerios, de la prefectura de polic ía, de la dirección de correos, de los cargos de prefecto, de los altos puestos de mando del ejército que habían quedado vacantes. Al frente del poder ejecutivo estaba Cavaignac, su general. Su redac tor jefe, Marrast, asumió con carácter permanente la presidencia de la Asamblea Nacional Constituyente. Al mismo tiempo, como maestro de ceremonias en sus recepciones, hacía los honores en nom bre de la república “honesta”.

Hasta los escritores franceses revolucionarios corroboraron, por una especie de temor reverente ante la tradición republicana, la idea errónea de que los monárquicos dominaban en la Asamblea Nacional Constituyente. Sin embargo, desde las jornadas de Junio la Asamblea Constituyente, que siguió siendo la representante exclusiva del republicanismo burgués, destacaba tanto más decididamente este aspecto cuanto más se desmoronaba la influencia de los republicanos tricolores fuera de la Asamblea. Si se trataba de afirmar la forma de la república burguesa, disponía de los votos de los republicanos demócratas; si se trataba del contenido, ya ni el lenguaje la separaba de las fracciones burguesas monárquicas, pues los intereses de la burguesía, las condiciones materiales de su dominación y de su explotación de clase, son los que forman precisamente el contenido de la república burguesa. No fue, pues, el monarquismo, sino el republicanismo burgués el que se realizó en la vida y en los hechos de esta Asamblea Constituyente, que a la postre no se murió ni la mataron, sino que acabó pudriéndose.

Durante todo el tiempo de su dominación, mientras en el proscenio se representaba para el respetable público la función solemne, al fondo de la escena tenían lugar inmolaciones ininterrumpidas: las continuas con denas en tribunal de guerra de los insurrectos de Junio hechos prisioneros o su deportación sin formación de causa. La Asamblea Constituyente tuvo el tacto de confesar que, en los insurrectos de Junio, no juzgaba a criminales, sino que aplastaba a enemigos.

El primer acto de la Asamblea Nacional Constituyente fue el nombramiento de una comisión investigadora sobre los suce sos de Junio y del 15 de mayo, y sobre la participación en estas jornadas de los dirigentes de los partidos socialista y demócrata. Esta investigación apuntaba directamente contra Luis Blanc, Ledru­ Rollin y Caussidière. Los republicanos burgueses ardían de impaciencia por deshacerse de estos rivales. Y no podían encomendar la ejecución de su odio a sujeto más adecuado que el señor Odilon Barrot, antiguo jefe de la oposición dinástica, el liberalismo personificado, la nulidad solemne, la superficialidad profunda, que no tenía que vengar solamente a una dinas tía, sino pedir cuentas a los revolucionarios por haberle frustrado una presidencia del Consejo de Ministros: garantía segura de que sería inexorable. Se nombró, pues, a este Barrot presidente de la comisión investigadora, y montó contra la revolución de Febrero un proceso completo, que puede resumirse así: 17 de marzo, manifestación; 16 de abril, complot; 15 de mayo, atentado; 23 de junio, ¡guerra civil! ¿Por qué no hizo extensivas sus investigaciones eruditas y criminalistas al 24 de febrero? Le Journal des Débats [76] contestó: el 24 de febrero es la fundación de Roma. Los orígenes de los Estados se pierden en un mito, en el que hay que creer y que no se puede discutir. Luis Blanc y Caussidière fueron entregados a los tribuna les. La Asamblea Nacional completó la obra de autodepuración comenzada el 15 de mayo.

El plan concebido por el gobierno pro visional, y recogido por Goudchaux [77] , de crear un impuesto sobre el capital —en forma de impuesto sobre las hipotecas— fue rechazado por la Asamblea Constituyente; la ley que limitaba la jornada de trabajo a diez horas, fue derogada; la prisión por deudas, restablecida; los analfabetos, que constituían la mayor parte de la población francesa, fueron incapacitados para el jurado. ¿Por qué no también para el sufragio? Volvió a implantarse la fianza para los periódicos y se restringió el derecho de asociación.

Pero, en su prisa por restituir al viejo régimen burgués sus antiguas garantías y por borrar todas las huellas que habían dejado las olas de la revolución, los republicanos burgueses chocaron con una resistencia que les amenazó con un peligro inesperado. Nadie había luchado más fanáticamente en las jornadas de Junio por la salvación de la propiedad y el restablecimiento del crédito que el pequeñoburgués de París: los dueños de cafés, los propietarios de restaurantes, los taberneros, los pequeños comerciantes, los tenderos, los artesanos, etc. La tienda se puso en pie y marchó contra la barricada para restablecer la circulación, que lleva al público de la calle a la tienda. De un lado de la barricada estaban los clientes y los deudores; del otro, los acreedores del tendero. Y cuando, después de deshechas las barricadas y de ser aplastados los obreros, los dueños de las tiendas, ebrios de victoria, retornaron a ellas, se encontraron en la puerta, a guisa de barricada, a un salvador de la propiedad, a un agente oficial del crédito, que les alargaba unos papeles amenazadores: Las letras vencidas! Las rentas vencidas! Los préstamos vencidos! Vencidos también la tienda y el tendero!!

Salvación de la propiedad! Pero la casa que habitaban no era propiedad de ellos; la tienda que guardaban no era propiedad de ellos; las mercancías con que negociaban no eran propiedad de ellos. Ni el negocio, ni el plato en que comían, ni la cama en que dormían eran ya suyos. Frente a ellos precisamente era frente a quienes había que salvar esta propiedad para el casero que les alquilaba la casa, para el banquero que les descontaba las letras, para el capitalista que les anticipaba el dinero, para el fabricante que confiaba las mercancías a estos tenderos para que se las vendieran, para el comerciante al por mayor que daba a crédito a estos artesanos las materias primas. Restablecimiento del crédito! Pero el crédito, nuevamente consolidado, se comportaba como un dios viviente y celoso, arrojando de entre sus cuatro paredes, con mujer e hijos, al deudor insolvente, entregando sus ilusorios bienes al capital y arrojándole a aquella cárcel de deudores que había vuelto a levantarse, amenazadora, sobre los cadáveres de los in surrectos de Junio.

Los pequeñoburgueses se dieron cuenta, con espanto, de que, al aplastar a los obreros, se habían puesto mansamente en manos de sus acreedores. Su bancarrota, que pasaba desapercibida, aun que desde Febrero venía arrastrándose como una enfermedad crónica, después de Junio se declaró abiertamente. No se había tocado su propiedad nominal mientras se trataba de empujarlos al campo de batalla en nombre de la propiedad. Ahora, cuando ya el gran pleito con el proletariado estaba ventilado, podía ventilarse también el pequeño pleito con el tendero. En París, la masa de las deudas reclamadas pasaba de 21 millones de francos y en provincias de 11 millones. Los dueños de más de 7.000 negocios de París no habían pagado sus alquileres desde febrero.

Si la Asamblea Nacional había abierto una investigación sobre el delito político a partir de Febrero, los pequeñoburgueses, por su parte, exigieron ahora que se abriese también una investigación sobre las deudas civiles hasta el 24 de febrero. Se reunieron en masa en el vestíbulo de la Bolsa y exigieron, en términos amena zadores, que a todo comerciante que pudiese probar que solo había quebrado a causa de la paralización de los negocios originada por la revolución, y que el 24 de febrero su negocio marchaba bien, se le prorrogase el término de vencimiento por fallo del tribunal comercial y se obligase al acreedor a retirar la demanda por un tanto por ciento prudencial. Presentado como propuesta de ley, la Asamblea Nacional trató el asunto bajo la forma de concordats à l’amiable [78] . La Asamblea estaba vacilante; pero de pronto supo que, al mismo tiempo en la Puerta de Saint Denis miles de mujeres y niños de los insurrectos preparaban una petición de amnistía. Ante el espectro resurgido de Junio, los pequeñoburgueses se echaron a temblar y la Asamblea volvió a sentirse inexorable. Los concordats à l’amiable entre acreedores y deudores fueron rechazados en sus puntos más esenciales.

Y así, cuando ya hacía tiempo que los representantes demócratas de los pequeñoburgueses habían sido rechazados en la Asam blea Nacional por los representantes republicanos de la burguesía, esta rup tura parlamentaria cobró un sentido burgués, real, econó mico, al ser entregados los pequeñoburgueses, como deudores, a merced de los burgueses, como acreedores. Una gran parte de los primeros quedó arruinada y el resto solo pudo continuar el negocio bajo condiciones que le convertían en un siervo absoluto del capital.

El 22 de agosto de 1848, la Asamblea Nacional rec hazó los concordats à l’amiable; el 19 de septiembre de 1848, en pleno estado de sitio, fueron elegidos representantes de París el príncipe Luis Bonaparte y el comunista Raspail, preso en Vincenn es, a la vez que la burguesía elegía al usurero Fould, banquero y orleanista. Así, de todas partes y simultáneamente, surgía una dec laración abierta de guerra contra la Asamblea Nacional Constitu yente, contra el republicanismo burgués y contra Cavaignac.

Sin largas explicaciones, se comprende que la bancarrota en masa de los pequeñoburgueses de París tenía que repercutir mucho más allá de los directamente afectados y desquiciar una vez más el comercio burgués, al mismo tiempo que volvía a crecer el dé ficit del Estado por el coste de la revolución de Junio y disminuían sin cesar los ingresos públicos, la producción estaba paralizada, el consumo restringido y la importación disminuyendo. Cavaignac y la Asamblea Nacional solo podían acudir a un nuevo empréstito, que les habría de someter todavía más al yugo de la aristocracia financiera.

Si los pequeñoburgueses habían cosechado, como fruto de la victoria de Junio, la bancarrota y la liquidación judicial, los jeníz aros [79] de Cavaignac, los guardias móviles, encontraron su re compen sa en los dulces brazos de las prostitutas elegantes y recibieron, ellos, “los jóvenes salvadores de la sociedad”, aclamac iones de todo género en los salones de Marrast, el gentilhombre de los tricolores, que hacía a la vez de anfitrión y de trovador de la rep ública honesta. Al mismo tiempo, estas preferencias sociales y el sueldo incomparablemente más elevado de los guardias móviles irritaban al ejército, a la par que desaparecían todas las ilusiones nacionales con que el republicanismo burgués, por medio de su periódico Le National, había sabido captar, bajo Luis Felipe, a una parte del ejército y del campesinado. El papel de media dores que Cavaignac y la Asamblea Nacional desempeñaron en el norte de Italia, para traicionarlo a favor de Austria de acuerdo con Inglaterra, anuló en un solo día de poder dieciocho años de oposi ción de Le National. Ningún gobierno había sido tan poco nacional como el de Le National; ninguno más sumiso a Inglaterra, y eso que bajo Luis Felipe Le National vivía de parafrasear a diario las pala bras catonianas Ceterum censeo Carthaginem esse delendam [80] ; ninguno más serv il con la Santa Alianza, y eso que había exigido a Guizot que rompiese los tratados de Viena. La ironía de la historia hizo de Bastide, antiguo redactor de asuntos extranjeros de Le National, min istro de Negocios Extranjeros de Francia, para que pudiera desmentir cada uno de sus artículos con cada uno de sus despachos.

El ejército y los campesinos creyeron, por un instante, que con la dictadura militar se ponía en el orden del día la guerra en el exterior y la gloria. Pero Cavaignac no era la dictadura del sable sobre la sociedad burguesa; era la dictadura de la burguesía por medio del sable. Y lo único que por ahora necesi taba del soldado era el gendarme. Cavaignac escondía, detrás de los rasgos severos de una austeridad propia de un republicano de la antigüedad, la vulgar sumisión a las condiciones humillantes de su cargo burgués. L’argent n’a pas de maître! El dinero no tiene amo! Cavaignac, como la Asamblea Constituyente en general, ide alizó este viejo lema del Tercer Estado, traduciéndolo al lenguaje político: la burguesía no tiene rey; la verdadera forma de su domi nación es la república.

Y la “gran obra orgánica” de la Asamblea Nacional Constituyente consistía en elaborar esta forma, en fabricar una constitu ción republicana. El deshacerse del calendario cristiano para bautizar lo de re publicano, el trocar San Bartolomé [81] en San Robesp ierre, no hizo cambiar el viento ni el tiempo más de lo que esta Constitución modificó o debía modificar la sociedad burguesa. Allí donde hacía algo más que cambiar el traje, se limitaba a levantar acta de los hechos existentes. Así, registró solemnemente el hecho de la república, el hecho del sufragio universal, el hecho de una Asamblea Nacional única y soberana en lugar de las dos cámaras constitucionales con facultades limitadas. Registró y legalizó el hecho de la dictadura de Cavaignac, sustituyendo la monarquía hereditaria, fija e irresponsable, por una monarquía electiva, temporal y responsable, por una presidencia reeleg ible cada cuatro años. Y elevó, asimismo, a precepto constitucional el hecho de los poderes especiales con que la Asamblea Nacional, después de los horrores del 15 de mayo y del 25 de junio, había investido previsoramente a su presidente, en in terés de la propia seguridad. El resto de la Constitución fue una cuestión de terminología. Se arrancaron las etiquetas monárquicas y en su lugar se pegaron otras republicanas. Marrast, antiguo redactor jefe de Le National, ahora redactor jefe de la Constitución, cumplió, no sin talento, este cometido académico.

La Asamblea Constituyente se parecía a aquel funcionario chileno que se empeñaba en fijar con ayuda de una medición catastral los límites de la propiedad territorial en el preciso instante en que los ruidos subterráneos habían anunciado ya la erupción volcánica que haría saltar el suelo bajo sus pies. Mientras en teoría la Asamblea trazaba con compás las formas en que había de expresarse republicanamente la dominación de la burguesía, en la práctica solo se imponía por la negación de todas las fórmulas, por la violencia desnuda, por el estado de sitio. Dos días antes de comenzar su labor constitucional, proclamó su prórroga. Antes, las constituciones se hacían y se aprobaban tan pronto como el proceso de revolución social llegaba a un punto de equilibrio, las relaciones de clase recién formadas se consolidaban y las fracciones en pugna de la clase dominante se acogían a un arreglo que les permitía proseguir la lucha entre sí y, al mismo tiempo, excluir de ella a la masa agotada del pueblo. En cambio, esta Constitución no sancionaba ninguna revolución social, sancionaba la victoria momen tánea de la vieja sociedad sobre la revolución.

En el primer proyecto de Constitución, redactado antes de las jornadas de Junio [82] , figuraba todavía el droit au travail, el derecho al trabajo, esta primera fórmula, torpemente enunciada, en que se resumen las reivindicaciones revolucionarias del proletariado. Ahora se convertía en el droit à l’assistance, en el derecho a la asistencia pública, y ¿qué Estado moderno no alimenta, en una u otra forma, a sus pobres? El derecho al trabajo es, en el sentido burgués, un contrasentido, un mezquino deseo piadoso, pero detrás del derecho al trabajo está el poder sobre el capital, y detrás del poder sobre el capital la apropiación de los medios de producción, su sumisión a la clase obrera asociada, y, por consiguiente, la abolición tanto del trabajo asalariado como del capital y de sus relaciones mutuas. Detrás del derecho al trabajo estaba la revolución de Junio. La Asamblea Constituyente, que de hecho había colocado al proletariado revolucionario fuera de la ley, tenía, por principio, que excluir esta fórmula de la Constitución, ley de las leyes; tenía que poner su anatema sobre el derecho al trabajo. Pero no se detuvo aquí. Lo que Platón hizo en su República con los poetas lo hizo ella en la suya con el impuesto progresivo: desterrarlo para toda la eternidad. Y el impuesto progresivo no solo era una medida burguesa aplicable en mayor o menor escala dentro de las relaciones de producción existentes; era, además, el único medio de captar para la república honesta a las capas medias de la sociedad burguesa, de reducir la deuda pública, de tener en jaque a la mayoría monárquica de la burguesía.

Con ocasión de los concordats à l’amiable, los republicanos tricolores sacrificaban efectivamente la pequeña burguesía a la grande. Y este hecho aislado lo elevaron a principio, prohibiendo por vía le gislativa el impuesto progresivo. Dieron a la reforma burguesa el mismo trato que a la revolución proletaria. Pero, ¿qué clase quedaba entonces como puntal de su república? La gran burguesía. Y la masa de esta era monárquica. Si explotaba a los republicanos de Le National para volver a consolidar las viejas relaciones en la vida económica, de otra parte abrigaba el designio de explotar este régimen social nuevamente fortalecido para restaurar las formas políticas con él congruentes. Ya a principios de octubre Cavaignac se vio obligado, a pesar de los gruñidos y el alboroto de los puritanos sin seso de su propio partido, a nombrar ministros de la república a Dufaure y V ivien, antiguos ministros de Luis Felipe.

Mientras rechazaba toda transacción con la pequeña burguesía y no sabía captar para la nueva forma de gobierno a ningún elemento nuevo de la sociedad, la Constitución tricolor se apresuró, en cambio, a devolver la intangibilidad tradicional a un cuerpo en el que el viejo Estado tenía sus defensores más rabiosos y fanáticos. Elevó a ley constitucional la inamovilidad de los jueces, puesta en tela de juicio por el gobierno provisional. El rey que ella había destronado, que era uno solo, renacía por centenares en estos inamovibles inquisidores de la legalidad. La prensa francesa ha analizado en sus muchos aspectos las contradicciones de la Constitución del señor Marrast; por ejemplo, la coexistencia de dos soberanos: la Asamblea Nacional y el presidente, etc.

Pero la contradicción de más envergadura de esta Constitución consiste en lo siguiente: mediante el sufragio universal, otorga la pose sión del poder político a las clases cuya esclavitud social debe eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeñoburgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder. Encierra su dominación política en el marco de unas condiciones democráticas que en todo momento son un factor para la victoria de las clases enemigas y ponen en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa. Exige de los unos que no avancen, pasando de la emancipación política a la social; y de los otros que no retrocedan, pasando de la restauración social a la política.

Estas contradicciones tenían sin cuidado a los republicanos burgueses. A medida que dejaban de ser indispensables —y solo fueron indispensables como campeones de la vieja sociedad contra el proletariado revolucionario— se iban hundiendo y, a las pocas semanas de su victoria, pasaban del nivel de un partido al nivel de una pandilla. Manejaban la Constitución como una gran intriga. Lo que en ella había de constituirse era, ante todo, la dom inación de la pandilla. El presidente había de seguir siendo Ca vaignac, y la Asamblea Legislativa, la Constituyente prorrogada. Confiaban en lograr reducir a una ficción el poder político de las masas del pueblo y en saber manejar lo bastante esta ficción para amenazar constantemente a la mayoría de la burguesía con el di lema de las jornadas de Junio: o el reino de Le National o el reino de la anarquía.

La obra constitucional, comenzada el 4 de septiembre, se terminó el 23 de octubre. El 2 de septiembre, la Constituyente acordó no disolverse hasta no haber promulgado las leyes orgánicas complementarias de la Constitución. No obstante, ya el 10 de diciembre, mucho antes de que estuviese cerrado el ciclo de su propia actua ción, se decidió a dar vida a su criatura más entrañable: al presidente. Tan segura estaba de poder saludar en el homúnculo [83] de la Constitución al “hijo de su madre”. Por precaución, se dispuso que si ninguno de los candidatos reunía dos millones de votos la elección pasaría de la nación a la Constituyente.

Inútil precaución! El primer día en que se puso en práctica la Constitución fue el último día de la dominación de la Constituyente. En el fondo de la urna electoral estaba su sentencia de muerte. Buscaba al “hijo de su madre” y se encontró con el “sobrino de su tío”. El Saúl Cavaignac consiguió un millón de votos, pero el David Napoleón obtuvo seis millones. Seis veces fue derrotado el Saúl Cavaignac [84] .

El 10 de diciembre de 1848 fue el día de la insurrección de los campesinos. Hasta este día no empezó Febrero para los campesinos franceses. El símbolo que expresa su entrada en el movimiento revolucionario, torpe y astuto, pícaro y cándido, majadero y sublime, de superstición calculada, de burla patética, de anacronismo genial y necio, bufonada histórico­universal, jeroglífico indescifrable para la inteligencia de hombres civilizados, este símbolo ostentaba inequívocamente la fisonomía de la clase que representaba la barbarie dentro de la civilización. La república se había presentado ante esta clase con el recaudador de impuestos; ella se presentó ante la república con el emperador. Napoleón había sido el único hombre que había representado íntegramente los intereses y la fantasía de la clase campesina, recién creada en 1789. Al inscribir su nombre en el frontispicio de la república, el campesinado declaró la guerra exterior e hizo valer en el interior sus intereses de clase. Para los campesinos, Napoleón no era una persona, sino un programa. Con música y banderas, fueron a las urnas al grito de: ¡Basta de impuestos, abajo los ricos, abajo la república, viva el emperador! Detrás del emperador se escondía la guerra de los campesinos. La república que derribaban con sus votos era la república de los ricos.

El 10 de diciembre fue el golpe de Estado de los campesinos, que derribó el gobierno existente. Y desde este día, en que quitaron a Francia un gobierno y le dieron otro, sus miradas se clavaron en París. Personajes activos del drama revolucionario, ya no se les podía volver a reducir al papel pasivo y sumiso del coro.

Las demás clases contribuyeron a completar la victoria electoral de los campesinos. Para el proletariado, la elección de Napoleón era la destitución de Cavaignac, el derrocamiento de la Constituyente, la abdicación del republicanismo burgués, la cancelación de la victoria de Junio. Para la pequeña burguesía, Napoleón era la dominación del deudor sobre el acreedor. Para la mayoría de la gran burguesía, la elección de Napoleón era la ruptura abierta con la fracción de la que habían tenido que servirse durante un tiempo contra la revolución, pero que se hizo insoportable tan pronto como quiso consolidar sus posiciones como posiciones constitucionales. Napoleón en el lugar de Cavaignac era, para ella, la monarquía en lugar de la república, el comienzo de la restauración monárquica, el Orleans tímidamente insinuado, la flor de lis escondida entre violetas [85] . Finalmente, el ejército, al votar a Napoleón, votaba contra la Guardia Móvil, contra el idilio de la paz, por la guerra.

Y así vino a resultar, como dijo la Nueva Gaceta Renana, que el hombre más simple de Francia adquirió la significación más compleja [86] . Precisamente porque no era nada, podía significarlo todo, menos a sí mismo. Sin embargo, por muy distinto que pudiese ser el sentido que el nombre de Napoleón llevaba aparejado en boca de las diversas clases, todos escribían con este nombre en su papeleta electoral: ¡Abajo el partido de Le National, abajo Cavaignac, abajo la Constituyente, abajo la república burguesa! El min istro Dufaure lo declaró públicamente en la Asamblea Constituyente: el 10 de diciembre es un segundo 24 de febrero.

La pequeña burguesía y el proletariado habían votado en bloque a favor de Napoleón para votar en contra de Cavaignac y para, con la unidad de sus votos, quit ar a la Constituyente la posibilidad de una decisión definitiva. Sin embargo, la parte más avanzada de ambas clases presentó candidatos propios. Napoleón era el nombre común de todos los partidos coligados contra la república burguesa; Ledru­Rollin y Raspail, los nombres propios: aquel, el de la pequeña burguesía democrática; este, el del proletariado revolucionario. Los votos emitidos a favor de Raspail —los proletarios y sus portavoces socialistas lo declararon a los cuatro vientos— solo perseguían fines demostrativos: eran otras tantas protestas contra toda magistratura presidencial, es decir, contra la misma Constitución, y otros tantos votos contra Ledru­Rollin. Fue el primer acto con que el proletariado se desprendió, como partido político independiente, del partido demócrata. En cambio, este partido —la pequeña bur guesía democrática y su representante parlamentario, la Montaña— tomaba la candidatura de Ledru­Rollin con toda la solemne seried ad con que acostumbraba a engañarse a sí mismo. Fue este, por lo demás, su último intento de actuar frente al proletariado como un partido independiente. El 10 de diciembre no salió derrotado sola mente el partido burgués republicano; salieron derrotadas también la pequeña burguesía democrática y su Montaña.

Ahora, Francia tenía una Montaña al lado de un Napoleón, prueba de que ambos no eran más que caricaturas sin vida de las grandes realidades cuyos nombres ostentaban. Luis Napoleón, con su sombrero imperial y su águila, no parodiaba más lamentable mente al viejo Napoleón que la Montaña a la vieja Montaña con sus frases copiadas de 1793 y sus posturas demagógicas. De este modo, la fe en la tradición de 1793 fue abandonada al mismo tiempo que la fe tradicional en Napoleón. La revolución no llegó a ser revolución hasta que no se ganó su nom bre propio y original, y esto solo estuvo a su alcance cuando se destacó en primer plano, dominante, la clase revolucionaria moderna, el proletariado industrial. Puede decirse que el 10 de diciembre dejó atónita a la Montaña y la hizo dudar de su propia salud mental, porque con una burda farsa aldeana rom pía, riéndose, la analogía clásica con la vieja revolución.

El 20 de diciembre Cavaignac abandonó su cargo y la Asam blea Constituyente proclamó a Luis Napoleón presidente de la república. El 19 de diciembre, último día de su autocracia, la Asamblea rechazó la propuesta de amnistía para los insurrectos de Junio. Revocar el decreto del 27 de junio, por el que, esquiv ando la sentencia judicial, se había condenado a la deportación a 15.000 insurrectos, ¿no hubiera equivalido a desautorizar la misma matanza de Junio?

Odilon Barrot, el último presidente del Consejo de Ministros de Luis Felipe, fue el primero de Luis Napoleón. Y del mismo modo que Luis Napoleón no databa su mandato el 10 de diciembre, sino en la fecha de un senadoconsulto de 1804 [87] , encontró un presidente del Consejo de Ministros que no consideraba el 20 de diciembre como fecha del comienzo de su gobierno, sino que lo remontaba a la promulgación de un real decreto del 24 de febrero. Como legítimo heredero de Luis Felipe, Luis Napoleón amortiguó el cambio de gobierno conservando su viejo primer ministro que, por lo demás, no había tenido tiempo de desgastarse, por la sencilla razón de que no había tenido tiempo de empezar a vivir. Los dirigentes de las fracciones burguesas monárquicas le aconsejaron tomar este camino. El caudillo de la vieja oposición dinástica que, inconscientemente, dio paso a los republicanos de Le National, era todavía más adecuado para, con plena conciencia, hacer la transición de la república burguesa a la monarquía. Odilon Barrot era el dirigente del único viejo partido de oposición que, luchando siempre en vano por la cartera ministerial, no se había desacreditado todavía.

La revolución había ido alzando al poder, en veloz sucesión, a todos los viejos partidos de la oposición oblig ándolos a renegar de sus viejas frases y a revocarlas, no ya con sus hec hos, sino incluso con la misma frase. Y, por último, reunidos en repulsivo montón, fueron arrojados por el pueblo al basurero de la historia. Este Barrot, encarnación del liberalismo burgués, que se había pasado dieciocho años ocultando la misera ble vaciedad de su espíritu tras el empaque grave de su cuerpo, no escatimó ninguna apostasía. Y si, en algunos momentos, el contraste demasiado estridente entre los cardos de hoy y los laureles de ayer le aterraba, una mirada al espejo le bastaba para recobrar el aplomo ministerial y la admiración humana por sí mismo. En el espejo resplandecía la figura de Guizot, a quien siempre había envidiado y que siempre le había tratado como a un escolar; Guizot en persona, pero un Guizot con la frente olímpica [88] de Odilon. Lo que no veía eran las orejas de Midas [89] .

El Barrot del 24 de febrero solo se reveló en el Barrot del 20 de diciembre. A él, orleanista y volteriano, se unió, como ministro de Cultos, el legitimista y jesuita Falloux. Pocos días después, el Ministerio del Interior fue entregado a Léon Faucher, el maltusiano. El derecho, la religión, la economía política! El gobierno Barrot contenía todo esto y, además, una fusión de legitimistas y orleanistas. Solo faltaba el bonapartista. Bonaparte ocultaba todavía su apetito de representar a Napoleón, pues Soulouque no representaba todavía el papel de Toussaint Louverture [90] .

El partido de Le Nacional fue apeado inmediatamente de todos los altos puestos en que había anidado. La prefectura de policía, la dirección de correos, el cargo de fiscal general, la alcaldía de París: a todos estos sitios se llevó a viejas criaturas de la monarquía. Changarnier [91] , el legitimista, obtuvo el alto mando unificado de la Guardia Nacional del departamento del Sena, de la Guardia Móvil y de las tropas de línea de la primera división militar; Bugeaud, el orleanista, fue nombrado general en jefe del ejército de los Alpes. Y este cambio de funcionarios continuó ininterrumpidamente bajo el gobierno de Barrot. Su primer acto fue restaurar la vieja administración monárquica. En un abrir y cerrar de ojos se transformó la escena oficial: el decorado, los trajes, el lenguaje, los actores, los figurantes, los comparsas, los apuntadores, la posición de los partidos, el móvil, el contenido del conflicto dramático, la situación entera. Solo la Asamblea Constituyente ante diluviana seguía aún en su puesto. Pero, a partir del momento en que la Asamblea Nacional instaló a Bonaparte, Bonaparte a Barrot y Barrot a Changarnier, Francia salió del período de constitución de la república y entró en el período de la república constituida.

Y, en la república constituida, qué pintaba una Asamblea Constituyente? Después de creada la tierra, a su creador ya no le quedaba más que huir al cielo. Pero la Asamblea Constituyente estaba resuelta a no seguir su ejemplo; la Asamblea Nacional era el último refugio del partido de los republicanos burgueses. Aunque les hubiesen arrebatado todos los asideros del poder ejecutivo, no le quedaba la omnipotencia constituyente? Su primer pensamiento fue conservar a cualquier precio el puesto soberano que tenía en sus manos y desde aquí reconquistar el terreno perdido. No había más que sustituir el gobierno Barrot por un gobierno de Le National, y el personal monárquico tendría que evacuar inmediatamente los palacios de la administración, para que volviese a entrar en ellos, triunfante, el personal tricolor. La Asamblea Nacional decidió la caída del Gobierno, y este le brindó una ocasión de ataque como no habría podido encontrar la misma Constituyente.

Recuérdese que Luis Bonaparte significaba para los campesinos “No más impuestos!”. Llevaba seis días sentado en el sillón presidencial, y el séptimo, el 27 de diciembre, su gobierno propuso conservar el impuesto sobre la sal, cuya abolición había decretado el gobierno provisional. El impuesto sobre la sal comparte con el impuesto sobre el vino el privilegio de ser el chivo expiatorio del viejo sistema financiero francés, sobre todo a los ojos de la población campesina. El gobierno Barrot no podía poner en labios del elegido de los campesinos ningún epigrama más mor daz contra sus electores que las palabras “¡Restablecimiento del impuesto sobre la sal!”. Con el impuesto sobre la sal Bonaparte per dió su sal revolucionaria. El Napoleón de la insurrección campe sina se deshizo como un jirón de niebla y solo dejó tras de sí la gran incógnita de la intriga burguesa monárquica. Y por algo el gobierno Barrot hizo de este acto decepcionante, burdo y torpe, el pri mer acto de gobierno del presidente.

Por su parte, la Constituyente se agarró con ansia a la doble oca sión que se le ofrecía para derribar al Gobierno y presentarse, frente al elegido de los campesinos, como defensora de los intere ses de estos. Rechazó el proyecto del ministro de Hacienda, redujo el impuesto sobre la sal a la tercera parte de su cuantía anterior, aumentó así en 60 los 560 millones de déficit del Estado y, después de este voto de censura, se sentó a esperar tranquilamente la di misión del Gobierno. Esto demuestra lo poco que comprendía el nuevo mundo que la rodeaba y el cambio operado en su propia si tuación. Detrás del Gobierno estaba el presidente, y detrás del pre sidente estaban seis millones de electores que habían depositado en las urnas otros tantos votos de censura contra la Constituyente. Esta devolvió a la nación su voto de censura. ¡Ridículo intercambio! Olvidaba que sus votos habían perdido su curso forzoso. Al rec hazar el impuesto sobre la sal, no hizo más que madurar en Bonaparte y en su gobierno la decisión de acabar con la Asamblea Constituyente. Y comenzó aquel largo duelo que protagonizó la últ ima mitad de la vida de la Constituyente. El 29 de enero, el 21 de marzo y el 8 de mayo fueron las grandes jornadas de esta crisis, otras tantas precursoras del 13 de junio.

Los franceses, por ejemplo Luis Blanc, han interpretado el 29 de enero como la manifestación de una contradicción constitucio nal, de la contradicción entre una Asamblea Nacional soberana e indisoluble, nacida del sufragio universal, y un presidente que, según la letra de la ley, es responsable ante ella, pero que, en rea lidad, no solo ha sido consagrado por el sufragio universal y ha reunido en su persona todos los votos que se desperdigan entre cientos de miembros de la Asamblea Nacional, sino que además está en plena posesión del poder ejecutivo, sobre el que la Asamblea Nacional solo flota como un poder moral. Esta interpretación del 29 de enero confunde el lenguaje de la lucha en la tribuna, en la prensa y en los clubs, con su verdadero contenido. Luis Bonaparte no era un poder constitucional unilateral frente a la Asamblea Constituyente, no era el poder ejecutivo frente al legislativo; era la propia república burguesa ya constituida frente a los instrumentos de su Constitución, frente a las intrigas ambiciosas y a las reivindicaciones ideológicas de la fracción burguesa revolucionaria que la había fundado y que veía con asombro que su república, una vez constituida, se parecía mucho a una monarquía restaurada. Y ahora esta fracción quería prolongar por la fuerza el período constituyente, con sus condiciones, sus ilusiones, su lenguaje y sus personas, e impedir a la república burguesa —ya madura— revelarse en su forma acabada y peculiar. Y del mismo modo que la Asamblea Nacional Constituyente representaba al Cavaignac vuelto a su seno, Bonaparte representaba a la Asamblea Nacional Legislativa todavía no divorciada de él, es decir, a la Asamblea Nacional de la república burguesa constituida.

El significado de la elección de Bonaparte solo podía ponerse de manifiesto cuando se sustituyera este nombre único por sus múltiples significados, cuando se repitiera la votación en la elección de la nueva Asamblea Nacional. El 10 de diciembre había cancelado el mandato de la antigua. Por tanto, los que se enfrentaban el 29 de enero no eran el presidente y la Asamblea Nacional de la misma república; eran la Asamblea Nacional de la república en período de constitución y el presidente de la república ya constituida, dos poderes que encarnaban períodos completamente distintos de la vida de la república. Eran, de un lado, la pequeña frac ción republicana de la burguesía, única capaz para proclamar la república, disputársela al proletariado revolucionario por medio de la lucha en la calle y del régimen del terror, y estampar en la Constitución los rasgos fundamentales de su ideal; y de otro, toda la masa monárquica de la burguesía, única capaz de dominar en esta república burguesa constituida, despojar a la Constitución de sus aditamentos ideológicos y hacer efectivas, por medio de su legislación y de su administración, las condiciones inexcusables para el sojuzgamiento del proletariado.

La tormenta que descargó el 29 de enero se había ido gestando durante todo el mes. La Constituyente, con su voto de censura, había querido provocar la dimisión del gobierno Barrot a dimitir. Frente a esto, el gobierno Barrot propuso a la Constituyente darse a sí misma un voto de censura definitivo, suicidarse, decretar su propia disolución. El 6 de enero, Rateau, uno de los diputados más insignifi cantes, hizo, por orden del Gobierno, esta proposición a la misma Constituyente que ya en agosto había acordado no disolverse hasta no promulgar una serie de leyes or gánicas, complementarias de la Constitución. Fould, miembro del Gobierno, declaró categóricamente que su disolución era necesaria “para res tablecer el crédito quebrantado”, ¿Acaso no quebrantaba el crédito prolongar aquella situación provisional, que de nuevo ponía en tela de juicio con Barrot a Bonaparte y con Bonaparte a la repú blica constituida? Ante la perspectiva de que le arrebatasen, des pués de disfrutarla apenas dos semanas, la pre sidencia del Consejo de Ministros que los republicanos le habían prorrogado ya una vez por diez meses, Barrot el Olímpico, convertido en Orlando furioso [92] , superaba a los tiranos en su comportamiento frente a esta pobre Asamblea. La más suave de sus frases era “con ella no hay porvenir posible”. Y, realmente, la Asamblea solo representaba el pasado. “Es incapaz —añadía irónicamente— de rodear a la república de las instituciones que necesita para consolidarse”. En efecto. Con la oposición exclusiva contra el proletariado se había quebrado al mismo tiempo la energía burguesa de la Asamblea, y con la oposición contra los monárquicos había revivido su énfasis republicano. Y así, era doblemente inca paz de consolidar la república burguesa con las instituciones correspondientes.

Con la propuesta de Rateau, el Gobierno desencadenó una tempestad de peticiones por todo el país, y de todos los rincones de Francia lanzaban diariamente a la cabeza de la Constituyente fajos de billets-doux [93] , en los que se le pedía, en términos más o menos categóricos, disolverse y hacer su testamento. Por su parte, la Constituyente impulsaba contrapropuestas en que se le rogaba seguir viviendo.

La lucha electoral entre Bonaparte y Cavaignac renacía bajo la forma de un duelo de peticiones en pro y en contra de la disolución de la Asamblea Nacional. Tales peticiones venían a ser un comentario adicional al 10 de diciemb re. Esta campaña de agitación duró todo el mes de enero.

En el conflicto entre la Constituyente y el presidente, aquella no podía remitirse a la votación general como a su origen, pues precisamente el adversario apelaba al sufragio universal. No podía apoyarse en ninguna autoridad constituida, pues se trataba de la lucha contra el poder legal. No podía derribar al Gobierno con votos de censura, como lo intentó aún el 6 y el 26 de enero, pues el Gobierno no pedía su voto de confianza. No le que daba más que un camino: el de la insurrección. Las fuerzas de com bate de la insurrección eran la parte republicana de la Guardia Nacional, la Guardia Móvil y los centros del proletariado revolucionario, los clubs. Los guardias móviles, estos héroes de las jornadas de Junio, constituían en diciembre la fuerza de combate organizada de la fracción burguesa republicana, como antes de junio los Talleres Nacionales habían constituido la fuerza de combate organizada del proletariado revolucionario. Y así como la comisión ejecutiva de la Constituyente dirigió su ataque brutal contra los Talleres Nacionales cuando tuvo que acabar con las pre tensiones ya insoportables del proletariado, el gobierno de Bonaparte hizo lo mismo con la Guardia Móvil, cuando tuvo que acabar con las pretensiones ya insoportables de la fracción burguesa republicana. Ordenó la disolución de la Guardia Móvil. La mitad de sus efectivos fueron licenciados y lanzados al arroyo, y a la otra mitad le cambiaron su organización democrática por otra monárquica y se le redujo el sueldo al normal de las tropas de línea. Los guardias móviles se encontraron en la situación de los insurrectos de Junio, y la prensa daba a conocer diariamente confesiones públicas en las que reconocían su culpa de Junio e imploraban el perdón del proletariado.

¿Y los clubs? Desde el momento en que la Asamblea Constituyente ponía en tela de juicio en la persona de Barrot al presidente, en el presidente a la república burguesa constituida y en la república burguesa constituida a la república burguesa en general, se agrupaban necesariamente en torno a ella todos los elementos constituyentes de la república de Febrero, todos los partidos que querían derribar la república existente y transformarla, mediante un proceso violento de restitución, en la república de sus intereses de clase y de sus principios. Lo ocurrido quedaba borrado, las cris talizaciones del movimiento revolucionario habían vuelto al estado líquido y la república por la que se luchaba volvía a ser la repúb lica indefinida de las jornadas de Febrero, cuya definición se re servaba cada partido. Los partidos volvieron a asumir por un instante sus viejas posiciones de Febrero, sin compartir las ilusion es de entonces. Los republicanos tricolores de Le National volvían a apoyarse sobre los republican os demócratas de La Réforme y los empujaban como paladines al primer plano de la lucha parlamen taria. Los republicanos demócratas volvían a apoyarse sobre los republicanos socialistas —el 27 de enero, un manifiesto público anunció su reconciliación y su unión— y preparaban en los clubs el terreno para la insurrección. La prensa gubernamental trataba, con razón, a los republicanos tricolores de Le National como los insur rectos redivivos de Junio. Para mantenerse a la cabeza de la rep ública burguesa ponían en tela de juicio a la república burguesa misma. El 26 de enero, el ministro Faucher presentó un proyecto de ley sobre el derecho de asociación, cuyo artículo primero decía así: “Quedan prohibidos los clubs”. Y formuló la propuesta de que este proyecto de ley se discutiera con carácter de urgencia. La Constituyente rechazó la urgencia y, el 27 de enero, Ledru­Rol lin depositó una proposición, con 230 firmas, pidiendo que fuese procesado el Gobierno por haber infringido la Constitución. Pero lo hacía cuando este procesamiento solo podía significar una cosa: o el torpe descubrimiento de la impo tencia del juez, a saber, de la mayoría de la cámara, o una protesta impotente del acusador contra esta misma mayoría. El pedir que se formulase acta de acusación contra el Gobierno era el gran triunfo revolucionario al que, de ahora en adelante, podían aspirar los epígonos de la Montaña en el apogeo de la crisis. ¡Pobre Mon taña aplastada por el peso de su propio nombre!

El 15 de mayo, Blanqui, Barbès, Raspail, etc., intentaron hacer saltar por los aires la Asamblea Constituyente, invadiendo el salón de se siones a la cabeza del proletariado de París. Barrot preparó a la misma Asamblea un 15 de mayo moral, al querer dictarle su autodisolución y cerrar su salón de sesiones. Esta misma Asamblea en comendó a Barrot la investigación contra los insurrectos de mayo y ahora, cuando Barrot aparecía ante ella como un Blanqui monárquico, cuando la Asamblea buscaba aliados contra él en los clubs, en el proletariado revolucionario, en el partido de Blanqui, en ese momento, el inexorable Barrot la torturó con la propuesta de sustraer los presos de mayo al Tribunal del Jurado y entregarlos al Tribunal Supremo, a la Haute Cour, inventada por el partido de Le National. ¡Es curioso cómo el miedo exacerbado a perder una cartera de ministro puede sacar de la cabeza de un Barrot ocurrencias dignas de un Beaumarchais! [94] Tras largas vacilaciones, la Asamblea Nacional aceptó su propuesta. Frente a los autores del atentado de mayo volvía a recobrar su carácter normal.

Si la Constituyente se veía empujada, frente al presidente y a los ministros, a la insurrección, el presidente y el Gobierno se veían empujados, frente a la Constituyente, al golpe de Estado, pues no disponían de ningún medio legal para disolverla. Pero la Constituyente era la madre de la Constitución y la Constitución la madre del presidente. Con el golpe de Estado, el presidente destrozaría la Constitución y cancelaría a la vez su propio título jurídico republicano. Entonces, se vería obligado a optar por el título jurídico imperial; pero el título imperial evocaba el orleanista, y ambos palidecían ante el título jurídico legitimista. En un momento en que el partido orleanista no era más que el vencido de Febrero y Bonaparte solo era el vencedor del 10 de diciembre, en que ambos solo podían oponer a la usurpación republicana sus títulos monárquicos igualmente usurpados, la caída de la república legal solo podía provocar el triunfo de su polo opuesto, la monarquía legitimista. Los legitimistas tenían conciencia de lo favorable de la situación y conspiraban a la luz del día. En el general Changarnier podían confiar en encontrar su Monck [95] . En sus clubs se anunciaba la proximidad de la monarquía blanca tan abiertamente como en los proletarios la proximidad de la república roja.

Un motín felizmente sofocado habría sacado al Gobierno de todas las dificultades. “La legalidad nos mata”, exclamó Odilon Barrot. Un motín habría permitido, so pretexto de seguridad pública, disolver la Constituyente y violar la Constitución en su propio interés. El comportamiento brutal de Odilon Barrot en la Asamblea Nacional, la pro puesta de clausurar los clubs, la ruidosa destitución de cincuenta prefectos tricolores y su sustitución por monárquicos, la disolución de la Guardia Móvil, los ultrajes inferidos a sus jefes por Changarnier, la reposición de Lerminier, un profesor ya imposible bajo Guizot, y la tolerancia ante las fanfarronadas legitimistas eran otras tantas provocaciones al motín. Pero el motín no se producía. Esperaba la señal de la Asamblea Constituyente, no del Gobierno.

Por fin llegó el 29 de enero, día en que había de tomar una decisión sobre la propuesta presentada por Mathieu de la Drôme de rechazar sin condiciones la proposición de Rateau. Los legitimistas, los orleanistas, los bonapartistas, la Guardia Móvil, la Montaña, los clubs, todos conspiraban en este día, a la par, contra el presunto enemigo y contra los supuestos aliados. Bonaparte, a caballo, pasó revista a una parte de las tropas en la plaza de la Concordia; Changarnier representó una comedia con un derroche de maniobras estratégicas; la Constituyente se encontró con el edificio de sesiones ocupado militarmente. Centro de todas las esperanzas, de todos los temores, de todas las confianzas, efervescencias, tensiones e intrigas que se entrecruzaban, la Asamblea, valiente como una leona, no titubeó ni un momento al verse más cerca que nunca de su último instante. Se parecía a aquel combatiente que no solo temía emplear su propia arma, sino que se consideraba también obligado a dejar intacta el arma de su adversario. Con un desprecio magnífico por la vida, firmó su propia sentencia de muerte y rechazó la propuesta en que se desestimaba incondicionalmente la proposición presentada por Rateau. Al encontrarse en estado de sitio, fijó el límite de una actividad constituyente, cuyo marco necesario había sido el estado de sitio en París. Se vengó de un modo digno de ella, abriendo al día siguiente una investigación sobre el miedo que el 29 de enero le había metido en el cuerpo el Gobierno. La Montaña mostró su falta de energía revolucionaria y de inteligencia política dejándose utilizar por el partido de Le Na tional como portavoz de la lucha en esta gran comedia de intriga. El partido de Le National había hecho la última tentativa para seguir conservando en la república constituida el monopolio del poder que poseyera durante el período constituyente de la república bur guesa. Pero había fracasado en su intento.

Si en la crisis de enero se trataba de la existencia de la Constituyente, en la crisis del 21 de marzo se trataba de la existencia de la Constitución: allí, del personal del partido de Le National; aquí de su ideal. Huelga decir que los republicanos honestos valorab an me nos su exaltada ideología que el disfrute mundano del poder gubernamental.

El 21 de marzo, en el orden del día de la Asamblea Nacional estaba el proyecto de ley de Faucher contra el derecho de asociación: la supresión de los clubs. El artículo 8 de la Constitución garantizaba a todos los franceses el derecho a asociarse. La prohibición de los clubs era, por tanto, una violación manifiesta de la Constitución, y la propia Constituyente tenía que canonizar la profanación de sus santos. Pero los clubs eran los centros de reunión, las sedes de cons piración del proletariado revolucionario. La Asamblea Na cional había prohibido la coalición de los obreros contra sus burgueses. Y qué eran los clubs sino una coalición de toda la clase obrera contra toda la clase burguesa, la creación de un Estado obrero frente al Estado burgués? No eran otras tantas asambleas constituyentes del proletariado y otros tantos destacamentos del ejército de la revuelta dispuestos al combate? Lo que ante todo tenía que instaurar la Constitución era la dominación de la bur guesía. Por tanto, era evidente que solo podía en tender por derecho de asociación el de aquellas asociaciones que se armonizasen con la dominación de la burguesía, es decir, con el orden burgués. Si, por decoro teórico, se expresaba en términos generales, no estaban allí el Gobierno y la Asamblea Nacional para interpretarla y aplicarla a los casos particulares? Y si en la época inicial de la república los clubs habían estado prohibi dos de hecho por el estado de sitio, por qué no debían estar pro hibidos por la ley en la república reglamentada y constituida? Los republicanos tricolores no tenían nada que oponer a esta interpre tación prosaica de la Constitución; nada más que la frase altiso nante. Una parte de ellos (Pagnerre, Duclerc, etc.) votó a favor del Gobierno, dándole así la mayoría. La otra parte, con el arcángel Cavaignac y el padre de la Iglesia Marrast a la cabeza —una vez que el artículo sobre la prohibición de los clubs hubo pasado— se retiró a uno de los despachos de las comisiones y se “reunió a deliberar” junto con Ledru-Rollin y la Montaña. La Asamblea Nacional quedó, mientras tanto, paralizada, sin con tar ya con el número de votos necesario para tomar acuerdos. Muy oportunamente, el señor Crémieux recordó en aquel despacho que de allí se iba directamente a las calles y que no se estaba ya en febrero de 1848, sino en marzo de 1849. El partido de Le National al instante lo vio claro y volvió al salón de sesiones de la Asamblea Nacional. Tras él, engañada una vez más, volvió la Montaña, que, constantemente atormentada por veleidades revolucionarias, buscaba afanosa y continuamente posibilidades constitucionales y cada vez se encontraba más a gusto detrás de los re publicanos burgueses que delante del proletariado revolucionario. Así terminó la comedia. Y la propia Constituyente decretó que la violación de la letra de la Constitución era la única realiza ción consecuente de su espíritu.

Solo quedaba un punto por resolver: las relaciones entre la re pública constituida y la revolución europea, su política exterior. El 8 de mayo de 1849 reinaba una agitación poco habitual en la Asam blea Constituyente, cuya vida terminaría pocos días des pués. Estaban en el orden del día el ataque del ejército francés sobre Roma, su retirada ante la defensa de los romanos, su infamia polí tica y su oprobio militar, el asesinato vil de la República Romana por la República Francesa: la primera campaña italiana del segundo Bonaparte. La Montaña había vuelto a jugarse su gran triunfo. Ledru­Rollin había vuelto a depositar sobre la mesa presidencial la inevitable acta de acusación contra el Gobierno, y esta vez tam bién contra Bonaparte, por violación de la Constitución.

El leitmotiv del 8 de mayo se repitió más tarde como tema del 13 de junio. Nos explicaremos a cerca de la expedición romana.

Cavaignac había enviado, ya a mediados de noviembre de 1848, una escuadra a Civitavecchia [96] para proteger al papa, embarcarlo y trasladarlo a Francia. El papa había de bendecir la re pública honesta y asegurar la elección de Cavaignac para la pre sidencia. Con el papa, Cavaignac quería pescar a los curas, con los curas, a los campesinos, y con los campesinos, la magistratura pre sidencial. La expedición de Cavaignac era, por su finalidad inmediata, propaganda electoral, pe ro también una protesta y una amenaza contra la revolución romana. Llevaba ya en germen la intervención de Francia en favor del papa.

Esta intervención a favor del papa y contra la República Romana, en alianza con Austria y Nápoles, se acordó en la primera sesión del Consejo de Ministros de Bonaparte, el 23 de diciembre. Falloux en el

Gobierno era el papa en Roma... y en la Roma del papa. Bonaparte ya no necesitaba al papa para convertirse en el presidente de los campesinos, pero necesitaba conservar al papa para conservar a los campesinos del presidente. La credulidad de los campesinos le había elevado a la presidencia. Con la fe, perdían la credulidad, y con el papa la fe. ¡Y no olvidemos a los or leanistas y legitimistas coligados que dominaban en nombre de Bo naparte! Antes de restaurar al rey había que restaurar el poder que santifica a los reyes. Prescindiendo de su monarquismo: sin la vieja Roma, sometida a su poder temporal, no hay papa; sin papa no hay catolicismo; sin catolicismo no hay religión francesa, y sin religión qué sería de la vieja sociedad de Francia? La hipoteca que tiene el campesino sobre los bienes celestiales garantiza la hipoteca que tiene la burguesía sobre los bienes del campesino. La revolución romana era, por tanto, un atentado contra la propiedad y contra el orden burgués, tan temible como la revolución de Junio. La restauración de la dominación de la burguesía en Francia exigía la restauración del poder papal en Roma. Finalmente, en los revolucionarios romanos se batía a los aliados de los revolucionarios franceses; la alianza de las clases contrarrevolucionarias, en la Re pública Francesa constituida, se completaba necesariamente mediante la alianza de la República Francesa con la Santa Alianza, con Nápoles y Austria. El acuerdo del Consejo de Ministros del 23 de diciembre no era para la Constituyente ningún secreto. Ya el 8 de enero, Ledru­Rollin interpeló a propósito de este asunto al Gobierno; el Gobierno negó y la Asamblea pasó al orden del día. Daba crédito a las palabras del Gobierno? Sabemos que se pasó todo el mes de enero dándole votos de censura. Pero si en el papel del Gobierno entraba el mentir, en el papel de la Constituyente entraba el fingir que daba crédito a sus mentiras, salvando así las apariencias republicanas.

Entretanto, Piamonte había sido derrotado. Carlos Alberto había abdicado, y el ejército austríaco llamaba a las puertas de Francia. Ledru­Rollin interpelaba furiosamente. El Gobierno demostró que en el norte de Italia no hacía más que proseguir la política de Cav aignac y que Cavaignac se había limitado a proseguir la política del gobierno provisional, es decir, la de Ledru­Rollin. Esta vez co sechó en la Asamblea Nacional un voto de confianza y fue autorizado a ocupar temporalmente un punto conveniente del norte de Italia, para consolidar de este modo sus posiciones en las nego ciaciones pacíficas con Austria acerca de la integridad del territorio de Cerdeña y de la cuestión romana. Como es sabido, la suerte de Italia se decidió en los campos de batalla del norte de Italia. Por tanto, con la Lombardía y el Piamonte había caído Roma, y Francia, si no admitía esto, tenía que declarar la guerra a Austria, y con ello a la contrarrevolución europea. Consideraba de pronto la Asamblea Nacional al gobierno Barrot como el viejo Comité de Salvación Pública? [97] O se consideraba a sí misma como la Convención? [98] Para qué, pues, la ocupación militar de un punto del norte de Italia? Bajo este velo transparente, se ocultaba la expedición contra Roma.

El 14 de abril, 14.000 hombres, bajo el mando de Oudinot, se hicieron a la mar con rumbo a Civitavecchia; y el 16 de abril la Asamblea Nacional concedía al Gobierno un crédito de 1.200.000 francos para sostener durante tres meses una flota de intervención en el Mediterráneo. De este modo suministraba al Gobierno todos los medios para intervenir contra Roma, haciendo como si se tra tase de intervenir contra Austria. No veía lo que hacía el Gobierno, se limitaba a escuchar lo que decía. Semejante fe no se conocía ni siquiera en Israel; la Constituyente había llegado a la sit uación de no tener derecho a saber lo que hacía la re pública constituida.

Finalmente, el 8 de mayo se representó la última escena de la comedia: la Constituyente solicitó al Gobierno que acelerase las medidas encaminadas a reducir la expedición italiana al objetivo que se le había asignado. Aquella misma noche Bonaparte publicó una carta en Le Moniteur expresando a Oudinot su más profundo agradecimiento. El 11 de mayo, la Asamblea Nacional rechazó el acta de acusación contra el mismo Bonaparte y su gobierno. Y la Montaña —que, en vez de deshacer esta maraña de en gaños, tomó por el lado trágico la comedia parlamentaria para desempeñar el papel de un Fouquier­Tinville [99] — no hacía más que enseñar su piel de cordero pequeñoburgués por debajo de la piel prestada de león de la Convención.

La segunda mitad de la vida de la Constituyente se resume así: el 29 de enero confiesa que las fracciones burguesas monár quicas son los superiores naturales de la república por ella const ituida; el 21 de marzo, que la violación de la Constitución es la realización de esta; y el 11 de mayo, que la alianza pasiva de la República Francesa con los pueblos que luchan por su libertad, con tanto bombo pre gonada, significa su alianza activa con la con trarrevolución europea.

Esta mísera Asamblea se retiró de la escena después de haberse dado, dos días antes de su cumpleaños —el 4 de mayo—, la satisfacción de rechazar la propuesta de amnistía para los insurrectos de Junio. Con su poder destrozado; odiada a muerte por el pueblo; rep udiada, maltratada, echada a un lado con desprecio por la burguesía, a pesar de haber sido su instrumento; obligada, en la segunda mitad de su vida, a desautorizar la primera; despojada de su ilus ión republicana; sin grandes obras en el pasado ni esperanzas en el futuro; cuerpo vivo muriéndose a pedazos, no acertaba a galvanizar su propio cadáver más que evocando constantemente el recuerdo de la victoria de Junio y volviendo a vivir aquellos días: reafirmán dose a fuerza de repetir constantemente la condena de los condenados. Vampiro que se alimentaba de la sangre de los insurrectos de Junio!

Dejó detrás de sí el déficit del Estado acrecentado por los gastos de la revolución de Junio, por la abolición del impuesto sobre la sal, por las indemnizaciones asignadas a los dueños de las plantaciones al ser abolida la esclavitud de los negros, por el coste de la expedición a Roma y por la desaparición del impuesto sobre el vino, cuya abolición acordó ya en su agonía, como un anciano malévolo que se alegra de echar sobre los hombros de su sonriente heredero una deuda de honor comprometedora.

En los primeros días de marzo comenzó la campaña electoral para la Asamblea Nacional Legislativa. Dos grupos principales seenfrentaron: el Partido del Orden y el partido demócrata­socialista o partido rojo, y entre ambos estaban los Amigos de la Constitución, bajo cuyo nombre los republicanos tricolores de Le National querían hacerse pasar por un partido. El Partido del Orden se había formado inmediatamente después de las jornadas de Junio. Solo cuando el 10 de diciembre le permitió apartar de su seno a la pandilla de Le National, la pandilla de los republicanos burgueses, se descubrió el miste rio de su existencia: la coalición de los orleanistas y legitimistas en un solo partido. La clase burguesa se dividía en dos grandes fraccio nes, que habían ostentado por turno el monopolio del poder: los grandes terratenientes bajo la monarquía restaurada [100] , y la aristocracia financiera y la burguesía industrial bajo la monarquía de Julio. Borbón era el nombre regio para designar la influencia preponderante de los intereses de una fracción. Orleans, el nombre regio que designaba la influencia preponderante de los intereses de otra fracción. El reino anónimo de la república era el único en que ambas fracciones, con igual participación en el poder, podían afirmar su interés común de clase sin abandonar su mutua rivalidad. Si la república burguesa no podía ser sino la dominación completa y clar amente manifestada de toda la clase burguesa qué más podía ser que la dominación de los orleanistas complementados por los legiti mistas y de los legitimistas complementados por los orleanistas, la síntesis de la restauración y de la monarquía de Julio? Los republi canos burgueses de Le National no representaban a ninguna gran frac ción de su clase apoyada en bases económicas. Tenían solamente la significación y el título histórico de haber hecho valer, bajo la mon arquía —frente a ambas fracciones burguesas, que solo concebían su régimen particular—, el régimen general de la clase burguesa, el reino anónimo de la república, que ellos idealizaban y adornaban con an tiguos arabescos, pero en el que saludaban sobre todo la dominación de su pandilla. Si el partido de Le National creyó volverse loco cuando vio en las cumbres de la república fundada por él a los monárquicos coligados, no menos se engañaban estos en cuanto al hecho de su do minación conjunta. No comprendían que si cada una de sus fraccio nes, tomada aisladamente, era monárquica, el producto de su combinación química tenía que ser necesariamente republicano; que la monarquía blanca y la azul tenían necesariamente que neutrali zarse en la república tricolor. Obligadas —por su oposición al proletariado revolucionario y contra las clases intermedias que se iban precipitando más y más hacia él— a apelar a su fuerza unificada y a conservar la organización de esta fuerza unificada, cada una de ambas fracciones del Partido del Orden tenía que exaltar —frente a los apetitos de restauración y de supremacía de la otra— la dominación común, es decir, la forma republicana de la do minación burguesa. Así vemos a estos monárquicos, que en un prin cipio creían en una restauración inmediata y que más tarde conservaban la forma republicana, confesar a la postre, llenos los la bios de espumarajos de rabia e invectivas mortales contra la repú blica, que solo pueden avenirse dentro de ella y que aplazan la restauración por tiempo indefinido. El disfrute de la dominación con junta fortalecía a cada una de las dos fracciones y las hacía todavía más incapaces y más reacias a someterse la una a la otra, es decir, a restaurar la monarquía.

El Partido del Orden proclamaba directamente, en su programa electoral, la dominación de la clase burguesa, es decir, la conservación de las condiciones de vida de su dominación, de la propied ad, de la familia, de la religión, del orden. Presentaba, naturalmente, su dominación de clase y las condiciones de esta do minación como el reinado de la civilización y como condiciones necesarias de la producción material y de las relaciones sociales de intercambio que de ella se derivan. El Partido del Orden disponía de recursos pecuniarios enormes, organizaba sucursales en toda Francia, tenía a sueldo a todos los ideólogos de la vieja sociedad, disponía de la influencia del gobierno existente, poseía un ejército gratuito de vasallos en toda la masa de pequeñoburgueses y camp esinos que, alejados todavía del movimiento revolucionario, veían en los grandes dignatarios de la propiedad a los represen tantes naturales de su pequeña propiedad y de los pequeños pre juicios que esta acarrea. Representado en todo el país por un sinnúmero de reyezuelos, el Partido del Orden podía castigar como insurrección la no aceptación de sus candidatos, despedir a los obreros rebeldes, a los mozos de labor que se resistiesen, a los do mésticos, a los dependientes, a los empleados de ferrocarriles, a los escribientes, a todos los funcionarios supeditados a él en la vida civil. Y podía, por último, mantener en algunos sitios la leyenda de que la Constituyente republicana no había dejado al Bonaparte del 10 de diciembre revelar sus virtudes milagrosas. Al hablar del Partido del Orden, no nos hemos referido a los bonapartistas. Estos no formaban una fracción seria de la clase burguesa, sino una col ección de viejos y supersticiosos inválidos y de jóvenes y descreíd os caballeros de industria. El Partido del Orden venció en las elecciones, estableciendo una gran mayoría en la Asamblea Legislativa.

Frente a la clase burguesa contrarrevolucionaria coligada, aquellos sectores de la pequeña burguesía y de la clase campe sina en los que ya había prendido el espíritu de la revolución te nían que coligarse naturalmente con el gran portador de los intereses revolucionarios, con el proletariado revolucionario. Y hemos visto cómo las derrotas parlamentarias empujaron a los portavoces demócratas de la pequeña burguesía en el parlam ento, es decir, a la Montaña, hacia los portavoces socialistas del proletariado, y cómo los concordats à l’amiable, la brutal defensa de los intereses de la burguesía y la bancarrota empujaron tam bién a la verdadera pequeña burguesía fuera del parlamento, hacia los verdaderos proletarios. El 27 de enero la Montaña y los socialistas festejaron su reconciliación; en el gran banquete de febrero de 1849 reafirmaron su decisión de unirse. El partido social y el demócrata, el partido de los obreros y el de los peque ñoburgueses, se unieron para formar el partido socialdemó crata, es decir, el partido rojo.

Paralizada durante un momento por la agonía que siguió a las jornadas de Junio, la República Francesa pasó desde el levantamiento del estado de sitio, desde el 19 de octubre, por una serie ininterrumpida de emociones febriles: primero, la lucha en torno a la presidencia; luego, la lucha del presidente con la Constitu yente; la lucha en torno a los clubs; el proceso de Bourges [101] en el que, frente a las figurillas del presidente, de los monárquicos col igados, de los republicanos honestos, de la Montaña demo crática y de los doctrinarios socialistas del proletariado, sus verdaderos revolucionarios aparecían como gigantes antedilu vianos que solo un diluvio puede dejar sobre la superficie de la sociedad o que solo pueden preceder a un diluvio social; la agitación electoral; la ejecución de los asesinos de Bréa [102] ; los conti nuos procesos de prensa; las violentas intromisiones policíacas del Gobierno en los banquetes; las insolentes provocaciones mon árquicas; la colocación en la picota de los retratos de Luis Blanc y Caussidière; la lucha ininterrumpida entre la república consti tuida y la Asamblea Constituyente, lucha que a cada momento hacía retroceder a la revolución a su punto de partida, que con vertía a cada momento al vencedor en vencido y al vencido en vencedor y trastrocaba en un abrir y cerrar de ojos la posición de los partidos y las clases, sus divorcios y sus alianzas; la rápida marcha de la contrarrevolución europea, la gloriosa lucha de Hungría, los levantamientos armados alemanes; la expedición rom ana, la derrota ignominiosa del ejército francés delante de Roma. En este torbellino, en este agobio de la inquietud histórica, en este dramático flujo y reflujo de las pasiones revolucionarias, de las esperanzas, de los desengaños, las diferentes clases de la sociedad francesa tenían necesariamente que contar sus etapas de desarrollo por semanas, como antes las habían contado por medios siglos. Una parte considerable de los campesinos y de las provincias estaba ya imbuida del espíritu revolucionario. No era solo que estuvieran desengañados acerca de Napoleón; era que el partido rojo les brindaba en vez del nombre el contenido: en vez de la ilusoria libertad de impuestos la devolución de los mil mi llones abonados a los legitimistas, la reglamentación de las hipo tecas y la supresión de la usura.

Hasta el mismo ejército estaba contagiado de la fiebre revo lucion aria. El ejército, al votar por Bonaparte, había votado por la victoria y Bonaparte le daba la derrota. Había votado por el pequeño cabo detrás del cual se ocultaba el gran capitán revoluc ionario, y Bonaparte le daba los grandes generales tras cuya fachada se ocultaba un cabo mediocre. No cabía duda de que el partido rojo, es decir, el partido demócrata unificado, si no la victoria, tenía que conseguir por lo menos grandes triunfos; de que París, el ejército y gran parte de las provincias votarían por él. Ledru­Rollin, el dirigente de la Montaña, salió elegido en cinco de partamentos; ningún dirigente del Partido del Orden consiguió seme jante victoria, tampoco lo consiguió ningún nombre del partido propiamente proletario. Esta elección nos revela el misterio del partido demócrata­socialista. De una parte, la Montaña, cam peón parlamentario de la pequeña burguesía demócrata, se veía obligada a coligarse con los doctrinarios socialistas del proleta riado, y el proletariado, obligado por la espantosa derrota mate rial de Junio a levantar cabeza de nuevo mediante victorias intelectuales y no capacitado todavía por el desarrollo de las demás clases para empuñar la dictadura revolucionaria, tenía que echarse en brazos de los doctrinarios de su emancipación, de los fundadores de sectas socialistas. De otra parte, los campe sinos revolucionarios, el ejército, las provincias, se colocaban detrás de la Montaña. Y así, esta se convertía en señora del campo de la revolución. Mediante su entendimiento con los socialistas había alejado todo antagonismo dentro del campo revoluciona rio.

En la segunda mitad de la vida de la Constituyente, la Montaña representó el patetismo republicano, haciendo olvidar los pecados cometidos por ella durante el gobierno pro visional, durante la comisión ejecutiva y durante las jornadas de Junio. A medida que el partido de Le National, conforme a su carácter de partido a medias, se dejaba hundir por el gobierno monárquico, subía el partido de la Montaña, eliminado durante la época de omnipotencia de Le National, y se imponía como el re presentante parlamentario de la revolución. En realidad, el par tido de Le National no tenía nada que oponer a las otras fracciones, las monárquicas, más que personalidades ambiciosas y habla durías idealistas. En cambio, el partido de la Montaña represen taba a una masa fluctuante entre la burguesía y el proletariado y cuyos intereses materiales reclamaban instituciones democráti cas. Frente a los Cavaignac y los Marrast, Ledru­Rollin y la Mon taña representaban, por tanto, la verdad de la revolución, y la conciencia de esta importante situación les infundía tanta más valentía cuanto más se limitaban las manifestaciones de la ener gía revolucionaria a ataques parlamentarios, a formulación de actas de acusación, a amenazas, grandes voces, sonoros discurs os y extremos que no pasaban nunca de frases. Los campesinos se encontraban en situación muy similar a la de los pequeñoburgueses y tenían casi las mismas reivindicaciones sociales que formular. Por eso, todas las capas intermedias de la sociedad, en la medida en que se veían arrastradas al movimiento revolucio nario, tenían que ver necesariamente en Ledru­Rollin a su héroe. Ledru­Rollin era el personaje de la pequeña burguesía democrá tica. Frente al Partido del Orden, tenían que pasar a primer plano, ante todo, los reformadores de ese orden, medio conservadores, medio revolucionarios y utopistas por entero.

El partido de Le National, los Amigos de la Constitución quand même [103] , los républicains purs et simples [104] , salieron completamente derro tados de las elecciones. Solo una minoría ínfima de este partido fue enviada a la cámara legislativa; sus dirigentes más notorios desaparecieron de la escena, incluso Marrast, el redactor jefe y Orfeo [105] de la república honesta.

El 28 de mayo se reunió la Asamblea Legislativa, y el 11 de junio volvió a reanudarse la colisión del 8 de mayo. Ledru­Rol lin, en nombre de la Montaña, presentó, a propósito del bom bardeo de Roma, un acta de acusación contra el presidente y el Gobierno incriminándoles la violación de la Constitución. El 12 de junio, rechazó la Asamblea Legislativa el acta de acu sación, como la había rechazado la Asamblea Constituyente el 11 de mayo, pero esta vez el proletariado arrastró a la Mont aña a la calle, aunque no a la lucha, sino a una procesión cal lejera simplemente. Basta decir que la Montaña iba a la cabeza de este movimiento para comprender que el movimiento fue vencido y que el Junio de 1849 resultó una carica tura tan ridícula como indigna del Junio de 1848. La gran retirada del 13 de junio solo resultó eclipsada por el parte de guerra, todavía más grande, de Changarnier, el gran hombre improvisado por el Partido del Orden. Toda época histórica necesita sus grandes hombres y, si no los encuentra, los inventa, como dice Helvétius [106] .

El 20 de diciembre solo existía la mitad de la república burguesa constituida: el presidente. El 28 de mayo fue completada con la otra mitad: la Asamblea Legislativa. En junio de 1848, la república burguesa en formación había grabado su partida de nacimiento en el libro de la historia con una batalla in enarrable contra el proletariado; en junio de 1849, la república burguesa constituida lo hizo mediante una comedia incalificable representada con la pequeña burguesía. Junio de 1849 fue la Némesis [107] que se vengaba del Junio de 1848.En junio de 1849 no fueron vencidos los obreros, sino abatidos los pequeñobur gueses que se interponían entre ellos y la revolución. Junio de 1849 no fue la tragedia sangrienta entre el trabajo asalariado y el capital, sino la comedia entre el deudor y el acreedor: comed ia lamentable y llena de escenas de encarcelamientos. El Partido del Orden había vencido; era todopoderoso. Ahora tenía que poner de manifiesto lo que era.



[74] La Réforme (La Reforma): Diario republicano de París fundado por Ledru-Rollin en julio de 1843 y prohibido tras el golpe de Estado de 1851. Propugnaba la república y las reformas democráticas y sociales.
[75] El 16 de abril de 1848 la Guardia Nacional impidió en París una manifestación pacífica de obreros que iban a presentar al gobierno provisional una petición sobre la “organización del trabajo” y la “abolición de la explotación del hombre por el hombre”.
[76] Le Journal des Débats politiques et littéraires (El Diario de los Debates políticos y literarios): Diario burgués fundado en París en 1789. Durante la monarquía de Julio fue el periódico gubernamental y el órgano de la burguesía orleanista. Durante la revolución de 1848 expresó las opiniones de la burguesía contrarrevolucionaria agrupada en el Partido del Orden.
[77] Michel Goudchaux (1797-1862): Banquero y político francés. Durante la monarquía de Julio escribió como experto financiero en el diario opositor Le National. Tras la revolución de febrero de 1848 fue ministro de Hacienda del gobierno provisional, con el fin de inspirar confianza en los sectores financieros. En junio se convirtió en ministro de Finanzas del gobierno del general Cavaignac.
[78] Convenios amistosos.
[79] Soldados de infantería de la Guardia Imperial otomana, conocidos por su crueldad.
[80] “Por lo demás, opino que Cartago debe ser destruida”. Catón el Viejo fue un senador romano que, obsesionado con Cartago tras comprobar su esplendor durante un viaje a África en el año 157 a.e.c., acababa todos sus discursos en el Senado con esas palabras. Fue el principal impulsor de la Tercera Guerra Púnica, que empezaría poco después de su muerte y que condujo a la destrucción total de Cartago.
[81] La matanza de San Bartolomé fue el asesinato de decenas de miles de hugonotes (franceses protestantes) durante las guerras de religión del siglo XVI en Europa.
[82] Se presentó a la Asamblea Nacional el 19 de junio de 1848.
[83] Ser semejante al hombre que podía ser creado artificialmente, según los alquimistas medievales.
[84] Según la leyenda bíblica, Saúl, primer rey hebreo, abatió a miles de filisteos, y David, su fiel escudero, a decenas de miles. Muerto Saúl, David ocupó el trono.
[85] La flor de lis era el emblema heráldico de los Borbones. El de los bonapartistas era la violeta.
[86] Marx se remite a la información de su camarada Wolf, fechada el 18 de dic iem bre y publicada en la Nueva Gaceta Renana tres días más tarde. Es posible que las palabras citadas pertenezcan al propio Marx, quien revisaba detalladamente todos los artículos del periódico.
[87] Un senadoconsulto era la opinión dada por el Senado de Roma a un magistrado; en la época imperial adquirió rango de ley. Napoleón Bonaparte fue nombrado emperador hereditario por una disposición aprobada por el Senado el 18 de mayo de 1804.
[88] Prominencia exagerada del hueso frontal en los afectados de sífilis congénita y de raquitismo.
[89] Rey que, según el mito, convertía en oro todo lo que tocaba
[90] Soulouque: Casa imperial que rigió Haití durante el Segundo Imperio; su primer y último emperador fue Faustino I, quien gobernó de 849 a 1859. François D. Toussaint L ouverture (1743-1803): Líder del movimiento revolucionario negro en Haití. En 1803 derrotó al ejército enviado por Napoleón para restaurar la esclavitud. Capturado mediante un ardid, fue encarcelado en Francia, donde murió ese año por falta de asistencia médica. Al embarcar camino de Europa, dijo: “Solo se ha abatido el tronco del árbol de la libertad de los negros. Pero volverá a brotar de sus raíces, porque son muchas y muy profundas”
[91] Nicolas Anne Théodule Changarnier (1793-1877): Mariscal de campo y político monárquico-legitimista francés. Marx habla de sus andanzas políticas en El 18 Brumario de Luis Bonaparte
[92] El Orlando furioso es un poema épico del siglo XVI.
[93] Cartas amorosas.
[94] Pierre-Agustin de Beaumarchais (1732-1799): Dramaturgo francés conocido, entre otras cosas, por su estilo satírico.
[95] Georges Monck (1608-1670): General inglés. Tuvo un papel decisivo en la restauración de la monarquía tras la muerte de Oliver Cromwell
[96] Puerto italiano a 80 kilómetros de Roma.
[97] Órgano central del gobierno revolucionario de la Primera República Francesa, fundado en abril de 1793. Desempeñó un papel de excepcional importancia en la lucha contra la contrarrevolución interior y exterior. Robespierre fue su principal dirigente.
[98] La Convención Nacional fue la principal institución de la Primera República Francesa. Aunó el poder legislativo y ejecutivo, hasta que delegó el segundo en el Comité de Salvación Pública. Da su nombre a un período de la historia francesa (1792-1795).
[99] Antoine QuentinиFouquier-Tinville(1746-1795): Destacada personalidad de la Revolución Francesa. En 1793 fue nombrad fiscal del Tribunal revolucionario.
[100] Se trata del período de la Restauración (1814-1830), el segundo reinado de los Borbones en Francia, que recuperaron el trono tras la caída de Napoleón Bonaparte. Este régimen reaccionario representaba los intereses de la corte y de la Iglesia; fue derrocado por la revolución de Julio.
[101] Entre marzo y abril de 1849 tuvo lugar en Bourges el juicio contra los participantes en los acontecimientos del 15 de mayo de 1848. Barbès fue condenado a cadena perpetua y Blanqui, a diez años de cárcel. Albert, De Flotte, Sobrier, Raspail y los demás, a distintas penas de prisión y deportación a las colonias.
[102] El general Jean Baptiste Bréa (1790-1848), que mandaba parte de las tropas durante el aplastamiento de la revolución de Junio, fue muerto por los insurrectos. Dos participantes en la sublevación fueron ejecutados por ello.
[103] A pesar de todo.
[104] Republicanos puros y simples.
[105] Personaje de la mitología griega a cuyo alrededor se agrupaban los hombres cuando tocaba su lira
[106] Claude-Adrien Helvétius (1715-1771) fue un filósofo francés.
[107] Némesis era la diosa griega de la venganza.

Il 25 febbraio 1848 aveva regalato alla Francia la repubblica; il 25 giugno le impose la rivoluzione. E rivoluzione significava dopo il giugno: rovesciamento della società borghese, laddove prima del febbraio aveva significato: rovesciamento della forma dello Stato.

La lotta di giugno era stata diretta dalla frazione repubblicana della borghesia; a questa toccò necessariamente, colla vittoria, il potere. Lo stato d’assedio aveva messo ai suoi piedi, senz’opposizione, Parigi imbavagliata; nelle provincie poi regnava moralmente lo stato» d’assedio e la minacciosa e la brutale arroganza dei borghesi e lo sfrenato fanatismo dei contadini per la proprietà. Dal basso, adunque, nessun pericolo!

Insieme alla forza rivoluzionaria degli operai era infranta, nello stesso tempo, l’influenza politica dei repubblicani democratici, ossia dei repubblicani nel significato della piccola borghesia, rappresentati nella Commissione esecutiva da Ledru-Rollin, nell’Assemblea nazionale costituente dal partito della Montagna, nella stampa dalla Réforme. Accanto ai repubblicani borghesi, essi avevano cospirato il 16 aprile contro il proletariato; nelle giornate di giugno accanto a loro avevano combattuto. Per tal modo si erano scavata essi stessi la fossa, entro cui sprofondò la potenza del loro partito, imperocchè la piccola borghesia non possa sostenere una posizione rivoluzionaria contro la borghesia, se non in quanto abbia dietro sè il proletariato. Fu dato loro il congedo. L’alleanza speciosa con essi, stretta con riluttanza e ripugnanza durante l’epoca del governo provvisorio e della Commissione esecutiva, venne apertamente rotta dai repubblicani borghesi. Dispregiati e reietti come confederati, essi decaddero a satelliti subordinati dei tricolori, ai quali non potevano strappare alcuna concessione, ma il cui dominio furono costretti a difendere, quante volte questo, e con esso la repubblica, sembrava posto in questione dalle frazioni borghesi antirepubblicane. Tali frazioni infine, orleanisti e legittimisti, si trovavano sin dall’origine in minoranza nell’Assemblea nazionale costituente. Prima anzi delle giornate di giugno non s’avventuravano a reagire se non sotto la maschera del repubblicanismo borghese; la vittoria di giugno fe’ sì che per un momento la Francia borghese tutta quanta salutasse in Cavaignac il suo salvatore, ed allorquando, poco dopo le giornate di giugno, il partito antirepubblicano riacquistava la propria indipendenza, la dittatura militare e lo stato d’assedio di Parigi non gli permisero di spiegare le antenne se non molto timidamente e con precauzione.

Dal 1830 la frazione repubblicana borghese, coi suoi scrittori, coi suoi oratori, colle sue capacità, colle sue ambizioni, coi suoi deputati, generali, banchieri ed avvocati, erasi raggruppata intorno ad un giornale, il National. Nelle provincie possedeva proprie gazzette filiali. La consorteria del National non era che la dinastia della repubblica tricolore. Bentosto essa s’impadronì di tutte le cariche dello Stato, dei ministeri, della prefettura di polizia, della direzione delle poste, dei posti di prefetto, dei più alti posti, divenuti liberi, d’ufficiale nell’esercito. Alla testa del potere esecutivo stava il suo generale, Cavaignac; il suo redattore capo, Marrast, divenne il presidente in permanenza dell’Assemblea nazionale costituente. Egli faceva, in pari tempo, nei suoi saloni, come maestro delle cerimonie, gli onori della repubblica honnête.

Per una specie di timidità di fronte alla tradizione repubblicana, anche scrittori rivoluzionarî francesi rafforzarono l’erroneo concetto che i realisti abbiano dominato nell’Assemblea nazionale costituente. Ben piuttosto l’Assemblea costituente rimase, fino dalle giornate di giugno, l’esclusiva rappresentante del repubblicanismo borghese, e con tanta maggior risolutezza proseguiva essa a battere questa via, quanto più l’influenza dei repubblicani tricolori andava sgretolandosi fuori dell’Assemblea. Trattandosi di difendere la forma della repubblica borghese, essa disponeva dei voti dei repubblicani democratici; trattandosi di difenderne il contenuto, neppure la foggia d’esprimersi la separava ormai dalle frazioni borghesi realiste, imperocchè gli interessi della borghesia e le condizioni materiali del suo dominio di classe e del suo sfruttamento di classe costituiscano appunto il contenuto della repubblica borghese.

Non il realismo adunque, ma il repubblicanismo borghese s’avverava nella vita e nelle azioni di questa Assemblea costituente, che, in definitiva, non morì, nè manco fu uccisa, ma si putrefece.

Per l’intera durata del suo dominio, insino a che ella rappresentò sul proscenio la parte principale e di Stato, nel sottoscena si pronunciavano, olocausto solenne, le incessanti condanne statarie degli insorti di giugno prigionieri, oppure la loro deportazione senza sentenza. L’Assemblea costituente ebbe il tatto di confessare che negli insorti di giugno essa non giudicava dei delinquenti, ma schiacciava dei nemici.

Primo atto dell’Assemblea nazionale costituente fu la creazione d’una Commissione d’inchiesta sugli avvenimenti del giugno e del 15 maggio e sulla partecipazione dei capi dei partiti socialista e democratico a quelle giornate. L’inchiesta mirava direttamente a Luigi Blanc, Ledru-Rollin e Caussidière. I repubblicani borghesi bruciavano d’impazienza di sbarazzarsi di questi rivali. Lo sfogo dei loro rancori non poteva da essi affidarsi ad un soggetto meglio adatto del signor Odilon Barrot, già capo dell’opposizione dinastica, a questo liberalismo fatto carne, a questa nullité grave, a questa profonda fatuità, che non aveva solo una dinastia da vendicare, ma altresì una presidenza di ministero mancata, di cui chiedere conto ai rivoluzionari: sicura guarentigia della sua inflessibilità. Questo Barrot, adunque, venne nominato presidente della Commissione d’inchiesta, e da lui fu costruito un processo completo contro la rivoluzione di febbraio, che può riassumersi così: 17 marzo, manifestazione; 16 aprile, complotto; 15 maggio, attentato; 23 giugno, guerra civile! Per qual motivo non estese egli le sue dotte ricerche criminaliste fino al 24 febbraio? Rispose il Journal des Débats: Il 24 febbraio, questo è la fondazione di Roma. L’origine degli Stati si perde in un mito, a cui si deve credere e che non si deve discutere. Luigi Blanc e Caussidière vennero abbandonati ai tribunali. L’Assemblea nazionale aveva compiuto l’opera della propria epurazione, incominciata il 15 maggio.

Il piano, creato dal governo provvisorio, ripreso da Goudchaux, d’un’imposta sul capitale — sotto forma d’imposta ipotecaria — fu rigettato dall’Assemblea costituente, la legge che limitava il tempo del lavoro a 10 ore abrogata, l’arresto per debiti ristabilito, dalla rimessione al giurì esclusa quella gran parte della popolazione francese, che non sa nè leggere, nè scrivere. Perchè non escluderla anche dal diritto di voto? La cauzione pei giornali fu rimessa in vigore. Il diritto d’associazione limitato.

Senonchè, nella precipitazione di restituire agli antichi rapporti borghesi le loro antiche guarentigie e di cancellare ogni traccia lasciata indietro dall’ondata rivoluzionaria, i borghesi repubblicani incapparono nella minacciosa resistenza d’un pericolo inatteso.

Niuno aveva combattuto nelle giornate di giugno pel salvataggio della proprietà ed il ristabilimento del credito con maggior fanatismo dei piccoli borghesi — caffettieri, trattori, mercanti di vino, piccoli negozianti, merciaioli, artigiani, ecc. La bottega aveva ripreso fiato ed era marciata contro la barricata, a fine di ristabilire la circolazione, che mena dalla strada nella bottega. Ma dietro la barricata stavano i clienti ed i debitori, dinanzi ad essa i creditori della bottega. Ed allorquando, atterrata la barricata, schiacciati gli operai, i guardabotteghe, briachi di vittoria, si rovesciarono indietro nelle loro botteghe, ne trovarono barricato l’ingresso da un salvatore della proprietà, da un agente ufficiale del credito, che agitava loro in faccia i precetti esecutivi: Cambiale scaduta! fitto scaduto! obbligazione scaduta! bottega fallita! bottegaio fallito!

Salvataggio della proprietà! Ma la casa in cui abitavano non era loro proprietà, la bottega che custodivano non era loro proprietà, le merci che vendevano non erano loro proprietà. Non la loro azienda, non il piatto su cui mangiavano, non il letto in cui dormivano apparteneva oramai ad essi. Era contro essi appunto che si trattava di salvare questa proprietà pel padrone di casa che l’aveva data in affitto, pel banchiere che aveva scontato la cambiale, pel capitalista che aveva fatto anticipazioni a denaro sonante, pel fabbricante che aveva affidato le merci per la vendita a questi bottegai, pel grosso negoziante che aveva dato a credito la materia greggia a quegli artigiani. Ristabilimento del credito! Ma il credito nuovamente rafforzato si manifestava appunto quale un dio vivo e zelante, mentre cacciava fuori dalle sue quattro mura il debitore insolvente colla donna e coi figliuoli, e dava in preda al capitale i suoi averi illusorii e gettava lui medesimo nella prigione dei debitori, che nuovamente si estolleva minacciosa sui cadaveri degli insorti di giugno.

I piccoli borghesi constatarono con terrore ch’essi, vincendo i proletarî, eransi consegnati senza resistenza nelle mani dei loro creditori. La loro bancarotta, trascinantesi cronica sin dal febbraio ed ignorata in apparenza, fu pubblicamente dichiarata dopo il giugno.

Erasi lasciata incolume la loro proprietà nominale fino a che trattavasi di spingerli sul campo di battaglia in nome della proprietà. Ora, poich’era regolato il grand’affare col proletariato, si poteva regolare anche il piccolo affare col droghiere. In Parigi la massa delle sofferenze ammontò ad oltre 21 milioni di franchi, nelle provincie ad oltre 11 milioni. Da esercenti di più di 7000 ditte parigine non era stata pagata la pigione dal febbraio.

Dacchè l’Assemblea nazionale aveva stabilito un’inchiesta sul debito politico fino al limite del febbraio, così, dal canto loro, i piccoli borghesi esigevano ora un’inchiesta sui debiti borghesi fino al 24 febbraio. Si radunarono in massa nell’atrio della Borsa, chiedendo minacciosamente una proroga del termine di pagamento mediante sentenza del Tribunale di commercio e la costrizione del creditore alla liquidazione del proprio credito verso esborso d’una moderata percentuale, a favore d’ogni negoziante, che fosse in caso di dimostrare che il suo fallimento era derivato solo dalla stagnazione prodotta dalla rivoluzione mentre il suo commercio era andato bene fino al 24 febbraio. Questa domanda venne trattata come progetto di legge nell’Assemblea nazionale, sotto la forma dei concordats à l’amiable. L’Assemblea pencolava; quand’ecco giungerle la notizia che, in quel momento stesso, alla porta St. Denis, migliaia di donne e di fanciulli degli insorti stavano preparando una petizione a favore dell’amnistia.

Vedendo risorgere lo spettro di giugno, i piccoli borghesi allibirono e l’Assemblea riacquistò la sua inesorabilità. I concordats à l’amiable, l’accordo amichevole fra creditore e debitore, venne rigettato nei suoi punti sostanziali.

Dopochè, adunque, entro l’Assemblea nazionale già da lunga pezza i rappresentanti democratici dei piccoli borghesi erano stati ributtati indietro dai rappresentanti repubblicani della borghesia, tale rottura parlamentare rivestì il suo significato borghese effettivamente economico, allorquando i piccoli borghesi, debitori, vennero abbandonati alla mercè dei borghesi, creditori. Molta parte dei primi andò in completa rovina; ai rimanenti fu concesso di continuare i loro affari, ma sotto condizioni tali, che ne facevano altrettanti servi incondizionati del capitale. Il 22 agosto 1848 l’Assemblea nazionale respingeva i concordats à l’amiable; il 19 settembre 1848, in pieno stato d’assedio, venivano eletti il principe Luigi Bonaparte ed il prigioniero di Vincennes, il comunista Raspail, a rappresentanti di Parigi. La borghesia però elesse il banchiere ebreo ed orleanista Fould. Da ogni parte, in un tempo solo, adunque, aperta dichiarazione di guerra contro l’Assemblea nazionale costituente, contro il repubblicanismo borghese, contro Cavaignac.

Non è mestieri esporre come la bancarotta in massa dei piccoli borghesi parigini doveva spingere innanzi i suoi effetti ulteriori molto al di là dei direttamente colpiti e dare una nuova scossa al traffico borghese, mentre il deficit dello Stato ritornò ad ingrossare per le spese dell’insurrezione di giugno e l’entrata dello Stato si mantenne in costante oscillazione, causa l’arresto della produzione, la limitazione del consumo e l’importazione diminuita. Non v’era altro mezzo, a cui Cavaignac e l’Assemblea nazionale potessero far ricorso, che un nuovo prestito, che li cacciasse ancor più sotto al giogo dell’aristocrazia finanziaria.

Mentre i piccoli borghesi avevano raccolto, come frutto della vittoria di giugno, la bancarotta e la liquidazione giudiziale, i giannizzeri di Cavaignac, le guardie mobili, trovarono, all’incontro, il loro premio fra le molli braccia delle lorettes e ricevettero, essi, «i giovani salvatori della società», omaggi d’ogni sorta nei saloni di Marrast, di questo gentilhomme della tricolore, che faceva la parte d’Anfitrione ed insieme di trovatore della repubblica honnête. Frattanto una siffatta preminenza sociale ed il soldo sproporzionatamente più elevato delle guardie mobili irritavano l’esercito, mentre svanivano nel tempo stesso tutte le illusioni nazionali, con cui, sotto Luigi Filippo, il repubblicanismo borghese aveva saputo avvincere a sè una parte dell’esercito e della classe dei contadini, mediante il suo giornale, il National. Bastò l’opera di mediazione, che Cavaignac e l’Assemblea nazionale fecero nell’Italia settentrionale, per tradirla uniti coll’Inghilterra e consegnarla all’Austria —, bastò questo unico giorno di dominio per annientare diciott’anni d’opposizione del National. Niun governo meno nazionale di quello del National, niuno più dipendente dall’Inghilterra, — e sotto Luigi Filippo il giornale viveva quotidianamente ricantucciando il catoniano: Carthaginem esse delendam; — niuno più servile verso la Santa Alleanza, — e da un Guizot il giornale aveva reclamato si lacerassero i trattati di Vienna. L’ironia della storia aveva fatto di Bastide, ex-redattore dei fatti esteri nel National, un ministro degli affari esteri di Francia, affinch’egli confutasse ciascuno dei suoi articoli con ciascuno dei suoi dispacci.

Per un istante l’esercito e la classe dei contadini avevano creduto che, contemporaneamente alla dittatura militare, sarebbero state poste all’ordine del giorno della Francia la guerra all’estero e la gloire. Ma Cavaignac non era affatto la dittatura della spada sulla società borghese: era la dittatura della borghesia mediante la spada. E del soldato essa aveva bisogno ancora, ma solo come gendarme. Sotto i rigidi tratti di una rassegnazione da repubblicano antico, Cavaignac nascondeva un’insipida sommissione alle più umili condizioni del suo ufficio borghese. L’argent n’a pas de maître! Il danaro non ha padrone! Questa vecchia divisa del tiers-ètat era da lui idealizzata, come lo era dall’Assemblea costituente, mentre ambidue la traducevano in linguaggio politico: la borghesia non ha re; la vera forma del suo dominio è la repubblica.

E perfezionare tal forma, portare a compimento una Costituzione repubblicana, ecco in che consisteva la «grande opera organica» dell’Assemblea nazionale costituente. Lo sbattezzamento del calendario cristiano in uno repubblicano, di san Bartolomeo in san Robespierre, non cangia la pioggia nè il bel tempo più che non cangiasse o dovesse cangiare la società borghese per questa Costituzione. Dov’essa faceva qualche cosa più che mutar vestito, erano fatti compiuti che metteva a protocollo. Così registrò solennemente il fatto della repubblica, il fatto del suffragio universale, il fatto d’un’unica Assemblea nazionale sovrana in luogo delle due Camere costituzionali limitate. Così registrò e regolò il fatto della dittatura di Cavaignac, sostituendo la monarchia ereditaria stazionaria ed irresponsabile con una monarchia elettiva, ambulante e responsabile, con una presidenza quadriennale. Così elevò a legge costituente il fatto dei poteri staordinarii, di cui l’Assemblea nazionale, dopo i terrori del 15 maggio e del 25 giugno, aveva, nell’interesse della propria sicurezza, cautamente investito il suo presidente. Il resto della Costituzione era questione di terminologia. Dal macchinismo dell’antica monarchia si strapparono le etichette realiste, incollandovene sopra delle repubblicane. Marrast, già redattore capo del National, ora redattore-capo della Costituzione, se la cavò da questo compito accademico non senza talento.

L’Assemblea costituente rassomigliava a quell’impiegato chileno, che voleva dare assetto più stabile ai rapporti della proprietà fondiaria mediante una misurazione catastale, proprio nel momento in cui il rombo sotterraneo aveva già preannunciato l’eruzione vulcanica, che doveva togliergli la terra sotto ai piedi. Mentr’essa in teoria tracciava la linea delle forme, che al dominio della borghesia avevano dato la sua espressione repubblicana, in realtà si affermava unicamente colla soppressione di tutte le formole, colla violenza sans phrase, collo stato d’assedio. Due giorni avanti di mettersi all’opera colla Costituzione, essa proclamò la propria continuazione. Prima d’allora si facevano e si approvavano le Costituzioni non appena il processo dell’evoluzione sociale aveva raggiunto uno stadio di quiete, e i nuovi rapporti di classe si erano consolidati, e le frazioni cozzanti della classe dominante si erano rifugiate in un compromesso, che loro permetteva di proseguire la lotta interna, da cui era esclusa in pari tempo la massa del popolo. Questa Costituzione, all’opposto, non sanzionò alcuna rivoluzione sociale; sanzionò la momentanea vittoria della vecchia società sulla rivoluzione.

Nel primo progetto di Costituzione, elaborato avanti le giornate di giugno, si trovava tuttora il droit au travail, il diritto al lavoro, questa goffa formula, in cui primitivamente si riassumono i reclami rivoluzionarî del proletariato. Lo si trasformò nel droit à l’assistance, nel diritto alla pubblica assistenza; e quale Stato moderno non sostenta in una od altra forma i suoi poveri? Il diritto al lavoro è nel senso borghese un controsenso, un meschino, un pio desiderio; ma dietro al diritto al lavoro sta la presa di possesso del capitale, dietro alla presa di possesso del capitale l’appropriazione dei mezzi di produzione, il loro assoggettamento alla classe lavoratrice associata e conseguentemente l’abolizione del lavoro salariato, del capitale e del loro rapporto di scambio. Dietro al «diritto al lavoro» stava l’insurrezione di giugno. L’Assemblea costituente, che aveva posto di fatto il proletariato rivoluzionario fuor dalla legge, doveva per ragion di principio espellerne la formula dalla Costituzione, dalla legge delle leggi; doveva lanciare il suo anatema sul «diritto al lavoro». Ma qui non si fermò essa. Come Platone aveva bandito dalla sua repubblica i poeti, essa bandì dalla sua, in perpetuo, l’imposta progressiva. E l’imposta progressiva non è solamente una misura borghese, attuabile, su maggiore o minor scala graduatoria, entro i rapporti esistenti di produzione; essa era l’unico mezzo per legare i medi ceti della società borghese alla repubblica honnête, per ridurre il debito dello Stato, per dar scacco alla maggioranza antirepubblicana della borghesia.

Nell’occasione dei concordats à l’amiable, i repubblicani tricolori avevano di fatto sacrificato la piccola borghesia. Questo fatto isolato venne da essi elevato a principio, mediante l’interdizione legale dell’imposta progressiva. Essi posero la riforma borghese allo stesso livello della rivoluzione proletaria. Ma quale fu la classe, che poi rimase a sostenere la loro repubblica? La grande borghesia. E la massa di questa era antirepubblicana. Se essa sfruttava i repubblicani del National per dar nuova solidità ai vecchi rapporti della vita economica, non dimenticava però di sfruttare per altra via i rapporti sociali nuovamente consolidati, a fine di ristabilire le forme politiche corrispondenti ad essi. Già sul principio d’ottobre, Cavaignac si vede costretto a far ministri della repubblica Dufaure e Vivien, già ministri di Luigi Filippo, per quanto i puritani acefali del suo stesso partito fremessero e strepitassero.

Nel mentre rigettava qualsiasi compromesso colla piccola borghesia, nè riesciva ad incatenare alla nuova forma dello Stato alcun nuovo elemento della società, la Costituzione tricolore s’affrettò, all’incontro, a restituire l’intangibilità tradizionale ad un corpo, in cui l’antico Stato trovava i suoi difensori più accaniti e fanatici. Elevò, cioè, l’inamovibilità dei giudici, che il governo provvisorio aveva posto in forse, a legge costituente. Il re unico, ch’essa aveva rimosso, risuscitava in questi inamovibili inquisitori della legalità.

La stampa francese analizzò da molti lati le contraddizioni della Costituzione del signor Marrast; ad esempio la coesistenza di due sovrani, l’Assemblea nazionale ed il presidente, ecc., ecc.

La contraddizione, che involge tutta quanta questa Costituzione, sta però in ciò, che le classi, la cui schiavitù sociale essa deve eternare, proletariato, contadini, piccoli borghesi, sono messe da lei, mediante il suffragio universale, nel possesso del potere politico, mentre alla classe, il cui antico potere essa sanziona, alla borghesia, esso sottrae le guarentigie politiche di questo potere. Essa ne costringe il dominio politico entro condizioni democratiche, le quali facilitano, ad ogni momento, la vittoria alle classi ostili e pongono in questione le basi stesse della società borghese. Dalle une essa esige che non avanzino dall’emancipazione politica alla sociale, dalle altre che non retrocedano dalla ristorazione sociale alla politica.

Poca pena si davano di tali contraddizioni i repubblicani borghesi. A misura che avevano cessato d’essere indispensabili — ed indispensabili erano stati solamente quali paladini della vecchia società contro il proletariato rivoluzionario — poche settimane dopo la loro vittoria, essi erano precipitati dalla posizione di partito a quella di consorteria. E la Costituzione veniva da essi trattata come un grande intrigo. Ciò che doveva costituirsi con essa era, avanti ogni cosa, il dominio della consorteria. Il presidente doveva essere un Cavaignac prolungato, l’Assemblea legislativa una Costituente prolungata. Il potere politico delle masse popolari essi speravano di degradarlo a un potere d’apparenza, facendolo però giocare in modo da riescire a tenere in permanenza sospeso sulla maggioranza della borghesia il dilemma delle giornate di giugno: Regno del National, oppure regno dell’anarchia.

L’edificio della Costituzione, inaugurato il 4 settembre, fu terminato il 23 ottobre. Il 2 settembre la Costituente aveva deliberato di non sciogliersi, insino a che non venissero emanate le leggi organiche a complemento della Costituzione. Cionullameno essa si decise ora a chiamare in vita la sua creatura più legittima, il presidente, e questo il 10 dicembre, molto prima cioè che il ciclo della propria azione fosse chiuso. Tanto essa era certa di salutare nel bamboccio della Costituzione il figlio di sua madre! Per precauzione, si era trovato l’espediente che, ove nessuno dei candidati raggiungesse due milioni di voti, l’elezione avesse a passare dalla nazione alla Costituente.

Vane misure! Il primo giorno dell’avvenimento della Costituzione fu l’ultimo giorno del dominio della Costituente. Nel fondo dell’urna elettorale giaceva la sua sentenza di morte. Essa cercava il «figlio di sua madre»; fu il «nipote di suo zio» che trovò. Saulle Cavaignac battè un milione di voti, ma Davide Napoleone ne battè sei. Saulle Cavaignac era sei volte battuto.

Il 10 dicembre 1848 fu il giorno dell’insurrezione dei contadini. È solo da questo giorno, che datò il febbraio pei contadini francesi. Il simbolo, che esprimeva la loro entrata nel movimento rivoluzionario, goffamente astuto, furbescamente ingenuo, balordamente sublime, superstizione calcolata, farsa patetica, anacronismo genialmente sciocco, buffonata di storia mondiale, geroglifico inesplicabile per l’intelletto dei civilizzati, — questo simbolo portava incontestabilmente la fisionomia della classe, che entro la civiltà rappresenta la barbarie. La repubblica erasi annunciata ad essa coll’esattore delle imposte; essa si annunciò alla repubblica coll’imperatore. Napoleone era l’unico uomo, che avesse esaurientemente rappresentato gli interessi e la fantasia della classe dei contadini, sorta primivamente nel 1789. Mentre scriveva il nome di lui sul frontespizio della repubblica, essa dichiarava all’estero la guerra, all’interno la constatazione del proprio interesse di classe. Napoleone non era affatto, pei contadini, una persona, ma un programma. Colle bandiere, a suon di musica, essi eransi recati alle sezioni elettorali, al grido: plus d’impôts, à bas les riches, à bas la république, vive l’Empereur! Non più imposte, abbasso i ricchi, abbasso la repubblica, viva l’imperatore! Dietro l’imperatore nascondevasi la guerra dei contadini. La repubblica contro la quale avevano votato non era che la repubblica dei ricchi.

Il 10 dicembre fu il colpo di Stato dei contadini, che rovesciò il governo vigente. E da questo giorno, in cui essi avevano tolto e dato alla Francia un governo, i loro occhi stettero fissati su Parigi. Eroi attivi, per un momento, del dramma rivoluzionario, non si poteva più ridurli alla parte inattiva ed indifferente del coro.

Le restanti classi contribuirono a render compiuta la vittoria elettorale dei contadini. L’elezione di Napoleone era pel proletariato la destituzione di Cavaignac, la rovina della Costituente, l’abdicazione del repubblicanismo borghese, la cassazione della vittoria di giugno. Per la piccola borghesia, Napoleone era il dominio del debitore sul creditore. Per la maggioranza della grande borghesia, l’elezione di Napoleone era l’aperta rottura colla frazione, di cui essa aveva dovuto, per un istante, servirsi contro la rivoluzione, ma che le era divenuta intollerabile non appena ell’aveva cercato di dare alla situazione del momento la solidità d’una situazione costituzionale. Napoleone al posto di Cavaignac era, per essa, la monarchia al posto della repubblica, l’inizio della ristorazione realista, degli Orléans timidamente annunciati, il giglio nascosto fra le viole. L’esercito, infine, aveva votato per Napoleone contro la guardia mobile, contro l’idillio della pace, a favore della guerra.

Per tal modo, accadde, com’ebbe a dire la Neue Rheinische Zeitung, che l’uomo più limitato della Francia acquistasse il significato più complesso. Appunto non essendo nulla, egli poteva significar tutto, fuorchè sè medesimo. Per quanto vario, del resto, suonasse il significato del nome di Napoleone presso le varie classi, ciascuna, scrivendolo sulle proprie schede, scriveva: abbasso il partito del National, abbasso Cavaignac, abbasso la Costituente, abbasso la repubblica borghese. Lo dichiarò pubblicamente il ministro Dufaure nella Assemblea costituente: Il 10 dicembre è un secondo 24 febbraio.

Piccola borghesia e proletariato avevano votato in blocco per Napoleone allo scopo di votare contro Cavaignac e di sottrarre, mediante l’unione dei voti, alla Costituente la conclusione decisiva. Intanto la parte più progressiva d’ambedue le classi poneva i proprî candidati. Napoleone era il nome collettivo di tutti i partiti coalizzati contro la repubblica borghese. Ledru-Rollin e Raspail i nomi proprî, della piccola borghesia democratica il primo, del proletariato rivoluzionario l’altro. I voti per Raspail — lo avevano dichiarato altamente i proletarî ed i loro oratori socialisti — non dovevano essere più che una dimostrazione, che altrettante proteste contro qualsivoglia presidenza, ossia contro la Costituzione stessa, che altrettanti voti contro Ledru-Rollin, che il primo atto con cui il proletariato, quale partito politico autonomo, si emancipava dal partito democratico. Questo partito, all’incontro — la piccola borghesia democratica e la sua rappresentante parlamentare, la Montagna — aveva trattato la candidatura di Ledru-Rollin con tutta la serietà, con cui esso è solennemente abituato a mistificare sè stesso. Fu del resto l’ultimo suo tentativo d’esporsi quale partito autonomo contro il proletariato. Il 10 dicembre, non il solo partito borghese repubblicano, anche la piccola borghesia democratica e la sua Montagna erano state battute.

La Francia possedeva ora accanto ad una Montagna un Napoleone; prova questa che ambidue non erano se non le caricature inanimate delle grandi realtà, di cui portavano i nomi. Col cappello imperiale e l’aquila, Luigi Napoleone non parodiava meno miserabilmente l’antico Napoleone, di quello che la Montagna non parodiasse l’antica Montagna colle sue frasi tolte a prestito al 1793 e colle sue pose demagogiche. Il bigottismo tradizionale pel 1793 si sfatò così insieme al bigottismo tradizionale per Napoleone. L’opera della rivoluzione non poteva dirsi compiuta insino a che questa non avesse conquistato il suo nome proprio, il suo nome originale; il che non erale possibile prima che la moderna classe rivoluzionaria, il proletariato industriale, non si fosse avanzata, come dominatrice, al suo proscenio. È lecito dire che, anche per tale riguardo, il 10 dicembre abbindolò la Montagna, facendo sì che venisse fuorviata nella sua propria coscienza, giacchè esso, ridendo, spezzò la classica analogia coll’antica rivoluzione, mediante un impertinente frizzo contadinesco.

Il 20 dicembre Cavaignac depose il suo ufficio e l’Assemblea Costituente proclamò Luigi Napoleone presidente della repubblica. Il 19 dicembre, ultimo giorno del suo dominio assoluto, essa aveva rigettata la proposta d’amnistia degli insorti di giugno. Revocare il decreto del 27 giugno, con cui, passando oltre il giudizio dei tribunali, aveva condannato 15.000 insorti alla deportazione, non importava forse revocare la stessa battaglia di giugno?

Odilon Barrot, l’ultimo ministro di Luigi Filippo, fu il primo ministro di Luigi Napoleone. Luigi Napoleone, come non datò il giorno del suo regime dal 10 dicembre, ma da un Senatus-consulto del 1806, così trovò un presidente di ministri, che datò il suo ministero non dal 20 dicembre, ma da un regio decreto del 24 febbraio. In qualità di legittimo erede di Luigi Filippo, Luigi Napoleone rese più mite il cangiamento di regime, mantenendo l’antico ministero, che del resto non aveva avuto il tempo di sciuparsi, dacchè non aveva trovato il tempo per entrare in vita.

Quella scelta gli era stata consigliata dai capi delle frazioni borghesi realiste. Il condottiero dell’antica opposizione dinastica, il quale aveva inconsapevolmente procurato il passaggio ai repubblicani del National, era ancor più indicato a procurare, con piena consapevolezza, il passaggio dalla repubblica borghese alla monarchia.

Odilon Barrot era il capo dell’unico antico partito d’opposizione che, avendo lottato sempre inutilmente pel portafoglio ministeriale, non si fosse ancora logorato. Con rapida vicenda, la rivoluzione aveva lanciato tutti i vecchi partiti d’opposizione al culmine dello Stato, affinch’essi avessero, non solo nel fatto, ma nella stessa frase, a rinnegare e confutare le loro vecchie frasi, venendo alla fine, tutti insieme riuniti in uno schifoso ibrido corpo, lanciati dal popolo sullo scannatoio della storia. Ed a niuna apostasia venne risparmiato questo Barrot, quest’incarnazione del liberalismo borghese, che per diciott’anni aveva celato la meschina vacuità dello spirito sotto un corretto contegno del corpo. Se, in qualche momento, egli stesso era sgomentato dal contrasto troppo stridente fra le spine attuali e gli allori del passato, un semplice sguardo entro lo specchio gli rimandava l’effigie ministeriale e l’umana ammirazione di sè medesimo. Ciò che lo specchio gli riproduceva, era Guizot, da lui sempre invidiato e che gli aveva sempre fatto da maestro, era Guizot stesso, ma Guizot colla fronte olimpica di Odilon. Ciò ch’egli non vedeva, erano gli orecchi di Mida.

Il Barrot del 24 febbraio venne a manifestarsi solamente nel Barrot del 20 dicembre. Con lui, orleanista e volteriano, faceva il paio, quale ministro del culto, il legittimista e gesuita Falloux.

Pochi giorni più tardi, il ministero dell’interno venne affidato a Leone Faucher, il malthusiano. Il diritto, la religione, l’economia politica! Tutto questo capiva in sè il ministero Barrot e, per giunta, un accordo tra legittimisti ed orleanisti. Non mancava che il bonapartista. Bonaparte dissimulava tuttora la cupidigia di significare il Napoleone, poichè Soulouque non faceva ancora la parte del Toussaint l’Ouverture.

Il partito del National venne tosto sbalzato da tutti i più alti posti, in cui erasi nicchiato. Prefettura di polizia, direzione delle poste, procura generale, mairie di Parigi, tutto fu occupato da antiche creature della monarchia. Il legittimista Changarnier ottenne i supremi comandi riuniti della guardia nazionale del dipartimento della Senna, della guardia mobile e delle truppe di linea della prima divisione militare; l’orleanista Bugeaud venne nominato comandante in capo dell’esercito delle Alpi. Questo cangiamento di funzionarî continuò ininterrotto sotto il governo Barrot. Primo atto del suo ministero fu la ristorazione dell’antica amministrazione realista. In un attimo mutò la scena ufficiale, — quinte, costumi, linguaggio, attori, figuranti, comparse, suggeritori, posizione delle parti, motivi del dramma, contenuto dell’intreccio, situazione complessiva. Sola la preistorica Assemblea costituente trovavasi ancora al suo posto. Ma nell’ora in cui l’Assemblea nazionale aveva installato Bonaparte, e Bonaparte Barrot, e Barrot Changarnier, la Francia passava dal periodo della repubblica costituenda nel periodo della repubblica costituita. Ed in repubblica costituita che stava mai a fare un’Assemblea costituente? Creato il mondo, al creatore non era rimasto che rifugiarsi nel cielo. L’Assemblea costituente era risoluta a non seguirne l’esempio; l’Assemblea nazionale era l’ultimo asilo del partito dei repubblicani borghesi. Se le erano stati strappati tutti i congegni del potere esecutivo, non le restava forse la sua onnipotenza costituente? Far valere, in qualunque circostanza, la posizione sovrana ch’essa occupava, e giovarsene per riconquistare il perduto terreno, fu il suo primo pensiero. Sloggiato il ministero Barrot da un ministero del National, ed ecco il personale realista obbligato a sgomberare tosto dai palazzi dell’amministrazione ed il personale tricolore rientrarvi trionfante! L’Assemblea nazionale aveva deliberato la caduta del ministero ed il ministero stesso offerse l’occasione dell’attacco, quale la Costituente non avrebbe potuto trovare più adatta.

Si rammenterà che Luigi Napoleone significava pei contadini: non più tasse! Eran sei giorni dacchè sedeva sullo scanno presidenziale e nel settimo, nel 27 settembre, il suo ministero propose il mantenimento dell’imposta sul sale, di cui il governo provvisorio aveva decretato l’abolizione. L’imposta sul sale divide coll’imposta sul vino il privilegio di essere il capro espiatorio del vecchio sistema finanziario francese, particolarmente agli occhi della popolazione delle campagne. All’eletto dei contadini il ministero Barrot non poteva porre sulle labbra epigramma più mordace pei suoi elettori di queste parole: ristabilimento dell’imposta sul sale! Coll’imposta sul sale, Bonaparte perdette il proprio sale rivoluzionario; — il Napoleone dell’insurrezione dei contadini evaporò quale uno scenario di nebbia non lasciando dietro a sè altro che la grande incognita dell’intrigo realista. E non era stato senz’intenzione che il ministero Barrot di un atto di mistificazione così grossolano e così privo di tatto aveva fatto il primo atto di governo del presidente.

La Costituente, dal canto suo, afferrò avidamente la doppia occasione di abbattere il ministero e di mettersi innanzi, contro l’eletto dei contadini, quale tutrice degli interessi dei contadini. Respinse la proposta del ministro delle finanze, ridusse l’imposta sul sale ad un terzo del suo primitivo ammontare, aumentando così di circa 60 milioni un deficit dello Stato di 560 milioni, ed attese tranquillamente che il ministero, dopo questo voto di sfiducia, si ritirasse. Così poca era la sua intuizione del nuovo mondo, che la circondava, e del mutamento della propria posizione. Dietro al ministero stava il presidente e dietro al presidente stavano sei milioni, che avevano deposto nell’urna elettorale altrettanti voti di sfiducia contro la Costituente. La Costituente rimandò indietro alla nazione il suo voto di sfiducia. Ridicolo baratto! Essa dimenticava che i suoi voti avevano perduto il corso forzoso. Il rigetto dell’imposta sul sale non ebbe altro effetto che di spingere a maturanza la risoluzione di Bonaparte e del suo ministero di «farla finita» colla Assemblea costituente. Incominciava quel lungo duello, che riempie l’intera seconda metà della vita della Costituente. Il 29 gennaio, il 21 marzo, il 3 maggio sono le journeés, le grandi giornate di questa crisi; sono altrettanti precursori del 13 giugno.

I francesi, come ad esempio Luigi Blanc, ravvisarono nel 29 gennaio l’apparire d’una contraddizione costituzionale, della contraddizione tra un’Assemblea nazionale sovrana, indissolubile, escita dal suffragio universale ed un presidente, responsabile verso lei secondo la lettera, ma secondo la realtà egualmente sanzionato dal suffragio e concentrante nella propria persona tutti i voti divisi e sminuzzati nei singoli membri dell’Assemblea nazionale, e oltre a ciò, tuttavia, nel pieno possesso dell’intero potere esecutivo, sopra il quale l’Assemblea incombe unicamente come potere morale. È questa un’interpretazione, che scambia la forma letterale della lotta nella tribuna, nella stampa, nei clubs col suo reale contenuto. Luigi Bonaparte contro l’Assemblea nazionale costituente non era già un potere costituzionale contro l’altro, non era già il potere esecutivo contro il legislativo, — era la stessa repubblica borghese costituita contro gli stromenti della sua costituzione, contro gli intrighi ambiziosi e le rivendicazioni ideologiche della frazione borghese rivoluzionaria, la quale l’aveva fondata ed ora, sorpresa, trovava che la sua repubblica costituita rassomigliava ad una monarchia ristorata e voleva colla forza tener fermo il periodo costituente, tenerlo fermo nelle sue condizioni, nelle sue illusioni, nel suo linguaggio, nelle sue persone, impedendo alla repubblica borghese omai matura di affacciarsi nella sua forma completa e specifica. Come l’Assemblea nazionale costituente aveva assunto le parti di Cavaignac ricadutole addosso, così Bonaparte assunse quelle dell’Assemblea nazionale legislativa, da lui non per anco dispersa, cioè dell’Assemblea nazionale della repubblica borghese costituita.

L’elezione di Bonaparte potè spiegare i suoi effetti solo in quanto al posto d’un unico nome mise innanzi i suoi significati molteplici, solo in quanto si ripetè nell’elezione della nuova Assemblea nazionale. Il mandato della vecchia era stato cassato dal 10 dicembre. Chi adunque entrò in iscena nel 29 gennaio, non furono già il presidente e l’Assemblea nazionale di una medesima repubblica, ma furono l’Assemblea nazionale della repubblica futura ed il presidente della repubblica attuale, due forze che incarnavano periodi affatto diversi nel corso della vita della repubblica; furono la piccola frazione repubblicana della borghesia, che sola poteva proclamare la repubblica, strapparla al proletariato rivoluzionario con una lotta nelle strade e col dominio del terrore e tratteggiare nella Costituzione i propri principî ideali e, dall’altra parte, tutta la massa realista della borghesia, che sola poteva dominare in questa repubblica borghese costituita, sopprimere nella Costituzione gli ingredienti ideologici e dar vita, con una propria legislazione ed una propria amministrazione, alle condizioni indispensabili per l’assoggettamento del proletariato.

Durante tutto il mese di gennaio eransi raccolti gli elementi, che fecero scoppiare l’uragano del 29 gennaio. La Costituente aveva voluto, col suo voto di sfiducia, forzare il ministero Barrot a dimettersi. Il ministero Barrot, all’incontro, propose alla Costituente di dare a sè stessa un voto di sfiducia, e di deliberare il proprio suicidio, decretando il proprio scioglimento. Rateau, uno dei deputati più oscuri, fu quegli che avanzò, dietro comando del ministero, tale proposta alla Costituente, a quella medesima Costituente, che già nell’agosto aveva risoluto di non sciogliersi insino a che non avesse emanato un’intera serie di leggi organiche, che dovessero completare la Costituzione. Il ministeriale Fould le dichiarò che il suo scioglimento era necessario appunto «pel ristabilimento del credito scosso». Ed, infatti, non iscuoteva essa il credito, prolungando il provvisorio e ponendo nuovamente in questione con Barrot Bonaparte e con Bonaparte la repubblica costituita? L’olimpico Barrot, divenuto un Orlando furioso dinanzi alla prospettiva di vedersi sfuggire di nuovo, dopo appena due settimane di godimento, la presidenza dei ministri, che gli era riescito finalmente di afferrare e che i repubblicani gli avevano prorogato già una volta per un decennio, ossia per dieci mesi, Barrot agì nel modo più tirannico contro questa miserabile Assemblea. Il termine più mite da lui usato era che «con essa non era possibile alcun avvenire». E davvero essa non rappresentava oramai che il passato. «Ell’era incapace», soggiungeva ironicamente, «di circondare la repubblica delle istituzioni necessarie al suo consolidamento.» Ed infatti, tolto di mezzo l’antagonismo esclusivo contro il proletariato, veniva in pari tempo ad infrangersi la sua energia borghese, e coll’antagonismo contro i realisti veniva a rivivere la sua energia repubblicana. Per tal modo ell’era doppiamente incapace a consolidare la repubblica borghese, che più non intuiva, mercè convenienti istituzioni.

Insieme alla proposta di Rateau, il ministero complottò l’inondazione per tutto il paese di petizioni, e giornalmente, da ogni angolo della Francia, piovvero sulla testa della Costituente palle di billets doux, in cui, più o meno categoricamente, le si chiedeva di sciogliersi e di far testamento. La Costituente, a sua volta, provocò delle contropetizioni, colle quali si faceva intimare di rimanere in vita. La lotta elettorale fra Bonaparte e Cavaignac si riproduceva in lotta di petizioni pro e contro lo scioglimento dell’Assemblea nazionale. Le petizioni dovevano essere il commento supplementare del 10 dicembre. Durante tutto il gennaio continuò quest’agitazione.

Nel conflitto tra la Costituente ed il presidente, la prima non poteva riferire la propria origine all’elezione universale, dacchè si faceva appello appunto contro essa al suffragio universale. Nè poteva cercare appoggio in un potere regolare, dacchè trattavasi di lotta contro il potere legale. Nè poteva abbattere il ministero con voti di sfiducia, come aveva nuovamente tentato nel 6 e 26 gennaio, dacchè il ministero non esigeva la sua fiducia. Un’unica possibilità le rimaneva, quella dell’insurrezione. Le forze combattenti dell’insurrezione erano la parte repubblicana della guardia nazionale, la guardia mobile ed i centri del proletariato rivoluzionario, i clubs. Le guardie mobili, questi eroi delle giornate di giugno, formavano nel dicembre la forza combattente organizzata delle frazioni borghesi repubblicane, allo stesso modo che, prima del giugno, gli ateliers nazionali avevano formato la forza combattente organizzata del proletariato rivoluzionario. Come la Commissione esecutiva della Costituente aveva diretto il suo attacco brutale sugli ateliers nazionali, allorquando volle farla finita colle pretese, divenute intollerabili, del proletariato; così il ministero di Bonaparte diresse l’attacco sulla guardia mobile, allorquando volle farla finita colle pretese, divenute intollerabili, delle frazioni borghesi repubblicane. Esso ordinò lo scioglimento della guardia mobile. Una metà ne fu congedata e gettata sul lastrico; l’altra ricevette un’organizzazione monarchica in sostituzione della democratica ed ebbe ribassato il soldo al livello del soldo comune delle truppe di linea. La guardia mobile venne a trovarsi nella situazione degli insorti di giugno, e quotidianamente comparivano stampate nei giornali pubbliche confessioni, in cui essa riconosceva la propria colpa di giugno e ne implorava dal proletariato l’assoluzione.

Ed i clubs? Non appena dall’Assemblea nazionale venne posto in questione Barrot, ed in Barrot il presidente, e nel presidente la repubblica borghese costituita, e nella repubblica borghese costituita la repubblica in generale, strinsero di necessità le loro file intorno ad essa tutti gli elementi costituenti della repubblica di febbraio, tutti i partiti da cui volevasi sovvertire la repubblica esistente e foggiarla, mediante un violento processo d’involuzione, a repubblica dei loro interessi e dei loro principî di classe. L’accaduto diveniva non accaduto, le cristallizzazioni del movimento rivoluzionario ritornavano allo stato fluido, la repubblica, per la quale erasi combattuto, era di bel nuovo l’indeterminata repubblica delle giornate di febbraio, dalla cui determinazione ogni partito rifuggiva. I partiti ripresero per un momento le loro antiche posizioni del febbraio, senza tuttavia partecipare alle illusioni del febbraio. I repubblicani tricolori del National si appoggiarono nuovamente sui repubblicani democratici della Réforme, spingendoli come avanguardia nelle prime file del campo di battaglia parlamentare. I repubblicani democratici si appoggiarono nuovamente ai repubblicani socialisti — nel 27 gennaio un pubblico manifesto annunciò la loro riconciliazione ed alleanza — e si prepararono nei clubs il terreno insurrezionale. A ragione la stampa ministeriale trattava i repubblicani tricolori del National da insorti del giugno risuscitati. Per sostenersi al vertice della repubblica borghese, essi posero in questione la stessa repubblica borghese. Nel 26 gennaio il ministro Faucher propose una legge sul diritto d’associazione, il cui primo paragrafo suonava: «I clubs sono vietati.» Egli presentò la mozione che questo progetto di legge venisse immediatamente portato a discussione, stante la sua urgenza. La Costituente rigettò la proposta dell’urgenza e il 27 gennaio Ledru-Rollin depose una proposta di messa in istato d’accusa del ministero per violazione della Costituzione, sottoscritta da 230 firme. La messa in istato d’accusa del ministero nel momento, in cui un simile atto non era che un’inabile rivelazione dell’impotenza del giudice, cioè della maggioranza della Camera, oppure una protesta impotente dell’accusatore contro la maggioranza medesima, — questo fu il gran colpo rivoluzionario, giocato d’allora in poi dalla postuma Montagna ad ogni punto culminante della crisi. Povera Montagna, schiacciata dal peso del proprio nome!

Blanqui, Barbès, Raspail, ecc., avevano cercato, il 15 maggio, di disperdere l’Assemblea nazionale, penetrando, alla testa del proletariato parigino, nella sala delle sue sedute. Barrot preparava alla stessa Assemblea un 15 maggio morale, mentre voleva dettarle l’autoscioglimento e chiuderne la sala delle sedute. Era la stessa Assemblea, che aveva affidato a Barrot l’inchiesta contro gli accusati di maggio e che ora, nel momento che egli le appariva di fronte quale un Blanqui realista e che essa di fronte a lui cercava i propri alleati nei clubs, presso i proletarî rivoluzionarî, nel partito di Blanqui, in questo stesso momento era torturata dall’implacabile Barrot colla proposta di sottrarre i prigionieri di maggio al giudizio dei giurati e di assegnarli al giudizio supremo, inventato dal partito del National, alla haute cour. È cosa stupefacente come l’angoscia irritata d’un portafoglio ministeriale riescisse a cavar fuori dalla testa d’un Barrot frizzi degni d’un Beaumarchais! L’Assemblea nazionale, dopo aver tentennato a lungo, accolse la sua proposta. Di fronte agli attentatori di maggio, essa rientrava nel suo carattere normale.

Come la Costituente era spinta contro il presidente ed i ministri all’insurrezione, così il presidente ed il ministero erano spinti contro la Costituente al colpo di Stato, non possedendo essi alcun mezzo legale per scioglierla. Ma la Costituente era la madre della Costituzione e la Costituzione la madre del presidente. Col colpo di Stato, il presidente lacerava la Costituzione e ne cancellava il titolo giuridico repubblicano. Per tal modo egli era forzato a tirar fuori il titolo giuridico imperialista; senonchè il titolo giuridico imperialista veniva a risvegliare l’orleanista; ambidue poi impallidivano dinanzi al titolo giuridico legittimista. La caduta della repubblica borghese non poteva che far scattare in alto il suo estremo polo contrario, la monarchia legittimista, in un momento in cui il partito orleanista era ancora nulla più che il vinto del febbraio e Bonaparte nulla più che il vincitore del 10 dicembre, in un momento in cui ambidue non potevano ancora opporre all’usurpazione repubblicana altro che il loro titolo monarchico egualmente usurpato. I legittimisti erano coscienti dell’opportunità del momento e cospiravano alla luce del sole. Nel generale Changarnier potevano sperare di aver trovato il loro Monk. L’avvento della «monarchia bianca» venne annunciato nei loro clubs con eguale pubblicità, come in quelli proletarî l’avvento della «repubblica rossa».

Con una sommossa felicemente schiacciata, il ministero sarebbe sfuggito a tutte le difficoltà. «La legalità ci uccide!» esclamava Odilon Barrot. Una sommossa avrebbe permesso di sciogliere la Costituente sotto il pretesto del salut public e di violare la stessa Costituzione. La brutale apparizione di Odilon Barrot nell’Assemblea nazionale, la proposta di scioglimento dei clubs, la rumorosa deposizione di 50 prefetti tricolori e la loro sostituzione con de’ realisti, lo scioglimento della guardia mobile, i maltrattamenti dei suoi capi da parte di Changarnier, la reinstallazione di Lherminier, il professore impossibile già sotto Guizot, la tolleranza delle millanterie legittimiste, — erano altrettante provocazioni alla sommossa. Ma la sommossa rimase muta. Essa attendeva il segnale dalla Costituente e non dal ministero.

Giunse finalmente il 29 gennaio, il giorno, in cui dovevasi decidere sulla proposta di Mathieu (de la Drôme) pel rigetto incondizionato della proposta di Rateau. Legittimisti, orleanisti, bonapartisti, guardia mobile, Montagna, clubs, tutti cospiravano in quel giorno, ciascuno non meno contro il supposto nemico che contro il supposto alleato. Bonaparte, dall’alto del cavallo, passò in rivista parte delle truppe sulla piazza della Concordia, Changarnier si metteva in scena, sfoggiando una manovra strategica; la Costituente trovò l’edificio delle sue sedute occupato militarmente. Essa, il centro, in cui s’incrociavano tutte le speranze, i timori, le attese, le agitazioni, i dissidî, le cospirazioni, essa, l’Assemblea dal cuor di leone, non ebbe un istante di esitazione, trovandosi, allora più che mai, vicina a riconfondersi collo spirito dell’universo. Era simile a quel combattente, che non solo aveva paura di adoperare le proprie armi, ma si sentiva altresì obbligato a conservare intatte le armi del nemico. Con disprezzo della morte, firmò la propria sentenza di morte e votò contro il rigetto incondizionato della proposta di Rateau. Stretta d’assedio essa stessa, pose così un termine a quell’attività costituente che aveva avuto per cornice necessaria lo stato d’assedio di Parigi. Essa si vendicò in modo degno di sè, stabilendo, nel giorno successivo, un’inchiesta sullo spavento, che il ministero le aveva cacciato in corpo nel 29 gennaio. La Montagna dimostrò la sua mancanza d’energia rivoluzionaria e d’intelligenza politica col lasciarsi sfruttare dal partito del National, quasi da banditore della pugna, in questa grande commedia d’intrigo. Il partito del National aveva fatto l’ultimo tentativo per continuare a tenere il monopolio del dominio posseduto durante il periodo di formazione della repubblica borghese. Ed era naufragato.

Se nella crisi di gennaio si trattava dell’esistenza della Costituente, nella crisi del 21 marzo si trattò dell’esistenza della Costituzione; là delle persone del partito nazionale, qua del suo ideale. Non era mestieri d’alcuna dichiarazione che i repubblicani honnêtes sacrificavano più a buon mercato l’elevato sentimento della loro ideologia che non il godimento mondano del potere governativo.

Il 21 marzo stava all’ordine del giorno dell’Assemblea nazionale il progetto di legge di Faucher contro il diritto d’associazione: la soppressione dei clubs. L’articolo 8 della Costituzione guarentiva a tutti i francesi il diritto d’associarsi. Il divieto dei clubs era adunque una violazione non equivoca della Costituzione e la Costituente medesima era chiamata a canonizzare la profanazione dei suoi santi. Senonchè i clubs erano i punti di riunione, le sedi di cospirazione del proletariato rivoluzionario. La stessa Assemblea nazionale aveva proibito la coalizione degli operai contro i loro borghesi. E che altro erano i clubs se non una coalizione del complesso della classe dei lavoratori contro il complesso della classe borghese, che la formazione d’uno Stato di lavoratori contro lo Stato borghese? Non erano essi altrettante Assemblee costituenti del proletariato ed altrettante divisioni dell’esercito della rivolta, pronte al combattimento? Ciò che la Costituzione doveva anzitutto costituire era il dominio della borghesia. Evidentemente, adunque, sotto il diritto d’associazione la Costituzione poteva considerare quelle sole associazioni, che si trovavano in consonanza col dominio della borghesia, ossia coll’ordinamento borghese. Se essa, per uno scrupolo teorico, usava espressioni generiche, non eran qui governo ed Assemblea nazionale per interpretarla ed applicarla nel caso speciale? E se nell’epoca primitiva della repubblica i clubs erano in fatto vietati dallo stato d’assedio, non dovevano essi, nella repubblica regolare, nella repubblica costituita, essere vietati dalla legge? A questa prosaica interpretazione della Costituzione, i repubblicani tricolori nulla avevano da obbiettare, fuorchè la frase eccessiva della Costituzione. Parte d’essi, Pagnerre, Duclerc, ecc., votò pel ministero, procurandogli così la maggioranza. L’altra parte, coll’arcangelo Cavaignac ed il padre della chiesa Marrast alla testa, dopochè l’articolo pel divieto dei clubs era passato, si ritirò, unitamente a Ledru-Rollin ed alla Montagna, in una sala particolare d’ufficio, e «tennero consiglio». La Assemblea nazionale era paralizzata: non aveva più il numero legale. In buon punto si rammentò dal signor Crémieux, nella sala dell’ufficio, che di qui il cammino conduceva direttamente sulla strada e che non s’era più nel febbraio 1848, ma si contava marzo 1849. Improvvisamente illuminato, il partito del National ritornò nella sala delle sedute dell’Assemblea nazionale e dietro ad esso la Montagna ancora una volta abbindolata, poichè, nel suo costante tormento d’appetiti rivoluzionarî, si attaccava con pari costanza ad opportunità costituzionali e si sentiva sempre ancor meglio a suo posto dietro ai repubblicani borghesi che non davanti al proletariato rivoluzionario. Così la commedia era recitata. E la Costituente stessa aveva decretato, che la violazione della lettera della Costituzione fosse l’unica attuazione conforme al suo spirito.

Un solo punto rimaneva ancora da regolare: il contegno della repubblica costituita verso la rivoluzione europea: la sua politica estera. Un’insolita animazione regnava l’8 maggio 1849 nell’Assemblea costituente, la cui vita doveva cessare tra pochi giorni. L’attacco di Roma da parte dell’esercito francese, la sconfitta di questo da parte dei romani, l’infamia politica ed il biasimo militare del fatto, l’assassinio della repubblica romana per opera della repubblica francese, la prima campagna italiana del secondo Bonaparte, ecco quanto stava all’ordine del giorno. La Montagna era nuovamente escita fuori colla sua gran giocata: Ledru-Rollin aveva deposto sul tavolo presidenziale l’inevitabile atto d’accusa contro il ministero ed anche, questa volta, contro Bonaparte.

Il motivo dell’8 maggio si ripetè più tardi come motivo del 13 giugno. Ma spieghiamoci sulla spedizione romana.

Già, a mezzo novembre 1848, era stata spedita da Cavaignac a Civitavecchia una flotta di guerra, a fine di proteggere il papa, prenderlo a bordo e sbarcarlo in Francia. Il papa doveva benedire la repubblica honnête ed assicurare l’elezione di Cavaignac a presidente. Col papa, Cavaignac voleva pigliare all’amo i preti, coi preti i contadini e coi contadini la presidenza. Pel suo fine prossimo di réclame elettorale, la spedizione di Cavaignac era nello stesso tempo una protesta ed una minaccia contro la rivoluzione romana. V’era in essa in germe l’intervento della Francia a favore del papa.

Tale intervento a pro del papa insieme all’Austria e a Napoli contro la repubblica romana venne deliberato nella prima seduta del Consiglio dei ministri di Bonaparte, il 23 dicembre. Falloux nel ministero significava il papa in Roma e nella Roma del papa. Bonaparte non aveva più bisogno del papa per diventare il presidente dei contadini, ma aveva bisogno dei conservatori del papa per conservare i contadini del presidente. Era alla dabbenaggine di questi ch’egli doveva la sua presidenza. Colla fede se ne sarebbe andata anche la loro dabbenaggine e la loro fede se ne andava col papa E gli orleanisti ed i legittimisti coalizzati, che dominavano in nome di Bonaparte! Prima di restaurare il re, era d’uopo restaurare il potere che consacra i re. Prescindendo dal loro realismo — senza l’antica Roma, soggetta al suo dominio temporale, non più papa; senza il papa, non più cattolicismo; senza il cattolicismo, non più religione francese; e senza religione, che sarebbe avvenuto della vecchia società francese? La ipoteca, posseduta dal contadino sui beni celesti, guarentisce l’ipoteca posseduta dal borghese sui beni del contadino. La rivoluzione romana era, per conseguenza, un attentato contro la proprietà, contro l’ordinamento borghese, temibile quanto la rivoluzione di giugno. Il ripristino del dominio borghese in Francia sollecitava la ristorazione del dominio papale in Roma. Insomma, nei rivoluzionarî romani si colpivano gli alleati dei rivoluzionarî francesi; l’alleanza delle classi controrivoluzionarie nella repubblica francese costituita venne a completarsi necessariamente nell’alleanza della repubblica francese colla Santa Alleanza, con Napoli ed Austria. La deliberazione del Consiglio dei ministri del 23 dicembre non era un mistero per la Costituente. Già l’8 gennaio Ledru-Rollin aveva interpellato sovra essa il ministero; il ministero aveva negato, l’Assemblea era passata all’ordine del giorno. Era fiducia nelle parole del ministero? Noi sappiamo ch’essa s’era data lo spasso, durante tutto il mese di gennaio, di votargli la sfiducia. Ma se ad esso era propria la parte del mentire, la parte di lei era di simular fede alle sue menzogne, salvando con ciò i déhors repubblicani.

Frattanto il Piemonte era battuto, Carlo Alberto aveva abdicato, l’esercito austriaco bussava alle porte di Francia. Ledru-Rollin interpellò violentemente. Il ministero dimostrò che nell’Italia settentrionale esso non aveva fatto che proseguire la politica di Cavaignac e che Cavaignac non aveva fatto che proseguire la politica del governo provvisorio, cioè di Ledru-Rollin. Questa volta esso raccolse dall’Assemblea nazionale nientemeno che un voto di fiducia e venne autorizzato ad occupare temporaneamente un’opportuna posizione nell’alta Italia a fine di preparare con ciò un agguato alle pacifiche trattative coll’Austria sull’integrità del territorio sardo e sulla questione romana. È noto che il destino d’Italia viene deciso sui campi di battaglia dell’alta Italia. Alla caduta della Lombardia e del Piemonte sarebbe adunque seguita la caduta di Roma, ovvero la Francia sarebbe stata obbligata a dichiarare la guerra all’Austria e, per conseguenza, alla controrivoluzione europea. Pigliò l’Assemblea d’un tratto il ministero Barrot per l’antico Comitato di salute pubblica? O sè stessa per la Convenzione? A che adunque l’occupazione militare di una posizione nell’alta Italia? Sotto questo velo trasparente si celava la spedizione contro Roma.

Il 14 aprile 14.000 uomini salpavano, sotto Oudinot, alla volta di Civitavecchia; il 16 aprile l’Assemblea nazionale accordò al ministero un credito di franchi 1.200.000 per mantenere durante tre mesi una flotta, che intervenisse nel Mediterraneo. Per tal modo essa diede al ministero tutti i mezzi per intervenire contro Roma, mentre aveva un contegno come di chi gli accordasse l’intervento contro l’Austria. Essa non vedeva ciò che il ministero faceva; udiva solamente ciò ch’ei diceva. Tanta fede mai non si sarebbe trovata in Israello; la Costituente era caduta in tale situazione, da non permettersi di sapere quanto la repubblica costituita dovesse fare.

Finalmente l’8 maggio si rappresentò l’ultima scena della commedia: la Costituente invitò il ministero a pronte misure, che riconducessero la spedizione italiana allo scopo tenutole nascosto. Bonaparte, nella sera stessa, fece inserire nel Moniteur una lettera, in cui prodigava ad Oudinot la massima riconoscenza. L’11 maggio l’Assemblea nazionale rigettò l’atto di accusa contro il medesimo Bonaparte ed il suo ministero. E la Montagna che, in luogo di lacerare questo tessuto d’inganni, pigliava in modo tragico la commedia parlamentare, per recitarvi essa stessa la parte di Fouquier Tinville, non tradiva essa, sotto la pelle leonina presa a prestito dalla Convenzione, il cuoio originario di vitello piccolo borghese!

L’ultima metà della vita della Costituente si riassume così: essa ammette, il 29 gennaio, che le frazioni borghesi realiste sono i superiori naturali della repubblica da essa costituita; il 21 marzo, che la violazione della Costituzione ne è la realizzazione; e l’11 maggio che l’alleanza passiva della repubblica francese coi popoli in lotta, ampollosamente annunciata, significa la sua alleanza attiva colla controrivoluzione europea.

Questa miserabile Assemblea abbandonò la scena, dopo essersi procurata, due giorni ancora prima, dell’anniversario della sua nascita, la soddisfazione di respingere la proposta d’amnistia degli insorti di giugno. Spezzata la sua potenza, dal popolo odiata mortalmente, respinta, malmenata, gettata sdegnosamente da parte dalla borghesia, di cui era la creatura, forzata a rinnegare nella seconda metà della propria esistenza la prima metà, spogliata delle sue illusioni repubblicane, nulla di grande avendo fondato nel passato, nulla sperando nell’avvenire, consumandosi a frusto a frusto e pur tuttavia vivendo, essa non riescì che a galvanizzare ancora il proprio cadavere, mentre insistentemente rivendicava a sè la vittoria del giugno e riviveva questo supplemento di vita, affermandosi col ripetere continuamente la condanna dei condannati. Vampiro, che visse del sangue degli insorti di giugno!

Essa lasciò dietro a sè il deficit dello Stato ingrossato dalle spese dell’insurrezione di giugno, dalla soppressione dell’imposta sul sale, dalle indennità che aveva assegnate ai possessori di piantagioni in seguito all’abolizione della schiavitù dei negri, dalle spese della spedizione romana, dalla soppressione dell’imposta sul vino, da lei deliberata mentre già trovavasi in agonia, come un vecchio maligno, lieto di addossare all’erede, che ride, un debito d’onore compromettente.

Dal principio di marzo era incominciata l’agitazione per le elezioni dell’Assemblea nazionale legislativa. Due gruppi principali stavano di fronte: il partito dell’«ordine» ed il partito democratico socialista o «partito rosso»; in mezzo ad essi, gli «amici della Costituzione», sotto il qual nome dai repubblicani tricolori del National si cercava di rappresentare un partito. Il partito dell’ordine s’era formato immediatamente dopo le giornate di giugno; fu solo da quando il 10 dicembre avevagli concesso di respingere da sè la consorteria del National, dei repubblicani borghesi, che si era rivelato il segreto della sua esistenza: la coalizione degli orleanisti e dei legittimisti in un unico partito. La classe borghese s’era scissa in due grandi frazioni, che alternativamente, — la grande proprietà fondiaria sotto la monarchia restaurata, l’aristocrazia finanziaria e la borghesia industriale sotto la monarchia di luglio, — avevano sostenuto il monopolio del dominio. Borbone era il nome regio per l’influenza preponderante degli interessi dell’una, Orleans il nome regio per l’influenza preponderante degli interessi dell’altra frazione; — il regno anonimo della repubblica era l’unico, in cui ambedue le frazioni potessero sostenere, in equilibrio di dominio, il comune interesse di classe, senza rinunciare alla rivalità reciproca. Se la repubblica borghese altro non poteva essere se non il dominio perfezionato e nettamente disegnato dell’assieme della classe borghese, poteva essa essere, adunque, altra cosa che il dominio degli orleanisti completati dai legittimisti e dei legittimisti completati dagli orleanisti, che la sintesi della ristorazione e della monarchia di luglio? I repubblicani borghesi del National non rappresentavano alcuna grande frazione della loro classe, che riposasse su basi economiche. Il loro significato, il loro titolo storico stavano unicamente nell’avere sotto la monarchia, contro le due frazioni borghesi che non concepivano se non il loro regime particolare, fatto valere il regime universale della classe borghese, il regno anonimo della repubblica, ch’essi andavano idealizzando, ornandolo d’antiquati arabeschi, ma nel quale, avanti ogni cosa, salutavano il dominio della loro consorteria. Se il partito del National s’illudeva nel proprio giudizio, allorchè contemplava al culmine della repubblica da esso fondata realisti coalizzati, non s’ingannavano meno anche costoro circa il fenomeno del loro dominio riunito. Essi non arrivavano a comprendere che, se ciascuna delle loro frazioni considerata isolatamente, in sè, era realista, il prodotto della loro combinazione chimica non poteva, di necessità, che essere repubblicano; che, insomma la monarchia bianca e l’azzurra dovevano neutralizzarsi nella repubblica tricolore. Dacchè l’antagonismo col proletariato rivoluzionario e colle classi di transizione, sospinte ognora più intorno a questo come a loro centro, costringeva le frazioni del partito dell’ordine a mettere in mostra la loro forza riunita ed a mantenere l’organizzazione di tale forza riunita, ciascuna di esse era obbligata a far valere, contro le velleità di ristorazione e di supremazia dell’altra, il dominio comune, la forma repubblicana, cioè del dominio borghese. Vediamo, così, questi realisti, credenti dapprima in una ristorazione immediata, conservatori rabbiosi più tardi della forma repubblicana, pur caricandola d’invettive atroci a fior di labbra, venire da ultimo a riconoscere solo possibile per essi l’accomodamento entro la repubblica, col rinvio della ristorazione a tempo indeterminato. Il godimento effettivo del dominio riunito aveva rafforzato ciascuna delle due frazioni e resala ancor più impotente e riluttante a sottomettersi all’altra, ch’è quanto dire a restaurare la monarchia.

Il partito dell’ordine proclamò direttamente nel suo programma elettorale il dominio della classe borghese, ossia il mantenimento delle condizioni di vita del costei dominio, cioè della proprietà, della famiglia, della religione, dell’ordine! Esso presentava il suo dominio di classe e le condizioni del suo dominio di classe naturalmente quale dominio della civiltà e quali condizioni necessarie alla produzione materiale, nonchè ai rapporti di scambi sociali, emananti da questa. Il partito dell’ordine disponeva di enormi mezzi pecuniarî, aveva organizzato succursali proprie in tutta la Francia, aveva ai suoi stipendi tutti quanti gli ideologi della vecchia società, si giovava dell’influenza del potere del Governo vigente, possedeva un esercito di vassalli gratuiti nell’intera massa dei piccoli borghesi e contadini che, tuttora lontani dal movimento rivoluzionario, trovavano nei grandi dignitarî della proprietà i naturali rappresentanti della loro piccola proprietà e delle piccole preoccupazioni di questa; esso, rappresentato in tutto il paese da un numero infinito di piccoli re, poteva punire il rigetto dei suoi candidati come un’insurrezione, congedare gli operai ribelli, i famigli di fattoria, i domestici, i commessi, gli impiegati ferroviarî, gli scrivani, tutti i funzionarî alla sua dipendenza borghese. Poteva, infine, tener viva qua e là l’illusione, che la Costituente repubblicana avesse impedito al Bonaparte del 10 dicembre la rivelazione delle costui forze miracolose. Nel partito dell’ordine non abbiamo compreso i bonapartisti. Questi non erano una frazione seria della classe borghese, sibbene una accolta d’invalidi vecchi e superstiziosi e di cavalieri di ventura, giovani e miscredenti. — Nelle elezioni vinse il partito dell’ordine, che mandò nell’Assemblea legislativa la gran maggioranza.

Contro la classe borghese controrivoluzionaria coalizzata era naturale che le parti già rivoluzionarie della piccola borghesia e della classe dei contadini si alleassero col gran dignitario degli interessi rivoluzionarî, col proletariato rivoluzionario. Noi vedemmo come le disfatte parlamentari avessero spinto i capi democratici della piccola borghesia nel parlamento, ossia la Montagna, verso i capi socialisti del proletariato e come la vera piccola borghesia fuori del parlamento era stata spinta dai concordats à l’amiable, dalla brutale realizzazione degli interessi borghesi, dalla bancarotta, verso i veri proletarî. Il 27 gennaio, Montagna e socialisti avevano celebrato la loro riconciliazione; nel gran banchetto del febbraio 1849 riconfermarono il loro trattato d’alleanza. Il partito sociale ed il democratico, quello dei lavoratori e quello dei piccoli borghesi, eransi uniti in partito sociale-democratico, ossia in partito «rosso».

Paralizzata per un istante dall’agonia susseguita alle giornate di giugno, la repubblica francese era passata, dopo la soppressione dello stato d’assedio, attraverso una serie continuata d’agitazioni febbrili. Dapprima la lotta per la presidenza, poi la lotta del presidente colla Costituente, la lotta pei clubs, il processo di Bourges, che di fronte alle piccole figure del presidente, dei realisti coalizzati, dei repubblicani honnêtes, della Montagna democratica, dei socialisti dottrinarî del proletariato, fece apparire i veri rivoluzionarî di questo come mostri d’altri tempi, quali solo un diluvio può lasciare indietro sulla superficie sociale o quali unicamente possono precedere un diluvio sociale, — l’agitazione elettorale, il supplizio degli assassini di Bréa, i continuati processi di stampa, i violenti interventi polizieschi del governo nei banchetti, le arroganti provocazioni realiste, l’esposizione alla berlina dell’effigie di Luigi Blanc e di Caussidière, il conflitto ininterrotto fra la repubblica costituita e la Costituente, — per cui, ad ogni momento, il vincitore era mutato in vinto, il vinto in vincitore, ed in un attimo si rovesciavano la posizione dei partiti e delle classi, le loro divisioni ed alleanze, — il rapido cammino della controrivoluzione europea, la gloriosa lotta ungherese, le levate di scudi in Germania, la spedizione romana, l’ignominiosa disfatta dell’esercito francese davanti a Roma, — in questo turbine di movimento, in questa tormenta d’inquietudine storica, in questo drammatico flusso e riflusso di passioni, speranze, disillusioni rivoluzionarie, i periodi d’evoluzione dovevano contarsi dalle diverse classi della società francese non più a mezzi secoli come prima, ma a settimane. Una parte notevole dei contadini e delle provincie era rivoluzionata. Non solo avevano perduto le illusioni circa il Napoleone, ma il partito rosso offriva loro al posto del nome la sostanza, al posto della speciosa esenzione dalle imposte la rifusione dei miliardi pagati ai legittimisti, il regolamento dell’ipoteca e l’abolizione dell’usura.

L’esercito stesso era preso dal contagio della febbre rivoluzionaria. Votando per Bonaparte aveva creduto votare per la vittoria ed ei gli aveva dato la disfatta. Aveva creduto votare pel «piccolo caporale», dietro al quale si cela il gran generale rivoluzionario, ed ei restituivagli i grandi generali, dietro ai quali si nasconde il caporale adatto a portar le uose. Niun dubbio che il partito rosso, ossia il partito democratico coalizzato, dovesse celebrare, se non la vittoria, almeno grandi trionfi; che Parigi, che l’esercito, che gran parte delle provincie avrebbero votato per esso. Il capo della Montagna, Ledru-Rollin, venne eletto da tre dipartimenti; una vittoria, che non fu riportata da alcun capo del partito dell’ordine, da alcun nome del partito propriamente proletario. Tale elezione ci svela l’enigma del partito democratico-socialista. Se la Montagna, questa avanguardia parlamentare della piccola borghesia democratica, era forzata da una parte ad allearsi coi dottrinarî socialisti del proletariato — ed il proletariato, forzato a rifarsi con vittorie intellettuali della spaventosa disfatta materiale del giugno e dall’evoluzione delle rimanenti classi, mantenuto tuttora nell’incapacità d’afferrare la dittatura rivoluzionaria, doveva gettarsi in braccio ai dottrinarî della sua emancipazione, ai fondatori di sette socialiste, — dall’altra parte i contadini rivoluzionarî, l’esercito, le provincie si ponevano dietro la Montagna, che divenne così la condottiera nel campo dell’esercito rivoluzionario, avendo eliminato, in seguito all’intesa coi socialisti, ogni antagonismo nel partito rivoluzionario. Nell’ultima metà della vita della Costituente, essa ne aveva assunto il pathos repubblicano, facendo dimenticare i suoi peccati durante il governo provvisorio, durante la Commissione esecutiva, durante le giornate di giugno. A misura che il partito del National, in consonanza al suo mezzo carattere, lasciavasi comprimere dal ministero realista, il partito della Montagna, abbandonato in un canto durante l’onnipotenza del National, si rialzava e si faceva valere quale rappresentante parlamentare della rivoluzione. In fatto, il partito del National non aveva da schierare contro le altre frazioni realiste più che personalità ambiziose ed illusioni idealiste. Il partito della Montagna, all’incontro, rappresentava una massa oscillante tra la borghesia ed il proletariato, gli interessi materiali della quale reclamavano istituzioni democratiche. Di fronte perciò ai Cavaignac ed ai Marrast, Ledru-Rollin e la Montagna si trovavano nella verità della rivoluzione ed attingevano dalla coscienza di tale situazione tanto maggior animo, quanto più la manifestazione dell’energia rivoluzionaria era circoscritta ad incidenti parlamentari, a presentazioni di atti d’accusa, ad intimazioni, ad ingrossamenti di voce, a discorsi reboanti, ad esagerazioni, che non si spingevano ad di là della frase. I contadini si trovavano a un dipresso nella medesima situazione dei piccoli borghesi, avendo a un dipresso le medesime rivendicazioni sociali da porre innanzi. Tutti i ceti medî della società, una volta cacciati entro il movimento rivoluzionario, dovevano necessariamente trovare in Ledru-Rollin il loro eroe; Ledru-Rollin era il personaggio della piccola borghesia democratica. In opposizione al partito dell’ordine, dovevano, immediatamente di poi, essere sospinti in prima fila i riformatori di quest’ordine, metà conservatori, metà rivoluzionarî e in tutto utopisti.

Il partito del National, gli amici della Costituzione quand même, i repubblicains purs et simples furono completamente battuti nelle elezioni. Una leggera minoranza d’essi entrò nella Camera legislativa; i loro capi più noti scomparvero dalla scena; perfino Marrast, il redattore in capo e l’Orfeo della repubblica honnête.

Il 29 maggio si radunò l’Assemblea legislativa; l’11 giugno si rinnovò la collisione dell’8 maggio. Ledru-Rollin depose, in nome della Montagna, un atto d’accusa contro il presidente ed il ministero per violazione della Costituzione e pel bombardamento di Roma. Il 12 giugno l’Assemblea legislativa rigettò l’atto d’accusa, come l’aveva rigettato l’11 maggio l’Assemblea costituente, ma il proletariato spinse questa volta la Montagna sulla strada, ossia, non ad un combattimento di strada, ma solo ad una processione. Basta dire che la Montagna stava alla testa di questo movimento, per sapere che il movimento fu vinto e che il giugno 1849 riescì una caricatura altrettanto ridicola quanto indecente del giugno 1848. La gran ritirata del 13 giugno non fu oscurata se non dall’ancor più grande rapporto fatto sul combattimento da Changarnier, da questo grand’uomo improvvisato dal partito dell’ordine. Ogni epoca sociale ha d’uopo di grandi uomini e, se non ne trova, li inventa, come dice Helvetius.

Nel 20 dicembre esisteva una metà sola della repubblica costituita, il presidente; il 29 maggio essa venne completata coll’altra metà, coll’Assemblea legislativa. Nel giugno 1848 la repubblica borghese, che si costituiva, erasi inscritta nel registro-nascite della storia con una indescrivibile battaglia contro il proletariato; nel giugno 1849 vi s’inscrisse la repubblica borghese costituita con un’innominabile commedia fatta alla piccola borghesia. Il giugno 1849 fu la Nemesi del 1848. Nel 1849 non furono vinti gli operai, ma furono abbattuti i piccoli borghesi, posti tra quelli e la rivoluzione. Il giugno 1849 non fu la tragedia sanguinosa fra il lavoro salariato ed il capitale, ma fu la miserabile farsa, a base d’imprigionamenti, fra debitore e creditore. Il partito dell’ordine aveva vinto; era onnipotente, e doveva ora mostrare ciò ch’esso era.






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