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Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850
Carlos Marx

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Content
I. la derrota de jUnio de 1848
II. El 13 de Junio de 1849
III. Las consecuencias del 13 de Junio de 1849
IV. La abolición del sufragio Universal en 1850
 
I. la derrota de jUnio de 1848
Tras la revolución de Julio [33] , cuando el banquero liberal Laffitte acompañó en su entrada triunfal en el ayuntamiento de París a su cómplice, el duque de Orleans [34] , dejó caer estas palabras: “Desde ahora, do minarán los banqueros”. Laffitte había traicionado el secreto de la revolución.

La que dominó bajo Luis Felipe no fue la burguesía francesa sino una fracción de ella: los banqueros, los reyes de la Bolsa, los reyes de los ferrocarriles, los propietarios de minas de carbón y de hierro y de explotaciones forestales, y una parte de los terratenientes aliada a ellos: la llamada aristocracia financiera. Ella ocupaba el trono, dictaba leyes en las cámaras y adjudicaba los cargos públicos, desde los ministerios hasta los estancos.

La burguesía industrial propiamente dicha constituía una parte de la oposición oficial, es decir, solo estaba representada en las cámaras como una minoría. Su oposición se manifestaba más decididamente a medida que se destacaba más el absolutismo de la aristocracia financiera y a medida que la propia burguesía industrial creía tener asegurada su dominación sobre la clase obrera después de las revueltas de 1832, 1834 y 1839, ahogadas en sangre [35] . G randin, fabricante de Ruan, que tanto en la Asamblea Nacional Constituyente como en la Legislativa había sido el portavoz más fanático de la reacción burguesa, era en la Cámara de los Diputados el adversar io más violento de Guizot [36] . Faucher [37] , conocido más tarde por sus esfuerzos impotentes por llegar a ser un Guizot de la contrarrevolución francesa, sostuvo en los últimos tiempos de Luis Felipe una guerra con la pluma a favor de la industria, contra la especulación y su caudatario, el Gobierno. Bastiat [38] desplegaba una gran agitación en contra del sistema imperante, en nombre de Burdeos y de toda la Francia vinícola.

La pequeña burguesía en todas sus gradaciones, al igual que la clase campesina, había quedado completamente excluida del poder político. Finalmente, en el campo de la oposición oficial o completamente al margen del pays légal [39] se encontraban los representantes y portavoces ideológicos de las citadas clases, sus sab ios, sus abogados, sus médicos, etc.; en una palabra, sus llamados “talentos”.

Su penuria financiera colocaba de antemano a la monarquía de Julio [40] bajo la dependencia de la alta burguesía, y su dependencia de la alta burguesía se convertía a su vez en fuente inagotable de una creciente penuria financiera. Imposible supeditar la administración del Estado al interés de la producción nacional sin restablecer el equilibrio del presupuesto, el equilibrio entre los gastos y los ingresos del Estado. Y cómo restablecer este equilibrio sin restringir los gastos públicos, es decir, sin herir intereses que eran puntales del sistema dominante y sin someter a una nueva regulación el reparto de impuestos, es decir, sin transferir una parte importante de las cargas públicas a los hombros de la alta burguesía?

Aún más, el incremento de la deuda pública interesaba directamente a la fracción burguesa que gobernaba y legislaba a través de las cámaras. El déficit del Estado era precisamente el verdadero objeto de sus especulaciones y la fuente principal de su enriquecimiento. Cada año, un nuevo déficit. Cada cuatro o cinco años, un nuevo empréstito. Y cada nuevo empréstito brindaba a la aristocracia financiera una nueva oca sión de estafar a un Estado mantenido artificialmente al borde de la bancarrota; este no tenía más remedio que contratar con los banqueros en las condiciones más desfavorables. Cada nuevo empréstito daba una nueva ocasión para saquear al pú blico que colocaba sus capitales en valores del Estado, mediante operaciones de Bolsa en cuyos secretos estaban iniciados el Gob ierno y la mayoría de la cámara. En general, la inestabilidad del crédito del Estado y la posesión de sus secretos daban a los banqueros y a sus asociados en las cámaras y en el trono la posibilidad de provocar oscilaciones extraordinarias y súbitas en la cotización de los valores del Estado, cuyo resultado tenía que ser siempre, necesariamente, la ruina de una masa de pequeños capitalistas y el enriquecimiento fabulosamente rápido de los grandes especuladores. Y si el déficit del Estado respond ía al interés directo de la fracción burguesa dominante, se explica por qué los gastos públicos extraordinarios hechos en los últimos años del reinado de Luis Felipe ascendieron a mucho más del doble de los gastos públicos extraordinarios hechos bajo N apoleón, habiendo alcanzado casi la suma anual de 400.000.000 de francos, mientras que la suma total de la exportación anual de Francia, por término medio, rara vez se remontaba a 750.000.000. Las enormes sumas que pasaban así por las manos del Estado daban, además, ocasión para contratos de su ministro, que eran otras tantas estafas, para sobornos, malversaciones y granujadas de todo género. La estafa al Estado a gran escala, tal como se practicaba por medio de los empréstitos, se repetía al por menor en las obras públicas. Y lo que ocurría entre la cámara y el Gobierno se reproducía hasta el infinito en las relaciones entre los múltiples organismos de la Administración y los distintos empresarios.

Al igual que los gastos públicos en general y los emprésti tos del Estado, la clase dominante explotaba la construcción de ferrocarriles. Las cámaras echaban las cargas principales sobre las espaldas del Estado y aseguraban los frutos de oro a la aristocracia financiera especuladora. Se recordará el escán dalo que se produjo en la Cámara de los Diputados cuando se descubrió accidentalmente que todos los miembros de la ma yoría, incluyendo una parte de los ministros, se hallaban inte resados como accionistas en las mismas obras de construcción de ferrocarriles que luego, como legisladores, hacían ejecutar a costa del Estado.

En cambio, las más pequeñas reformas financieras se estrellaban contra la influencia de los banqueros. Por ejemplo, la reforma postal. Rothschild [41] protestó. Tenía el Estado derecho a disminuir fuentes de ingresos con las que tenía que pagar los intereses de su creciente deuda?

La monarquía de Julio no era más que una sociedad por acciones para la explotación de la riqueza nacional de Francia, cuyos dividendos se repartían entre los ministros, las cámaras, 240.000 electores y su séquito. Luis Felipe era el director de esta sociedad, un Roberto Macaire [42] en el trono. El comercio, la indus tria, la agricultura, la navegación, los intereses de la burguesía industrial estaban constantemente en peligro y quebranto bajo este sistema. Y la burguesía industrial, en las jornadas de Julio, había inscrito en su bandera: gouvernement à bon marché, un gobierno barato.

Mientras la aristocracia financiera hacía las leyes, regentaba la administración del Estado, disponía de todos los poderes públicos organizados y dominaba a la opinión pública mediante la situación de hecho y mediante la prensa, se repetía en todas las esferas, desde la corte hasta la taberna sórdida, la misma prostitución, el mismo fraude descarado, el mismo afán por enriquecerse, no mediante la producción, sino mediante el escamoteo de la riqueza ajena ya creada. Y señaladamente en las cumbres de la sociedad burguesa se propagó el desenfreno por la satisfacción de los apetitos más malsanos y desordenados, que a cada paso chocaban con las mismas leyes de la burguesía; dese freno en el que, por ley natural, va a buscar su satisfacción la riqueza procedente del juego, desenfreno por el que el placer se convierte en crápula y en el que confluyen el dinero, el lodo y la sangre. La aristocracia financiera, lo mismo en sus métodos de adquisición, que en sus placeres, no es más que el renacimiento del lumpemproletariado en las cumbres de la sociedad burguesa.

Las fracciones no dominantes de la burguesía francesa clamaban: ¡Corrupción! El pueblo gritaba: “¡Abajo los grandes ladrones, abajo los asesinos!” cuando en los círculos más destacados de la sociedad burguesa se representaban pública mente, en 1847, las mismas escenas que por lo general llevan al lum pemproletariado a los prostíbulos, a los asilos, a los manicomios, a los tribunales, al presidio y al patíbulo. La bur guesía industrial veía sus intereses en peligro; la pequeña bur guesía estaba moralmente indignada; la imaginación popular se sublevaba y París estaba inundado de libelos: la dinastía Rothschild, los usureros, reyes de la época, etc., en los que se den unciaba y anatemizaba, con más o menos ingenio, la domina ción de la aristocracia financiera.

La Francia de los especuladores bursátiles había inscrito en su bandera: Rien pour la gloire! [43] La gloria no da beneficios! La paix partout et toujours! [44] La guerra hace caer las cotizaciones por debajo del 3 o del 4 por ciento! Por eso, su política exterior se perdió en una serie de hu millaciones del sentimiento nacional francés, cuya reacción se hizo mucho más fuerte cuando, con la anexión de Cracovia por Austria [45] , se consumó el despojo de Polonia y, cuando, en la guerra suiza del Sonderbund [46] , Guizot se colocó activamente al lado de la Santa Alianza [47] . La victoria de los liberales suizos en este simula cro de guerra elevó el sentimiento de dignidad entre la oposición burguesa de Francia, y la insurrección sangrienta del pueblo en Palermo actuó como una descarga eléctrica sobre la masa popular paralizada, despertando sus grandes pasiones y recuerdos revolucionarios [48] .

Finalmente dos acontecimientos económicos mundiales aceleraron el estallido del descontento general e hicieron que madurase el desasosiego hasta convertirse en revuelta.

La plaga de la patata y las malas cosechas de 1845 y 1846 avivaron la efervescencia general en el pueblo. Como en el resto del continente, la carestía de 1847 provocó en Francia conflictos sangrientos. ¡Frente a las orgías desvergonzadas de la aristocracia financiera, la lucha del pueblo por los víveres más indispensables! En Buzangais, los insurrectos por hambre ajusticiados! [49] En París, estafadores más que ahítos salvados de los tribunales por la familia real!

El otro gran acontecimiento económico que aceleró el estallido de la revolución fue una crisis general del comercio y de la indust ria en Inglaterra. Anunciada ya en el otoño de 1845 por la quiebra general de los especuladores de acciones ferroviarias, contenida durante el año 1846 gracias a una serie de circunstancias mera mente accidentales —como la inminente derogación de los arance les cerealistas—, estalló, por fin, en el otoño de 1847, con las quiebras de los grandes comerciantes de productos coloniales de Londres, a las que siguieron muy de cerca las de los bancos agrarios y los cier res de fábricas en los distritos industriales de Inglaterra. Todavía no se había apagado la repercusión de esta crisis en el continente, cuando estalló la revolución de Febrero.

La devastación del comercio y de la industria por la epidemia econ ómica hizo todavía más insoportable el absolutismo de la aristocracia financiera. La fracción de la burguesía en la oposición impulsó en toda Francia una campaña de agitación en forma de banquetes [50] a favor de una reforma electoral, que debía darle la mayoría en las cámaras y derribar el gobierno de la Bolsa. En París, la crisis industrial trajo, además, como consecuencia particular lanzar al mercado interior una masa de fabricantes y comerciantes al por mayor que, en las circunstancias de entonces, no podían seguir haciendo negocios en el mercado exterior. Estos elementos abrieron grandes tiendas, cuya competencia arruinó en masa a los pequeños comerciantes de ultramarinos y tenderos, lo que provoc ó un sinnúmero de quiebras en este sector de la burguesía de París y su actuación revolucionaria en Febrero. Es sabido cómo Guizot y las cámaras contestaron a las propuestas de reforma con un reto inequívoco; cómo Luis Felipe se decidió, cuando ya era tarde, por un gobierno Barrot; cómo se llegó a colisiones entre el pueblo y las tropas, cómo el ejército se vio desarmado por la actitud pasiva de la Guardia Nacional y cómo la monarquía de Julio hubo de dejar el sitio a un gobierno provisional.

Este gobierno provisional, que se levantó sobre las barricadas de Febrero, reflejaba necesariamente, en su composición, los distintos partidos que se repartían la victoria. No podía ser otra cosa más que una transacción entre las diversas clases que habían derribado conjuntamente la monarquía de Julio, pero cuyos intereses se contraponían hostilmente. Su gran mayoría estaba formada por representantes de la burguesía. La pequeña burguesía republicana, rep resentada por Ledru­Rollin [51] y Flocon; la burguesía republicana, por los hombres de Le National [52] ; la oposición dinástica, por Crémieux, Dupont de l’Eure, etc. La clase obrera no tenía más que dos representantes: Luis Blanc [53] y Albert. Finalmente, Lamartine [54] no representaba propiamente en el gobierno provisional ningún int erés real, ninguna clase determinada: era la misma revolución de Febrero, el levantamiento conjunto, con sus ilusion es, su poesía, su contenido imaginario y sus frases. Por lo demás, el portavoz de la revolución de Febrero pertenecía, tanto por su posición como por sus ideas, a la burguesía.

Si París, en virtud de la centralización política, domina a Francia, los obreros, en los momentos de sacudidas revolucionarias, dominan a París. El primer acto del gobierno provisional al nacer fue el intento de sustraerse a esta influencia arrolladora, pasando de apelar al París embriagado para hacerlo a la serena Francia. Lamartine discutía a los luchadores de las barricadas el derecho a proclamar la república, alegando que esto solo podía hacerlo la mayoría de los franceses; había que esperar a que votasen, y el proletariado de París no debía manchar su victoria con una usurpación. La burguesía solo consiente al proletariado una usurpación: la de la lucha.

Hacia el mediodía del 25 de febrero, la república no estaba todavía proclamada, en cambio, todos los ministerios estaban ya repartidos entre los elementos burgueses del gobierno provisional y entre los generales, abogados y banqueros de Le National. Pero los obreros estaban decididos a no tolerar esta vez otro engaño como el de julio de 1830. Estaban dispuestos a afrontar de nuevo la lucha y a imponer la república por la fuerza de las armas. Con esta embajada se dirigió Raspail [55] al Ayuntamiento. En nombre del proletariado de París, ordenó al gobierno provisional que proclamase la república; si en dos horas no se ejecutaba esta orden del pueblo, volvería al frente de 200.000 hom bres. Apenas se habían enfriado los cadáveres de los caídos y apenas se habían desmontado las barricadas; los obreros no estaban desarmados y la única fuerza que se les podía enfrentar era la Guardia Nacional. En estas condiciones desaparecieron los recelos políticos y los escrúpulos jurídicos del gobierno provision al. Aún no había expirado el plazo de dos horas, y todos los muros de París ostentaban ya en caracteres gigantescos las históri cas palabras:

République Française! Liberté, Egalité, Fraternité! [56]

Con la proclamación de la república sobre la base del sufragio universal, se había borrado hasta el recuerdo de los fines y mó viles limitados que habían empujado a la burguesía a la revolución de Febrero. En vez de unas cuantas fracciones de la burguesía, todas las clases de la sociedad francesa se vieron de pronto lanza das al ruedo del poder político, obligadas a abandonar los palcos, el patio de butacas y la galería y a actuar personalmente en la escena revolucionaria. Con la monarquía constitucional había desaparecido también toda apariencia de un poder estatal indepen diente de la sociedad burguesa y toda la serie de luchas derivadas que el mantenimiento de esta apariencia provoca.

El proletariado, al dictar la república al gobierno provisional y, a través del gobierno provisional, a toda Francia, apareció in mediatamente en primer plano como partido independiente, y, al mismo tiempo, lanzó un desafío a toda la Francia burguesa. Lo que el proletariado conquistaba era el terreno para luchar por su emancipación revolucionaria, pero no, ni mucho menos, la emancipación misma.

Lejos de ello, la república de Febrero, antes que nada, tenía que completar la dominación de la burguesía, incorporando a la esfera del poder político, junto a la aristocracia financiera, a todas las clases poseedoras. La mayoría de los grandes terratenientes, los legitimistas, fueron emancipados de la nulidad política a que los había condenado la monarquía de Julio. No en vano La Gazette de France [57] había hecho agitación junto con los periódicos de la oposición, no en vano La Rochejacquelein, en la sesión de la Cámara de los Diputados del 24 de febrero, había abrazado la causa de la revolución. Mediante el sufragio universal, los propietarios nominales, que forman la gran mayoría de Francia, los campesinos, se erigieron en árbitros de los destinos del país. Finalmente, la república de Febrero, al derribar la corona, detrás de la que se escondía el capital, hizo que se manifestase en su forma pura la dominación de la burguesía.

Lo mismo que en las jornadas de Julio habían conquistado luchando la monarquía burguesa, en las jornadas de Febrero los obreros conquistaron luchando la república burguesa. Y lo mismo que la monarquía de Julio se había visto obligada a anunciarse como una monarquía rodeada de instituciones republicanas, la república de Febrero se vio obligada a anunciarse como una república rodea­ da de instituciones sociales. El proletariado de París obligó también a hacer esta concesión.

Marche, un obrero, dictó el decreto por el que el gobierno provisional que acababa de formarse se obligaba a asegurar la exist encia de los obreros por el trabajo, a procurar trabajo a todos los ciudadanos, etc. Y cuando, pocos días después, el gobierno provisional olvidó sus promesas y parecía haber perdido de vista al prol etariado, una masa de 20.000 obreros marchó hacia el Ayuntamiento a los gritos de “¡Organización del trabajo! ¡Queremos un ministerio propio del Trabajo!”. A regañadientes y tras largos debates el gobierno provisional nombró una comisión especial perman ente encargada de encontrar los medios para mejorar la situación de las clases trabajadoras. Esta comisión estaba formada por dele gados de las corporaciones de artesanos de París y presidida por Luis Blanc y Albert. Se le asignó el Palacio de Luxemburgo como sala de sesiones. De este modo, se desterraba a los representantes de la clase obrera de la sede del gobierno provisional. El sector burgués retenía en sus manos de un modo exclusivo el poder efectivo del Estado y las riendas de la administración, y al lado de los ministerios de Hacienda, de Comercio, de Obras Pú blicas, al lado del Banco y de la Bolsa, se alzaba una sinagoga soc ialista, cuyos grandes sacerdotes, Luis Blanc y Albert, tenían la misión de descubrir la tierra prometida, de predicar el nuevo evangelio y de dar trabajo al proletariado de París. A diferencia de todo poder estatal profano no disponían de ningún presupuesto ni de ningún poder ejecutivo. Tenían que romper con la cabeza los pilares de la sociedad burguesa. Mientras en el Luxemburgo se buscaba la piedra filosofal, en el Ayuntamiento se acuñaba la mo neda que tenía circulación.

El caso era que las pretensiones del proletariado de París, en la medida en que excedían el marco de la república burguesa, no podían cobrar más existencia que la nebulosa del Luxemburgo.

Los obreros habían hecho la revolución de Febrero junto con la burguesía; al lado de la burguesía querían también sacar a flote sus intereses, del mismo modo que habían instalado en el gobierno provisional a un obrero al lado de la mayoría burguesa. “¡Organización del trabajo!” Pero el trabajo asalariado es ya la organización existente, la organización burguesa del trabajo. Sin él no hay capital, ni hay burguesía, ni hay sociedad burguesa. “¡Un ministerio propio del Trabajo!”. ¿Es que los ministerios de Hacienda, de Comercio, de Obras Públicas, no son los ministerios burgueses del Trabajo? Junto a ellos, un ministerio proletario del trabajo tenía que ser necesariamente el ministerio de la impotencia, el ministe rio de los piadosos deseos, una comisión del Luxemburgo. Del mismo modo que los obreros creían emanciparse al lado de la bur guesía, creían también poder llevar a cabo una revolución proleta ria dentro de las fronteras nacionales de Francia, al lado de las demás naciones burguesas. Pero las relaciones francesas de producción están condicionadas por el comercio exterior de Francia, por su posición en el mercado mundial y por sus leyes; ¿cómo iba Francia a romper estas leyes sin una guerra revolucionaria europea que repercutiese sobre el déspota del mercado mundial, sobre Inglaterra?

Una clase en la que se concentran los intereses revolucionarios de la sociedad encuentra inmediatamente en su propia situación, tan pronto como se levanta, el contenido y el material para su actua ción revolucionaria: abatir enemigos, tomar las medidas que dictan las necesidades de la lucha. Las consecuencias de sus propios he chos la empujan hacia adelante. No abre ninguna investigación te órica sobre su propia misión. La clase obrera francesa no había llegado aún a esto; era todavía incapaz de llevar a cabo su propia revolución.

El desarrollo del proletariado industrial está condicionado, en general, por el desarrollo de la burguesía industrial. Bajo la dominación de esta, adquiere aquel una existencia a escala nacional que puede elevar su revolución a revolución nacional; crea los med ios modernos de producción, que han de convertirse en otros tan tos medios para su emancipación revolucionaria. La dominación de la burguesía industrial es la que arranca las raíces materiales de la sociedad feud al y allana el terreno, sin lo cual no es posible una revolución prol etaria. La industria francesa está más desarrollada y la burguesía francesa es más revolucionaria que la del resto del continente. Pero la revolución de Febrero, ¿no iba directamente encaminada contra la aristocracia financiera? Este hecho demostraba que la burguesía industrial no dominaba en Francia. La burguesía industrial solo puede dominar allí donde la industria moderna ha modelado a su medida todas las relaciones de propiedad, y la industria solo puede adquirir este poder allí donde ha conquistado el mercado mundial, pues no bastan para su desarrollo las fronteras nacionales. Pero la industria de Francia, en gran parte, solo se asegura su mismo mercado nacional mediante un sistema arancelario prohibitivo más o menos modificado. Por tanto, si el proletariado francés, en un momento de revolución, posee en París una fuerza y una influencia efectivas, que le espolean a realizar un asalto superior a sus med ios, en el resto de Francia se halla agrupado en centros industrial es aislados y dispersos, perdiéndose casi en la superioridad numérica de los campesinos y pequeñoburgueses. La lucha cont ra el capital en la forma moderna de su desarrollo, en su punto culminante —la lucha del obrero asalariado industrial contra el burgués industrial— es, en Francia, un hecho parcial, que después de las jor nadas de Febrero no podía constituir el contenido nacional de la revolución; con tanta mayor razón, cuanto que la lucha contra los modos de explotación secundarios del capital —la lucha del campe sino contra la usura y las hipotecas, del pequeñoburgués contra el gran comerciante, el fabricante y el banquero, en una palabra, con tra la bancarrota— quedaba aún disimulada en el alzamiento gene ral contra la aristocracia financiera. Nada más lógico, pues, que el proletariado de París intentase sacar adelante sus intereses al lado de los de la burguesía, en vez de presentarlos como el interés re volucionario de la propia sociedad, que arriase la bandera roja ante la bandera tricolor [58] . Los obreros franceses no podían dar un paso adelante, no podían tocar ni un pelo del orden burgués, mientras la marcha de la revolución no sublevase contra este orden, contra la dominación del capital, a la masa de la nación —campesinos y pequeñoburgueses— que se interponía entre el proletariado y la burguesía; mientras no la obligase a unirse a los proletarios como a su vanguardia. Solo al precio de la tremenda derrota de Junio [59] podían los obreros comprar esta victoria.

A la comisión del Luxemburgo, esta criatura de los obreros de París, corresponde el mérito de haber descubierto desde lo alto de una tribuna europea el secreto de la revolución del siglo XIX: la emancipación del proletariado. Le Moniteur [60] se ponía furioso cuando tenía que propagar oficialmente aquellas “exaltaciones salvajes” que hasta entonces habían yacido enterradas en las obras apócrifas de los socialistas y que solo de vez en cuando llegaban a los oídos de la burguesía como leyendas remotas, medio espantosas, medio ridículas. Europa se despertó sobresaltada de su modorra burguesa.

Así, en la mente de los proletarios, que confundían la aristocracia financiera con la burguesía en general; en la imagi nación de los probos republicanos, que negaban la existencia misma de las clases o la reconocían, a lo sumo, como consecuencia de la monarquía constitucional; en las frases hipócritas de las fracciones burgue­ sas excluidas hasta entonces del poder, la dominación de la burguesía había quedado abolida con la implantación de la re pública. Todos los monárquicos se convirtieron, por aquel entonc es, en republicanos y todos los millonarios de París en obreros. La palabra que correspondía a esta imaginaria abolición de las relaciones de clase era la fraternité, la confraternización y la fraternidad uni versales. Esta idílica abstracción de los antagonismos de clase, esta conciliación sentimental de los intereses de clase contradictorios, esto de elevarse en alas de la fantasía por encima de la lucha de clases, esta fraternité fue, de hecho, la consigna de la revolución de Febrero. Las clases estaban separadas por un simple equívoco, y Lamartine bautizó al gobierno provisional, el 24 de febrero, como “un gouvernement qui suspend ce malentendu terrible qui existe entre les différentes classes” [61] . El proletariado de París se dejó llevar con deleite por esta borrachera generosa de fraternidad.

A su vez, el gobierno provisional, que se había visto obligado a proclamar la república, hizo todo lo posible por hacerla aceptable para la burguesía y para las provincias. El terror sangriento de la Primera República Francesa fue desautorizado mediante la abolición de la pena de muerte para los delitos políticos; se dio libertad de prensa para todas las opiniones; el ejército, los tribunales y la administración siguieron, salvo algunas excepciones, en manos de sus antiguos dignatarios y a ninguno de los altos delincuentes de la monarquía de Julio se le pidió cuentas. Los republicanos burgueses de Le National se divertían en cambiar los nombres y los trajes monárquicos por nombres y trajes de la antigua república. Para ellos, la república no era más que un nuevo traje de baile para la vieja sociedad burguesa. La joven república buscaba su mérito principal en no asustar a nadie, más bien, en asustarse constantemente a sí misma, en prolongar su existencia y desarmar a los que se resistían, haciendo que esa existencia fuera blanda y condescendiente y no resistiéndose a nada ni a nadie. Se proclamó en voz alta, para que lo oyesen las clases privilegiadas de dentro y los poderes despóticos de fuera, que la república era de naturaleza pacífica. Vivir y dejar vivir era su lema. A esto se añadió que, poco después de la revolución de Febrero, los alemanes, los polacos, los austríacos, los húngaros y los italianos se sublevaron cada cual con arreglo a las características de su situación concreta. Rusia e Inglaterra, esta estremecida también y aquella atemorizada, no estaban preparadas. La república no encontró ante sí ningún enemigo nacional. Por tanto, no existía ninguna gran complicación exterior que pudiera encender la energía para la acción, acelerar el proceso revolucionario y empujar hacia adelante al gobierno provisional o echarlo por la borda. El proletariado de París, que veía en la república su propia obra, aclamaba, naturalmente, todos los actos del gobierno provisional que le ayudaban a afirmarse con más facilidad en la sociedad burguesa. Se dejó emplear de buena gana por Caussidière [62] en servicios de policía para proteger la propiedad en París, como dejó que Luis Blanc fallase con su arbitraje las disputas de salarios entre obreros y patronos. Era su cuestión de honor el mantener intacto a los ojos de Europa el honor burgués de la república.

La república no encontró ninguna resistencia, ni de fuera ni de dentro. Y esto la desarmó. Su misión no consistía ya en transformar revolucionariamente el mundo; consistía solamente en adaptarse a las condiciones de la sociedad burguesa. Las medidas financieras del gobierno provisional testimonian con más elocuencia que nada con qué fanatismo acometió esta misión.

El crédito público y el crédito privado estaban, naturalmente, quebrantados. El crédito público descansa en la confianza de que el Estado se deja explotar por los usureros de las finanzas. Pero el vie­ jo Est ado había desaparecido y la revolución iba dirigida, ante todo, contra la aristocracia financiera. Las sacudidas de la última crisis comercial europea aún no habían cesado. Todavía se producía una bancarrota tras otra.

Así, pues, ya antes de estallar la revolución de Febrero el crédito privado estaba paralizado, la circulación de mercancías entorpecida y la producción estancada. La crisis revolucionaria agudizó la crisis comercial. Y si el crédito privado descansa en la confianza de que la producción burguesa se mantiene intacta e intangible en todo el conjunto de sus relaciones, de que el orden burgués se mantiene intacto e intangible, ¿qué efectos había de producir una revolución que ponía en tela de juicio la base misma de la producción burguesa —la esclavitud económica del proletariado—, que levantaba frente a la Bolsa la esfinge del Luxemburgo? La emancipación del proletariado es la abolición del crédito burgués, pues significa la abolición de la producción burguesa y de su orden. El crédito público y el crédito privado son el termómetro económico por el que se puede medir la intensidad de una revolu ción. En la misma medida en que aquellos bajan, suben el calor y la fuerza creadora de la revolución.

El gobierno provisional quería despojar a la república de su apariencia antiburguesa. Por eso, lo primero que tenía que hacer era asegurar el valor de cambio de esta nueva forma de gobierno, su cotización en la Bolsa. Con la cotización de la república en la Bolsa volvió a elevarse, necesariamente, el crédito privado.

Para alejar la más mínima sospecha de que la república no quisiese o no pudiese hacer honor a las obligaciones legadas por la monarquía, para despertar la fe en la moral burguesa y en la solvencia de la república, el gobierno provisional acudió a una fanfarronada tan indigna como pueril: la de pagar a los acreedores del Estado los intereses del cinco, del cuatro y medio y del cuatro por ciento antes del vencimiento legal. El aplomo burgués, la arrogancia del capitalista se despertaron en seguida al ver la prisa angustiosa con que se procuraba comprar su confianza.

Naturalmente, las dificultades pecuniarias del gobierno provisional no disminuyeron con este golpe teatral, que lo privó del dinero en efectivo de que disponía. La apretura financiera no podía seguirse ocultando, y los pequeñoburgueses, los criados y los obreros hubieron de pagar la agradable sorpresa que se había deparado a los acreedores del Estado.

Las libretas de las cajas de ahorro con sumas superiores a cien francos se declararon no canjeables por dinero, fueron confiscadas y convertidas por decreto en deuda pública no amortizable. Esto hizo que el pequeñoburgués, ya de por sí en aprietos, se irritase contra la república. Al recibir, en sustitución de su libreta, títulos de deuda pública se veía obligado a ir a la Bolsa a venderlos, poniéndose así directamente en manos de los especuladores de la Bolsa contra los que había hecho la revolución de Febrero.

La aristocracia financiera, que había dominado bajo la monarquía de Julio, tenía su iglesia episcopal en el banco. Y del mismo modo que la Bolsa rige el crédito del Estado, la banca rige el crédito comercial. Amenazada directamente por la revolución de Febrero, no solo en su dominación, sino en su misma existencia, la banca procuró desacreditar desde el primer momento la república, generalizando la falta de crédito. Se lo retiró súbitamente a los banqueros, a los fabricantes, a los comerciantes. Esta maniobra, al no provocar una contrarrevolución inmediata, por fuerza tenía que repercutir en perjuicio de la propia banca. Los capitalistas retiraron el dinero que tenían depositado en los sótanos de los bancos. Los tenedores de billetes acudieron en tropel a las ventanillas de los bancos a canjearlos por oro y plata.

El gobierno provisional podía obligar a la banca a declararse en quiebra, sin ninguna injerencia violenta, por vía legal; para ello no tenía más que mantenerse a la expectativa, abandonando a la banca a su suerte. La quiebra de la banca hubiera sido el diluvio que, en un abrir y cerrar de ojos, barriese del suelo de Francia a la aristocracia financiera, la más poderosa y la más peligrosa enemiga de la república, el pedestal de oro de la monarquía de Julio. Y una vez quebrada la banca, la propia burguesía, en un último intento desesperado de salvación, vería necesario que el Gobierno crease un Banco Nacional y sometiese el crédito nacional al control de la nación.

Pero lo que hizo el gobierno provisional fue, por el contrario, dar curso forzoso a los billetes de banco. Y aún hizo más. Convirt ió todos los bancos provinciales en sucursales del Banco de Fran cia, permitiéndole así lanzar su red por toda Francia. Más tarde, le hipotecó los bosques del Estado como garantía de un empréstito que contrajo con él. De este modo, la revolución de Febrero reforzó y amplió directamente la bancocracia que venía a derribar.

Entretanto, el gobierno provisional se encorvaba ante la pesadilla de un déficit cada vez mayor. En vano mendigaba sacrificios patrióticos. Solo los obreros le echaron una limosna. Había que recurrir a un remedio heroico: establecer un nuevo impuesto. ¿Pero a quién gravar con él? ¿A los lobos de la Bolsa, a los reyes de la Banca, a los acreedores del Estado, a los rentistas, a los industrial es? No era por este camino por el que la república se iba a ganar la voluntad de la burguesía. Eso hubiera sido poner en peligro con una mano el crédito del Estado y el crédito comercial, mientras con la otra se le procuraba rescatar a fuerza de grandes sacrificios y humillaciones. Pero alguien tenía que ser el pagano. Y quién fue sacrificado al crédito burgués? Jacques le bonhomme, el campesino [63] .

El gobierno provisional estableció un recargo de 45 céntimos por franco sobre los cuatro impuestos directos. La prensa gubernamental, para engañar al proletariado de París, le contó que este impuesto gravaba preferentemente a los grandes terratenientes, recaía sobre los beneficiarios de los mil millones conferidos por la Restauración [64] . Pero, en realidad, iba sobre todo contra el campesinado, es decir, contra la gran mayoría del pueblo francés. Los campesinos tenían que pagar las costas de la revolución de Feb rero; de ellos sacó la contrarrevolución su principal contingente. El impuesto de los 45 céntimos era para el campesino francés una cuestión vital y la convirtió en cuestión vital para la república. Desde este momento, la república fue para el campesino francés el impuesto de los 45 céntimos y en el proletario de París vio al dilap idador que se daba buena vida a costa suya.

Mientras que la revolución del 1789 comenzó liberando a los campesinos de las cargas feudales, la revolución de 1848, para no poner en peligro al capital y mantener en marcha su máquina es tatal, se inauguró con un nuevo impuesto cargado sobre la población campesina.

Solo había un medio con el que el gobierno provisional podía eliminar todos estos inconvenientes y sacar al Estado de su viejo cauce: la declaración de la bancarrota del Estado. Recuérdese cómo, posteriormente, Ledru­Rollin dio a conocer en la Asamblea Nacional la santa indignación con que había rechazado esta su gestión del usurero bursátil Fould, actual ministro de Hacienda en Francia. Pero lo que Fould le había ofrecido era la manzana del árbol de la ciencia.

Al reconocer las letras de cambio libradas contra el Estado por la vieja sociedad burguesa, el gobierno provisional había caído bajo su férula. Se convirtió en deudor acosado de la sociedad burguesa, en vez de enfrentarse a ella como un acreedor amenazante que venía a cobrar las deudas revolucionarias de muchos años. Tuvo que consolidar el vacilante régimen burgués para poder atender a las obligaciones que solo hay que cumplir dentro de este régimen. El crédito se convirtió en cuestión de vida o muerte para él y las concesiones y promesas hechas al proletariado en otros tantos grilletes que era necesario romper. La emancipación de los obreros —incluso como frase— se convirtió para la nueva república en un peligro insoportable, pues era una protesta constante contra el restablecimiento del crédito, que descansaba en el reconocimiento neto e indiscutido de las relaciones económicas de clase existentes. No había más remedio, por tanto, que terminar con los obreros.

La revolución de Febrero había echado de París al ejército. La Guardia Nacional, es decir, la burguesía en sus diferentes grada ciones, constituía la única fuerza. Sin embargo, no se sentía lo bas tante fuerte para hacer frente al proletariado. Además, se había visto obligada, si bien después de la más tenaz resistencia y de oponer cien obstáculos distintos, a abrir poco a poco sus filas, de jando entrar en ellas a proletarios armados. No quedaba, por tanto, más que una salida: enfrentar una parte del proletariado con otra.

El gobierno provisional formó con este fin 24 batallones de Guardias Móviles, de mil hombres cada uno, integrados por jóvenes de quince a veinte años. Pertenecían en su mayor parte al lumpemproletariado, que en todas las grandes ciudades forma una masa bien deslindada del proletariado industrial. Esta capa es un centro de reclutamiento para rateros y delincuentes de toda clase, que viven de los despojos de la sociedad, gentes sin profesión fija, vagabundos, gente sin hogar, que difieren según el grado de cultura de la nación a que pertenecen, pero que nunca reniegan de su carácter de lazzaroni [65] . En la edad juvenil, cuando el gobierno provisional los reclutaba, eran perfectamente moldeables, capaces tanto de las hazañas más heroicas y los sacrificios más exaltados como del bandidaje más vil y la más sucia venalidad. El gobierno provisional les pagaba un franco y cincuenta céntimos al día, es decir, los compraba. Les daba uniforme propio, es decir, los distinguía de los hombres de blusa. Como jefes, en parte se les destinaron oficiales del ejército permanente y en parte eligieron ellos mismos a jóvenes hijos de burgueses, cuyas baladronadas sobre la muerte por la patria y la abnegación por la república les seducían.

Así hubo frente al proletariado de París un ejército salido de su propio seno y compuesto por 24.000 hombres jóvenes, fuertes y audaces hasta la temeridad. El proletariado vitoreaba a la Guardia Móvil cuando desfilaba por París. Veía en ella a sus campeones de las barricadas. Y la consideraba como la guardia proletaria, en oposición a la Guardia Nacional burguesa. Su error era perdonable.

Además de la Guardia Móvil, el Gobierno decidió rodearse también de un ejército obrero industrial. El ministro Marie enroló en los llamados Talleres Nacionales a cien mil obreros, lanzados al arroyo por la crisis y la revolución. Bajo aquel pomposo nombre se ocultaba sencillamente el empleo de los obreros en aburridos, monótonos e improductivos trabajos de allanamiento de terrenos, por un jornal de 23 sous [66] . Estos Talleres Nacionales no eran otra cosa que las Workhouses [67] inglesas al aire libre. En ellos creía el gobierno provisional haber creado un segundo ejército proletario contra los mismos obreros. Pero esta vez, la burguesía se equivocó con los Talleres Na cionales, como se habían equivocado los obreros con la Guardia Móvil. Lo que creó fue un ejército para la revuelta. Pero una finalidad estaba conseguida.

Talleres Nacionales era el nombre de los talleres del pueblo que Luis Blanc predicaba en el Luxemburgo. Los talleres de Marie, proyectados con un criterio que era el polo opuesto al del Luxem burgo, como llevaban el mismo rótulo, daban pie para un equívoco digno de los enredos escuderiles de la comedia española. El propio gobierno provisional hizo correr el rumor de que estos Talleres Nacionales eran invención de Luis Blanc, cosa tanto más verosímil cuanto que Luis Blanc, el profeta de los Talle res Nacionales, era miembro del gobierno provisional. Y en la con fusión, medio ingenua medio intencionada de la burguesía de París, lo mismo que en la opinión artificialmente fomentada de Francia y de Europa, aquellas Workhouses eran la primera reali zación del socialismo, que con ellas quedaba clavado en la picota.

No por su contenido sino por su título, los Talleres Nacionales encarnaban la protesta del proletariado contra la industria burguesa, contra el crédito burgués y contra la república burguesa. Sobre ellos se volcó, por esta causa, todo el odio de la burguesía. Esta había encontrado en ellos el punto contra el que podía dirigir el ataque una vez que fue lo bastante fuerte para romper abierta mente con las ilusiones de Febrero. Todo el malestar, todo el malhumor de los pequeñoburgueses se dirigía también contra estos Talleres Nacionales, que eran el blanco común. Con verdadera rabia, echaban cuentas de las sumas que los gandules proletarios devoraban mientras su propia situación iba haciéndose cada día más insostenible. ¡Una pensión del Estado por un trabajo aparente: he ahí el socialismo!, refunfuñaban para sí. Los Talleres Naciona les, las declamaciones del Luxemburgo, los desfiles de los obreros por las calles de París: allí buscaban ellos las causas de sus miserias. Y nadie se mostraba más fanático con­ tra las supuestas maquina ciones de los comunistas que el pequeñoburgués al borde de la bancarrota y sin esperanza de salvación.

Así, en la colisión inminente entre la burguesía y el proleta riado, todas las ventajas, todos los puestos decisivos, todas las capas intermedias de la sociedad estaban en manos de la burgue sía y, mientras tanto, las olas de la revolución de Febrero se en crespaban por todo el continente y cada nuevo correo traía un nuevo parte revolucionario, tan pronto de Italia como de Alemania o del remoto sureste de Europa y alimentaba la embriaguez gene ral del pueblo, aportándole testimonios constantes de aquella vic toria, cuyos frutos ya se le habían escapado de las manos.

El 17 de marzo y el 16 de abril fueron las primeras escara muzas de la gran batalla de clases que la república burguesa escondía bajo sus alas. El 17 de marzo reveló la situación equívoca del proletariado que no le permitía ninguna acción decisiva. Su manifestación perseguía, en un principio, retrotraer al gobierno provisional al cauce de la revolución y, eventualmente, eliminar del mismo a sus miembros burgueses e imponer el aplazamiento de las elecciones para la Asamblea Nacional y para la Guardia Nacional. Pero el 16 de marzo la burguesía, representada en la Guardia Nacional, organizó una manifestación hostil al gobierno provisional. Al grito de “¡Abajo Ledru­Rollin!” marchó al Ayuntamiento. Y el 17 de marzo el pueblo se vio obligado a gritar “¡Viva Ledru­Rollin! Viva el gobierno provisional!”. Se vio obligado a abrazar contra la burguesía la causa de la república burguesa, que creía en peligro. Consolidó el gobierno provisional, en vez de someterlo. El 17 de marzo se resolvió en una escena de melodrama. Cierto es que en este día el proletariado de París volvió a exhibir su talla gigantesca, pero eso fortaleció en el ánimo de la burguesía, de dentro y de fuera del gobierno provisional, el designio de destrozarlo.

El 16 de abril fue un equívoco organizado por el gobierno provisional de acuerdo con la burguesía. Un gran número de obreros se habían congregado en el Campo de Marte y en el Hipódromo para preparar sus elecciones al Estado Mayor General de la Guardia Nacional. De pronto, corre de punta a punta de París, con la rapidez del rayo, el rumor de que los obreros armados se han concentrado en el Campo de Marte bajo la dirección de Luis Blanc, de Blanqui [68] , de Cabet y de Raspail para marchar desde allí sobre el Ayuntamiento, derribar el gobierno provisional y proclamar un gobierno comunista. Se toca generala —más tarde, Ledru­Rollin, Marrast y L amartine habían de disputarse el honor de esta iniciativa—. En una hora están 100.000 hombres bajo las armas. El Ayuntamiento es ocupado de arriba abajo por la Guardia Nacional. Los gritos de “Abajo los comunistas! Abajo Luis Blanc, Blanqui, R aspail y Cabet!” resuenan por todo París. Y el gobierno provisional es aclamado por un sinnúmero de delegaciones, todas dispuestas a salvar la patria y la sociedad. Y cuando, por último, los obreros aparecen ante el Ayuntamien to para entregar al gobierno provisional una colecta patriótica hecha por ellos en el Campo de Marte, se enteran con asombro de que el París burgués, en una lucha imaginaria montada con una prudencia extrema, ha vencido a su sombra. El espantoso atentado del 16 de abril su ministró pretexto para dar al ejército orden de regre sar a París —verdadera finalidad de aquella comedia tan burdamente mon tada— y para las manifestaciones federalistas reaccionarias de las provincias.

El 4 de mayo se reunió la Asamblea Nacional [69] , fruto de las elecciones generales y directas. El sufragio universal no poseía la fuerza mágica que los republicanos de viejo cuño le asignaban. Ellos veían en toda Francia, o por lo menos en la mayoría de los franceses, citoyens [70] con los mismos intereses, el mismo discernimiento, etc. Tal era su culto al pueblo. En vez de este pueblo imaginario, las elecciones sacaron a la luz del día al pueblo real, es decir, a los representantes de las diversas clases en que este se dividía. Ya hemos visto por qué los campesinos y los pequeñoburgueses votaron bajo la dirección de la burguesía combativa y de los grandes terratenientes que rabiaban por la restauración. Pero si el sufragio universal no era la varita mágica que habían creído los honrados republicanos, tenía el mérito incomparablemente mayor de desencadenar la lucha de clases, de hacer que las diversas capas intermedias de la sociedad burguesa superasen rápidamente sus ilusiones y desengaños, de lanzar de un golpe a las cumbres del Estado a todas las fracciones de la clase explotadora, arrancándoles así la máscara engañosa, mientras que la monarquía, con su censo electoral restringido, solo ponía en evidencia a determinadas fracciones de la burguesía, dejando escondidas a las otras entre bastidores y rodeándolas con el halo de santidad de una opo sición conjunta.

En la Asamblea Nacional Constituyente, reunida el 4 de mayo, llevaban la voz cantante los republicanos burgueses, los republicanos de Le National. Por el momento, los propios legitimistas y orleanistas solo se atrevían a presentarse bajo la máscara del republicanismo burgués. La lucha contra el prolet ariado solo podía emprenderse en nombre de la república.

La república —es decir, la república reconocida por el pueblo francés— data del 4 de mayo y no del 25 de febrero. No es la república que el proletariado de París impuso al gobierno provisional; no es la república con instituciones sociales; no es el sueño de los que lucharon en las barricadas. La república proclamada por la Asamblea Nacional, la única república legítima, es la república que no representa ningún arma revolucionaria contra el orden burgués. Es, por el contrario, la reconstitución política de este, la reconsolidación política de la sociedad burguesa, la república burguesa, en una palabra. Esta afirmación resonó desde la tribuna de la Asam blea Nacional y encontró eco en toda la prensa burguesa, republicana y monárquica.

Y ya hemos visto que la república de Febrero no era realmente ni podía ser más que una república burguesa; que, pese a todo, el gobierno provisional, bajo la presión directa del proletariado, se vio obligado a proclamarla como una república con instituciones sociales; que el proletariado de París no era todavía capaz de sa lirse del marco de la república burguesa más que en sus ilusiones, en su imaginación; que actuaba siempre y en todas partes a su serv icio, cuando llegaba la hora de la acción; que las promesas que se le habían hecho se convirtieron para la nueva república en un pe ligro insoportable; que todo el proceso de la vida del gobierno prov isional se resumía en una lucha continua contra las reclamaciones del proletariado.

En la Asamblea Nacional, toda Francia se constituyó en juez del proletariado de París. La Asamblea rompió inmediatamente con las ilusiones sociales de la revolución de Febrero y proclamó ro tundamente la república burguesa como república burguesa y nada más. Eliminó rápidamente de la comisión ejecutiva por ella nombrada a los representantes del proletariado, Luis Blanc y Al bert, rechazó la propuesta de un ministerio especial del Trabajo y aclamó con gritos atronadores la declaración del ministro Trélat: “Solo se trata de reducir el trabajo a sus antiguas condiciones”.

Pero todo esto no bastaba. La república de Febrero había sido conquistada por los obreros con la ayuda pasiva de la burguesía. Los proletarios se consideraban con razón como los vencedores de Febrero y formulaban las exigencias arrogantes del vencedor. Había que vencerlos en la calle, había que demostrarles que tan pronto como luchaban no con la burguesía, sino contra ella, salían derrotados. Y así como la república de Febrero, con sus concesion es socialistas, había exigido una batalla del proletariado unido a la burguesía contra la monarquía, ahora, era necesaria una segunda batalla para divorciar a la república de las concesiones al socialismo, para que la república burguesa saliese consagrada oficialmente como régimen imperante. La burguesía tenía que refutar con las armas en la mano las pretensiones del proletariado. Por eso la verdadera cuna de la república burguesa no es la victoria de Feb rero sino la derrota de Junio.

El proletariado aceleró el desenlace cuando, el 15 de mayo, se introdujo por la fuerza en la Asamblea Nacional, esforzándose en vano por reconquistar su influencia revolucionaria, sin conseguir más que entregar a sus dirigentes más enérgicos a los carceleros burgueses [71] . Il faut en finir! ¡Esta situación tiene que terminar! Con este grito, la Asamblea Nacional expresaba su firme resolución de for zar al proletariado a la batalla decisiva. La comisión ejecutiva pro mulgó una serie de decretos de desafío, tales como la prohibición de aglomeraciones populares, etc. Desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional Constituyente se provocaba, se insultaba, se escarnecía descaradamente a los obreros. Pero el verdadero punto de ataque estaba, como hemos visto, en los Talleres Nacionales. A ellos remitió imperiosamente la Asamblea Constituyente a la co misión ejecutiva, que no esperaba más que oír enunciar su propio plan como orden de la Asamblea Nacional.

La comisión ejecutiva comenzó poniendo dificultades para el in greso en los Talleres Nacionales, convirtiendo el salario por días en sa lario a destajo, desterrando a la Sologne a los obreros no nacidos en París, con el pretexto de ejecutar allí obras de allanamiento de terrenos. Estas obras no eran más que una fórmula retórica para encubrir su expulsión, como anunciaron a sus camaradas los obreros que retornaban desengañados. Finalmente, el 21 de junio apareció en Le Moniteur un decreto que ordenaba que todos los obreros solteros fuesen expulsados por la fuerza de los Talleres Nacionales o enrolados en el ejército.

Los obreros no tenían opción: o morirse de hambre o iniciar la lucha. Contestaron el 22 de junio con aquella formidable insurrección en que se libró la primera gran batalla entre las dos clases de la sociedad moderna. Fue una lucha por la conservación o el aniquilamiento del orden burgués. El velo que envolvía a la república quedó desgarrado.

Es sabido que los obreros, con una valentía y una genialidad sin precedentes, sin dirigentes, sin un plan común, sin medios, carentes de armas en su mayor parte, tuvieron en jaque durante cinco días al Ejército, a la Guardia Móvil, a la Guardia Nacional de París y a la que acudió en tropel de las provincias. Y es sabido que la burguesía se vengó con una brutalidad inaudita del miedo mortal que había pasado, exterminando a más de 3.000 prisioneros.

Los representantes oficiales de la democracia francesa estaban hasta tal punto cautivados por la ideología republicana, que, incluso pasadas algunas semanas, no comenzaron a sospechar el sentido del combate de junio. Estaban como aturdidos por el humo de la pólvora en que se disipó su república fantástica.

Permítanos el lector que describamos con las palabras de la Nueva Gaceta Renana la impresión inmediata que en nosotros produjo la noticia de la derrota de junio:

“El último resto oficial de la revolución de Febrero, la comi sión ejecutiva, se ha disipado como un fantasma ante la seriedad de los acontecimientos. Los fuegos artificiales de Lamartine se han convertido en las granadas incendiarias de Cavaignac [72] . La fraternité, la hermandad de las clases antagónicas, una de las cuales explota a la otra, esta fraternidad proclamada en Febrero y escrita con grandes caracteres en la frente de París, en cada cárcel y en cada cuartel, tiene como verdadera, auténtica y prosaica expresión la guerra civil; la guerra civil bajo su forma más espantosa, la guerra entre el trabajo y el capital. Esta fraternidad resplandecía delante de todas las ventanas de París en la noche del 25 de junio, cuando el París de la burguesía encendía sus iluminaciones, mientras el París del proletariado ardía, gemía y se desangraba. La fraternidad existió precisamente el tiempo durante el cual el interés de la burguesía estuvo hermanado con el del proletariado.

Pedantes de las viejas tradiciones revolucionarias de 1793, doctrinarios socialistas que mendigaban a la burguesía para el pueblo y a los que se permitió echar largos sermones y desprestigiarse mientras fue necesario arrullar el sueño del león proletario, republicanos que reclamaban todo el viejo orden burgués con excepción de la testa coronada, hombres de la oposición dinástica a quienes el azar envió en vez de un cambio de gobierno el derrumbamiento de una dinastía, legitimistas que no querían dejar la librea, sino solamente cambiar su corte: tales fueron los aliados con los que el pueblo llevó a cabo su Febrero...

La revolución de Febrero fue la revolución hermosa, la revol ución de las simpatías generales, porque los antagonismos que en ella estallaron contra la monarquía dormitaban incipientes aún, bien avenidos unos con otros, porque la lucha social que era su fondo solo había cobrado una existencia aérea, la existencia de la fra­ se, de la palabra. La revolución de Junio es la revolución fea, la revolución repelente, porque el hecho ha ocupado el puesto de la frase, porque la república puso al desnudo la cabeza del propio monstruo al echar por tierra la corona que la cubría y le servía de pantalla. ‘¡Orden!’, era el grito de guerra de Guizot. ‘¡Orden!’, gritaba Sebastiani, el guizotista, cuando Varsovia fue tomada por los rusos. ‘¡Orden!’, grita Cavaignac, eco brutal de la Asamblea Nacional francesa y de la burguesía republicana. ‘¡Orden!’, tronaban sus proyectiles, cuando desgarraban el cuerpo del proletariado.

Ninguna de las numerosas revoluciones de la burguesía francesa desde 1789 había sido un atentado contra el orden. Todas dejaban en pie la dominación de clase, todas dejaban en pie la esclavitud de los obreros, todas dejaban subsistente el orden burgués, por mucha que fuese la frecuencia con que cambiase la forma política de esta dominación y de esta esclavitud. Pero Junio ha atentado contra este orden. ¡Ay de Junio!” (Nueva Gaceta Renana, 29/6/1848) [73] .

Ay de Junio!, contesta el eco europeo.

El proletariado de París fue obligado por la burguesía a hacer la revolución de Junio. Ya en esto iba implícita su condena al fracaso. Ni su necesidad directa y confesada le impulsaba a querer conseguir por la fuerza el derrocamiento de la burguesía, ni tenía aún fuerzas bastantes para imponerse esta misión. Le Moniteur le hizo saber oficialmente que había pasado el tiempo en que la república tenía que rendir honores a sus ilusiones, y fue su derrota la que le convenció de esta verdad: que hasta la más mínima mejora de su situación es, dentro de la república burguesa, una utopía; y una utopía que se convierte en crimen tan pronto como quiere transformarse en realidad. Y sus reivindica ciones, desmesuradas en cuanto a la forma, pero minúsculas, e in cluso, todavía burguesas por su contenido, cuya satisfacción quería arrancar a la república de Febrero, cedieron el puesto a la consigna audaz y revolucionaria: Derrocamiento de la burguesía! Dicta dura de la clase obrera!

Al convertir su fosa en cuna de la república burguesa, el proletariado la obligaba, al mismo tiempo, a manifestarse en su forma pura, como el Estado cuyo fin confesado es eternizar el dominio del capital y la esclavitud del trabajo. Viendo cons tantemente ante sí a su enemigo, lleno de cicatrices, irreconci liable e invencible —invencible, porque su existencia es la condición de la propia vida de la burguesía—, la dominación burg uesa, libre de todas las trabas, tenía que trocarse inmediata mente en terrorismo burgués. Y una vez eliminado provisionalmente de la escena el proletariado y reconocida ofi cialmente la dictadura burguesa, las capas medias de la sociedad burguesa, la pequeña burguesía y la clase campesina, a medida en que su situación se hacía más insoportable y se erizaba su antagonismo con la burguesía, tenían que unirse más y más al proletariado. Lo mismo que antes encontraban en su auge la causa de sus miserias, ahora tenían que encontrarla en su derrota.

Cuando la revolución de Junio hizo jactarse a la burguesía en todo el continente y la llevó a aliarse abiertamente con la mo narquía feudal contra el pueblo, ¿quién fue la primera víctima de esta alianza? La misma burguesía continental. La derrota de Junio le impidió consolidar su dominación y detener al pueblo, mitad satisfecho, mitad disgustado, en el escalón más bajo de la rev olución burguesa.

Finalmente, la derrota de Junio reveló a las potencias despóticas de Europa el secreto de que Francia tenía que mantener a todo trance la paz en el exterior, para poder librar la guerra civil en el int erior. Y así, los pueblos que habían comenzado la lucha por su independencia nacional fueron abandonados a la superioridad de fuerzas de Rusia, de Austria y de Prusia, pero al mismo tiempo la suerte de estas revoluciones nacionales fue supeditada a la suerte de la revolución proletaria y despojada de su aparente sustantividad, de su independencia respecto a la gran transformación social. El húngaro no será libre, ni lo será el polaco, ni el italiano, mient ras el obrero siga siendo esclavo!

Por último, con las victorias de la Santa Alianza, Europa ha cobrado una fisonomía que hará coincidir directamente con una guerra mundial todo nuevo levantamiento proletario en Francia. La nueva revolución francesa se verá obligada a abandonar inmediatamente el terreno nacional y a conquistar el terreno europeo, el único en que puede llevarse a cabo la revolución social del siglo XIX.

Ha sido, pues, la derrota de Junio la que ha creado todas las condiciones para que Francia pueda tomar la iniciativa de la revolución europea. Solo empapada en la sangre de los insurrectos de Junio ha podido la bandera tricolor transformarse en la bandera de la revolución europea, en la bandera roja.

Y nosotros exclamamos: La revolución ha muerto! Viva la revolución!


 
II. El 13 de Junio de 1849
El 25 de febrero de 1848 había concedido a Francia la república, el 25 de junio le impuso la revolución. Y desde Junio, revolución significaba: subversión de la sociedad burguesa, mientras que antes de Febrero había significado: subversión de la forma de gobierno.

El combate de Junio había sido dirigido por la fracción republicana de la burguesía. Con la victoria, necesariamente tenía que caer en sus manos el poder. El estado de sitio puso a sus pies, sin resistencia, al París agarrotado. Y en las provincias imperaba un estado de sitio moral, la arrogancia del triunfo, amenazadora y brutal, de los burgueses y el fanatismo de la propiedad desencade nado entre los campesinos.

¡Desde abajo no había, por tanto, nada que temer!

Al quebrarse la fuerza revolucionaria de los obreros se quebró también la influencia política de los republicanos demócratas, es decir, de los republicanos pequeñoburgueses, representados en la comisión ejecutiva por Ledru­Rollin, en la Asamblea Nacional Constituyente por el partido de la Montaña y en la prensa por La Réforme [74] .

Junto con los republicanos burgueses habían conspirado contra el proletariado el 16 de abril [75] , y junto con ellos habían luchado contra el proletariado en las jornadas de Junio. De este modo, destruyeron ellos mismos el fondo sobre el que su partido se destacaba como una potencia, pues la pequeña burguesía solo puede afirmar una posición revolucionaria contra la burguesía mientras tiene detrás de sí al proletariado. Se les dio el pasaporte. La alianza aparente que, de mala gana y con segunda intención, se había pactado con ellos durante la época del gobierno provisional y de la comisión ejecutiva fue rota abierta mente por los republicanos burgueses. Despreciados y rechazados como aliados, descendieron al papel de satélites de los tricolores, a los que no podían arrancar ninguna concesión y cuya domina ción tenían necesariamente que apoyar cuantas veces esta, y con ella la república, parecía peligrar ante los ataques de las fracciones monárquicas de la burguesía. Finalmente, estas fraccio nes —los orleanistas y los legitimistas— se hallaban desde un principio en minoría en la Asamblea Nacional Constituyente. Antes de las jornadas de Junio no se atrevían a manifestarse más que bajo la careta del republicanismo burgués. La victoria de Junio hizo que toda la Francia burguesa saludase por un momento en Cavaignac a su redentor, y cuando, poco después de las jornadas de Junio, el partido monárquico volvió a cobrar su persona lidad independiente, la dictadura militar y el estado de sitio en París solo le permitieron extender los tentáculos con mucha timi dez y gran cautela.

Desde 1830, la fracción republicano­burguesa se agrupaba, con sus escritores, sus tribunos, sus talentos, sus ambiciosos, sus diput ados, generales, banqueros y abogados, en torno a un periódico de París, en torno a Le National. En provincias, este diario tenía sus periódicos filiales. La pandilla de Le National era la dinastía de la re pública tricolor. Se adueñó inmediatamente de todos los puestos dirigentes del Estado, de los ministerios, de la prefectura de polic ía, de la dirección de correos, de los cargos de prefecto, de los altos puestos de mando del ejército que habían quedado vacantes. Al frente del poder ejecutivo estaba Cavaignac, su general. Su redac tor jefe, Marrast, asumió con carácter permanente la presidencia de la Asamblea Nacional Constituyente. Al mismo tiempo, como maestro de ceremonias en sus recepciones, hacía los honores en nom bre de la república “honesta”.

Hasta los escritores franceses revolucionarios corroboraron, por una especie de temor reverente ante la tradición republicana, la idea errónea de que los monárquicos dominaban en la Asamblea Nacional Constituyente. Sin embargo, desde las jornadas de Junio la Asamblea Constituyente, que siguió siendo la representante exclusiva del republicanismo burgués, destacaba tanto más decididamente este aspecto cuanto más se desmoronaba la influencia de los republicanos tricolores fuera de la Asamblea. Si se trataba de afirmar la forma de la república burguesa, disponía de los votos de los republicanos demócratas; si se trataba del contenido, ya ni el lenguaje la separaba de las fracciones burguesas monárquicas, pues los intereses de la burguesía, las condiciones materiales de su dominación y de su explotación de clase, son los que forman precisamente el contenido de la república burguesa. No fue, pues, el monarquismo, sino el republicanismo burgués el que se realizó en la vida y en los hechos de esta Asamblea Constituyente, que a la postre no se murió ni la mataron, sino que acabó pudriéndose.

Durante todo el tiempo de su dominación, mientras en el proscenio se representaba para el respetable público la función solemne, al fondo de la escena tenían lugar inmolaciones ininterrumpidas: las continuas con denas en tribunal de guerra de los insurrectos de Junio hechos prisioneros o su deportación sin formación de causa. La Asamblea Constituyente tuvo el tacto de confesar que, en los insurrectos de Junio, no juzgaba a criminales, sino que aplastaba a enemigos.

El primer acto de la Asamblea Nacional Constituyente fue el nombramiento de una comisión investigadora sobre los suce sos de Junio y del 15 de mayo, y sobre la participación en estas jornadas de los dirigentes de los partidos socialista y demócrata. Esta investigación apuntaba directamente contra Luis Blanc, Ledru­ Rollin y Caussidière. Los republicanos burgueses ardían de impaciencia por deshacerse de estos rivales. Y no podían encomendar la ejecución de su odio a sujeto más adecuado que el señor Odilon Barrot, antiguo jefe de la oposición dinástica, el liberalismo personificado, la nulidad solemne, la superficialidad profunda, que no tenía que vengar solamente a una dinas tía, sino pedir cuentas a los revolucionarios por haberle frustrado una presidencia del Consejo de Ministros: garantía segura de que sería inexorable. Se nombró, pues, a este Barrot presidente de la comisión investigadora, y montó contra la revolución de Febrero un proceso completo, que puede resumirse así: 17 de marzo, manifestación; 16 de abril, complot; 15 de mayo, atentado; 23 de junio, ¡guerra civil! ¿Por qué no hizo extensivas sus investigaciones eruditas y criminalistas al 24 de febrero? Le Journal des Débats [76] contestó: el 24 de febrero es la fundación de Roma. Los orígenes de los Estados se pierden en un mito, en el que hay que creer y que no se puede discutir. Luis Blanc y Caussidière fueron entregados a los tribuna les. La Asamblea Nacional completó la obra de autodepuración comenzada el 15 de mayo.

El plan concebido por el gobierno pro visional, y recogido por Goudchaux [77] , de crear un impuesto sobre el capital —en forma de impuesto sobre las hipotecas— fue rechazado por la Asamblea Constituyente; la ley que limitaba la jornada de trabajo a diez horas, fue derogada; la prisión por deudas, restablecida; los analfabetos, que constituían la mayor parte de la población francesa, fueron incapacitados para el jurado. ¿Por qué no también para el sufragio? Volvió a implantarse la fianza para los periódicos y se restringió el derecho de asociación.

Pero, en su prisa por restituir al viejo régimen burgués sus antiguas garantías y por borrar todas las huellas que habían dejado las olas de la revolución, los republicanos burgueses chocaron con una resistencia que les amenazó con un peligro inesperado. Nadie había luchado más fanáticamente en las jornadas de Junio por la salvación de la propiedad y el restablecimiento del crédito que el pequeñoburgués de París: los dueños de cafés, los propietarios de restaurantes, los taberneros, los pequeños comerciantes, los tenderos, los artesanos, etc. La tienda se puso en pie y marchó contra la barricada para restablecer la circulación, que lleva al público de la calle a la tienda. De un lado de la barricada estaban los clientes y los deudores; del otro, los acreedores del tendero. Y cuando, después de deshechas las barricadas y de ser aplastados los obreros, los dueños de las tiendas, ebrios de victoria, retornaron a ellas, se encontraron en la puerta, a guisa de barricada, a un salvador de la propiedad, a un agente oficial del crédito, que les alargaba unos papeles amenazadores: Las letras vencidas! Las rentas vencidas! Los préstamos vencidos! Vencidos también la tienda y el tendero!!

Salvación de la propiedad! Pero la casa que habitaban no era propiedad de ellos; la tienda que guardaban no era propiedad de ellos; las mercancías con que negociaban no eran propiedad de ellos. Ni el negocio, ni el plato en que comían, ni la cama en que dormían eran ya suyos. Frente a ellos precisamente era frente a quienes había que salvar esta propiedad para el casero que les alquilaba la casa, para el banquero que les descontaba las letras, para el capitalista que les anticipaba el dinero, para el fabricante que confiaba las mercancías a estos tenderos para que se las vendieran, para el comerciante al por mayor que daba a crédito a estos artesanos las materias primas. Restablecimiento del crédito! Pero el crédito, nuevamente consolidado, se comportaba como un dios viviente y celoso, arrojando de entre sus cuatro paredes, con mujer e hijos, al deudor insolvente, entregando sus ilusorios bienes al capital y arrojándole a aquella cárcel de deudores que había vuelto a levantarse, amenazadora, sobre los cadáveres de los in surrectos de Junio.

Los pequeñoburgueses se dieron cuenta, con espanto, de que, al aplastar a los obreros, se habían puesto mansamente en manos de sus acreedores. Su bancarrota, que pasaba desapercibida, aun que desde Febrero venía arrastrándose como una enfermedad crónica, después de Junio se declaró abiertamente. No se había tocado su propiedad nominal mientras se trataba de empujarlos al campo de batalla en nombre de la propiedad. Ahora, cuando ya el gran pleito con el proletariado estaba ventilado, podía ventilarse también el pequeño pleito con el tendero. En París, la masa de las deudas reclamadas pasaba de 21 millones de francos y en provincias de 11 millones. Los dueños de más de 7.000 negocios de París no habían pagado sus alquileres desde febrero.

Si la Asamblea Nacional había abierto una investigación sobre el delito político a partir de Febrero, los pequeñoburgueses, por su parte, exigieron ahora que se abriese también una investigación sobre las deudas civiles hasta el 24 de febrero. Se reunieron en masa en el vestíbulo de la Bolsa y exigieron, en términos amena zadores, que a todo comerciante que pudiese probar que solo había quebrado a causa de la paralización de los negocios originada por la revolución, y que el 24 de febrero su negocio marchaba bien, se le prorrogase el término de vencimiento por fallo del tribunal comercial y se obligase al acreedor a retirar la demanda por un tanto por ciento prudencial. Presentado como propuesta de ley, la Asamblea Nacional trató el asunto bajo la forma de concordats à l’amiable [78] . La Asamblea estaba vacilante; pero de pronto supo que, al mismo tiempo en la Puerta de Saint Denis miles de mujeres y niños de los insurrectos preparaban una petición de amnistía. Ante el espectro resurgido de Junio, los pequeñoburgueses se echaron a temblar y la Asamblea volvió a sentirse inexorable. Los concordats à l’amiable entre acreedores y deudores fueron rechazados en sus puntos más esenciales.

Y así, cuando ya hacía tiempo que los representantes demócratas de los pequeñoburgueses habían sido rechazados en la Asam blea Nacional por los representantes republicanos de la burguesía, esta rup tura parlamentaria cobró un sentido burgués, real, econó mico, al ser entregados los pequeñoburgueses, como deudores, a merced de los burgueses, como acreedores. Una gran parte de los primeros quedó arruinada y el resto solo pudo continuar el negocio bajo condiciones que le convertían en un siervo absoluto del capital.

El 22 de agosto de 1848, la Asamblea Nacional rec hazó los concordats à l’amiable; el 19 de septiembre de 1848, en pleno estado de sitio, fueron elegidos representantes de París el príncipe Luis Bonaparte y el comunista Raspail, preso en Vincenn es, a la vez que la burguesía elegía al usurero Fould, banquero y orleanista. Así, de todas partes y simultáneamente, surgía una dec laración abierta de guerra contra la Asamblea Nacional Constitu yente, contra el republicanismo burgués y contra Cavaignac.

Sin largas explicaciones, se comprende que la bancarrota en masa de los pequeñoburgueses de París tenía que repercutir mucho más allá de los directamente afectados y desquiciar una vez más el comercio burgués, al mismo tiempo que volvía a crecer el dé ficit del Estado por el coste de la revolución de Junio y disminuían sin cesar los ingresos públicos, la producción estaba paralizada, el consumo restringido y la importación disminuyendo. Cavaignac y la Asamblea Nacional solo podían acudir a un nuevo empréstito, que les habría de someter todavía más al yugo de la aristocracia financiera.

Si los pequeñoburgueses habían cosechado, como fruto de la victoria de Junio, la bancarrota y la liquidación judicial, los jeníz aros [79] de Cavaignac, los guardias móviles, encontraron su re compen sa en los dulces brazos de las prostitutas elegantes y recibieron, ellos, “los jóvenes salvadores de la sociedad”, aclamac iones de todo género en los salones de Marrast, el gentilhombre de los tricolores, que hacía a la vez de anfitrión y de trovador de la rep ública honesta. Al mismo tiempo, estas preferencias sociales y el sueldo incomparablemente más elevado de los guardias móviles irritaban al ejército, a la par que desaparecían todas las ilusiones nacionales con que el republicanismo burgués, por medio de su periódico Le National, había sabido captar, bajo Luis Felipe, a una parte del ejército y del campesinado. El papel de media dores que Cavaignac y la Asamblea Nacional desempeñaron en el norte de Italia, para traicionarlo a favor de Austria de acuerdo con Inglaterra, anuló en un solo día de poder dieciocho años de oposi ción de Le National. Ningún gobierno había sido tan poco nacional como el de Le National; ninguno más sumiso a Inglaterra, y eso que bajo Luis Felipe Le National vivía de parafrasear a diario las pala bras catonianas Ceterum censeo Carthaginem esse delendam [80] ; ninguno más serv il con la Santa Alianza, y eso que había exigido a Guizot que rompiese los tratados de Viena. La ironía de la historia hizo de Bastide, antiguo redactor de asuntos extranjeros de Le National, min istro de Negocios Extranjeros de Francia, para que pudiera desmentir cada uno de sus artículos con cada uno de sus despachos.

El ejército y los campesinos creyeron, por un instante, que con la dictadura militar se ponía en el orden del día la guerra en el exterior y la gloria. Pero Cavaignac no era la dictadura del sable sobre la sociedad burguesa; era la dictadura de la burguesía por medio del sable. Y lo único que por ahora necesi taba del soldado era el gendarme. Cavaignac escondía, detrás de los rasgos severos de una austeridad propia de un republicano de la antigüedad, la vulgar sumisión a las condiciones humillantes de su cargo burgués. L’argent n’a pas de maître! El dinero no tiene amo! Cavaignac, como la Asamblea Constituyente en general, ide alizó este viejo lema del Tercer Estado, traduciéndolo al lenguaje político: la burguesía no tiene rey; la verdadera forma de su domi nación es la república.

Y la “gran obra orgánica” de la Asamblea Nacional Constituyente consistía en elaborar esta forma, en fabricar una constitu ción republicana. El deshacerse del calendario cristiano para bautizar lo de re publicano, el trocar San Bartolomé [81] en San Robesp ierre, no hizo cambiar el viento ni el tiempo más de lo que esta Constitución modificó o debía modificar la sociedad burguesa. Allí donde hacía algo más que cambiar el traje, se limitaba a levantar acta de los hechos existentes. Así, registró solemnemente el hecho de la república, el hecho del sufragio universal, el hecho de una Asamblea Nacional única y soberana en lugar de las dos cámaras constitucionales con facultades limitadas. Registró y legalizó el hecho de la dictadura de Cavaignac, sustituyendo la monarquía hereditaria, fija e irresponsable, por una monarquía electiva, temporal y responsable, por una presidencia reeleg ible cada cuatro años. Y elevó, asimismo, a precepto constitucional el hecho de los poderes especiales con que la Asamblea Nacional, después de los horrores del 15 de mayo y del 25 de junio, había investido previsoramente a su presidente, en in terés de la propia seguridad. El resto de la Constitución fue una cuestión de terminología. Se arrancaron las etiquetas monárquicas y en su lugar se pegaron otras republicanas. Marrast, antiguo redactor jefe de Le National, ahora redactor jefe de la Constitución, cumplió, no sin talento, este cometido académico.

La Asamblea Constituyente se parecía a aquel funcionario chileno que se empeñaba en fijar con ayuda de una medición catastral los límites de la propiedad territorial en el preciso instante en que los ruidos subterráneos habían anunciado ya la erupción volcánica que haría saltar el suelo bajo sus pies. Mientras en teoría la Asamblea trazaba con compás las formas en que había de expresarse republicanamente la dominación de la burguesía, en la práctica solo se imponía por la negación de todas las fórmulas, por la violencia desnuda, por el estado de sitio. Dos días antes de comenzar su labor constitucional, proclamó su prórroga. Antes, las constituciones se hacían y se aprobaban tan pronto como el proceso de revolución social llegaba a un punto de equilibrio, las relaciones de clase recién formadas se consolidaban y las fracciones en pugna de la clase dominante se acogían a un arreglo que les permitía proseguir la lucha entre sí y, al mismo tiempo, excluir de ella a la masa agotada del pueblo. En cambio, esta Constitución no sancionaba ninguna revolución social, sancionaba la victoria momen tánea de la vieja sociedad sobre la revolución.

En el primer proyecto de Constitución, redactado antes de las jornadas de Junio [82] , figuraba todavía el droit au travail, el derecho al trabajo, esta primera fórmula, torpemente enunciada, en que se resumen las reivindicaciones revolucionarias del proletariado. Ahora se convertía en el droit à l’assistance, en el derecho a la asistencia pública, y ¿qué Estado moderno no alimenta, en una u otra forma, a sus pobres? El derecho al trabajo es, en el sentido burgués, un contrasentido, un mezquino deseo piadoso, pero detrás del derecho al trabajo está el poder sobre el capital, y detrás del poder sobre el capital la apropiación de los medios de producción, su sumisión a la clase obrera asociada, y, por consiguiente, la abolición tanto del trabajo asalariado como del capital y de sus relaciones mutuas. Detrás del derecho al trabajo estaba la revolución de Junio. La Asamblea Constituyente, que de hecho había colocado al proletariado revolucionario fuera de la ley, tenía, por principio, que excluir esta fórmula de la Constitución, ley de las leyes; tenía que poner su anatema sobre el derecho al trabajo. Pero no se detuvo aquí. Lo que Platón hizo en su República con los poetas lo hizo ella en la suya con el impuesto progresivo: desterrarlo para toda la eternidad. Y el impuesto progresivo no solo era una medida burguesa aplicable en mayor o menor escala dentro de las relaciones de producción existentes; era, además, el único medio de captar para la república honesta a las capas medias de la sociedad burguesa, de reducir la deuda pública, de tener en jaque a la mayoría monárquica de la burguesía.

Con ocasión de los concordats à l’amiable, los republicanos tricolores sacrificaban efectivamente la pequeña burguesía a la grande. Y este hecho aislado lo elevaron a principio, prohibiendo por vía le gislativa el impuesto progresivo. Dieron a la reforma burguesa el mismo trato que a la revolución proletaria. Pero, ¿qué clase quedaba entonces como puntal de su república? La gran burguesía. Y la masa de esta era monárquica. Si explotaba a los republicanos de Le National para volver a consolidar las viejas relaciones en la vida económica, de otra parte abrigaba el designio de explotar este régimen social nuevamente fortalecido para restaurar las formas políticas con él congruentes. Ya a principios de octubre Cavaignac se vio obligado, a pesar de los gruñidos y el alboroto de los puritanos sin seso de su propio partido, a nombrar ministros de la república a Dufaure y V ivien, antiguos ministros de Luis Felipe.

Mientras rechazaba toda transacción con la pequeña burguesía y no sabía captar para la nueva forma de gobierno a ningún elemento nuevo de la sociedad, la Constitución tricolor se apresuró, en cambio, a devolver la intangibilidad tradicional a un cuerpo en el que el viejo Estado tenía sus defensores más rabiosos y fanáticos. Elevó a ley constitucional la inamovilidad de los jueces, puesta en tela de juicio por el gobierno provisional. El rey que ella había destronado, que era uno solo, renacía por centenares en estos inamovibles inquisidores de la legalidad. La prensa francesa ha analizado en sus muchos aspectos las contradicciones de la Constitución del señor Marrast; por ejemplo, la coexistencia de dos soberanos: la Asamblea Nacional y el presidente, etc.

Pero la contradicción de más envergadura de esta Constitución consiste en lo siguiente: mediante el sufragio universal, otorga la pose sión del poder político a las clases cuya esclavitud social debe eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeñoburgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder. Encierra su dominación política en el marco de unas condiciones democráticas que en todo momento son un factor para la victoria de las clases enemigas y ponen en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa. Exige de los unos que no avancen, pasando de la emancipación política a la social; y de los otros que no retrocedan, pasando de la restauración social a la política.

Estas contradicciones tenían sin cuidado a los republicanos burgueses. A medida que dejaban de ser indispensables —y solo fueron indispensables como campeones de la vieja sociedad contra el proletariado revolucionario— se iban hundiendo y, a las pocas semanas de su victoria, pasaban del nivel de un partido al nivel de una pandilla. Manejaban la Constitución como una gran intriga. Lo que en ella había de constituirse era, ante todo, la dom inación de la pandilla. El presidente había de seguir siendo Ca vaignac, y la Asamblea Legislativa, la Constituyente prorrogada. Confiaban en lograr reducir a una ficción el poder político de las masas del pueblo y en saber manejar lo bastante esta ficción para amenazar constantemente a la mayoría de la burguesía con el di lema de las jornadas de Junio: o el reino de Le National o el reino de la anarquía.

La obra constitucional, comenzada el 4 de septiembre, se terminó el 23 de octubre. El 2 de septiembre, la Constituyente acordó no disolverse hasta no haber promulgado las leyes orgánicas complementarias de la Constitución. No obstante, ya el 10 de diciembre, mucho antes de que estuviese cerrado el ciclo de su propia actua ción, se decidió a dar vida a su criatura más entrañable: al presidente. Tan segura estaba de poder saludar en el homúnculo [83] de la Constitución al “hijo de su madre”. Por precaución, se dispuso que si ninguno de los candidatos reunía dos millones de votos la elección pasaría de la nación a la Constituyente.

Inútil precaución! El primer día en que se puso en práctica la Constitución fue el último día de la dominación de la Constituyente. En el fondo de la urna electoral estaba su sentencia de muerte. Buscaba al “hijo de su madre” y se encontró con el “sobrino de su tío”. El Saúl Cavaignac consiguió un millón de votos, pero el David Napoleón obtuvo seis millones. Seis veces fue derrotado el Saúl Cavaignac [84] .

El 10 de diciembre de 1848 fue el día de la insurrección de los campesinos. Hasta este día no empezó Febrero para los campesinos franceses. El símbolo que expresa su entrada en el movimiento revolucionario, torpe y astuto, pícaro y cándido, majadero y sublime, de superstición calculada, de burla patética, de anacronismo genial y necio, bufonada histórico­universal, jeroglífico indescifrable para la inteligencia de hombres civilizados, este símbolo ostentaba inequívocamente la fisonomía de la clase que representaba la barbarie dentro de la civilización. La república se había presentado ante esta clase con el recaudador de impuestos; ella se presentó ante la república con el emperador. Napoleón había sido el único hombre que había representado íntegramente los intereses y la fantasía de la clase campesina, recién creada en 1789. Al inscribir su nombre en el frontispicio de la república, el campesinado declaró la guerra exterior e hizo valer en el interior sus intereses de clase. Para los campesinos, Napoleón no era una persona, sino un programa. Con música y banderas, fueron a las urnas al grito de: ¡Basta de impuestos, abajo los ricos, abajo la república, viva el emperador! Detrás del emperador se escondía la guerra de los campesinos. La república que derribaban con sus votos era la república de los ricos.

El 10 de diciembre fue el golpe de Estado de los campesinos, que derribó el gobierno existente. Y desde este día, en que quitaron a Francia un gobierno y le dieron otro, sus miradas se clavaron en París. Personajes activos del drama revolucionario, ya no se les podía volver a reducir al papel pasivo y sumiso del coro.

Las demás clases contribuyeron a completar la victoria electoral de los campesinos. Para el proletariado, la elección de Napoleón era la destitución de Cavaignac, el derrocamiento de la Constituyente, la abdicación del republicanismo burgués, la cancelación de la victoria de Junio. Para la pequeña burguesía, Napoleón era la dominación del deudor sobre el acreedor. Para la mayoría de la gran burguesía, la elección de Napoleón era la ruptura abierta con la fracción de la que habían tenido que servirse durante un tiempo contra la revolución, pero que se hizo insoportable tan pronto como quiso consolidar sus posiciones como posiciones constitucionales. Napoleón en el lugar de Cavaignac era, para ella, la monarquía en lugar de la república, el comienzo de la restauración monárquica, el Orleans tímidamente insinuado, la flor de lis escondida entre violetas [85] . Finalmente, el ejército, al votar a Napoleón, votaba contra la Guardia Móvil, contra el idilio de la paz, por la guerra.

Y así vino a resultar, como dijo la Nueva Gaceta Renana, que el hombre más simple de Francia adquirió la significación más compleja [86] . Precisamente porque no era nada, podía significarlo todo, menos a sí mismo. Sin embargo, por muy distinto que pudiese ser el sentido que el nombre de Napoleón llevaba aparejado en boca de las diversas clases, todos escribían con este nombre en su papeleta electoral: ¡Abajo el partido de Le National, abajo Cavaignac, abajo la Constituyente, abajo la república burguesa! El min istro Dufaure lo declaró públicamente en la Asamblea Constituyente: el 10 de diciembre es un segundo 24 de febrero.

La pequeña burguesía y el proletariado habían votado en bloque a favor de Napoleón para votar en contra de Cavaignac y para, con la unidad de sus votos, quit ar a la Constituyente la posibilidad de una decisión definitiva. Sin embargo, la parte más avanzada de ambas clases presentó candidatos propios. Napoleón era el nombre común de todos los partidos coligados contra la república burguesa; Ledru­Rollin y Raspail, los nombres propios: aquel, el de la pequeña burguesía democrática; este, el del proletariado revolucionario. Los votos emitidos a favor de Raspail —los proletarios y sus portavoces socialistas lo declararon a los cuatro vientos— solo perseguían fines demostrativos: eran otras tantas protestas contra toda magistratura presidencial, es decir, contra la misma Constitución, y otros tantos votos contra Ledru­Rollin. Fue el primer acto con que el proletariado se desprendió, como partido político independiente, del partido demócrata. En cambio, este partido —la pequeña bur guesía democrática y su representante parlamentario, la Montaña— tomaba la candidatura de Ledru­Rollin con toda la solemne seried ad con que acostumbraba a engañarse a sí mismo. Fue este, por lo demás, su último intento de actuar frente al proletariado como un partido independiente. El 10 de diciembre no salió derrotado sola mente el partido burgués republicano; salieron derrotadas también la pequeña burguesía democrática y su Montaña.

Ahora, Francia tenía una Montaña al lado de un Napoleón, prueba de que ambos no eran más que caricaturas sin vida de las grandes realidades cuyos nombres ostentaban. Luis Napoleón, con su sombrero imperial y su águila, no parodiaba más lamentable mente al viejo Napoleón que la Montaña a la vieja Montaña con sus frases copiadas de 1793 y sus posturas demagógicas. De este modo, la fe en la tradición de 1793 fue abandonada al mismo tiempo que la fe tradicional en Napoleón. La revolución no llegó a ser revolución hasta que no se ganó su nom bre propio y original, y esto solo estuvo a su alcance cuando se destacó en primer plano, dominante, la clase revolucionaria moderna, el proletariado industrial. Puede decirse que el 10 de diciembre dejó atónita a la Montaña y la hizo dudar de su propia salud mental, porque con una burda farsa aldeana rom pía, riéndose, la analogía clásica con la vieja revolución.

El 20 de diciembre Cavaignac abandonó su cargo y la Asam blea Constituyente proclamó a Luis Napoleón presidente de la república. El 19 de diciembre, último día de su autocracia, la Asamblea rechazó la propuesta de amnistía para los insurrectos de Junio. Revocar el decreto del 27 de junio, por el que, esquiv ando la sentencia judicial, se había condenado a la deportación a 15.000 insurrectos, ¿no hubiera equivalido a desautorizar la misma matanza de Junio?

Odilon Barrot, el último presidente del Consejo de Ministros de Luis Felipe, fue el primero de Luis Napoleón. Y del mismo modo que Luis Napoleón no databa su mandato el 10 de diciembre, sino en la fecha de un senadoconsulto de 1804 [87] , encontró un presidente del Consejo de Ministros que no consideraba el 20 de diciembre como fecha del comienzo de su gobierno, sino que lo remontaba a la promulgación de un real decreto del 24 de febrero. Como legítimo heredero de Luis Felipe, Luis Napoleón amortiguó el cambio de gobierno conservando su viejo primer ministro que, por lo demás, no había tenido tiempo de desgastarse, por la sencilla razón de que no había tenido tiempo de empezar a vivir. Los dirigentes de las fracciones burguesas monárquicas le aconsejaron tomar este camino. El caudillo de la vieja oposición dinástica que, inconscientemente, dio paso a los republicanos de Le National, era todavía más adecuado para, con plena conciencia, hacer la transición de la república burguesa a la monarquía. Odilon Barrot era el dirigente del único viejo partido de oposición que, luchando siempre en vano por la cartera ministerial, no se había desacreditado todavía.

La revolución había ido alzando al poder, en veloz sucesión, a todos los viejos partidos de la oposición oblig ándolos a renegar de sus viejas frases y a revocarlas, no ya con sus hec hos, sino incluso con la misma frase. Y, por último, reunidos en repulsivo montón, fueron arrojados por el pueblo al basurero de la historia. Este Barrot, encarnación del liberalismo burgués, que se había pasado dieciocho años ocultando la misera ble vaciedad de su espíritu tras el empaque grave de su cuerpo, no escatimó ninguna apostasía. Y si, en algunos momentos, el contraste demasiado estridente entre los cardos de hoy y los laureles de ayer le aterraba, una mirada al espejo le bastaba para recobrar el aplomo ministerial y la admiración humana por sí mismo. En el espejo resplandecía la figura de Guizot, a quien siempre había envidiado y que siempre le había tratado como a un escolar; Guizot en persona, pero un Guizot con la frente olímpica [88] de Odilon. Lo que no veía eran las orejas de Midas [89] .

El Barrot del 24 de febrero solo se reveló en el Barrot del 20 de diciembre. A él, orleanista y volteriano, se unió, como ministro de Cultos, el legitimista y jesuita Falloux. Pocos días después, el Ministerio del Interior fue entregado a Léon Faucher, el maltusiano. El derecho, la religión, la economía política! El gobierno Barrot contenía todo esto y, además, una fusión de legitimistas y orleanistas. Solo faltaba el bonapartista. Bonaparte ocultaba todavía su apetito de representar a Napoleón, pues Soulouque no representaba todavía el papel de Toussaint Louverture [90] .

El partido de Le Nacional fue apeado inmediatamente de todos los altos puestos en que había anidado. La prefectura de policía, la dirección de correos, el cargo de fiscal general, la alcaldía de París: a todos estos sitios se llevó a viejas criaturas de la monarquía. Changarnier [91] , el legitimista, obtuvo el alto mando unificado de la Guardia Nacional del departamento del Sena, de la Guardia Móvil y de las tropas de línea de la primera división militar; Bugeaud, el orleanista, fue nombrado general en jefe del ejército de los Alpes. Y este cambio de funcionarios continuó ininterrumpidamente bajo el gobierno de Barrot. Su primer acto fue restaurar la vieja administración monárquica. En un abrir y cerrar de ojos se transformó la escena oficial: el decorado, los trajes, el lenguaje, los actores, los figurantes, los comparsas, los apuntadores, la posición de los partidos, el móvil, el contenido del conflicto dramático, la situación entera. Solo la Asamblea Constituyente ante diluviana seguía aún en su puesto. Pero, a partir del momento en que la Asamblea Nacional instaló a Bonaparte, Bonaparte a Barrot y Barrot a Changarnier, Francia salió del período de constitución de la república y entró en el período de la república constituida.

Y, en la república constituida, qué pintaba una Asamblea Constituyente? Después de creada la tierra, a su creador ya no le quedaba más que huir al cielo. Pero la Asamblea Constituyente estaba resuelta a no seguir su ejemplo; la Asamblea Nacional era el último refugio del partido de los republicanos burgueses. Aunque les hubiesen arrebatado todos los asideros del poder ejecutivo, no le quedaba la omnipotencia constituyente? Su primer pensamiento fue conservar a cualquier precio el puesto soberano que tenía en sus manos y desde aquí reconquistar el terreno perdido. No había más que sustituir el gobierno Barrot por un gobierno de Le National, y el personal monárquico tendría que evacuar inmediatamente los palacios de la administración, para que volviese a entrar en ellos, triunfante, el personal tricolor. La Asamblea Nacional decidió la caída del Gobierno, y este le brindó una ocasión de ataque como no habría podido encontrar la misma Constituyente.

Recuérdese que Luis Bonaparte significaba para los campesinos “No más impuestos!”. Llevaba seis días sentado en el sillón presidencial, y el séptimo, el 27 de diciembre, su gobierno propuso conservar el impuesto sobre la sal, cuya abolición había decretado el gobierno provisional. El impuesto sobre la sal comparte con el impuesto sobre el vino el privilegio de ser el chivo expiatorio del viejo sistema financiero francés, sobre todo a los ojos de la población campesina. El gobierno Barrot no podía poner en labios del elegido de los campesinos ningún epigrama más mor daz contra sus electores que las palabras “¡Restablecimiento del impuesto sobre la sal!”. Con el impuesto sobre la sal Bonaparte per dió su sal revolucionaria. El Napoleón de la insurrección campe sina se deshizo como un jirón de niebla y solo dejó tras de sí la gran incógnita de la intriga burguesa monárquica. Y por algo el gobierno Barrot hizo de este acto decepcionante, burdo y torpe, el pri mer acto de gobierno del presidente.

Por su parte, la Constituyente se agarró con ansia a la doble oca sión que se le ofrecía para derribar al Gobierno y presentarse, frente al elegido de los campesinos, como defensora de los intere ses de estos. Rechazó el proyecto del ministro de Hacienda, redujo el impuesto sobre la sal a la tercera parte de su cuantía anterior, aumentó así en 60 los 560 millones de déficit del Estado y, después de este voto de censura, se sentó a esperar tranquilamente la di misión del Gobierno. Esto demuestra lo poco que comprendía el nuevo mundo que la rodeaba y el cambio operado en su propia si tuación. Detrás del Gobierno estaba el presidente, y detrás del pre sidente estaban seis millones de electores que habían depositado en las urnas otros tantos votos de censura contra la Constituyente. Esta devolvió a la nación su voto de censura. ¡Ridículo intercambio! Olvidaba que sus votos habían perdido su curso forzoso. Al rec hazar el impuesto sobre la sal, no hizo más que madurar en Bonaparte y en su gobierno la decisión de acabar con la Asamblea Constituyente. Y comenzó aquel largo duelo que protagonizó la últ ima mitad de la vida de la Constituyente. El 29 de enero, el 21 de marzo y el 8 de mayo fueron las grandes jornadas de esta crisis, otras tantas precursoras del 13 de junio.

Los franceses, por ejemplo Luis Blanc, han interpretado el 29 de enero como la manifestación de una contradicción constitucio nal, de la contradicción entre una Asamblea Nacional soberana e indisoluble, nacida del sufragio universal, y un presidente que, según la letra de la ley, es responsable ante ella, pero que, en rea lidad, no solo ha sido consagrado por el sufragio universal y ha reunido en su persona todos los votos que se desperdigan entre cientos de miembros de la Asamblea Nacional, sino que además está en plena posesión del poder ejecutivo, sobre el que la Asamblea Nacional solo flota como un poder moral. Esta interpretación del 29 de enero confunde el lenguaje de la lucha en la tribuna, en la prensa y en los clubs, con su verdadero contenido. Luis Bonaparte no era un poder constitucional unilateral frente a la Asamblea Constituyente, no era el poder ejecutivo frente al legislativo; era la propia república burguesa ya constituida frente a los instrumentos de su Constitución, frente a las intrigas ambiciosas y a las reivindicaciones ideológicas de la fracción burguesa revolucionaria que la había fundado y que veía con asombro que su república, una vez constituida, se parecía mucho a una monarquía restaurada. Y ahora esta fracción quería prolongar por la fuerza el período constituyente, con sus condiciones, sus ilusiones, su lenguaje y sus personas, e impedir a la república burguesa —ya madura— revelarse en su forma acabada y peculiar. Y del mismo modo que la Asamblea Nacional Constituyente representaba al Cavaignac vuelto a su seno, Bonaparte representaba a la Asamblea Nacional Legislativa todavía no divorciada de él, es decir, a la Asamblea Nacional de la república burguesa constituida.

El significado de la elección de Bonaparte solo podía ponerse de manifiesto cuando se sustituyera este nombre único por sus múltiples significados, cuando se repitiera la votación en la elección de la nueva Asamblea Nacional. El 10 de diciembre había cancelado el mandato de la antigua. Por tanto, los que se enfrentaban el 29 de enero no eran el presidente y la Asamblea Nacional de la misma república; eran la Asamblea Nacional de la república en período de constitución y el presidente de la república ya constituida, dos poderes que encarnaban períodos completamente distintos de la vida de la república. Eran, de un lado, la pequeña frac ción republicana de la burguesía, única capaz para proclamar la república, disputársela al proletariado revolucionario por medio de la lucha en la calle y del régimen del terror, y estampar en la Constitución los rasgos fundamentales de su ideal; y de otro, toda la masa monárquica de la burguesía, única capaz de dominar en esta república burguesa constituida, despojar a la Constitución de sus aditamentos ideológicos y hacer efectivas, por medio de su legislación y de su administración, las condiciones inexcusables para el sojuzgamiento del proletariado.

La tormenta que descargó el 29 de enero se había ido gestando durante todo el mes. La Constituyente, con su voto de censura, había querido provocar la dimisión del gobierno Barrot a dimitir. Frente a esto, el gobierno Barrot propuso a la Constituyente darse a sí misma un voto de censura definitivo, suicidarse, decretar su propia disolución. El 6 de enero, Rateau, uno de los diputados más insignifi cantes, hizo, por orden del Gobierno, esta proposición a la misma Constituyente que ya en agosto había acordado no disolverse hasta no promulgar una serie de leyes or gánicas, complementarias de la Constitución. Fould, miembro del Gobierno, declaró categóricamente que su disolución era necesaria “para res tablecer el crédito quebrantado”, ¿Acaso no quebrantaba el crédito prolongar aquella situación provisional, que de nuevo ponía en tela de juicio con Barrot a Bonaparte y con Bonaparte a la repú blica constituida? Ante la perspectiva de que le arrebatasen, des pués de disfrutarla apenas dos semanas, la pre sidencia del Consejo de Ministros que los republicanos le habían prorrogado ya una vez por diez meses, Barrot el Olímpico, convertido en Orlando furioso [92] , superaba a los tiranos en su comportamiento frente a esta pobre Asamblea. La más suave de sus frases era “con ella no hay porvenir posible”. Y, realmente, la Asamblea solo representaba el pasado. “Es incapaz —añadía irónicamente— de rodear a la república de las instituciones que necesita para consolidarse”. En efecto. Con la oposición exclusiva contra el proletariado se había quebrado al mismo tiempo la energía burguesa de la Asamblea, y con la oposición contra los monárquicos había revivido su énfasis republicano. Y así, era doblemente inca paz de consolidar la república burguesa con las instituciones correspondientes.

Con la propuesta de Rateau, el Gobierno desencadenó una tempestad de peticiones por todo el país, y de todos los rincones de Francia lanzaban diariamente a la cabeza de la Constituyente fajos de billets-doux [93] , en los que se le pedía, en términos más o menos categóricos, disolverse y hacer su testamento. Por su parte, la Constituyente impulsaba contrapropuestas en que se le rogaba seguir viviendo.

La lucha electoral entre Bonaparte y Cavaignac renacía bajo la forma de un duelo de peticiones en pro y en contra de la disolución de la Asamblea Nacional. Tales peticiones venían a ser un comentario adicional al 10 de diciemb re. Esta campaña de agitación duró todo el mes de enero.

En el conflicto entre la Constituyente y el presidente, aquella no podía remitirse a la votación general como a su origen, pues precisamente el adversario apelaba al sufragio universal. No podía apoyarse en ninguna autoridad constituida, pues se trataba de la lucha contra el poder legal. No podía derribar al Gobierno con votos de censura, como lo intentó aún el 6 y el 26 de enero, pues el Gobierno no pedía su voto de confianza. No le que daba más que un camino: el de la insurrección. Las fuerzas de com bate de la insurrección eran la parte republicana de la Guardia Nacional, la Guardia Móvil y los centros del proletariado revolucionario, los clubs. Los guardias móviles, estos héroes de las jornadas de Junio, constituían en diciembre la fuerza de combate organizada de la fracción burguesa republicana, como antes de junio los Talleres Nacionales habían constituido la fuerza de combate organizada del proletariado revolucionario. Y así como la comisión ejecutiva de la Constituyente dirigió su ataque brutal contra los Talleres Nacionales cuando tuvo que acabar con las pre tensiones ya insoportables del proletariado, el gobierno de Bonaparte hizo lo mismo con la Guardia Móvil, cuando tuvo que acabar con las pretensiones ya insoportables de la fracción burguesa republicana. Ordenó la disolución de la Guardia Móvil. La mitad de sus efectivos fueron licenciados y lanzados al arroyo, y a la otra mitad le cambiaron su organización democrática por otra monárquica y se le redujo el sueldo al normal de las tropas de línea. Los guardias móviles se encontraron en la situación de los insurrectos de Junio, y la prensa daba a conocer diariamente confesiones públicas en las que reconocían su culpa de Junio e imploraban el perdón del proletariado.

¿Y los clubs? Desde el momento en que la Asamblea Constituyente ponía en tela de juicio en la persona de Barrot al presidente, en el presidente a la república burguesa constituida y en la república burguesa constituida a la república burguesa en general, se agrupaban necesariamente en torno a ella todos los elementos constituyentes de la república de Febrero, todos los partidos que querían derribar la república existente y transformarla, mediante un proceso violento de restitución, en la república de sus intereses de clase y de sus principios. Lo ocurrido quedaba borrado, las cris talizaciones del movimiento revolucionario habían vuelto al estado líquido y la república por la que se luchaba volvía a ser la repúb lica indefinida de las jornadas de Febrero, cuya definición se re servaba cada partido. Los partidos volvieron a asumir por un instante sus viejas posiciones de Febrero, sin compartir las ilusion es de entonces. Los republicanos tricolores de Le National volvían a apoyarse sobre los republican os demócratas de La Réforme y los empujaban como paladines al primer plano de la lucha parlamen taria. Los republicanos demócratas volvían a apoyarse sobre los republicanos socialistas —el 27 de enero, un manifiesto público anunció su reconciliación y su unión— y preparaban en los clubs el terreno para la insurrección. La prensa gubernamental trataba, con razón, a los republicanos tricolores de Le National como los insur rectos redivivos de Junio. Para mantenerse a la cabeza de la rep ública burguesa ponían en tela de juicio a la república burguesa misma. El 26 de enero, el ministro Faucher presentó un proyecto de ley sobre el derecho de asociación, cuyo artículo primero decía así: “Quedan prohibidos los clubs”. Y formuló la propuesta de que este proyecto de ley se discutiera con carácter de urgencia. La Constituyente rechazó la urgencia y, el 27 de enero, Ledru­Rol lin depositó una proposición, con 230 firmas, pidiendo que fuese procesado el Gobierno por haber infringido la Constitución. Pero lo hacía cuando este procesamiento solo podía significar una cosa: o el torpe descubrimiento de la impo tencia del juez, a saber, de la mayoría de la cámara, o una protesta impotente del acusador contra esta misma mayoría. El pedir que se formulase acta de acusación contra el Gobierno era el gran triunfo revolucionario al que, de ahora en adelante, podían aspirar los epígonos de la Montaña en el apogeo de la crisis. ¡Pobre Mon taña aplastada por el peso de su propio nombre!

El 15 de mayo, Blanqui, Barbès, Raspail, etc., intentaron hacer saltar por los aires la Asamblea Constituyente, invadiendo el salón de se siones a la cabeza del proletariado de París. Barrot preparó a la misma Asamblea un 15 de mayo moral, al querer dictarle su autodisolución y cerrar su salón de sesiones. Esta misma Asamblea en comendó a Barrot la investigación contra los insurrectos de mayo y ahora, cuando Barrot aparecía ante ella como un Blanqui monárquico, cuando la Asamblea buscaba aliados contra él en los clubs, en el proletariado revolucionario, en el partido de Blanqui, en ese momento, el inexorable Barrot la torturó con la propuesta de sustraer los presos de mayo al Tribunal del Jurado y entregarlos al Tribunal Supremo, a la Haute Cour, inventada por el partido de Le National. ¡Es curioso cómo el miedo exacerbado a perder una cartera de ministro puede sacar de la cabeza de un Barrot ocurrencias dignas de un Beaumarchais! [94] Tras largas vacilaciones, la Asamblea Nacional aceptó su propuesta. Frente a los autores del atentado de mayo volvía a recobrar su carácter normal.

Si la Constituyente se veía empujada, frente al presidente y a los ministros, a la insurrección, el presidente y el Gobierno se veían empujados, frente a la Constituyente, al golpe de Estado, pues no disponían de ningún medio legal para disolverla. Pero la Constituyente era la madre de la Constitución y la Constitución la madre del presidente. Con el golpe de Estado, el presidente destrozaría la Constitución y cancelaría a la vez su propio título jurídico republicano. Entonces, se vería obligado a optar por el título jurídico imperial; pero el título imperial evocaba el orleanista, y ambos palidecían ante el título jurídico legitimista. En un momento en que el partido orleanista no era más que el vencido de Febrero y Bonaparte solo era el vencedor del 10 de diciembre, en que ambos solo podían oponer a la usurpación republicana sus títulos monárquicos igualmente usurpados, la caída de la república legal solo podía provocar el triunfo de su polo opuesto, la monarquía legitimista. Los legitimistas tenían conciencia de lo favorable de la situación y conspiraban a la luz del día. En el general Changarnier podían confiar en encontrar su Monck [95] . En sus clubs se anunciaba la proximidad de la monarquía blanca tan abiertamente como en los proletarios la proximidad de la república roja.

Un motín felizmente sofocado habría sacado al Gobierno de todas las dificultades. “La legalidad nos mata”, exclamó Odilon Barrot. Un motín habría permitido, so pretexto de seguridad pública, disolver la Constituyente y violar la Constitución en su propio interés. El comportamiento brutal de Odilon Barrot en la Asamblea Nacional, la pro puesta de clausurar los clubs, la ruidosa destitución de cincuenta prefectos tricolores y su sustitución por monárquicos, la disolución de la Guardia Móvil, los ultrajes inferidos a sus jefes por Changarnier, la reposición de Lerminier, un profesor ya imposible bajo Guizot, y la tolerancia ante las fanfarronadas legitimistas eran otras tantas provocaciones al motín. Pero el motín no se producía. Esperaba la señal de la Asamblea Constituyente, no del Gobierno.

Por fin llegó el 29 de enero, día en que había de tomar una decisión sobre la propuesta presentada por Mathieu de la Drôme de rechazar sin condiciones la proposición de Rateau. Los legitimistas, los orleanistas, los bonapartistas, la Guardia Móvil, la Montaña, los clubs, todos conspiraban en este día, a la par, contra el presunto enemigo y contra los supuestos aliados. Bonaparte, a caballo, pasó revista a una parte de las tropas en la plaza de la Concordia; Changarnier representó una comedia con un derroche de maniobras estratégicas; la Constituyente se encontró con el edificio de sesiones ocupado militarmente. Centro de todas las esperanzas, de todos los temores, de todas las confianzas, efervescencias, tensiones e intrigas que se entrecruzaban, la Asamblea, valiente como una leona, no titubeó ni un momento al verse más cerca que nunca de su último instante. Se parecía a aquel combatiente que no solo temía emplear su propia arma, sino que se consideraba también obligado a dejar intacta el arma de su adversario. Con un desprecio magnífico por la vida, firmó su propia sentencia de muerte y rechazó la propuesta en que se desestimaba incondicionalmente la proposición presentada por Rateau. Al encontrarse en estado de sitio, fijó el límite de una actividad constituyente, cuyo marco necesario había sido el estado de sitio en París. Se vengó de un modo digno de ella, abriendo al día siguiente una investigación sobre el miedo que el 29 de enero le había metido en el cuerpo el Gobierno. La Montaña mostró su falta de energía revolucionaria y de inteligencia política dejándose utilizar por el partido de Le Na tional como portavoz de la lucha en esta gran comedia de intriga. El partido de Le National había hecho la última tentativa para seguir conservando en la república constituida el monopolio del poder que poseyera durante el período constituyente de la república bur guesa. Pero había fracasado en su intento.

Si en la crisis de enero se trataba de la existencia de la Constituyente, en la crisis del 21 de marzo se trataba de la existencia de la Constitución: allí, del personal del partido de Le National; aquí de su ideal. Huelga decir que los republicanos honestos valorab an me nos su exaltada ideología que el disfrute mundano del poder gubernamental.

El 21 de marzo, en el orden del día de la Asamblea Nacional estaba el proyecto de ley de Faucher contra el derecho de asociación: la supresión de los clubs. El artículo 8 de la Constitución garantizaba a todos los franceses el derecho a asociarse. La prohibición de los clubs era, por tanto, una violación manifiesta de la Constitución, y la propia Constituyente tenía que canonizar la profanación de sus santos. Pero los clubs eran los centros de reunión, las sedes de cons piración del proletariado revolucionario. La Asamblea Na cional había prohibido la coalición de los obreros contra sus burgueses. Y qué eran los clubs sino una coalición de toda la clase obrera contra toda la clase burguesa, la creación de un Estado obrero frente al Estado burgués? No eran otras tantas asambleas constituyentes del proletariado y otros tantos destacamentos del ejército de la revuelta dispuestos al combate? Lo que ante todo tenía que instaurar la Constitución era la dominación de la bur guesía. Por tanto, era evidente que solo podía en tender por derecho de asociación el de aquellas asociaciones que se armonizasen con la dominación de la burguesía, es decir, con el orden burgués. Si, por decoro teórico, se expresaba en términos generales, no estaban allí el Gobierno y la Asamblea Nacional para interpretarla y aplicarla a los casos particulares? Y si en la época inicial de la república los clubs habían estado prohibi dos de hecho por el estado de sitio, por qué no debían estar pro hibidos por la ley en la república reglamentada y constituida? Los republicanos tricolores no tenían nada que oponer a esta interpre tación prosaica de la Constitución; nada más que la frase altiso nante. Una parte de ellos (Pagnerre, Duclerc, etc.) votó a favor del Gobierno, dándole así la mayoría. La otra parte, con el arcángel Cavaignac y el padre de la Iglesia Marrast a la cabeza —una vez que el artículo sobre la prohibición de los clubs hubo pasado— se retiró a uno de los despachos de las comisiones y se “reunió a deliberar” junto con Ledru-Rollin y la Montaña. La Asamblea Nacional quedó, mientras tanto, paralizada, sin con tar ya con el número de votos necesario para tomar acuerdos. Muy oportunamente, el señor Crémieux recordó en aquel despacho que de allí se iba directamente a las calles y que no se estaba ya en febrero de 1848, sino en marzo de 1849. El partido de Le National al instante lo vio claro y volvió al salón de sesiones de la Asamblea Nacional. Tras él, engañada una vez más, volvió la Montaña, que, constantemente atormentada por veleidades revolucionarias, buscaba afanosa y continuamente posibilidades constitucionales y cada vez se encontraba más a gusto detrás de los re publicanos burgueses que delante del proletariado revolucionario. Así terminó la comedia. Y la propia Constituyente decretó que la violación de la letra de la Constitución era la única realiza ción consecuente de su espíritu.

Solo quedaba un punto por resolver: las relaciones entre la re pública constituida y la revolución europea, su política exterior. El 8 de mayo de 1849 reinaba una agitación poco habitual en la Asam blea Constituyente, cuya vida terminaría pocos días des pués. Estaban en el orden del día el ataque del ejército francés sobre Roma, su retirada ante la defensa de los romanos, su infamia polí tica y su oprobio militar, el asesinato vil de la República Romana por la República Francesa: la primera campaña italiana del segundo Bonaparte. La Montaña había vuelto a jugarse su gran triunfo. Ledru­Rollin había vuelto a depositar sobre la mesa presidencial la inevitable acta de acusación contra el Gobierno, y esta vez tam bién contra Bonaparte, por violación de la Constitución.

El leitmotiv del 8 de mayo se repitió más tarde como tema del 13 de junio. Nos explicaremos a cerca de la expedición romana.

Cavaignac había enviado, ya a mediados de noviembre de 1848, una escuadra a Civitavecchia [96] para proteger al papa, embarcarlo y trasladarlo a Francia. El papa había de bendecir la re pública honesta y asegurar la elección de Cavaignac para la pre sidencia. Con el papa, Cavaignac quería pescar a los curas, con los curas, a los campesinos, y con los campesinos, la magistratura pre sidencial. La expedición de Cavaignac era, por su finalidad inmediata, propaganda electoral, pe ro también una protesta y una amenaza contra la revolución romana. Llevaba ya en germen la intervención de Francia en favor del papa.

Esta intervención a favor del papa y contra la República Romana, en alianza con Austria y Nápoles, se acordó en la primera sesión del Consejo de Ministros de Bonaparte, el 23 de diciembre. Falloux en el

Gobierno era el papa en Roma... y en la Roma del papa. Bonaparte ya no necesitaba al papa para convertirse en el presidente de los campesinos, pero necesitaba conservar al papa para conservar a los campesinos del presidente. La credulidad de los campesinos le había elevado a la presidencia. Con la fe, perdían la credulidad, y con el papa la fe. ¡Y no olvidemos a los or leanistas y legitimistas coligados que dominaban en nombre de Bo naparte! Antes de restaurar al rey había que restaurar el poder que santifica a los reyes. Prescindiendo de su monarquismo: sin la vieja Roma, sometida a su poder temporal, no hay papa; sin papa no hay catolicismo; sin catolicismo no hay religión francesa, y sin religión qué sería de la vieja sociedad de Francia? La hipoteca que tiene el campesino sobre los bienes celestiales garantiza la hipoteca que tiene la burguesía sobre los bienes del campesino. La revolución romana era, por tanto, un atentado contra la propiedad y contra el orden burgués, tan temible como la revolución de Junio. La restauración de la dominación de la burguesía en Francia exigía la restauración del poder papal en Roma. Finalmente, en los revolucionarios romanos se batía a los aliados de los revolucionarios franceses; la alianza de las clases contrarrevolucionarias, en la Re pública Francesa constituida, se completaba necesariamente mediante la alianza de la República Francesa con la Santa Alianza, con Nápoles y Austria. El acuerdo del Consejo de Ministros del 23 de diciembre no era para la Constituyente ningún secreto. Ya el 8 de enero, Ledru­Rollin interpeló a propósito de este asunto al Gobierno; el Gobierno negó y la Asamblea pasó al orden del día. Daba crédito a las palabras del Gobierno? Sabemos que se pasó todo el mes de enero dándole votos de censura. Pero si en el papel del Gobierno entraba el mentir, en el papel de la Constituyente entraba el fingir que daba crédito a sus mentiras, salvando así las apariencias republicanas.

Entretanto, Piamonte había sido derrotado. Carlos Alberto había abdicado, y el ejército austríaco llamaba a las puertas de Francia. Ledru­Rollin interpelaba furiosamente. El Gobierno demostró que en el norte de Italia no hacía más que proseguir la política de Cav aignac y que Cavaignac se había limitado a proseguir la política del gobierno provisional, es decir, la de Ledru­Rollin. Esta vez co sechó en la Asamblea Nacional un voto de confianza y fue autorizado a ocupar temporalmente un punto conveniente del norte de Italia, para consolidar de este modo sus posiciones en las nego ciaciones pacíficas con Austria acerca de la integridad del territorio de Cerdeña y de la cuestión romana. Como es sabido, la suerte de Italia se decidió en los campos de batalla del norte de Italia. Por tanto, con la Lombardía y el Piamonte había caído Roma, y Francia, si no admitía esto, tenía que declarar la guerra a Austria, y con ello a la contrarrevolución europea. Consideraba de pronto la Asamblea Nacional al gobierno Barrot como el viejo Comité de Salvación Pública? [97] O se consideraba a sí misma como la Convención? [98] Para qué, pues, la ocupación militar de un punto del norte de Italia? Bajo este velo transparente, se ocultaba la expedición contra Roma.

El 14 de abril, 14.000 hombres, bajo el mando de Oudinot, se hicieron a la mar con rumbo a Civitavecchia; y el 16 de abril la Asamblea Nacional concedía al Gobierno un crédito de 1.200.000 francos para sostener durante tres meses una flota de intervención en el Mediterráneo. De este modo suministraba al Gobierno todos los medios para intervenir contra Roma, haciendo como si se tra tase de intervenir contra Austria. No veía lo que hacía el Gobierno, se limitaba a escuchar lo que decía. Semejante fe no se conocía ni siquiera en Israel; la Constituyente había llegado a la sit uación de no tener derecho a saber lo que hacía la re pública constituida.

Finalmente, el 8 de mayo se representó la última escena de la comedia: la Constituyente solicitó al Gobierno que acelerase las medidas encaminadas a reducir la expedición italiana al objetivo que se le había asignado. Aquella misma noche Bonaparte publicó una carta en Le Moniteur expresando a Oudinot su más profundo agradecimiento. El 11 de mayo, la Asamblea Nacional rechazó el acta de acusación contra el mismo Bonaparte y su gobierno. Y la Montaña —que, en vez de deshacer esta maraña de en gaños, tomó por el lado trágico la comedia parlamentaria para desempeñar el papel de un Fouquier­Tinville [99] — no hacía más que enseñar su piel de cordero pequeñoburgués por debajo de la piel prestada de león de la Convención.

La segunda mitad de la vida de la Constituyente se resume así: el 29 de enero confiesa que las fracciones burguesas monár quicas son los superiores naturales de la república por ella const ituida; el 21 de marzo, que la violación de la Constitución es la realización de esta; y el 11 de mayo, que la alianza pasiva de la República Francesa con los pueblos que luchan por su libertad, con tanto bombo pre gonada, significa su alianza activa con la con trarrevolución europea.

Esta mísera Asamblea se retiró de la escena después de haberse dado, dos días antes de su cumpleaños —el 4 de mayo—, la satisfacción de rechazar la propuesta de amnistía para los insurrectos de Junio. Con su poder destrozado; odiada a muerte por el pueblo; rep udiada, maltratada, echada a un lado con desprecio por la burguesía, a pesar de haber sido su instrumento; obligada, en la segunda mitad de su vida, a desautorizar la primera; despojada de su ilus ión republicana; sin grandes obras en el pasado ni esperanzas en el futuro; cuerpo vivo muriéndose a pedazos, no acertaba a galvanizar su propio cadáver más que evocando constantemente el recuerdo de la victoria de Junio y volviendo a vivir aquellos días: reafirmán dose a fuerza de repetir constantemente la condena de los condenados. Vampiro que se alimentaba de la sangre de los insurrectos de Junio!

Dejó detrás de sí el déficit del Estado acrecentado por los gastos de la revolución de Junio, por la abolición del impuesto sobre la sal, por las indemnizaciones asignadas a los dueños de las plantaciones al ser abolida la esclavitud de los negros, por el coste de la expedición a Roma y por la desaparición del impuesto sobre el vino, cuya abolición acordó ya en su agonía, como un anciano malévolo que se alegra de echar sobre los hombros de su sonriente heredero una deuda de honor comprometedora.

En los primeros días de marzo comenzó la campaña electoral para la Asamblea Nacional Legislativa. Dos grupos principales seenfrentaron: el Partido del Orden y el partido demócrata­socialista o partido rojo, y entre ambos estaban los Amigos de la Constitución, bajo cuyo nombre los republicanos tricolores de Le National querían hacerse pasar por un partido. El Partido del Orden se había formado inmediatamente después de las jornadas de Junio. Solo cuando el 10 de diciembre le permitió apartar de su seno a la pandilla de Le National, la pandilla de los republicanos burgueses, se descubrió el miste rio de su existencia: la coalición de los orleanistas y legitimistas en un solo partido. La clase burguesa se dividía en dos grandes fraccio nes, que habían ostentado por turno el monopolio del poder: los grandes terratenientes bajo la monarquía restaurada [100] , y la aristocracia financiera y la burguesía industrial bajo la monarquía de Julio. Borbón era el nombre regio para designar la influencia preponderante de los intereses de una fracción. Orleans, el nombre regio que designaba la influencia preponderante de los intereses de otra fracción. El reino anónimo de la república era el único en que ambas fracciones, con igual participación en el poder, podían afirmar su interés común de clase sin abandonar su mutua rivalidad. Si la república burguesa no podía ser sino la dominación completa y clar amente manifestada de toda la clase burguesa qué más podía ser que la dominación de los orleanistas complementados por los legiti mistas y de los legitimistas complementados por los orleanistas, la síntesis de la restauración y de la monarquía de Julio? Los republi canos burgueses de Le National no representaban a ninguna gran frac ción de su clase apoyada en bases económicas. Tenían solamente la significación y el título histórico de haber hecho valer, bajo la mon arquía —frente a ambas fracciones burguesas, que solo concebían su régimen particular—, el régimen general de la clase burguesa, el reino anónimo de la república, que ellos idealizaban y adornaban con an tiguos arabescos, pero en el que saludaban sobre todo la dominación de su pandilla. Si el partido de Le National creyó volverse loco cuando vio en las cumbres de la república fundada por él a los monárquicos coligados, no menos se engañaban estos en cuanto al hecho de su do minación conjunta. No comprendían que si cada una de sus fraccio nes, tomada aisladamente, era monárquica, el producto de su combinación química tenía que ser necesariamente republicano; que la monarquía blanca y la azul tenían necesariamente que neutrali zarse en la república tricolor. Obligadas —por su oposición al proletariado revolucionario y contra las clases intermedias que se iban precipitando más y más hacia él— a apelar a su fuerza unificada y a conservar la organización de esta fuerza unificada, cada una de ambas fracciones del Partido del Orden tenía que exaltar —frente a los apetitos de restauración y de supremacía de la otra— la dominación común, es decir, la forma republicana de la do minación burguesa. Así vemos a estos monárquicos, que en un prin cipio creían en una restauración inmediata y que más tarde conservaban la forma republicana, confesar a la postre, llenos los la bios de espumarajos de rabia e invectivas mortales contra la repú blica, que solo pueden avenirse dentro de ella y que aplazan la restauración por tiempo indefinido. El disfrute de la dominación con junta fortalecía a cada una de las dos fracciones y las hacía todavía más incapaces y más reacias a someterse la una a la otra, es decir, a restaurar la monarquía.

El Partido del Orden proclamaba directamente, en su programa electoral, la dominación de la clase burguesa, es decir, la conservación de las condiciones de vida de su dominación, de la propied ad, de la familia, de la religión, del orden. Presentaba, naturalmente, su dominación de clase y las condiciones de esta do minación como el reinado de la civilización y como condiciones necesarias de la producción material y de las relaciones sociales de intercambio que de ella se derivan. El Partido del Orden disponía de recursos pecuniarios enormes, organizaba sucursales en toda Francia, tenía a sueldo a todos los ideólogos de la vieja sociedad, disponía de la influencia del gobierno existente, poseía un ejército gratuito de vasallos en toda la masa de pequeñoburgueses y camp esinos que, alejados todavía del movimiento revolucionario, veían en los grandes dignatarios de la propiedad a los represen tantes naturales de su pequeña propiedad y de los pequeños pre juicios que esta acarrea. Representado en todo el país por un sinnúmero de reyezuelos, el Partido del Orden podía castigar como insurrección la no aceptación de sus candidatos, despedir a los obreros rebeldes, a los mozos de labor que se resistiesen, a los do mésticos, a los dependientes, a los empleados de ferrocarriles, a los escribientes, a todos los funcionarios supeditados a él en la vida civil. Y podía, por último, mantener en algunos sitios la leyenda de que la Constituyente republicana no había dejado al Bonaparte del 10 de diciembre revelar sus virtudes milagrosas. Al hablar del Partido del Orden, no nos hemos referido a los bonapartistas. Estos no formaban una fracción seria de la clase burguesa, sino una col ección de viejos y supersticiosos inválidos y de jóvenes y descreíd os caballeros de industria. El Partido del Orden venció en las elecciones, estableciendo una gran mayoría en la Asamblea Legislativa.

Frente a la clase burguesa contrarrevolucionaria coligada, aquellos sectores de la pequeña burguesía y de la clase campe sina en los que ya había prendido el espíritu de la revolución te nían que coligarse naturalmente con el gran portador de los intereses revolucionarios, con el proletariado revolucionario. Y hemos visto cómo las derrotas parlamentarias empujaron a los portavoces demócratas de la pequeña burguesía en el parlam ento, es decir, a la Montaña, hacia los portavoces socialistas del proletariado, y cómo los concordats à l’amiable, la brutal defensa de los intereses de la burguesía y la bancarrota empujaron tam bién a la verdadera pequeña burguesía fuera del parlamento, hacia los verdaderos proletarios. El 27 de enero la Montaña y los socialistas festejaron su reconciliación; en el gran banquete de febrero de 1849 reafirmaron su decisión de unirse. El partido social y el demócrata, el partido de los obreros y el de los peque ñoburgueses, se unieron para formar el partido socialdemó crata, es decir, el partido rojo.

Paralizada durante un momento por la agonía que siguió a las jornadas de Junio, la República Francesa pasó desde el levantamiento del estado de sitio, desde el 19 de octubre, por una serie ininterrumpida de emociones febriles: primero, la lucha en torno a la presidencia; luego, la lucha del presidente con la Constitu yente; la lucha en torno a los clubs; el proceso de Bourges [101] en el que, frente a las figurillas del presidente, de los monárquicos col igados, de los republicanos honestos, de la Montaña demo crática y de los doctrinarios socialistas del proletariado, sus verdaderos revolucionarios aparecían como gigantes antedilu vianos que solo un diluvio puede dejar sobre la superficie de la sociedad o que solo pueden preceder a un diluvio social; la agitación electoral; la ejecución de los asesinos de Bréa [102] ; los conti nuos procesos de prensa; las violentas intromisiones policíacas del Gobierno en los banquetes; las insolentes provocaciones mon árquicas; la colocación en la picota de los retratos de Luis Blanc y Caussidière; la lucha ininterrumpida entre la república consti tuida y la Asamblea Constituyente, lucha que a cada momento hacía retroceder a la revolución a su punto de partida, que con vertía a cada momento al vencedor en vencido y al vencido en vencedor y trastrocaba en un abrir y cerrar de ojos la posición de los partidos y las clases, sus divorcios y sus alianzas; la rápida marcha de la contrarrevolución europea, la gloriosa lucha de Hungría, los levantamientos armados alemanes; la expedición rom ana, la derrota ignominiosa del ejército francés delante de Roma. En este torbellino, en este agobio de la inquietud histórica, en este dramático flujo y reflujo de las pasiones revolucionarias, de las esperanzas, de los desengaños, las diferentes clases de la sociedad francesa tenían necesariamente que contar sus etapas de desarrollo por semanas, como antes las habían contado por medios siglos. Una parte considerable de los campesinos y de las provincias estaba ya imbuida del espíritu revolucionario. No era solo que estuvieran desengañados acerca de Napoleón; era que el partido rojo les brindaba en vez del nombre el contenido: en vez de la ilusoria libertad de impuestos la devolución de los mil mi llones abonados a los legitimistas, la reglamentación de las hipo tecas y la supresión de la usura.

Hasta el mismo ejército estaba contagiado de la fiebre revo lucion aria. El ejército, al votar por Bonaparte, había votado por la victoria y Bonaparte le daba la derrota. Había votado por el pequeño cabo detrás del cual se ocultaba el gran capitán revoluc ionario, y Bonaparte le daba los grandes generales tras cuya fachada se ocultaba un cabo mediocre. No cabía duda de que el partido rojo, es decir, el partido demócrata unificado, si no la victoria, tenía que conseguir por lo menos grandes triunfos; de que París, el ejército y gran parte de las provincias votarían por él. Ledru­Rollin, el dirigente de la Montaña, salió elegido en cinco de partamentos; ningún dirigente del Partido del Orden consiguió seme jante victoria, tampoco lo consiguió ningún nombre del partido propiamente proletario. Esta elección nos revela el misterio del partido demócrata­socialista. De una parte, la Montaña, cam peón parlamentario de la pequeña burguesía demócrata, se veía obligada a coligarse con los doctrinarios socialistas del proleta riado, y el proletariado, obligado por la espantosa derrota mate rial de Junio a levantar cabeza de nuevo mediante victorias intelectuales y no capacitado todavía por el desarrollo de las demás clases para empuñar la dictadura revolucionaria, tenía que echarse en brazos de los doctrinarios de su emancipación, de los fundadores de sectas socialistas. De otra parte, los campe sinos revolucionarios, el ejército, las provincias, se colocaban detrás de la Montaña. Y así, esta se convertía en señora del campo de la revolución. Mediante su entendimiento con los socialistas había alejado todo antagonismo dentro del campo revoluciona rio.

En la segunda mitad de la vida de la Constituyente, la Montaña representó el patetismo republicano, haciendo olvidar los pecados cometidos por ella durante el gobierno pro visional, durante la comisión ejecutiva y durante las jornadas de Junio. A medida que el partido de Le National, conforme a su carácter de partido a medias, se dejaba hundir por el gobierno monárquico, subía el partido de la Montaña, eliminado durante la época de omnipotencia de Le National, y se imponía como el re presentante parlamentario de la revolución. En realidad, el par tido de Le National no tenía nada que oponer a las otras fracciones, las monárquicas, más que personalidades ambiciosas y habla durías idealistas. En cambio, el partido de la Montaña represen taba a una masa fluctuante entre la burguesía y el proletariado y cuyos intereses materiales reclamaban instituciones democráti cas. Frente a los Cavaignac y los Marrast, Ledru­Rollin y la Mon taña representaban, por tanto, la verdad de la revolución, y la conciencia de esta importante situación les infundía tanta más valentía cuanto más se limitaban las manifestaciones de la ener gía revolucionaria a ataques parlamentarios, a formulación de actas de acusación, a amenazas, grandes voces, sonoros discurs os y extremos que no pasaban nunca de frases. Los campesinos se encontraban en situación muy similar a la de los pequeñoburgueses y tenían casi las mismas reivindicaciones sociales que formular. Por eso, todas las capas intermedias de la sociedad, en la medida en que se veían arrastradas al movimiento revolucio nario, tenían que ver necesariamente en Ledru­Rollin a su héroe. Ledru­Rollin era el personaje de la pequeña burguesía democrá tica. Frente al Partido del Orden, tenían que pasar a primer plano, ante todo, los reformadores de ese orden, medio conservadores, medio revolucionarios y utopistas por entero.

El partido de Le National, los Amigos de la Constitución quand même [103] , los républicains purs et simples [104] , salieron completamente derro tados de las elecciones. Solo una minoría ínfima de este partido fue enviada a la cámara legislativa; sus dirigentes más notorios desaparecieron de la escena, incluso Marrast, el redactor jefe y Orfeo [105] de la república honesta.

El 28 de mayo se reunió la Asamblea Legislativa, y el 11 de junio volvió a reanudarse la colisión del 8 de mayo. Ledru­Rol lin, en nombre de la Montaña, presentó, a propósito del bom bardeo de Roma, un acta de acusación contra el presidente y el Gobierno incriminándoles la violación de la Constitución. El 12 de junio, rechazó la Asamblea Legislativa el acta de acu sación, como la había rechazado la Asamblea Constituyente el 11 de mayo, pero esta vez el proletariado arrastró a la Mont aña a la calle, aunque no a la lucha, sino a una procesión cal lejera simplemente. Basta decir que la Montaña iba a la cabeza de este movimiento para comprender que el movimiento fue vencido y que el Junio de 1849 resultó una carica tura tan ridícula como indigna del Junio de 1848. La gran retirada del 13 de junio solo resultó eclipsada por el parte de guerra, todavía más grande, de Changarnier, el gran hombre improvisado por el Partido del Orden. Toda época histórica necesita sus grandes hombres y, si no los encuentra, los inventa, como dice Helvétius [106] .

El 20 de diciembre solo existía la mitad de la república burguesa constituida: el presidente. El 28 de mayo fue completada con la otra mitad: la Asamblea Legislativa. En junio de 1848, la república burguesa en formación había grabado su partida de nacimiento en el libro de la historia con una batalla in enarrable contra el proletariado; en junio de 1849, la república burguesa constituida lo hizo mediante una comedia incalificable representada con la pequeña burguesía. Junio de 1849 fue la Némesis [107] que se vengaba del Junio de 1848.En junio de 1849 no fueron vencidos los obreros, sino abatidos los pequeñobur gueses que se interponían entre ellos y la revolución. Junio de 1849 no fue la tragedia sangrienta entre el trabajo asalariado y el capital, sino la comedia entre el deudor y el acreedor: comed ia lamentable y llena de escenas de encarcelamientos. El Partido del Orden había vencido; era todopoderoso. Ahora tenía que poner de manifiesto lo que era.


 
III. Las consecuencias del 13 de Junio de 1849
El 20 de diciembre la cabeza de Jano de la república constitucion al no había enseñado todavía más que una cara, la del poder ejecutivo, con los rasgos borrosos y achatados de Luis Bonaparte; el 28 de mayo de 1849 enseñó la otra cara, la del poder legislativo, llena de cicatrices que habían dejado en ella las orgías de la Res tauración y de la monarquía de Julio. Con la Asamblea Nacional Le gislativa se completó la formación de la república constitucional, es decir, de la forma republicana de gobierno en que queda cons tituida la dominación de la clase burguesa, y por tanto la domina ción conjunta de las dos grandes fracciones monárquicas que forman la burguesía francesa: los legitimistas y los orleanistas coligados, el Partido del Orden. Y, al mismo tiempo que la Repú blica Francesa era concedida en propiedad a la coalición de los partidos monárquicos, la coalición europea de las potencias con trarrevolucionarias emprendía una cruzada general contra los últimos refugios de las revoluciones de Marzo. Rusia se lanzó sobre Hungría, Prusia marchó contra el ejército que luchaba por la Constitución del Reich y Oudinot bombardeó a Roma. La crisis europea marchaba, evidentemente, hacia un viraje decisivo; las miradas de toda Europa se dirigían a París y las mi radas de todo París a la Asamblea Legislativa.

El 11 de junio subió a la tribuna Ledru­Rollin. No pronunció un discurso, sino que formuló contra los ministros una requisitoria escueta, sobria, documentada, concentrada, violenta.

El ataque contra Roma es un ataque contra la Constitución; el ataque contra la República Romana, un ataque contra la República Francesa. El artículo 5 de la Constitución dice así: “La República Francesa no empleará jamás sus fuerzas militares contra la libertad de ningún pueblo”; y el presidente emplea el ejército francés con tra la libertad de Roma. El artículo 54 prohíbe al poder ejecutivo declarar ninguna guerra sin el consentimiento de la Asamblea Nacional [108] . El acuerdo de la Constituyente del 8 de mayo ordena expresamente a los ministros ajustar sin pérdida de tiempo la expedición romana a su primitiva finalidad, les prohíbe, por tanto, no menos expresamente, la guerra contra Roma; y Ou dinot bombardea Roma. Así, Ledru­Rollin invocaba la Constitución como testigo de cargo contra Bonaparte y sus ministros. Y él, el tribuno de la Constitución, lanzó a la cara de la mayo ría monárquica de la Asamblea Nacional esta amenazadora declaración: “Los republicanos sabrán hacer respetar la Constitu ción por todos los medios, incluso, si es preciso, por la fuerza de las armas!”. “Por la fuerza de las armas!”, repitió el eco centupli cado de la Montaña. La mayoría contestó con un tumulto espan toso; el presidente de la Asamblea Nacional llamó a Ledru­Rollin al orden. Ledru­Rollin repitió el desafío y acabó depositando en la mesa presidencial la moción para que se formulase un acta de acu sación contra Bonaparte y sus ministros. La Asamblea Nacional acordó, por 361 votos contra 203, pasar del bombardeo de Roma al simple orden del día.

Creía Ledru­Rollin poder derrotar a la Asamblea Nacional con la Constitución y al presidente con la Asamblea Nacional?

Era cierto que la Constitución prohibía todo ataque contra la libertad de otros pueblos, pero lo que el ejército francés atacaba en Roma era, según el Gobierno, no la “libertad”, sino el “despotismo de la anarquía”. ¿Es que la Montaña, a pesar de toda su experien cia de la Asamblea Constituyente, no había comprendido todavía que la interpretación de la Constitución no pertenecía a los que la habían hecho, sino solamente a los que la habían aceptado; que su texto debía interpretarse en su sentido viable y que su único sen tido viable era el sentido burgués; que Bonaparte y la mayoría mo nárquica de la Asamblea Nacional eran los intérpretes auténticos de la Constitución, como el cura es el intérprete auténtico de la Bib lia y el juez el intérprete auténtico de la ley? ¿Iba la Asamblea Nac ional, recién nacida de unas elecciones generales, a sentirse obligada por las disposiciones testamentarias de la fene cida Constituyente, cuya voluntad, en vida, había que brado un Odilon Barrot? Al remitirse al acuerdo tomado el 8 de mayo por la Constituyente, ¿había olvidado Ledru­Rollin que esta había rechazado el 11 de mayo su primera moción de formular un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros, que los había absuelto, que de este modo había sancionado como “constitucional” el ataque contra Roma, que no hacía más que apelar a un fallo ya dictado y que, finalm ente, apelaba de la Asamblea Constituyente republicana a la Asamblea Legislativa monárquica? La propia Constitución, en un artículo especial, llama en su auxilio a la insurrección, al requerir a todo ciudadano para que la defienda. Ledru­Rollin se apoyaba en este artículo. ¿Pero no es cierto también que los poderes públicos están organizados para defender la Constitución, y que su viola ción no comienza hasta que uno de los poderes públicos constitucionales se rebela contra el otro? Y el presidente, los ministros, y la Asamblea Na cional de la república estaban de acuerdo.

Lo que la Montaña intentó el 11 de junio fue “una insurrec­ ción den tro de los límites de la razón pura”, es decir, una insurrecc ión puramente parlamentaria. La mayoría de la Asamblea, intimidada por la perspectiva de un alzamiento armado de las masas populares, debía romper, en las personas de Bonaparte y los ministros, su poder y el significado de su elección. No había intentado la Constituyente, de un modo parecido, cancelar la elec ción de Bonaparte, al insistir tan tenazmente en la destitución del gobierno Barrot­Falloux?

Tampoco faltaban precedentes de insurrecciones parla mentarias de los tiempos de la Convención, que habían subv ertido de pronto, radicalmente, las relaciones entre la mayoría y la minoría —y no iba a lograr la joven Montaña lo que había logrado la vieja?—, ni las circunstancias del momento parecían desfavorables para semejante empresa. La excitación popular había alcanzado en París un grado crítico, el ejército no parecía, a juzgar por sus votaciones, estar inclinado hacia el Gobierno, y la mayoría legislativa era aún de masiado joven para haberse consolidado y, además, estaba compuesta por personas de edad madura. Si la Montaña salía adelante con su insurrección parlamentaria, el timón del Estado caería directamente en sus manos. Por lo demás, el más ferviente deseo de la pequeña burguesía democrática era, como siempre, que la lucha se ventilase por encima de sus cabezas, en las nubes, entre las sombras de los parlamentarios. Por último, ambas, la pequeña burguesía democrática y su representación, la Montaña, conseguirían, con una insurrección parlamentaria, su gran fin: romper el poder de la burguesía sin desatar al pro letariado o sin dejarle aparecer más que en perspectiva; así se habría utilizado al proletariado sin que fuese peligroso.

Después del voto de la Asamblea Nacional del 11 de junio se celebró una reunión entre algunos miembros de la Montaña y delegados de las sociedades secretas obreras. Estos insistían en lanzarse aquella misma noche. La Montaña rechazó resuelta mente este plan. No quería, de ningún modo, que la dirección se le fuese de las manos; sus aliados le eran tan sospechosos como sus adversarios, y con razón. Los recuerdos de Junio de 1848 agita ban más vivamente que nunca las filas del proletariado de París. Pero este se hallaba aherrojado a la alianza con la Montaña. Esta representaba la mayoría de los departamentos, exageraba su in fluencia dentro del ejército, disponía del sector democrático de la Guardia Nacional y tenía consigo el poder moral de los tenderos. Comenzar la insurrección contra su voluntad significaba exponer al proletariado —diezmado por el cól era y alejado de París en masa por el paro for zoso— a una inútil repetición de las jornadas de Junio de 1848, sin una situación que obligase a lanzarse a la lucha desesperada. Los delegados proletarios hicieron lo único racional. Obligaron a la Montaña a comprometerse, es decir, a salirse del marco de la lucha parlamentaria en caso de ser rechazada su acta de acusa ción. Durante todo el 13 de junio el proletariado guardó la misma posición escépticamente expectante, aguardando a que se pro dujera un cuerpo a cuerpo serio e irrevocable entre el ejército y la Guardia Nacional demócrata, para lanzarse entonces a la lucha y llevar la revolución más allá de la meta pequeñoburguesa que le había sido asignada. En caso de victoria, estaba ya form ada la comuna proletaria que habría de actuar junto al go bierno oficial. Los obreros de París habían aprendido en la escuela sangrienta de Junio de 1848.

El 12 de junio, el ministro Lacrosse presentó en la Asam blea Legislativa una proposición pidiendo que se pasase inmedia tamente a discutir el acta de acusación. El Gobierno había adoptado durante la noche todas las medidas para la defensa y para el ataque. La mayoría de la Asamblea Nacional estaba resuelta a empujar a la calle a la minoría rebelde. La minoría ya no podía re troceder; la suerte estaba echada: por 377 votos contra 8 fue rechaz ada el acta de acusación, y la Montaña, que a la hora de votar se había abstenido, se abalanzó llena de rencor a las salas de propa ganda de la “democracia pacífica”, a las oficinas del periódico La Démocratie pacifique [109] .

Al alejarse del parlamento se quebró la fuerza de la Montaña, al igual que se quebraba la del gigante Anteo cuando se separaba de la tierra, su madre [110] . Los que eran sansones en las salas de la Asamblea Legislativa, los monta ñeses, se convirtieron, en los locales de La Démocratie pacifique, en simples filisteos. Se entabló un debate largo, ruidoso, vacío. La Montaña estaba resuelta a imponer el respeto a la Constitución por todos los medios, “menos por la fuerza de las armas”. Fue apoyada por una proclama y por una diputación de los Amigos de la Constitución, nombre que se atribuían las ruinas de la pandilla de Le Na tional, del partido burgués republicano. Mientras que de los representantes parlamentarios que le quedaban seis habían votado en contra y todos los demás en pro de que se rechazase el acta de acusación, y mientras Cavaignac ponía su sable a disposición del Partido del Orden, la mayor parte del contingente extraparlamentario de la pandilla se aferraba ansiosa mente a la ocasión que se le ofrecía para salir de su posición de parias políticos y pasarse en masa a las filas del partido demócrata. No aparecían ellos como los escuderos naturales de este partido, que se escondía detrás de su escudo, detrás de su principio, detrás de la Constitución?

Hasta el amanecer duraron los dolores del parto. La Mont aña dio a luz “una proclama al pueblo”, que apareció el 13 de junio ocupando un espacio más o menos vergonzante en dos periódicos socialistas [111] . Declaraba al presidente, a los minis tros y a la mayoría de la Asamblea Legislativa “fuera de la Constitución” y llamaba a la Guardia Nacional, al ejército y, finalmente, al pueblo a “levan tarse”. “Viva la Constitución!”, era la consigna que daba, consigna que quería decir lisa y llanamente: “Abajo la revolución!”.

A la proclama constitucional de la Montaña correspondió, el 13 de junio, una llamada manifestación pacífica de los pequeñoburgueses, es decir, una procesión callejera desde Château d’Eau por los bulevares: 30.000 hombres desarmados, en su mayoría guardias naciona les, mezclados con miembros de las sociedades se cretas obreras, que desfilaban al grito de “¡Viva la Constitución!”. Grito mecánico, frío, que los mismos manifestantes lanzaban como grito de una conciencia culpable y que el eco del pueblo que pu lulaba en las aceras devolvía irónicamente, cuando debía resonar como un trueno. Al canto polifónico le faltaba la voz de pecho. Y cuando el cortejo pasó por delante del edificio social de los Ami gos de la Constitución y apareció en el frontón de la casa un heraldo constitucional alquilado que, agitando con todas las fuerzas su clac [112] , con unos pulmones formidables, dejó caer sobre los pereg rinos, como una granizada, la consigna de “Viva la Constitu ción!”, hasta ellos mismos parecieron darse cuenta por un instante de lo grotesco de la situación. Sabido es cómo, al llegar a la dese mbocadura de la rue de la Paix, el cortejo fue recibido en los bul evares por los dragones y los cazadores de Changarnier de un modo nada parlamentario y cómo, en menos que se cuenta, se dispersó en todas direcciones, dejando escapar en la fuga algún que otro grito de “A las armas!”, para cumplir el llamamiento parlamentario a las armas del 11 de junio.

La mayoría de la Montaña, reunida en la rue du Hasard, se dispersó en cuanto se disolvió violentamente la procesión pacífica, en cuanto el vago rumor de asesinato de ciudadanos inermes en los bulevares y el creciente tumulto callejero parecieron anunciar la proximidad de un motín. Ledru­Rollin, a la cabeza de un puñado de diputados, salvó el honor de la Montaña. Bajo la protección de la artillería de París, que se había concentrado en el Palacio Nacional, se trasladaron al Conservatorio Nacional de Artes y Oficios, adonde llegaría la quinta y la sexta legión de la Guardia Nacional. Pero los montañeses aguardaron en vano su llegada; estos prudentes guardias nacionales dejaron a sus representantes en la estacada; la misma artillería de París impidió al pueblo levantar barricadas; un bar ullo caótico hacía imposible todo acuerdo y las tropas de línea avanzaban con bayoneta calada. Parte de los representantes fueron hechos prisioneros y los demás lograron huir. Así terminó el 13 de junio.

Si el 23 de junio de 1848 había sido la insurrección del proletariado revolucionario, el 13 de junio de 1849 fue la insurrección de la pequeña burguesía demócrata, y cada una de estas insurrec ciones, la expresión clásica pura de la clase que la emprendía.

Solo en Lyon se produjo un conflicto duro y sangriento. Allí donde la burguesía industrial y el proletariado industrial se en cuentran frente a frente, donde el movimiento obrero no está enc uadrado y determinado, como en París, por el movimiento general, el 13 de junio perdió, en sus repercusiones, el carácter pri mitivo. En las demás provincias donde estalló no produjo incen dios, fue un rayo frío.

El 13 de junio cerró la primera etapa en la vida de la república constitucional, cuya existencia normal había comenzado el 28 de mayo de 1849, con la reunión de la Asamblea Legislativa. Todo este prólogo lo llenó la aparatosa lucha entre el Partido del Orden y la Montaña, entre la burguesía y la pequeña burguesía, que se encabrita inútilmente contra la consolidación de la república burguesa, a favor de la cual había conspirado ininterrumpida mente en el gobierno provisional y en la comisión ejecutiva, a favor de la cual se había batido fanáticamente contra el proleta riado en las jornadas de Junio. El 13 de junio rompió su resistencia y convirtió la dictadura legislativa de los monárquicos coligados en un hecho consumado. A partir de este momento la Asamblea Na cional no es más que el Comité de Salvación Pública del Partido del Orden.

París había puesto al presidente, a los ministros y a la mayoría de la Asamblea Nacional en “estado de acusación”; ellos pusieron a París en “estado de sitio”. La Montaña había declarado “fuera de la Constitución” a la mayoría de la Asamblea Legislativa; la ma yoría entregó a la Montaña a la Haute Cour por violación de la Constitución y proscribió a todos los elementos de este partido que representaban una fuerza vital. La Montaña quedó mutilada, hasta convertirse en un tronco sin cabeza y sin corazón. La minoría había ido hasta la tentativa de una insurrección parlamentaria; la mayoría elevó a ley su despotismo parlamentario. Decretó un nuevo reglamento parlamentario que destruía la libertad de la tribuna y autorizaba al presidente de la Asamblea Nacional a castigar a los diputados por infracción del orden, con la censura, con multas, con privación de dietas, expulsión temporal y cárcel. Suspendió sobre el tronco de la Montaña, en vez de la espada, el palo. Hubiera debido ser cuestión de honor para el resto de los diputados de la Montaña el salirse en masa de la Asamblea. Con este acto, se habría acelerado la descomposición del Partido del Orden. Se hubiera escindido necesariamente en sus elementos originarios en el momento en que no los mantuviese unidos ni la sombra de una oposición.

Al mismo tiempo que fueron despojados de su poder parlamentario, la pequeña burguesía demócrata fue despojada de su poder armado con la disolución de la artillería de París y de las legion es 8, 9 y 12 de la Guardia Nacional. En cambio, la legión de las altas finanzas, que el 13 de junio había asaltado las imprentas de Boulé y Roux, destruyendo las prensas, asolando las oficinas de los periódicos republicanos y deteniendo arbitrariamente a los redactores, a los ca jistas, a los impresores, a los recaderos y a los distribuidores, obtuvo palabras de elogio y de aliento desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional. El licenciamiento de los guardias nacionales sospechosos de republicanismo se repitió por todo el territorio francés.

Una nueva ley de prensa, una nueva ley de asociación, una nueva ley sobre el estado de sitio, las cárceles de París abarrotadas, los emigrados políticos expulsados, todos los periódicos que iban más allá que Le National suspendidos, Lyon y los cinco departamentos circundantes entregados a merced de las brutales ve jaciones del despotismo militar, los tribunales presentes en todas partes, el tantas veces depurado ejército de funcionarios depurado una vez más: estos eran los inevitables y siempre repetidos luga res comunes de la reacción victoriosa. Después de las matanzas y las deportaciones de Junio son dignos de mención, simplemente, porque esta vez no se dirigían solo contra París, sino también con tra los departamentos; no iban solo contra el proletariado, sino, sobre todo, contra las clases medias.

Las leyes represivas, que dejaban la declaración del estado de sitio a la discreción del Gobierno, apretaban todavía más la mor daza puesta a la prensa y aniquilaban el derecho de asociación, ab sorbieron toda la actividad legislativa de la Asamblea Nacional durante los meses de junio, julio y agosto.

Sin embargo, esta época no se caracteriza por explotar la victoria en el terreno de los hechos, sino en el terreno de los principios; no por los acuerdos de la Asamblea Nacional, sino por su fundamentación; no por la cosa, sino por la frase; ni siquiera por la frase, sino por el acento y el gesto que la animaban. El exteriorizar sin pudor ni miramientos las ideas monárquicas, el in sultar a la república con aristocrático desprecio, el divulgar los de signios de restauración con frívola coquetería; en una palabra, la violación jactanciosa del decoro republicano da a este período su tono y su matiz peculiares. ¡Viva la Constitución! era el grito de guerra de los vencidos del 13 de junio. Los vencedores quedaban, por tanto, relevados de la hipocresía del lenguaje constitucional, es decir, republicano. La contrarrevolución tenía sometida a Hungría, a Italia y a Alemania, y creían ya que la restauración estaba a las puertas de Francia. Se desató una verdadera competencia entre los corifeos de las fracciones del Partido del Orden a ver cuál documentaba mejor su monarquismo a través de Le Moniteur y cuál confesaba mejor sus posibles pecados liberales cometidos bajo la monarquía, se arrepentía de ellos y pedía perdón a Dios y a los hombres. No pasaba día sin que en la tribuna de la Asamblea Nacional se declarase la revolución de Febrero como una calamidad pública, sin que cualquier hidalgucho legitimista provinciano hiciese constar solemnemente que jamás había reconocido a la república, sin que alguno de los cobardes desertores y traidores de la monarquía de Julio contase las hazañas heroicas que hubiera realizado oportunamente si la filantropía de Luis Felipe u otras incomprensiones no se lo hubiesen impedido. Lo que había que admirar en las jornadas de Febrero no era la magnanimidad del pueblo victorioso, sino la abnegación y la moderación de los monárquicos, que le habían consentido vencer. Un representante del pueblo propuso asignar una parte de los fondos de socorro para los heridos de Febrero a los guardias municipales, únicos que en aquellos días habían merecido bien de la patria. Otro quería que se decretase levantar una estatua ecuestre al duque de Orleans en la plaza del Carrousel. Thiers calificó a la Constitución de trozo de papel sucio. Por la tribuna desfilaban, unos tras otros, orleanistas que ex presaban su arrepentimiento de haber conspirado contra la monar quía legítima; legitimistas que se reprochaban el haber acelerado, con su rebelión contra la monarquía ilegítima, la caída de la monarquía en general; Thiers, que se arrepentía de haber intrigado contra Molé [113] ; Molé de haber intrigado contra Guizot, y Barrot de haber intrigado contra los tres. El grito de “Viva la república socialdemocrática!” fue declarado anticonstitucional; el grito de “Viva la república!”, perseguido como socialdemocrático. En el aniversario de la batalla de Waterloo, un diputado declaró: “Temo menos la invasión de los prusianos que la entrada en Francia de los emigrados revolucionarios”. A las quejas sobre el terrorismo, que se decía estar organizado en Lyon y en los departamentos vecinos, Baraguey d’Hilliers contestó así: “Prefiero el terror blanco al terror rojo” (J’aime mieux la terreur blanche que la terreur rouge). Y la Asamblea rompía en aplausos frenéticos cada vez que salía de los labios de sus oradores un epigrama contra la república, contra la revolución, contra la Constituyente, a favor de la monarquía, o a favor de la Santa Alianza. Cada infracción de los formalismos republicanos más insignificantes, por ejemplo, el de dirigirse a los diputados con la palabra citoyens, entusiasmaba a los caballeros del orden.

Las elecciones parciales del 8 de julio en París —celebradas bajo la influencia del estado de sitio y la abstención de gran parte del proletariado—, la toma de Roma por el ejército francés, la entrada en Roma de las eminencias purpuradas [114] y de la Inquisición, y el terrorismo monacal tras ellas, añadieron nuevas victorias a la victoria de Junio y exaltaron la embriaguez del Partido del Orden.

Finalmente, a mediados de agosto, en parte con la intención de asistir a los consejos departamentales que acababan de reunirse y en parte cansados de los muchos meses de orgía de su tendencia, los monárquicos decretaron suspender por dos meses las sesiones de la Asamblea Nacional. Una comisión de veinticinco diputados, la crema de los legitimistas y orleanistas —un Molé, un Changarnier— quedaron, con visible ironía, como representantes de la Asamblea Nacional y guardianes de la república. La ironía era más profunda de lo que ellos sospechaban. Estos hombres, condenados por la historia a ayudar a derrocar la monarquía, a la que amaban, estaban destinados también por ella a conservar la república, a la que odiaban.

Con la suspensión de sesiones de la Asamblea Nacional termina el segundo período de vida de la república constitucional, su período de monarquismo zafio.

Volvió a levantarse el estado de sitio en París; volvió a funcio nar la prensa. Durante la suspensión de los periódicos socialde mócratas, durante el período de la legislación represiva y del barullo monárquico, Le Siècle [115] , viejo represen tante literario de los pequeñoburgueses monárquico­constitucio nales, se republicanizó; La Presse [116] , viejo exponente literario de los reformadores burgueses, se democratizó; Le National, viejo órgano clásico de los burgueses republicanos, se socialistizó.

Las sociedades secretas crecían en extensión y actividad a medida que los clubs públicos se hacían imposibles. Las cooperativas obreras de producción, que eran toleradas como sociedades puramente mercantiles y que carecían de toda importancia económica, se convirtieron políticamente en otros tantos medios de enlace del proletariado. El 13 de junio se llevó de un tajo las cabezas oficiales de los diversos partidos semirrevolucionarios; las masas que se quedaron recobraron su propia cabeza. Los caballeros del orden intimidaban con profecías sobre los horrores de la república roja; pero los viles excesos y los horrores hiperbólicos de la contrarre volución victoriosa en Hungría, Baden y Roma, dejaron a la república roja inmaculadamente limpia. Y las descontentas clases medias de la sociedad francesa comenzaron a preferir las prome sas de la república roja, con sus horrores problemáticos, a los ho rrores de la monarquía roja, con su desesperanza efectiva. Ningún socialista hizo más propaganda revolucionaria en Francia que Hay nau [117] . A chaque capacité selon ses œuvres! [118] .

Entretanto, Luis Bonaparte aprovechaba las vacaciones de la Asamblea Nacional para hacer viajes principescos por provincias; los legitimistas más ardientes se iban en peregrinación a Ems a ado rar al nieto de San Luis [119] , y la masa de los representantes del pueb lo, amigos del orden, intrigaba en los consejos departamentales que acababan de reunirse. Se trataba de hacer que estos expresaran lo que la mayoría de la Asamblea Nacional no se atrevía a pronun ciar aún: la propuesta de urgencia para la revisión inmediata de la Constitución. Con arreglo a su texto, la Constitución solo podía re visarse a partir de 1852 y por una Asamblea Nacional convocada especialmente al efecto. Pero si la mayoría de los consejos depar tamentales se pronunciaban en este sentido, ¿no debía la Asamblea Nacional sacrificar a la voz de Francia la virginidad de la Constitución? La Asamblea Nacional ponía en estas asambleas provinciales las mismas esperanzas que las monjas de La Henriada de Voltaire en los panduros [120] . Pero los putifares [121] de la Asamblea Nacional se las tenían que ver, salvo algunas excepciones, con otros tantos josés de provincias. La inmensa mayoría no quiso entender la acuciante insinuación. La revisión constitucional fue frustrada por los mis mos instrumentos que tenían que darle vida: por las votaciones de los consejos departamentales. La voz de Francia, precisamente la de la Francia burguesa, habló. Y habló en contra de la revisión.

A comienzos de octubre volvió a reunirse la Asamblea Nacional Legislativa; tantum mutatus ab illo! [122] Su fisonomía había cam biado completamente. La repulsa inesperada de la revisión por parte de los consejos departamentales la hizo volver a los límites de la Constitución y le recordó los límites de su plazo de vida. Los or leanistas se volvieron recelosos por las peregrinaciones de los le gitimistas a Ems; los legitimistas encontraban sospechosas las negociaciones de los orleanistas con Londres [123] , los periódicos de ambas fracciones atizaron el fuego y sopesaron las mutuas reivindicaciones de sus pretendientes. Orleanistas y legitimistas abriga ban conjuntamente rencor por los manejos de los bonapartistas, que se traslucían en los viajes principescos del presidente, en los intentos más o menos claros de emancipación del presidente, en el lenguaje pretencioso de los periódicos bonapartistas; Luis Bonaparte abrigaba rencor contra una Asamblea Nacional que no en contraba justas más que las conspiraciones legitimistas­orleanistas y contra un gobierno que le traicionaba continuamente a favor de esta Asamblea Nacional. Finalmente, el propio Gobierno estaba dividido en el problema de la política romana y del impuesto sobre la renta proyectado por el ministro Passy, que los conservadores tildaban de socialista.

Uno de los primeros proyectos presentados por el gobierno Barrot a la Asamblea Legislativa, al reanudar sus sesiones, fue una petición de crédito de 300.000 francos para la pensión de viud edad de la duquesa de Orleans. La Asamblea Nacional lo concedió, añadiendo al registro de deudas de la nación francesa una suma de siete millones de francos. Y así, mientras Luis Felipe se guía desempeñando con éxito el papel de pauvre honteux, de mend igo vergonzante, ni el Gobierno se atrevía a solicitar el aumento de sueldo para Bonaparte ni la Asamblea parecía inclinada a con cederlo. Y Luis Bonaparte se tambaleaba, como siempre, ante el di lema de Aut Caesar, aut Clichy! [124]

La segunda petición de crédito del Gobierno (nueve millones de francos para los gastos de la expedición romana) aumentó la ten sión entre Bonaparte, de un lado, y los ministros y la Asamblea Nac ional, de otro. Luis Bonaparte había publicado en Le Moniteur una carta a su ayudante Edgar Ney, en la que constreñía al gobierno papal a garantías constitucionales. Por su parte, el papa había lan zado un motu proprio [125] , una alocución en la que rechazaba toda restricción de su poder restaurado. La carta de Bonaparte levantaba con intencionada indiscreción la cortina de su gabinete para expo ner su persona a las miradas de la galería como un genio benévolo, pero ignorado y encadenado en su propia casa. No era la primera vez que coqueteaba con los “aleteos furtivos de un alma libre” [126] . Thiers, el ponente de la comisión, hizo caso omiso de los aleteos de Bonaparte y se limitó a traducir al francés la alocución papal. No fue el Gobierno, sino Victor Hugo quien intentó salvar al presidente mediante un orden del día por el que la Asamblea Nacional habría de expresar su conformidad con la carta de Bonaparte. Allons donc! Allons donc! [127] Bajo esta interjección irreverentemente frívola enterró la mayoría la propuesta de Victor Hugo. La política del presi dente? La carta del presidente? El presidente mismo? Allons donc! Allons donc! Quién demonios toma en serio a monsieur Bonaparte? Cree usted, monsieur Victor Hugo, que nos vamos a creer que cree usted en el presidente? Allons donc! Allons donc!

Finalmente, la ruptura entre Bonaparte y la Asamblea Nacional se aceleró por la discusión sobre el retorno de los Orleans y los Borbones. Fue el primo del presidente, el hijo del exrey de Westfalia [128] , quien, en ausencia del Gobierno, se había encargado de presentar dicha propuesta, cuya única finalidad era colocar a los pretendientes legitimistas y orleanistas en el mismo plano, o mejor dicho, situarlos por debajo del pretendiente bonapartista, que es taba, por lo menos de hecho, en la cumbre del Estado.

Napoleón Bonaparte fue lo bastante irreverente para presentar el retorno de las familias reales expulsadas y la amnistía de los insurrectos de Junio, como dos partes de una misma proposición. La indignación de la mayoría le obligó inmediatamente a pedir per dón por este enlace sacrílego de lo sagrado y lo inmundo, de las es tirpes reales y el engendro proletario, de las estrellas fijas de la sociedad y de los fuegos fatuos de sus ciénagas, y a asignar a cada una de las dos proposiciones su rango correspondiente. La Asamb lea Legislativa rechazó enérgicamente la vuelta de las familias re ales, y B erryer, el Demóstenes de los legitimistas [129] , no permitió que se abrigase ninguna duda acerca del sentido de este voto. La deg radación burguesa de los pretendientes, he ahí lo que se persigue! Se les quiere despojar del halo de santidad, de la única majestad que les queda, de la majestad del destierro! Qué habría que pensar de aquel pretendiente —exclamó Berryer—, que, olvidándose de su augusto origen, viniera aquí, para vivir como un simple particular! No se le podía decir más claro a Luis Bonaparte que con su presen cia no había ganado la partida, que si los monárquicos coligados le necesitaban aquí, en Francia, como hombre neutral en el sillón pre sidencial, los pretendientes serios a la coronación debían permane cer ocultos a las miradas profanas tras la niebla del destierro.

El 1 de noviembre, Luis Bonaparte contestó a la Asamblea Le gislativa con un mensaje anunciando, en palabras bastante áspe ras, la destitución del gobierno Barrot y la formación de uno nuevo. El gobierno Barrot­Falloux había sido el gobierno de la coalición monárquica; el gobierno d’Hautpoul era el gobierno de Bonaparte, el órgano del presidente frente a la Asamblea Legislativa, el gobierno de los recaderos.

Bonaparte ya no era simplemente el hombre neutral del 10 de diciembre de 1848. La posesión del poder ejecutivo había agrupado en torno a él gran número de intereses; la lucha contra la anarquía obligó al propio Partido del Orden a aumentar su influencia, y si el presidente ya no era popular, este partido era impopular. ¿No podía confiar Bonaparte en obligar a los orleanistas y legitimistas, tanto por su rivalidad como por la necesidad de una restauración monárquica cualquiera, a reconocer al pretendiente neutral?

Del 1 de noviembre de 1849 data el tercer período de vida de la república constitucional, el período que termina con el 10 de marzo de 1850. No solo comienza el juego normal de las instituc iones constitucionales, que tanto admira Guizot, es decir, las pe leas entre el poder ejecutivo y el legislativo, sino que, además, frente a los apetitos de restauración de los orleanistas y legitim istas coligados, Bonaparte defiende el título de su poder efec tivo, la república; frente a los apetitos de restauración de Bonaparte, el Partido del Orden defiende el título de su poder común, la república; frente a los orleanistas, los legitimistas de fienden, lo mismo que aquellos frente a estos, el statu quo, la rep ública. Todas estas fracciones del Partido del Orden, cada una de las cuales tiene secretamente su propio rey y su propia restauración, hacen valer de forma alternativa, frente a los apetitos de usurpación y de revuelta de sus rivales, la dominación común de la burguesía, la forma bajo la cual se neutralizan y se reservan las pretensiones específicas: la república.

Estos monárquicos hacen de la monarquía lo que Kant hacía de la república: la única forma racional de gobierno, un postulado de la razón práctica, cuya realización jamás se alcanza, pero a cuya consecución debe aspirarse siempre como objetivo y debe llevarse siempre en la intención.

De este modo, la república constitucional, que salió de manos de los republicanos burgueses como una fórmula ideológica vacía, se convierte, en manos de los monárquicos coligados, en una fór mula viva y llena de contenido. Y Thiers decía más verdad de lo que él sospechaba, al declarar: “Nosotros, los monárquicos, somos los verdaderos puntales de la república constitucional”.

La caída del gobierno de coalición y la aparición del gobierno de los recaderos tenía un segundo significado. Su ministro de Ha cienda era Fould. Hacer de Fould ministro de Hacienda significaba entregar oficialmente la riqueza nacional de Francia a la Bolsa, la ad ministración del patrimonio del Estado a la Bolsa y en beneficio de la Bolsa. Con el nombramiento de Fould, la aristocracia financiera anunciaba su restauración en Le Moniteur. Esta restauración com pletaba necesariamente las demás restauraciones que formaban otros tantos eslabones en la cadena de la república constitucional.

Luis Felipe no se atrevió nunca a hacer ministro de Ha cienda a un verdadero lince. Como su monarquía era el nombre ideal para la dominación de la alta burguesía, en sus gobiernos, los intereses privilegiados tenían que ostentar nombres ideológicamente desinteresados. La república burguesa pasaba a primer plano lo que las diferentes monarquías, tanto la legitimista como la orleanista, ocultaban siempre en el fondo. Hacía terrenal lo que aquellas habían hecho celestial. En lugar de los nombres de santos ponía los nombres propios bur gueses de los intereses de la clase dominantes.

Toda nuestra exposición ha mostrado cómo la república, desde el primer día de su existencia, no derribó, sino que consolidó la aristocracia financiera. Pero las concesiones que se le hacían eran una fatalidad a la que se sometían sus autores sin querer provo carla. Con Fould, la iniciativa gubernamental volvió a caer en manos de la aristocracia financiera.

Se preguntará: ¿cómo la burguesía coligada podía soportar y tolerar la dominación de la aristocracia financiera, que bajo Luis Felipe se basaba en la exclusión o en la sumisión de las demás fracciones burguesas? La contestación es sencilla.

En primer lugar, la aristocracia financiera es una parte decisiva de la coalición monárquica, cuyo go bierno conjunto se llama república. ¿Acaso los corifeos y los tal entos de los orleanistas no son los antiguos aliados y cómplices de la aristocracia financiera? ¿No es esta misma la falange dorada del orleanismo? Por lo que a los legitimistas se refiere ya bajo Luis Felipe habían tomado parte prácticamente en todas las orgías de las especulaciones bursátiles, mineras y ferroviarias. Y la conexión de los grandes terratenientes con las altas finanzas es en todas partes un hecho normal. Prueba de ello: Inglaterra. Prueba de ello: la misma Austria.

En un país como Francia, donde el volumen de la producción nacional es desproporcionadamente inferior al volumen de la deuda nacional, donde la renta del Estado es el objeto más importante de especulación y la Bolsa es el principal mercado para la inversión del capital que quiere valorizarse de un modo improductivo; en un país así, tiene que participar en la deuda pública, en los juegos de Bolsa, en las finanzas, una masa innumerable de gente de todas las clases burguesas o semiburguesas. Y todos estos partícipes subalternos, ¿no encuentran sus puntales y dirigentes naturales en la fracc ión que defiende estos intereses en las proporciones más gigantescas y que rep resenta estos intereses en conjunto y por entero?

Qué condiciona la entrega del patrimonio del Estado a las altas finanzas? El crecimiento incesante de la deuda del Estado. ¿Y este crecimiento? El constante exceso de los gastos del Estado sobre sus ingresos, desproporción que es a la par causa y efecto de los empréstitos públicos. Para sustraerse a este crecimiento de su deuda, el Estado tiene dos posibilidades. Una de ellas es limitar sus gastos, es decir, simplificar el organismo de gobierno, acortarlo, gobernar lo menos posible, emplear la menor cantidad posible de personal, intervenir lo menos posible en los asuntos de la sociedad burguesa. Y este camino era imposible para el Partido del Orden, cuyos medios de represión, cuyas injerencias oficiales por razón de Estado y cuya omnipresencia a través de los organismos del Estado tenían que aumentar necesariamente a medida que su dominación y las condiciones de vida de su clase se veían amenazadas por más partes. No se puede reducir la gendarmería a medida que se multiplican los ataques contra las personas y contra la propiedad.

El otro camino que tiene el Estado es el de procurar eludir sus deudas y establecer por el momento en el presupuesto un equilibrio —aunque sea pasajero—, echando impuestos extraordinarios sobre las espaldas de las clases más ricas. Para sustraer la riqueza nacional a la explotación de la Bolsa, ¿tenía que sacrificar el Partido del Orden su propia riqueza en el altar de la patria? ¡No era tan tonto!

Por tanto, sin revolucionar completamente el Estado francés no había manera de revolucionar el presupuesto del Estado francés. Con este presupuesto era inevitable el crecimiento de la deuda del Estado, y con este crecimiento era indispensable la dominación de los que comercian con la deuda pública, de los acreedores del Es tado, de los banqueros, de los comerciantes en dinero, de los linces de la Bolsa. Solo una fracción del Partido del Orden participaba di rectamente en el derrocamiento de la aristocracia financiera: los fa bricantes. No hablamos de los medianos ni de los pequeños industriales; hablamos de los regentes del interés fabril, que bajo Luis Felipe habían formado la amplia base de la oposición dinás tica. Su interés está indudablemente en que se disminuyan los gas tos de la producción, es decir, en que se disminuyan los impuestos, que gravan la producción, y en que se disminuya la deuda pública, cuyos intereses gravan los impuestos. Están, pues, interesados en el derrocamiento de la aristocracia financiera.

En Inglaterra —y los mayores fabricantes franceses son pequeñoburgueses comparados con sus rivales británicos— vemos, efectivamente, a los fabricantes (a un Cobden, a un Bright) a la cabeza de la cruzada contra la banca y contra la aristocracia de la Bolsa. ¿Por qué no en Francia? En Inglaterra predomina la industria; en Francia, la agricultura. En Inglaterra la industria necesita del librecambio; en Francia necesita aranceles protectores, o sea, el monopolio nacional junto a los otros monopolios. La industria francesa no domina la producción francesa, y por eso los industriales franceses no domin an a la burguesía francesa. Para sacar a flote sus intereses frente a las demás fracciones de la burguesía no pueden, como los ingle ses, marchar al frente del movimiento y al mismo tiempo poner su interés de clase en primer término; tienen que seguir al cortejo de la revolución y servir a intereses que están en contra de los intereses com unes de su clase. En Febrero no habían sabido ver dónde estaba su puesto, y Febrero les aguzó el ingenio. ¿Y quién está más direct amente amenazado por los obreros que el patrono, que el capitalista industrial? En Francia el fabricante tenía que convertirse necesa riamente en el miembro más fanático del Partido del Orden. La merma de su ganancia por las finanzas, ¿qué importancia tiene al lado de la supresión de toda ganancia por el proletariado?

En Francia el pequeñoburgués hace lo que normalmente de biera hacer el burgués industrial; el obrero hace lo que normal mente debiera ser la misión del pequeñoburgués; y la misión del obrero, ¿quién la cumple? Nadie. Las tareas del obrero no se cum plen en Francia; solo se proclaman. Su solución solo puede al canzarse fuera de las fronteras nacionales; la guerra de clases dentro de la sociedad francesa se convertirá en una guerra mundial entre naciones. La solución comenzará a part ir del momento en que, a través de la guerra mundial, el proleta riado se vea empujado a dirigir al pueblo que domina el mercado mundial, a dirigir a Inglaterra. La revolución, que no encontrará aquí su término sino su comienzo organizativo, no será una revo lución de corto aliento. La actual generación se parece a los judíos que Moisés conducía por el desierto. No solo tiene que conquistar un mundo nuevo, sino que tiene que perecer para dejar sitio a los hombres que estén a la altura del nuevo mundo.

Pero volvamos a Fould. El 14 de noviembre de 1849, Fould subió a la tribuna de la Asamblea Nacional y explicó su sistema financiero: ¡La apología del viejo sistema fiscal! ¡Mantenimiento del impuesto sobre el vino! ¡Revocación del impuesto sobre la renta de Passy!

Tampoco Passy era ningún revolucionario; era un antiguo ministro de Luis Felipe. Era uno de esos puritanos de la envergadura de Dufaure y uno de los hombres de más confianza de Teste, el chivo expiatorio de la monarquía de Julio [130] . También Passy había alabado el viejo sistema fiscal y recomendado el mantenimiento del impuesto sobre el vino, pero al mismo tiempo había desgarrado el velo que cubría el déficit del Estado. Había declarado la necesi dad de un nuevo impuesto, del impuesto sobre la renta, si no se quería llevar al Estado a la bancarrota. Fould, que recomendara a Ledru­Rollin la bancarrota del Estado, recomendó a la Asamblea Legislativa el déficit del Estado. Prometió ahorros cuyo misterio se reveló más tarde: por ejemplo, los gastos disminuyeron en sesenta millones y la deuda flotante aumentó en doscientos; artes de esca moteo en la agrupación de las cifras y en la rendición de las cuen tas que, en último término, iban a desembocar en nuevos empréstitos.

Con Fould en el gobierno, al encontrarse en presencia de las demás fracciones burguesas celosas de ella, la aristocracia finan ciera no actuó, naturalmente, de un modo tan cínicamente co rrompido como bajo Luis Felipe. Pero el sistema era, a pesar de todo, el mismo: aumento constante de las deudas, ocultamiento del déficit. Y con el tiempo volvieron a asomar más descaradamente las viejas estafas de la Bolsa. Prueba de ello: la ley sobre el ferrocar ril de Avignon, las misteriosas oscilaciones de los valores del Est ado, que durante un tiempo fueron el tema de conversación de todo París, y, finalmente, las fracasadas especul aciones de Fould y Bonaparte sobre las elecciones del 10 de marzo.

Con la restauración oficial de la aristocracia financiera, el pueblo francés tenía que verse pronto abocado a un nuevo 24 de febrero.

La Constituyente, en un acceso de misantropía contra su heredera, había suprimido el impuesto sobre el vino para el año de gra cia de 1850. Con la supresión de los viejos impuestos no se podían pagar las nuevas deudas. Creton, un cretino del Partido del Orden, había solicitado el mantenimiento del impuesto sobre el vino ya antes de que la Asamblea Legislativa suspendiese sus sesiones. Fould, en nombre del gobierno bonapart ista, recogió esta propuesta y el 20 de diciembre de 1849, en el aniversario de la elevación de Bonaparte a la presidencia, la Asamblea Nacional decretó la res tauración del impuesto sobre el vino.

El defensor de esta restauración no fue ningún financiero, fue el jefe de los jesuitas, Montalembert. Su deducción era contundentemente sencilla: el impuesto es el pecho materno del que se amamanta el gobierno. El gobierno son los instrumentos de represión, los órganos de la autoridad, el ejército, la policía, los funcionarios, jueces, ministros, los sacerdotes. El ataque contra los impuestos es el ataque de los anarquistas contra los cen tinelas del orden, que amparan la producción material y espiritual de la sociedad burguesa contra los ataques de los vándalos prole tarios. El impuesto es el quinto dios, al lado de la propiedad, la fa milia, el orden y la religión. Y el impuesto sobre el vino es indiscutiblemente un impuesto; y no un impuesto como otro cualq uiera, sino un impuesto tradicional, un impuesto de espíritu mo nárquico, un impuesto respetable. Vive l ’impôt des boissons! Three cheers and one more! [131]

El campesino francés cuando quiere representar al diablo lo pinta con la figura del recaudador de impuestos. Desde el mo mento en que Montalembert elevó el impuesto a la categoría de dios, el campesino renunció a dios, se hizo ateo y se echó en braz os del diablo, en brazos del socialismo. Tontamente, la religión del orden lo dejó escapar de sus manos; lo dejaron escapar los je suitas, lo dejó escapar Bonaparte. El 20 de diciembre de 1849 comp rometió irrevocablemente al 20 de diciembre de 1848. El “sobrino de su tío” no era el primero de la familia a quien derrotaba el im puesto sobre el vino, este impuesto que, según la expresión de Montalembert, barruntaba la tormenta revolucionaria. El verda dero, el gran Napoleón, declaró en Santa Elena que el restableci miento del impuesto sobre el vino había contribuido a su caída más que todo lo demás junto, al enajenarle las simpatías de los campesinos del sur de Francia. Ya bajo Luis XIV este impuesto era el fa vorito del odio del pueblo (véanse las obras de Boisguillebert y Vauban); y, abolido por la primera revolución, Napoleón lo había restablecido en 1808, bajo una forma modificada. Cuando la restauración entró en Francia, delante de ella no cabalgaban sola mente los cosacos, sino también la promesa de supresión del impuesto sobre el vino. La gentilhommerie [132] no necesitaba, natu ralmente, cumplir su palabra a la gens taillable à merci et miséricorde [133] . 1830 fue un año que prometió la abolición del impuesto sobre el vino. No estaba en sus costumbres hacer lo que decía ni decir lo que hacía. 1848 prometió la abolición del impuesto sobre el vino, como lo prometió todo. Por último, la Constituyente, que nada había prometido, dio, como queda dicho, una disposición test amentaria se gún la cual el impuesto sobre el vino debería desa parecer a partir del 1 de enero de 1850. Y precisamente diez días antes del 1 de enero, la Asamblea Legislativa volvió a restablecerlo. Es decir, que el pueblo francés perseguía continuamente a este impuesto, y cuando lo echaba por la puerta se le colaba de nuevo por la ventana.

El odio popular contra el impuesto sobre el vino se explica porque era la suma y compendio de todo lo que tenía de execrable el sistema fiscal francés. El modo de su percepc ión es odioso y el modo de su distribución es aristocrático, pues las tasas son las mismas para los vinos más corrientes que para los más caros. Aumenta, por tanto, en progresión geométrica, con la pob reza del consumidor, como un impuesto progresivo al revés. Es una prima a la adulteración y a la falsificación de los vinos y pro voca, por tanto, directamente, el envenenamiento de las clases tra bajadoras. Disminuye el consumo montando fielatos [134] a las puertas de todas las ciudades de más de 4.000 habitantes y convirtiendo cada ciudad en un territorio extranjero con aranceles protectores contra los vinos franceses. Los grandes tratantes en vinos, pero sobre todo los pequeños, los taberneros, cuyos ingresos dependen directamente del consumo de bebidas, son otros tantos adversarios declarados de este impuesto. Y, finalmente, al reducir el consumo, el impuesto sobre el vino merma a la producción el mercado. A la par que incapacita a los obreros de las ciudades para pagar el vino, incapacita a los campesinos vinícolas para venderlo. Y Francia cuenta con una población vitivinícola de unos doce millones. Fácil es comprender el odio del pue blo, en general, y el fanatismo de los campesinos, en particular, con tra el impuesto sobre el vino. Además, en su restablecimiento no veían un acontecimiento aislado, más o menos fortuito. Los camp esinos tienen su propia tradición histórica, que se hereda de padres a hijos. Y en esta tradición se murmuraba que todo gobierno, en cuanto quiere engañar a los campesinos, prom ete abolir el impuesto sobre el vino y después de que los ha enga ñado, lo mantiene o lo restablece. A través del impuesto sobre el vino paladea el campesino el buqué del gobierno, su tendencia. El rest ablecimiento del impuesto sobre el vino, el 20 de diciembre, quería decir: Luis Bonaparte es como los otros. Pero este no era como los otros, era una invención campesina, y en los pliegos con millon es de firmas contra el impuesto sobre el vino, los campesinos retir aban los votos que habían dado hacía un año al “sobrino de su tío”.

La población campesina —más de dos tercios de la población total de Francia— está compuesta en su mayor parte por los propietarios territoriales supuestamente libres. La primera genera ción, liberada sin compensación de las cargas feudales por la revolución de 1789, no había pagado nada por la tierra. Pero las si guientes generaciones pagaban bajo la forma de precio de la tierra lo que sus antepasados semisiervos habían pagado bajo la forma de rentas, diezmos, prestaciones personales, etc. Cuanto más crecía la población y más se acentuaba el reparto de la tierra, más caro era el precio de la parcela, pues a medida que disminuye, aumenta la demanda en torno a ella. Pero en la misma proporción en que subía el precio que el campesino pagaba por la parcela —tanto si la compraba directamente como si sus coherederos se la cargaban en cuenta como capital— aumentaba necesariamente el endeudamiento del campesino, es decir, la hipoteca. El título de deuda que grava el suelo se llama, en efecto, hipoteca, o sea, papeleta de empeño de la tierra. Al igual que sobre las fincas medievales se acumulaban los privilegios, sobre la parcela moderna se acumulan las hipote cas. Por otra parte, en la economía parcelaria, la tierra es, para su propietario, un mero instrumento de producción. Ahora bien, a me dida que el suelo se reparte, disminuye su fertilidad. La aplicación de maquinaria al cultivo, la división del trabajo, los grandes me dios para mejorar la tierra, tales como la instalación de canales de drenaje y de riego, etc., se hacen cada vez más imposibles, a la par que los gastos improductivos del cultivo aumentan en la misma proporción en que aumenta la división del instrumento de producción. Y todo esto, lo mismo si el dueño de la parcela posee capital que si no lo posee. Pero, cuanto más se acentúa la división, más es el pedazo de tierra —con su mísero inventario— el único capital del campesino parcelista, más se reduce la inversión del capital sobre el suelo, más carece el pequeño campesino de la tierra, de dinero y de cultura para aplicar los progresos de la agronomía, más retrocede el cultivo del suelo. Finalmente, el producto neto disminuye en la misma proporción en que aumenta el consumo bruto, en que toda la familia del campesino se ve imposibilitada para otras ocupaciones por la posesión de su tierra, aunque de ella no pueda sacar lo bastante para vivir.

Así pues, en la misma medida en que aumenta la población, y con ella la división del suelo, se encarece el instrumento de producción, la tierra, y disminuye su fertilidad, y en la misma medida decae la agricultura y se carga de deudas el campesino. Y lo que era efecto se convierte, a su vez, en causa. Cada generación deja a la otra más endeudada, cada nueva generación comienza bajo con diciones más desfavorables y más gravosas, las hipotecas engend ran nuevas hipotecas y, cuando el campesino no puede encontrar en su parcela una garantía para contraer nuevas deudas, es decir, cuando no puede gravarla con nuevas hipotecas, cae directamente en las garras de la usura, y los intereses usurarios se hacen cada vez más descomunales.

Y así se ha llegado a una situación en que el campesino franc és, bajo la forma de intereses por las hipotecas que gravan la tie rra, bajo la forma de intereses por los adelantos no hipotecarios del usurero, cede al capitalista no solo la renta del suelo, no solo el beneficio industrial, en una palabra: no solo toda la ganancia neta, sino incluso una parte del salario; es decir, que ha descendido al nivel del colono irlandés, y todo bajo el pretexto de ser propieta rio privado.

En Francia, este proceso fue acelerado por la carga fiscal continuamente creciente y por las costas judiciales, en parte provocad as directamente por los mismos formalismos con que la legislación francesa rodea a la propiedad territorial, en parte por los conflictos interminables que se producen entre parcelas que lin dan y se entrecruzan por todos lados, y en parte por la furia pleiteadora de los campesinos, para quienes el disfrute de la propiedad se reduce al goc e de hacer valer fanáticamente la pro piedad imaginaria, el derecho de propiedad.

Según una estadística de 1840, el producto bruto del suelo francés ascendía a 5.237.178.000 francos, de los que 3.552 millones de franc os se destinaban a gastos de cultivo, incluyendo el consumo de los trabajadores. Queda un producto neto de 1.685.178.000 francos, de los cuales hay que descontar 550 millones para interes es hipotecarios, 100 millones para los funcionarios de justicia, 350 millones para impuestos y 107 millones para derechos de inscripción, timbres, tasas del registro hipotecario, etc. Queda la tercera parte del producto neto, 538 millones, que, repartidos entre la po blación, no toca ni a 25 francos de producto neto per cápita [135] . En esta cuenta no entran, naturalmente, ni la usura extrahipotecaria ni las costas de abogados, etc.

Fácil es comprender la situación en que se encontraron los campesinos franceses cuando la república añadió a las viejas cargas otras nuevas. Como se ve, su explotación se distingue de la explo tación del proletariado industrial solo por la forma. El explotador es el mismo: el capital.

Individualmente, los capitalistas explotan a los campesinos por medio de la hipoteca y de la usura. La clase capitalista explota a la clase campesina por medio de los impuestos del Estado. El título de propiedad del campesino era el talismán con que el capital le atraía, el pretexto del que se valía para azu zarle contra el proletariado industrial. Solo la caída del capital puede hacer subir al campesino; solo un gobierno anticapitalista, proletario, puede acabar con su miseria económica y con su degradación social. La república constitucional es la dictadura de sus explotadores coligados; la república socialdemocrática, la repú blica roja, es la dictadura de sus aliados. Y la balanza sube o baja según los votos que el campesino deposita en las urnas. El campesinado tiene que decidir su suerte. Así hablaban los socialistas en folletos, en almanaques, en calendarios, en proclamas de todo gén ero. Este lenguaje hizo más accesible al campesino los escrit os polémicos que lanzó el Partido del Orden, el cual también se dirigió al campesinado y, con la burda exageración, con la brutal inter pretación y exposición de las intenciones e ideas de los socialistas, dio con la esencia campesina y sobree xcitó su apetito hacia el fruto prohibido. Pero quien hablaba el lenguaje más inteligible era la propia experiencia que el campesinado tenía del uso del derecho al sufragio y los desengaños, que, en el rápido desarrollo revolucionario, iban des cargando golpe tras golpe sobre su cabeza. Las revoluciones son las locomotoras de la historia.

La continua radicalización de los campesinos se manifestó en diversos síntomas. Se reveló ya en las elecciones a la Asamblea Legislativa; se reveló en el estado de sitio de los cinco departa mentos que circundan a Lyon; se reveló algunos meses después del 13 de junio con la elección de un miembro de la Montaña en lugar del expresidente de la Chambre introuvable [136] , por el de partamento de la Gironda; se reveló el 20 de diciembre de 1849 en la elección de un rojo para ocupar el puesto de un diputado legitimista muerto, en el departamento du Gard [137] , esa tierra de promisión de los legitimistas, escenario de los actos de ignominia más espantosos contra los republicanos en 1794 y 1795, sede central del terror blanco [138] de 1815, donde los liberales y los protestantes eran públicamente asesinados. Esta radicalización de la clase más atrasada se manifiesta de modo más palpable después del restablecimiento del impuesto sobre el vino. Durante los meses de enero y febrero de 1850, las medidas del Gobierno y las leyes que se dictan se dirigen casi exclusivamente contra los departamentos y los campesinos. Es la prueba más clara de su progreso.

La circular de d’Hautpoul, que convierte al gendarme en inquisidor del prefecto, del subprefecto y, sobre todo, del alcalde, y por la que se organiza el espionaje hasta en los rincones de la aldea más remota; la ley contra los maestros de escuela, ley por la que estos, que son las capacidades intelectuales, los portavoces, los educadores y los intérpretes del campesinado, son sometidos al capricho de los prefectos; ley por la que los maestros —proletarios de la clase culta— son expulsados de municipio en municipio como caza acosada; el proyecto de ley contra los alcaldes, que suspende sobre sus cabezas la espada de Damocles de la destitución y les enfrenta en todo momento —a ellos, presidentes de los municipios campesinos— con el presidente de la república y con el Partido del Orden; la ordenanza por la que las diecisiete divisiones militares de Francia se convierten en cuatro bajalatos [139] , y el cuartel y el vivac se imponen a los franceses como salón nacional; la ley de enseñanza, con la que el Partido del Orden proclama que la ignorancia y el embrutecimiento de Francia son condiciones necesarias para que pueda vivir bajo el régimen del sufragio universal: qué eran todas estas leyes y medidas? Otros tantos intentos desesperados de reconquistar a los departamentos y a los campesinos para el Partido del Orden.

Considerados como represión, estos procedimientos eran deplorables, eran los verdugos de la propia finalidad que perseguían. Las grandes medidas, como el mantenimiento del impuesto sobre el vino, el impuesto de los 45 céntimos, la repulsa burlona dada a la petición campesina de devolución de los mil millones, etcétera; todos estos rayos legislativos se descargaban sobre la clase campesina de golpe, a lo grande, desde la sede central, y las leyes y medidas citadas más arriba daban carácter general al ataque y a la resistencia, convirtiéndolos en tema diario de las conversaciones en todas las chozas; inoculaban la revolución en todas las aldeas, la llevaban a los pueblos y la hacían campesina.

Por otra parte, estos proyectos de Bonaparte y su aprobación por la Asamblea Nacional no demostraban la unidad existente entre los dos poderes de la república constitucional en lo referente a la rep resión de la anarquía, es decir, de todas las clases que se rebelaban contra la dictadura burguesa? Acaso el Soulouque francés, inmediatamente después de su brusco mensaje [140] , no había asegurado a la Asamblea Legislativa su devoción por el orden mediante el mensaje subsiguiente de Carlier [141] , caricatura sucia y vil de Fouché, como Luis Bonaparte era la caricatura vulgar de Napoleón?

La ley de enseñanza nos revela la alianza de los jóvenes católicos con los viejos volterianos. La dominación de los burgueses coligados, ¿podía ser otra cosa que el despotismo coligado de la restauración amiga de los jesuitas y de la monarquía de Julio, que se las daba de librepensadora? Las armas que había repartido entre el pueblo una fracción burguesa contra la otra, en sus pugnas alternativas por la dominación soberana, ¿no había que arrebatárselas de nuevo, ahora que se enfrentaba a la dictadura conjunta de ambas? Nada, ni siquiera la repulsa de los concordats à l’amiable sublevó tanto a los tenderos de París como esta coqueta ost entación de jesuitismo.

Entretanto, proseguían las colisiones entre las distintas fracciones del Partido del Orden y entre la Asamblea Nacional y Bo naparte. A la Asamblea Nacional no le gustó mucho el que, inmediatamente después de su golpe de Estado, después de haber formado un gobierno bonapartista propio, Bonaparte llamase a su presencia a los inválidos de la monarquía nombrados para prefectos y les pusiese como condición para ostentar el cargo hacer campaña de agitación anticonstitucional a favor de su reelección a la presidencia; el que Carlier festejase su toma de posesión con la supresión de un club legitimista; el que Bonaparte crease un periódico propio, Le Napoléon [142] , que delataba al público los apetitos secretos del presidente, mientras sus ministros tenían que negarlos en el escenario de la Asamblea Le gislativa. No le gustaba mucho el mantenimiento obstinado del Gobierno, a pesar de sus distintos votos de censura; tampoco le gustaba mucho el intento de ganarse el favor de los suboficiales con un aumento de veinte céntimos diarios y el favor del proletariado con un plagio de Los misterios de París de Eugène Sue, con un banco para préstamos de honor; ni, finalmente, la desvergüenza con que se hacía que los ministros propusieran la deportación a Argelia de los insurrectos de Junio que aún quedaban, para echar sobre la Asamblea Legislativa la impopularidad al por mayor, mientras el presidente se reservaba para sí la popularidad al por menor, concediendo indultos individuales. Thiers dejó escapar palabras amenazadoras sobre coups d’état y coups de tête [143] y la Asamblea Legislativa se vengó de Bonaparte rechazando todos los proyectos de ley que le presentaba en beneficio propio e investigando de un modo ruidosamente desconfiado todos los que presentaba en beneficio común, para averiguar si, fortaleciendo el poder ejecutivo, no aspiraba a aprovecharse de él para el poder personal de Bonaparte. En una palabra, se vengó con la conspiración del desprecio.

Por su parte, el partido de los legitimistas veía con enojo cómo los orleanistas, más capacitados, volvían a adueñarse de casi todos los puestos y cómo crecía la centralización, mientras que él cifraba en la descentralización sus esperanzas de triunfo. Y, en efecto, la contrarrevolución centralizaba violentamente, es decir, preparaba el mecanismo de la revolución. Centralizó incluso, mediante el curso forzoso de los billetes de banco, el oro y la plata de Francia en el Banco de París, creando así el tesoro de guerra de la revolución, listo para su empleo.

Finalmente, los orleanistas veían con enojo cómo salía de nuevo a flote el principio de la legitimidad, alzándose frente a su principio bastardo, y cómo eran postergados y maltratados a cada paso como una esposa burguesa por su noble consorte.

Hemos visto cómo, unos tras otros, los campesinos, los pequeñoburgueses, las capas medias en general, se iban colocando junto al proletariado, cómo eran empujados a una oposición abierta contra la república oficial y tratados por ella como adversarios. Rebelión contra la dictadura burguesa, necesidad de un cambio de la sociedad, mantenimiento de las instituciones democrático republicanas como instrumentos de este cambio, agrupación en torno al proletariado como fuerza revolucionaria decisiva: tales son las características generales del llamado partido de la socialdemocracia, del partido de la república roja. Este partido de la anarquía, como sus adversarios lo bautizan, es también una coalición de di ferentes intereses, ni más ni menos que el Partido del Orden. Desde la reforma mínima del viejo desorden social hasta la subversión del viejo orden social, desde el liberalismo burgués hasta el terrorismo revolucionario: tal es la distancia que separa a los dos extremos que constituyen el punto de partida y la meta final del partido de la anarquía.

La abolición de los aranceles protectores es socialismo! Porque atenta contra el monopolio de la fracción industrial del Partido del Orden. La regulación del presupuesto es socialismo! Porque atenta contra el monopolio de la fracción financiera del Partido del Orden. La libre importación de carne y cereales extranjeros es socialismo! Porque atenta contra el monopolio de la tercera fracción del Partido del Orden, la de la gran propiedad terrateniente. En Francia, las reivindicaciones del partido de los freetraders [144] , es decir, del partido más progresista de la burguesía inglesa, aparecen como otras tantas reivindicaciones socialistas. El volterianismo es socialismo!, pues atenta contra la cuarta fracción del Partido del Orden: la ca tólica. La libertad de prensa, el derecho de asociación, la instrucción pública general son socialismo, socialismo! Atentan contra el monopolio general del Partido del Orden.

La marcha de la revolución había hecho madurar tan rápidamente la situación que, los partidarios de reformas de todos los matices y las pretensiones más modestas de las clases medias, se veían obligados a agruparse en torno a la bandera del partido revolucionario más extremo, en torno a la bandera roja.

Sin embargo, por muy diverso que fuese el socialismo de los dis tintos grandes sectores que integraban el partido de la anarquía —según las condiciones económicas de su clase o frac ción de clase y las necesidades generales revolucionarias que de ellas brotaban—, había un punto en que coincidían todos: en proclamarse como medio para la emancipación del proleta riado y en proclamar esta emancipación como su fin. Engaño intencionado de unos e ilusión de otros, que presentan el mundo transformado con arreglo a sus necesidades como el mundo mejor para todos, como la realización de todas las reivindicaciones revolucionarias y la supresión de todos los conflictos revolucionarios.

Bajo las frases socialistas generales y de tenor bastante uniforme del partido de la anarquía, se esconde el socialismo de Le National, de La Presse y de Le Siècle, que, más o menos consecuentemente, quiere derrocar la dominación de la aristocracia financiera y liberar a la industria y al comercio de las trabas que han sufrido hasta hoy. Es el socialismo de la industria, del comercio y de la agricultura, cuyos patronos rechazan desde el Partido del Orden estos intereses al no coincidir ya con sus monopolios privados. Este socialismo burgués, que, naturalmente, como todas las variedades del socialismo, atrae a un sector de obreros y pequeñoburgueses, es distinto del socialismo pequeñoburgués, el socialismo por excelencia [145] . El capital acosa a esta clase, principalmente como acreedor; por eso ella exige instituciones de crédito. La aplasta por la competencia; por eso ella exige asociaciones apoyadas por el Estado. Tiene superioridad en la lucha, a causa de la concentración del capital; por eso ella exige impuestos progresivos, restricciones para las herencias, centralización de las grandes obras en manos del Estado y otras medidas que contengan por la fuerza el incremento del capital. Y como ella sueña con la realización pacífica de su socialismo —aparte, tal vez, de una breve repetición de la revolución de Febrero—, se representa, naturalmente, el futuro proceso histórico como la aplicación de los sistemas que inventan o han inventado los pensadores de la sociedad, ya sea colectiva o individualmente. Y así se convierten en eclécticos o en adeptos de los sistemas socialistas existentes, del socialismo doctrinario, que solo fue la expresión teórica del proletariado mientras no se había desarrollado todavía lo suficiente para convertirse en un movimiento histórico propio y libre.

Mientras la utopía, el socialismo doctrinario, que supedita el movimiento total a uno de sus aspectos, que suplanta la producción colectiva, social, por la actividad cerebral de un pedante suelto y que, sobre todo, mediante pequeños trucos o grandes sentimentalismos, elimina en su fantasía la lucha revolucionaria de las clases y sus necesidades, mientras que este socialismo doctrinario que, en el fondo, no hace más que idealizar la sociedad actual, forjarse de ella una imagen limpia de defectos y quiere imponer su propio ideal a despecho de la realidad social; mientras que este socialismo es traspasado por el proletariado a la pequeña burguesía; mientras que la lucha de los distintos dirigentes socialistas entre sí pone de manifiesto que cada uno de los llamados sistemas se aferra pretenciosamente a uno de los puntos de transición de la transformación social, contraponiéndolo a los otros, el proletariado va agrupándose más en torno al socialismo revolucionario, en torno al comunismo, que la misma burguesía ha bautizado con el nombre de Blanqui. Este socialismo es la declaración de la revolución permanente, de la dictadura de clase del proletariado como punto necesario de transición para la supresión de las diferencias de clase en general, para la supresión de todas las relaciones de producción en que estas descansan, para la supresión de todas las relaciones sociales que corresponden a esas relaciones de producción, para la subversión de todas las ideas que brotan de estas relaciones sociales. El espacio de esta exposición no consiente desarrollar más este tema.

Hemos visto que así como en el Partido del Orden se puso necesariamente a la cabeza la aristocracia financiera, en el partido de la anarquía pasó a primer plano el proletariado. Y mientras las diferentes clases reunidas en una liga revolucionaria se agrupaban en torno al proletariado, mientras los departamentos eran cada vez me nos seguros y la propia Asamblea Legislativa se tornaba cada vez más hosca contra las pretensiones del Soulouque francés [146] , se iban acercando las elecciones parciales —que tantos retrasos y aplazamientos habían sufrido— para cubrir los puestos de los diputados de la Montaña proscritos a consecuencia del 13 de junio.

El Gobierno, despreciado por sus enemigos, maltratado y humillado a diario por sus supuestos amigos, no veía más que un medio para salir de aquella situación desagradable e insostenible: el motín. Un motín habría permitido decretar el estado de sitio en París y en los departamentos y coger así las riendas de las elecciones. De otra parte, los amigos del orden se verían obligados a hacer concesiones a un gobierno que hubiese conseguido una victoria sobre la anarquía, si no querían aparecer ellos también como anarquistas.

El Gobierno puso manos a la obra. A comienzos de febrero de 1850 se provocó al pueblo derribando los árboles de la libertad [147] . En vano. Si los árboles de la libertad perdieron su puesto, el Gobierno perdió la cabeza y retrocedió asustado ante sus propias provocaciones. Por su parte, la Asamblea Nacional recibió con una desconfianza de hielo esta torpe tentativa de emancipación de Bonaparte. No tuvo más éxito la retirada de las coronas de siemprevivas de la Columna de Julio [148] . Esto dio a una parte del ejército la ocasión para manifestaciones revolucionarias y a la Asamblea Nacional para un voto de censura más o menos velado contra el Gobierno. En vano la amenaza de la prensa gubernamental de abolir el sufragio universal, de la invasión de los cosacos. En vano el reto que d’Hautpoul lanzó directamente a las izquierdas en plena Asamblea Legislativa para que se echasen a la calle, y su declaración de que el Gobierno estaba preparado para recibirlas. D’Hautpoul no consiguió más que una llamada de atención del presidente, y el Partido del Orden, con silenciosa malevolencia, dejó que un diputado de la izquierda pusiese en ridículo los apetitos usurpadores de Bonaparte. En vano, finalmente, la profecía de una revolución para el 24 de febrero. El Gobierno hizo que el 24 de febrero pasase sin pena ni gloria para el pueblo.

El proletariado no se dejó provocar a ningún motín porque se disponía a hacer una revolución.

Sin desviarse de su camino por las provocaciones del Gobierno, que no hacían más que aumentar la irritación general contra el estado de cosas existente, el comité electoral, que estaba completamente bajo la influencia de los obreros, presentó tres candidatos por París: De Flotte, Vidal y Carnot. De Flotte era un deportado de Junio, amnistiado por una de las ocurrencias de Bonaparte en busca de popularidad; era amigo de Blanqui y había tomado parte en el atentado del 15 de mayo. Vidal, conocido como escritor comunista por su libro Sobre la distribución de la riqueza, había sido secretario de Luis Blanc en la comisión del Luxemburgo. Y Carnot, hijo del hombre de la Convención que había organizado la victoria, el miembro menos comprometido del partido de Le National, ministro de Educación en el gobierno provisional y en la comisión ejecutiva, era, por su democrático proyecto de ley sobre la instrucción pública, una protesta viviente contra la ley de enseñanza de los jesuitas. Estos tres candidatos representaban a las tres clases coligadas: a la cabeza, el insurrecto de Junio, el representante del proletariado revolucionario; junto a él, el socialista doctrinario, el representante de la pequeña burguesía socialista; y finalmente, el tercero, representante del partido burgués republicano, cuyas fórmulas democráticas habían cobrado, frente al Partido del Orden, un significado socialista y habían perdido hacía ya mucho tiempo su propio significado. Era, como en Febrero, una coalición general contra la burguesía y el Gobierno. Pero, esta vez estaba el proletariado a la cabeza de la liga revolucionaria.

A pesar de todos los esfuerzos hechos en contra, vencieron los candidatos socialistas. El mismo ejército votó por el insurrecto de Junio contra La Hitte, su propio ministro de la Guerra. El Partido del Orden estaba como si le hubiese caído un rayo encima. Las elecciones departamentales no le sirvieron de consuelo, pues arrojaron una mayoría de hombres de la Montaña.

Las elecciones del 10 de marzo de 1850! Era la revocación de junio de 1848: los asesinos y deportadores de los insurrectos de Junio volvieron a la Asamblea Nacional, pero con la cerviz inclinada detrás de los deportados y con sus principios en los labios. Era la revocación del 13 de junio de 1849: la Montaña, proscrita por la Asamblea Nacional, volvió a su seno, pero como trompetero de avanzada de la revolución, ya no como su jefe. Era la revocación del 10 de diciembre: Napoleón había sido derrotado con su ministro La Hitte. La historia par lamentaria de Francia solo conoce un caso análogo: la derrota de Haussez, ministro de Carlos X, en 1830. Las elecciones del 10 de marzo de 1850 eran, finalmente, la cancelación de las elecciones del 13 de mayo, que habían dado al Partido del Orden la mayoría. Las elecciones del 10 de marzo protestaron contra la mayoría del 13 de mayo. El 10 de marzo era una revolución. Detrás de las papeletas de voto estaban los adoquines del empedrado. “La votación del 10 de marzo es la guerra”, exclamó Ségur d’Aguesseau, uno de los miembros más progresistas del Partido del Orden.

El 10 de marzo de 1850 la república constitucional entra en una nueva fase, en la fase de su disolución. Las distintas fracciones de la mayoría vuelven a estar unidas entre sí y con Bonaparte, vuelven a ser las salvadoras del orden y él vuelve a ser su hombre neutral. Cuando se acuerdan de que son monárquicas es porque desesperan ante la posibilidad de una república burguesa, y cuando él se acuerda de que es un pretendiente es porque desespera por seguir siendo presidente.

A la elección de De Flotte, el insurrecto de Junio, contesta Bonaparte, por mandato del Partido del Orden, con el nombramiento como ministro del Interior de Baroche, el acusador de Blanqui y Barbès, de Ledru­Rollin y Guinard. A la elección de Carnot contesta la Asamblea Legislativa con la aprobación de la ley de enseñanza; a la elección de Vidal, con la suspensión de la prensa socialista. El Partido del Orden pretende ahuyentar su propio miedo con los trompetazos de su prensa. “La espada es sagrada!”, grita uno de sus órganos. “Los defensores del orden deben lanzarse a la ofensiva contra el partido rojo!”, grita otro. “¡Entre el socialismo y la sociedad hay un duelo a muerte, una guerra sin tregua ni cuartel; en este duelo a la desesperada tiene que perecer uno de los dos; si la sociedad no aniquila al socialismo, el socialismo aniquilará a la sociedad!”, canta un tercer gallo del orden. Levantad las barricadas del orden, las barricadas de la religión, las barricadas de la familia! Hay que acabar con los 127.000 electores de París! [149] Un San Bartolomé de socialistas! Y el Partido del Orden cree por un momento que tiene asegurada la victoria.

Contra quien más fanáticamente se revuelven sus órganos es contra los tenderos de París. El insurrecto de Junio elegido diputado por los tenderos de París! Esto significa que es imposible un segundo 13 de junio de 1848; esto significa que la influencia moral del capital está rota; esto significa que la asamblea burguesa ya no representa más que a la burguesía; esto significa que la gran propiedad está perdida, porque su vasallo, la pequeña propiedad, va a buscar su salvación al campo de los que no tienen propiedad alguna.

El Partido del Orden vuelve, naturalmente, a su inevitable lugar común. “¡Más represión!”, exclama. “¡Decuplicar la represión!”; pero su fuerza represiva es ahora diez veces menor, mientras que la resistencia se ha centuplicado. No hay que reprimir al instrumento principal de la represión, al ejército? Y el Partido del Orden pronuncia su última palabra: “Hay que rom per el anillo de hierro de una legalidad asfixiante. La república constitucional es imposible. Tenemos que luchar con nuestras verdaderas armas; desde Febrero de 1848 venimos combatiendo a la revolución con sus armas y en su terreno; hemos aceptado sus instituciones, la Constitución es una fortaleza que solo protege a los sitiadores, pero no a los sitiados. Al meternos de contrabando en la Santa Ilión dentro de la panza del caballo de Troya no hemos conquistado la ciudad enemiga como nuestros antepasados, los grecs [150] , sino que nos hemos hecho nosotros mismos prisioneros”.

Pero la base de la Constitución es el sufragio universal. La aniquilación del sufragio universal es la última palabra del Partido del Orden, de la dictadura burguesa.

El sufragio universal les dio la razón el 4 de mayo de 1848, el 20 de diciembre de 1848, el 13 de mayo de 1849 y el 8 de julio de 1849. El sufragio universal se quitó la razón a sí mismo el 10 de marzo de 1850. La dominación burguesa, como emanación y resultado del sufragio universal, como manifestación explícita de la voluntad soberana del pueblo: tal es el sentido de la Constitución burguesa. Pero desde que el contenido de este derecho de sufragio, de esta voluntad soberana, deja de ser la dominación de la burguesía, ¿tiene la Constitución algún sentido? No es deber de la burguesía el reglamentar el derecho de sufragio para que quiera lo que es razonable, es decir, su dominación? Al anular una y otra vez el poder estatal, para volver a hacerlo surgir de su seno, el sufragio universal, ¿no suprime toda estabilidad, no pone a cada momento en tela de juicio todos los poderes existentes, no aniquila la autoridad, no amenaza con elevar a la categoría de autoridad a la misma anarquía? Después del 10 de marzo de 1850, a quién podía caberle todavía ninguna duda?

La burguesía al rechazar el sufragio universal, con cuyo ropaje se había vestido hasta entonces y del que extraía su omnipotencia, confiesa sinceramente: “nuestra dictadura ha existido hasta aquí por la voluntad del pueblo; ahora hay que consolidarla contra la voluntad del pueblo”. Y, consecuentemente, ya no busca apoyo en Francia, sino fuera, en tierras extranjeras, en la invasión.

Con la invasión, la burguesía —nueva Coblenza [151] instalada en la misma Francia— despierta contra ella todas las pasiones nacionales. Con el ataque contra el sufragio universal da a la nueva revolución un pretexto general, y la revolución necesitaba tal pretexto. Todo pretexto especial dividiría las fracciones de la liga revolucionaria y sacaría a la superficie sus diferencias. El pretexto general aturde a las clases semirrevolucionarias, les permite engañarse a sí mismas acerca del carácter concreto de la futura revolución, acerca de las consecuencias de su propia acción. Toda revolución necesita un problema de banquete. El sufragio universal es el problema de banquete de la nueva revolución.

Pero las fracciones burguesas coligadas al huir de la única forma posible de poder conjunto, de la forma más fuerte y más completa de su dominación de clase, de la república cons titucional, para replegarse sobre una forma inferior, incompleta y más débil, sobre la monarquía, han pronunciado su propia sentencia. Recuerdan a aquel anciano que, queriendo recobrar su fuerza juvenil, sacó sus ropas de niño y se puso a forzar dentro de ellas sus miembros decrépitos. Su república no tenía más que un mérito: el de ser la estufa de la revolución.

El 10 de marzo de 1850 lleva esta inscripción: Después de mí, el diluvio! [152]


 
IV. La abolición del sufragio Universal en 1850
La continuación de los tres capítulos anteriores aparece en el último número publicado —número doble, quinto y sexto— de la Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue. Tras describir la gran crisis comercial que estalló en 1847 en Inglaterra y explicar, a través de sus repercusiones en el continente europeo, cómo las complicaciones políticas se agudizaron aquí hasta convertirse en las revoluciones de Febrero y Marzo de 1848, se expone cómo la prosperidad del comercio y la industria, recobrada a lo largo de 1848 y que en 1849 se acentuó todavía más, paralizó el ascenso revolucionario e hizo posibles las victorias simultáneas de la reacción. Respecto a Francia, dice luego especialmente: [153]

Los mismos síntomas se presentan en Francia desde 1849, y sobre todo desde comienzos de 1850. Las industrias parisinas tienen todo el trabajo que necesitan, y también marchan bastante bien las fábricas algodoneras de Ruan y Mulhouse, aunque aquí, como en Inglaterra, los elevados precios de la materia prima han entorpecido esta mejora. El desarrollo de la prosperidad en Francia se ha visto, además, especialmente estimulado por la amplia reforma arancelaria de España y por la rebaja de aranceles para distintos artículos de lujo en México; la exportación de mercancías francesas a ambos mercados ha aumentado considerablemente. El aumento de los capitales acarreó en Francia una serie de especulaciones, para las que sirvió de pretexto la explotación a gran escala de las minas de oro en California. Surgieron sociedades que, con sus acciones pequeñas y con sus prospectos teñidos de socialismo, apelaban directamente al bolsillo de los pequeñoburgueses y de los obreros, pero que, en conjunto y cada una en particular, se reducían a esa pura estafa que es característica exclusiva de los franceses y de los chinos. Una de estas sociedades es incluso protegida directamente por el Gobierno. En Francia, los derechos de importación ascendieron en los primeros nueve meses de 1848 a 63 millones de francos, de 1849 a 95 millones y de 1850 a 93 millones. Por lo demás, en el mes de septiembre de 1850 volvieron a exceder en más de un millón respecto a los del mismo mes de 1849. Las exportaciones aumentaron también en 1849, y más todavía en 1850.

La prueba más palmaria de la prosperidad restablecida es la reanudación de los pagos en metálico del Banco por ley del 6 de agosto de 1850. El 15 de marzo de 1848 el Banco había sido autorizado para suspender sus pagos en metálico. Su circulación de billetes, incluyendo los bancos provinciales, ascendía por entonces a 373 millones de francos (14.920.000 libras esterlinas). El 2 de noviembre de 1849 esta circulación ascendía a 482 millones de francos, o sea, 19.280.000 libras esterlinas: un aumento de 4.360.000 libras. Y el 2 de septiembre de 1850, 496 millones, o 19.840.000 libras: un aumento de unos cinco millones de libras esterlinas. Y no por esto se produjo ninguna depreciación de los billetes; al contrario, el aumento de los billetes en circulación iba acompañado por una creciente acumulación de oro y plata en los sótanos del Banco, hasta el punto de que en el verano de 1850 las reservas en metálico ascendían a unos 14 millones de libras esterlinas, suma inaudita en Francia. El hecho de que el Banco se viese así en condiciones de aumentar en 123 millones de francos (o cinco millones de libras esterlinas) su circulación, y con ello su capital en activo, demuestra claramente cuánta razón teníamos al afirmar, en uno de los cuadernos anteriores, que la aristocracia financiera, lejos de haber sido derrotada por la revolución, había salido fortalecida. Este resultado se hace todavía más palpable por el siguiente resumen de la legislación bancaria francesa de los últimos años. El 10 de junio de 1847 se autorizó al Banco para emitir billetes de 200 francos; hasta entonces, los billetes más pequeños eran de 500 francos. Un decreto del 15 de marzo de 1848 declaró moneda legal los billetes del Banco de Francia y descargó al Banco de la obligación de canjearlos por oro o plata. La emisión de billetes del Banco se limitó a 350 millones de francos. Al mismo tiempo se le autorizó para emitir billetes de 100 francos. Un decreto del 27 de abril dispuso la fusión de los bancos departamentales con el Banco de Francia; otro decreto del 2 de mayo de 1848 elevó su emisión de billetes a 442 millones de francos. Un decreto del 22 de diciembre de 1849 hizo subir la cifra máxima de emisión de billetes a 525 millones. Finalmente, la ley del 6 de agosto de 1850 restableció la canjeabilidad de los billetes por dinero en metálico. Estos hechos: el aumento constante de la circulación, la concentración de todo el crédito francés en manos del Banco y la acumulación en sus sótanos de todo el oro y la plata de Francia, llevaron al señor Proudhon a la conclusión de que ahora el Ban co podía dejar su vieja piel de culebra y transformarse en un banco popular proudhoniano. Proudhon no necesitaba conocer siquiera la historia de las restricciones bancarias inglesas de 1797 a 1819 [154] , le bastaba con echar una mirada al otro lado del Canal para ver que eso que él creía un hecho inaudito en la historia de la sociedad burguesa no era más que un fenómeno burgués perfectamente normal, aunque en Francia se produjese ahora por vez primera. Como se ve, los supuestos teóricos revolucionarios que llevaban la voz cantante en París después del gobierno provisional eran tan ignorantes acerca del carácter y los resultados de las medidas adoptadas como los señores del propio gobierno provisional.

A pesar de la prosperidad industrial y comercial de que goza momentáneamente Francia, la masa de la población, los 25 millones de campesinos, padece una gran depresión. Las buenas cosechas de los últimos años han hecho bajar los precios de los cereales en Francia mucho más que en Inglaterra y, con esto, la situación de los campesinos, endeudados, esquilmados por la usura y agobiados por los impuestos, no puede ser brillante, ni mucho menos. Sin embargo, la historia de los últimos tres años ha demostrado hasta la saciedad que el campesinado es absolutamente incapaz de ninguna iniciativa revolucionaria.

Lo mismo que el período de la crisis, el de prosperidad comienza más tarde en el continente que en Inglaterra. Aquí se produce siempre el proceso originario: Inglaterra es el demiurgo del cosmos burgués. En el continente las diferentes fases del ciclo que recorren de nuevo la sociedad burguesa se producen en forma secundaria y terciaria. En primer lugar, el continente exporta a Inglaterra incomparablemente más que a ningún otro país. Pero esta exportación a Inglaterra depende, a su vez, de la situación de Inglaterra, sobre todo respecto al mercado ultramarino. Luego, Inglaterra exporta a los países de ultramar incomparablemente más que todo el continente, por lo que el volumen de las exportaciones continentales a estos países depende siempre de las exportaciones de Inglaterra a ultramar en cada momento. Por tanto, aun cuando las crisis engendran revoluciones primero en el continente, la causa se halla siempre en Inglaterra. Es natural que en las extremidades del cuerpo burgués se produzcan estallidos violentos antes que en el corazón, pues aquí la posibilidad de compensación es mayor que allí. De otra parte, el grado en que las revoluciones continentales repercuten sobre Inglaterra es, al mismo tiempo, el termómetro por el que se mide hasta qué punto estas revoluciones ponen realmente en peligro el régimen burgués o hasta qué punto afectan solamente a sus formaciones políticas.

Bajo esta prosperidad general, en la que las fuerzas productivas de la sociedad burguesa se desenvuelven todo lo exuberantemente que pueden desenvolverse dentro de las condiciones burguesas, no puede ni hablarse de una verdadera revolución. Semejante revolución solo puede darse en aquellos períodos en que estos dos factores, las modernas fuerzas productivas y las formas burguesas de producción, incurren en mutua contradicción. Las disputas actuales y en las que se comprometen recíprocamente los representantes de las distintas fracciones del partido continental del orden no dan pie, ni mucho menos, para nuevas revoluciones; por el contrario, son posibles solo porque, por el momento, la base de las relaciones sociales es tan segura y —cosa que la reacción ignora— tan burguesa. Contra ella rebotarán todos los intentos de la reacción por contener el desarrollo burgués, así como toda la indignación moral y todas las proclamas entusiastas de los demócratas. Una nueva revolución solo es posible como consecuencia de una nueva crisis. Pero es también tan segura como esta.

Pasemos ahora a Francia.

La victoria que el pueblo, coligado con la pequeña burguesía, había alcanzado en las elecciones del 10 de marzo fue anulada por él mismo, al provocar las nuevas elecciones del 28 de abril. Vidal había salido elegido no solo en París, sino también en el Bajo Rin. El comité de París, en el que tenían una nutrida representación la Montaña y la pequeña burguesía, le indujo a aceptar el acta del Bajo Rin. La victoria del 10 de marzo perdió con esto su significado decisivo; el plazo de la decisión volvía a prorrogarse, y la tensión del pueblo se amortiguaba: estaba acostumbrándose a triunfos legales en vez de acostumbrarse a triunfos revolucionarios. El sentido revolucionario del 10 de marzo —la rehabilitación de la insurrección de junio— fue completamente destruido, finalmente, por la candidatura de Eugène Sue [155] , el socialfantástico sentimental y pequeñoburgués que, a lo sumo, podía aceptar el proletariado solo como una gracia en honor a las grisettes [156] . A esta candidatura de buenas intenciones enfrentó el Partido del Orden, a quien la política de vacilaciones del adversario había hecho cobrar audacia, un candidato que debía representar la victoria de Junio. Este cómico candidato era el espartano padre de familia Leclerc, a quien, sin embargo, la prensa fue arrancando del cuerpo, trozo a trozo, su armadura heroica y que en las elecciones sufrió, además, una derrota brillante. La nueva victoria electoral del 28 de abril ensoberbeció a la Montaña y a la pequeña burguesía. Aquella se regocijaba ya con la idea de conseguir sus deseos por la vía puramente legal y sin volver a empujar al proletariado al primer plano mediante una nueva revolución; tenía la plena seguridad de que en las nuevas elecciones de 1852 elevaría al señor Ledru­Rollin al sillón presidencial por medio del sufragio universal y traería a la Asamblea una mayoría de hombres de la Montaña. El Partido del Orden completamente seguro, por la renovación de las elecciones, por la candidatura de Sue y por el estado de espíritu de la Montaña y de la pequeña burguesía, de que estaban resueltas a permanecer quietas, pasase lo que pasase, contestó a ambos triunfos en las elecciones con la ley electoral que abolía el sufragio universal.

El Gobierno se guardó mucho de presentar este proyecto de ley bajo su responsabilidad. Hizo una concesión aparente a la mayoría, confiando la elaboración del proyecto a los grandes dignatarios de esta mayoría, a los diecisiete burgraves [157] . No fue, por tanto, el Gobierno quien propuso a la Asamblea, sino la mayoría de esta la que se propuso a sí misma la abolición del sufragio universal.

El 8 de mayo se llevó el proyecto a la cámara. Toda la prensa socialdemócrata se levantó como un solo hombre para predicar al pueblo una actitud digna, una calma majestuosa, pasividad y confianza en sus representantes. Cada artículo de estos periódicos era una confesión de que lo primero que tendría que hacer una revolución sería destruir la llamada prensa revolucionaria, razón por la cual lo que ahora estaba sobre el tapete era su propia conservación. La prensa pseudorrevolucionaria delataba su propio secreto. Firmaba su propia sentencia de muerte.

El 21 de mayo la Montaña puso a debate la cuestión previa y propuso que fuese desechado el proyecto en bloque, por ser contrario a la Constitución. El Partido del Orden contestó diciendo que, si era nec esario, se violaría la Constitución, pero que no hacía falta, puesto que la Constitución era susceptible de todas las interpretaciones y la mayoría era la única competente para decidir cuál de ellas era la acertada. A los ataques desenfrenados y salvajes de Thiers y Montalembert opuso la Montaña un humanismo culto y correcto. Se puso en el terreno jurídico; el Partido del Orden la remitió al terreno en que brota el Derecho, a la propiedad burguesa. La Montaña gimoteó: ¿acaso se quería provocar a toda costa una revolución? El Partido del Orden replicó que no le pillaría desprevenido.

El 22 de mayo fue liquidada la cuestión previa por 462 frente a 227. Los mismos hombres que se empeñaban en demostrar de un modo tan solemne y concienzudo que la Asamblea Nacional y cada uno de sus diputados abdicaban tan pronto como le volvían la espalda al pueblo que les había conferido los poderes, se aferraban a sus puestos y, de pronto, en vez de actuar ellos intentaron que actuase el país, y precisamente por medio de peticiones. Cuando el 31 de mayo la ley salió adelante ellos siguieron en su sitio. Quisieron vengarse con una protesta en la que levantaban acta de su inocencia en el estupro de la Constitución, protesta que ni siquiera hicieron de un modo público, sino que la deslizaron subrepticiamente en el bolsillo del presidente.

Un ejército de 150.000 hombres en París, las largas que le habían ido dando a la decisión, el apaciguamiento de la prensa, la pusilanimidad de la Montaña y de los diputados recién elegidos, la calma mayestática de los pequeñoburgueses y, sobre todo, la prosperidad comercial e industrial, impidieron toda tentativa de revolución por parte del proletariado.

El sufragio universal había cumplido su misión.

La mayoría del pueblo había pasado por la escuela del desarrollo, que es para lo único que el sufragio universal puede servir en una época revolucionaria. Tenía que ser necesariamente eliminado por una revolución o por la reacción.

La Montaña hizo un gasto de energía todavía mayor en una ocasión que se presentó poco después. Desde lo alto de la tribuna parlamentaria, el ministro de la Guerra, d’Hautpoul, había llamado catástrofe funesta a la revolución de Febrero. Los oradores de la Montaña que, como siempre, se caracterizaron por su fragorosa indignación moral, no fueron autorizados a hablar por el presidente Dupin. Girardin propuso a la Montaña retirarse en masa inmediatamente. Resultado: la Montaña siguió sentada en sus escaños, pero Girardin fue expulsado de su seno por indigno.

La ley electoral requería otro complemento: una nueva ley de prensa. Esta no se hizo esperar mucho tiempo. Un proyecto del Gobierno, agravado en muchos aspectos por enmiendas del Partido del Orden, elevó las fianzas, estableció un impuesto del timbre extraordinario para las novelas por entregas (respuesta a la elección de Eugène Sue), sometió a tributación todas las publicaciones semanales o mensuales hasta cierto número de pliegos, y dispuso, finalmente, que todos los artículos periodísticos debían aparecer con la firma de su autor. Las disposiciones sobre la fianza mataron a la llamada prensa revolucionaria; el pueblo vio en su hundimiento una compensación por la supresión del sufragio universal. Sin embargo, ni la tendencia ni los efectos de la nueva ley se limitaban solo a esta parte de la prensa. Mientras era anónima, la prensa aparecía como órgano de la opinión pública, innúmera y anónima; era el tercer poder dentro del Estado. Teniendo que ser firmados todos los artículos, un periódico se convertía en una simple colección de aportaciones literarias de individuos más o menos conocidos. Cada artículo descendía al nivel de los anuncios. Hasta entonces, los periódicos habían circulado como el papel moneda de la opinión pública; ahora se convertían en letras de cambio más o menos malas, cuya solvencia y circulación dependían del crédito no solo del librador sino también del endosante. La prensa del Partido del Orden había incitado, al igual que a la supresión del su fragio universal, a la adopción de medidas extremas contra la mala prensa.

Sin embargo, al Partido del Orden —y más todavía a algunos de sus representantes provinciales— le molestaba hasta la buena prensa, en su inquietante anonimato. Solo querían que hubiese escritores pagados, con nombre, domicilio y filiación. En vano la buena prensa se lamentaba de la ingratitud con que se recompen saban sus servicios. La ley salió adelante y la norma que obligaba a dar los nombres le afectaba sobre todo a ella. Los nombres de los periodistas republicanos eran bastante conocidos, pero las respetables firmas de Le Journal des Débats, de L’Assemblée Nationale, de Le Constitutionnel [158] , etc., etc., quedaban muy mal paradas con su altisonante sabiduría de estadistas, cuando la misteriosa compañía se destapaba siendo una serie de venales penny-a-liners con una larga práctica en su oficio y que por dinero contante y sonante habían defendido todo lo habido y por haber, como Granier de Cassagnac, o viejos trapos de fregar que se llamaban a sí mismos estadistas, como Capefigue, o presumidos cascanueces, como el señor Lemoinne, de Débats.

En el debate sobre la ley de prensa, la Montaña había descendido ya a tal grado de desmoralización que hubo de limitarse a aplaudir los brillantes párrafos de una vieja eminencia luisfilípica, del señor Victor Hugo.

Con la ley electoral y la ley de prensa el partido revolucionario y democrático desaparece de la escena oficial. Antes de retirarse a casa, poco después de clausurarse las sesiones, las dos fracciones de la Montaña, la de los demócratas socialistas y la de los socialistas demócratas, lanzaron dos manifiestos, dos testimonia paupertatis [159] , en los que demostraban que, si la fuerza y el éxito no habían estado nunca de su lado, ellos habían estado siempre al lado del derecho eterno y de todas las demás verdades eternas.

Fijémonos ahora en el Partido del Orden. La Neue Rheinische Zeitung decía, en su tercer número, página 16:

“Frente a los apetitos de restauración de los orleanistas y legitimistas coligados, Bonaparte defiende el título de su poder efectivo, la república; frente a los apetitos de restauración de Bonaparte, el Partido del Orden defiende el título de su poder común, la república; frente a los orleanistas, los legitimistas defienden, como frente a los legitimistas, los orleanistas, el statu quo, la república. Todas estas fracciones del Partido del Orden, cada una de las cuales tiene en privado su propio rey y su propia restauración, hacen valer en forma alternativa, frente a los apetitos de usurpación y de revuelta de sus rivales, la dominación común de la burguesía, la forma bajo la cual se neutralizan y se reservan las pretensiones específicas: la república (...) Y Thiers decía más verdad de lo que él sospechaba, al declarar: ‘Nosotros, los monárquicos, somos los verdaderos puntales de la república constitucional”.

Esta comedia de los republicanos malgré eux [160] : la repugnancia contra el statu quo y su continua consolidación; los incesantes rozamientos entre Bonaparte y la Asamblea Nacional; la amenaza constantemente renovada del Partido del Orden de descomponerse en sus distintos elementos integrantes y la siempre repetida fusión de sus fracciones; el intento de cada fracción de convertir toda victoria sobre el enemigo común en una derrota de los aliados temporales; los celos, odios y persecuciones alternativos, el incansable desenvainar de las espadas, que acababa siempre en un nuevo beso de Lamourette [161] . Toda esa poco edificante comedia de enredo no se había desarrollado nunca de un modo más clásico como durante los seis últimos meses.

El Partido del Orden consideraba la ley electoral, al mismo tiempo, como una victoria sobre Bonaparte. No había entregado los poderes el Gobierno al confiar a la comisión de los diecisiete la redacción y la responsabilidad de su propio proyecto? Y no descansaba la fuerza principal de Bonaparte frente a la Asamblea en el hecho de ser el elegido de seis millones? A su vez, Bonaparte veía en la ley electoral una concesión a la Asamblea, con la que había comprado la armonía entre el poder legislativo y el poder ejecutivo. Como premio, el vulgar aventurero exigía que se le aumentase en tres millones su lista civil. Podía la Asamblea Nacional entrar en un conflicto con el poder ejecutivo en un momento en que acababa de excomulgar a la gran mayoría de los franceses? Se encolerizó tremendamente, parecía querer llevar las cosas al extremo; su comisión rechazó la propuesta; la prensa bonapartista amenazaba y apuntaba al pueblo desheredado, al que se le había robado el derecho de voto; tuvo lugar una multitud de ruido sos intentos de transacción, y, por último, la Asamblea cedió en cuanto a la cosa, pero vengándose, al tiempo, en cuanto al principio. En vez del aumento anual de principio de la lista civil en tres millones le concedió una ayuda de 2.160.000 francos. No contenta con esto, no hizo siquiera esta concesión hasta que no la hubo apoyado Changarnier, el general del Partido del Orden y protector impuesto a Bonaparte. Así, en realidad, no concedió los dos millones a Bonaparte, sino a Changarnier.

Este regalo, arrojado de mala gana, fue aceptado por B o naparte en el sentido en que se lo hacían. La prensa bonapartista volvió a armar estrépito contra la Asamblea Nacional. Y cuando, en el debate sobre la ley de prensa, se presentó la enmienda sobre la firma de los artículos, enmienda dirigida especialmente contra los periódicos secundarios defensores de los intereses privados de Bonaparte, el periódico central bonapartista, Le Pouvoir [162] , dirigió un ataque abierto y violento contra la Asamblea Nacional. Los ministros tuvieron que desautorizar al periódico ante la Asamblea; el gerente de Le Pouvoir hubo de comparecer ante la Asamblea Nacional y fue condenado a la multa máxima, a 5.000 francos. Al día siguiente, Le Pouvoir publicó un artículo todavía más insolente contra la Asamblea Nacional y como revancha del Gobierno los Tribunales persiguieron inmediatamente a varios periódicos legitimistas por violación de la Constitución.

Por último, se abordó la cuestión de la suspensión de sesiones de la cámara. Bonaparte la deseaba para poder operar libremente, sin que la Asamblea le pusiese obstáculos. El Partido del Orden la deseaba, en parte, para llevar adelante sus intrigas fraccionales y, en parte, siguiendo los intereses particulares de los diferentes diputados. Ambos la necesitaban para consolidar y ampliar en las provincias las victorias de la reacción. La Asamblea suspendió, por tanto, sus sesiones del 11 de agosto hasta el 11 de noviembre. Pero como Bonaparte no ocultaba, ni mucho menos, que lo único que perseguía era deshacerse de la molesta fiscalización de la Asamblea Nacional, la Asamblea imprimió incluso al voto de confianza un sello de desconfianza contra el presidente. De la comisión permanente de veintiocho miembros, que habían de seguir en sus puestos durante las vacaciones como guardianes de la virtud de la república, se alejó a todos los bonapartistas [163] . En sustitución de ellos se eligió incluso a algunos republicanos de Le Siècle y de Le National para demostrar al presidente la devoción de la mayoría a la república constitucional.

Poco antes y, sobre todo, inmediatamente después de la suspensión de sesiones de la cámara, parecieron querer reconciliarse las dos grandes fracciones del Partido del Orden, los orleanistas y los legitimistas, por medio de la fusión de las dos casas reales bajo cuyas banderas luchaban. Los periódicos estaban llenos de propuestas conciliatorias que se decía habían sido discutidas junto al lecho de enfermo de Luis Felipe, en St. Leonards, cuando su muerte vino de pronto a simplificar la situación. Luis Felipe era el usurpador; Enrique V, el despojado. En cambio, puesto que Enrique V no ten ía hijos, el Conde de París era su legítimo heredero. Ahora, se le había quitado todo obstáculo a la fusión de los dos intereses dinásticos. Pero precisamente ahora, las dos fracciones de la burguesía habían descubierto que no era la exaltación por una determinada casa real lo que las separaba, sino que eran, por el contrario, sus intereses de clase divergentes los que mantenían la escisión entre las dos dinastías. Los legitimistas, que habían ido en peregrinación al campamento regio de Enrique V en Wiesbaden, exactamente lo mismo que sus competidores a St. Leonards, recibieron aquí la noticia de la muerte de Luis Felipe. Inmediatamente, formaron un gobierno in partibus infidelium integrado en su mayoría por miembros de aquella comisión de guardianes de la virtud de la república [164] y que, con ocasión de una disputa que estalló en el seno del partido, se descolgó con la proclamación sin rodeos del derecho por la gracia divina. Los orleanistas se regocijaban con el escándalo comprometedor que este manifiesto [165] provocó en la prensa y no ocultaban ni por un momento su franca hostilidad contra los legitimistas.

Durante la suspensión de sesiones de la Asamblea Nacional se reunieron las representaciones departamentales. Su mayoría se pronunció en favor de una revisión de la Constitución más o menos condicionada, es decir, se pronunció en favor de una restauración monárquica, no deteniéndose a puntualizar a favor de una “solución”, confesando al mismo tiempo que era demasiado incompetente y demasiado cobarde para encontrar esta solución. La fracción bonapartista interpretó inmediatamente este deseo de revisión en el sentido de la prórroga de los poderes presidenciales de Bonaparte.

La solución constitucional, la dimisión de Bonaparte en mayo de 1852, acompañada de la elección de nuevo presidente por todos los electores del país, y la revisión de la Constitución por una cámara revisora en los primeros meses del nuevo mandato presidencial, es absolutamente inadmisible para la clase dominante. El día de la elección del nuevo presidente sería el día en que se encontraran todos los partidos enemigos: los legitimistas, los orleanistas, los republicanos burgueses, los revolucionarios. Tendría que llegarse a una decisión por la violencia entre las distintas fracciones. Y aunque el mismo Partido del Orden consiguiese llegar a un acuerdo sobre la candidatura de un hombre neutral al margen de ambas familias dinásticas, este tendría otra vez en frente a Bonaparte. En su lucha contra el pueblo, el Partido del Orden se ve constantemente obligado a aumentar la fuerza del poder ejecutivo. Cada aumento de la fuerza del poder ejecutivo, aumenta la fuerza de su titular, Bonaparte. Por tanto, al reforzar el Partido del Orden su dominación conjunta da, en la misma medida, armas a las pretensiones dinásticas de Bonaparte y refuerza sus probabilidades de hacer fracasar violentamente la solución constitucional en el día decisivo. Ese día, Bonaparte, en su lucha contra el Partido del Orden, no retrocederá ante uno de los pilares fundamentales de la Constitución, como tampoco este partido retrocedió en su lucha frente al pueblo, ante el otro pilar, ante la ley electoral. Es muy probable que llegase incluso a apelar al sufragio universal contra la Asamblea. En una palabra, la solución constitucional pone en tela de juicio todo el statu quo y, si se pone en peligro el statu quo, los burgueses ya no ven más que el caos, la anarquía, la guerra civil. Ven peligrar el primer domingo de mayo de 1852 sus compras y sus ventas, sus letras de cambio, sus matrimonios, sus escrituras notariales, sus hipotecas, sus rentas del suelo, sus alquileres, sus ganancias, todos sus contratos y fuentes de lucro, y a este riesgo no pueden exponerse. Si peligra el statu quo político, detrás se esconde el peligro de hundimiento de toda la sociedad burguesa. La única posible para la burguesía es aplazar la solución. La burguesía solo puede salvar la república constitucional violando la Constitución, prorrogando los poderes del presidente. Y esta es también la última palabra de la prensa del orden, después de los largos y profundos debates sobre las “soluciones” a que se entregó después de las sesiones de los consejos generales. El potente Partido del Orden se ve obligado, para vergüenza suya, a tomar en serio a la ridícula y vulgar persona del pseudoBonaparte, que tanto odiada.

Esta sucia figura se equivocaba también acerca de las causas que la iban revistiendo cada vez más con el carácter de hombre indispensable. Mientras que su partido tenía la perspicacia suficiente para achacar a las circunstancias la creciente importancia de Bonaparte, él creía deberla exclusivamente a la fuerza mágica de su nombre y a su caricaturización ininterrumpida de Napoleón. Cada día se mostraba más emprendedor. A las peregrinaciones a St. Leonards y Wiesbaden opuso sus giras por toda Francia. Los bonapartistas tenían tan poca confianza en el efecto mágico de su personalidad que mandaban con él a todas partes, como claque, a gentes de la Sociedad del 10 de Diciembre (la organización del lumpemproletariado parisino), empaquetándolas a montones en los trenes y en las sillas de posta. Ponían en boca de su marioneta discursos que, según el recibimiento que se le hacía en las distintas ciudades, proclamaban la resignación republicana o la tenacidad perseverante como lema de la política presidencial. Pese a todas las maniobras, estos viajes distaban mucho de ser triunfales.

Convencido de haber entusiasmado así al pueblo, Bonaparte se puso en movimiento para ganar al ejército. Hizo celebrar en la explanada de Satory, cerca de Versalles, grandes revistas, en las que quería comprar a los soldados con salchichón de ajo, champán y cigarros. Si el auténtico Napoleón sabía animar a sus soldados decaídos, en las fatigas de sus cruzadas de conquista, con una momentánea intimidad patriarcal, el pseudoNapoleón creía que las tropas le mostraban su agradecimiento al gritar: Vive Napoléon, vive le saucisson!, o sea, “Viva el salchichón y viva el histrión!” [166] .

Estas revistas hicieron estallar la disensión largo tiempo contenida entre Bonaparte y su ministro de la Guerra, d’Hautpoul, de una parte, y, de la otra, Changarnier. En Changarnier había descubierto el Partido del Orden a su hombre realmente neutral, respecto al cual no podía ni hablarse de pretensiones dinásticas personales. Le tenía destinado para sucesor de Bonaparte. Además, con su actuación del 29 de enero y del 13 de junio de 1849, Changarnier se había convertido en el gran mariscal del Partido del Orden, en el moderno Alejandro, cuya brutal interposición había cortado, a los ojos del burgués pusilánime, el nudo gordiano de la revolución. Así, del modo más barato que cabe imaginar, un hombre que en el fondo no era menos ridículo que Bonaparte se veía convertido en un poder y colocado por la Asamblea Nacional frente al presidente para fiscalizar su actuación. El mismo Changarnier coqueteaba, por ejemplo, en el asunto del suplemento a la lista civil, con la protección que dispensaba a Bonaparte y adoptaba con él y con los ministros un aire de superioridad cada vez mayor. Cuando, con motivo de la ley electoral, se esperaba una insurrección, prohibió a sus oficiales recibir ninguna orden del ministro de la Guerra o del presidente. La prensa contribuía, además, a agrandar la figura de Changarnier. Dada la carencia completa de grandes personalidades, el Partido del Orden se veía obligado a atribuir a un solo individuo la fuerza que le faltaba a toda su clase, inflando a este individuo hasta convertirlo en un gigante. Así nació el mito de Changarnier, el “baluarte de la sociedad”. La presuntuosa charlatanería y la misteriosa gravedad con que C hangarnier se dignaba llevar el mundo sobre sus hombros conforma el más ridículo contraste con los acontecimientos producidos durante la revista de Satory y después de ella, que demostraron irrefutablemente que bastaba con un plumazo de Bonaparte, el infinitamente pequeño, para reducir a este engendro fantástico del miedo burgués, al coloso Changarnier, a las dimensiones de la mediocridad y convertirle —a él, héroe salvador de la sociedad— en un general retirado.

Bonaparte se había vengado de Changarnier, hacía tiempo, provocando al ministro de la Guerra a conflictos disciplinarios con el molesto protector. Por fin, la última revista de Satory hizo estallar el viej o rencor. La indignación constitucional de Changarnier no conoció ya límites cuando vio desfilar los regimientos de caballería al grito anticonstitucional de ¡Viva el emperador! Para adelantarse a debates desagradables a propósito de este grito en la siguiente sesión de la cámara, Bonaparte alejó al ministro de la Guerra, d’Hautpoul, nombrándole gobernador de Argelia. Para sustituirle nombró a un viejo general de confianza, de tiempos del Imperio, que en cuanto a brutalidad podía medirse plenamente con Changarnier. Pero para que la destitución de d’Hautpoul no apareciese como una concesión a Changarnier, trasladó al mismo tiempo de París a Nantes al brazo derecho del gran salvador de la sociedad, al general Neumayer. Neumayer era quien había hecho que en la última revista toda la infantería desfi la se en un silencio glacial ante el sucesor de Napoleón. Changarnier, a quien se había asestado el golpe en la persona de Neumayer, protestó y amenazó. En vano. Después de dos días de debate, el decreto de traslado de Neumayer apareció en Le Moniteur, y al héroe del orden no le quedaba más salida que someterse a la disciplina o dimitir.

La lucha de Bonaparte contra Changarnier es la continuación de su lucha contra el Partido del Orden. Por tanto, la reapertura de la Asamblea Nacional el 11 de noviembre se celebra bajo auspicios amenazadores. Será la tempestad en el vaso de agua. En lo sustancial tiene que seguir representándose la vieja comedia. La mayoría del Partido del Orden, pese a cuanto griten los paladines de los principios de sus diversas fracciones, se verá obligada a prorrogar los poderes del presidente. Y Bonaparte, pese a todas sus manifestaciones previas, tendrá que doblar también, a su vez, la cerviz, aunque solo sea por su penuria de dinero, y aceptar esta prórroga de poderes como simple delegación de manos de la Asamblea Nacional. De este modo se aplaza la solución, se mantiene el statu quo, una fracción del Partido del Orden se ve com prometida, debilitada, imposibilitada por la otra, y la represión contra el enemigo común, contra la masa de la nación, se extiende y se lleva al extremo hasta que las propias condiciones económicas hayan alcanzado otra vez el grado de desarrollo en que una nueva explosión haga saltar a todos estos partidos en litigio, con su república constitucional.

Para tranquilizar al burgués, debemos decir, por lo demás, que el escándalo entre Bonaparte y el Partido del Orden tiene como resultado la ruina en la Bolsa de una multitud de pequeños capitalistas, cuyos patrimonios han ido a parar a los bolsillos de los grandes linces bursátiles.

breVe cronologÍa Histórica

1789

∙ 14 de julio – El asalto a la Bastilla marca el comienzo de la Revolución Francesa.

1792

∙ Agosto – Insurrección popular en París.

∙ Septiembre – Abolición de la monarquía y proclamación de la Primera República, que se divide en tres períodos: la Convención (1792­1795), el Directorio (1795­1799) y el Consulado (1799­1804).

1799

∙ 9 de noviembre – Golpe de Estado de Napoleón Bonaparte (día 18 del mes de Brumario del calendario republicano). Fin del Directorio e inicio del régimen del Consulado, el último período de la Primera República.

1804

∙ Mayo – Napoleón Bonaparte se proclama emperador con el nombre de Napoleón I. Fin de la Primera República e inicio del Primer Imperio.

1814

∙ Abril – Napoleón I es depuesto. Primera fase de la Restauración borbónica: Luis XVIII accede al trono.

1815

∙ Marzo – Napoleón I vuelve al poder durante los llamados Cien Días.

∙ Junio – Derrota francesa en la batalla de Waterloo. Caída definitiva de Napoleón I; su hijo, Napoleón II, lo sucederá nominalmente durante tres semanas.

∙ Julio – Segunda fase de la Restauración borbónica: Luis XVIII vuelve al trono. Fin definitivo del Primer Imperio.

∙ Agosto – Empieza una ola de terror blanco contra los republicanos.

1824

∙ Septiembre – Carlos X sube al trono.

1830

∙ Julio – Revolución de Julio. Carlos X abdica. Comienzo de la monarquía de Julio.

∙ Agosto – El duque de Orleans es proclamado rey con el nombre de Luis Felipe I.

1847

∙ Julio – Inicio de la campaña de los banquetes.

∙ Septiembre – Jefe del Gobierno: François Guizot.

1848

∙ 22 de febrero – Manifestación de estudiantes en París, a la que se unieron trabajadores, demandando el sufragio universal y la dimisión del gobierno de Guizot. El rey decreta el estado de sitio.

∙ 23 de febrero – Inicio de la revolución de Febrero. La Guardia Nacional se posiciona del lado del pueblo y la insurrección se extiende. Mathieu Molé sustituye a François Guizot en la jefatura del Gobierno.

∙ 24 de febrero – Los manifestantes irrumpen en la Asamblea Nacional y la disuelven. Formación de un gobierno provisional presidido por Dupont de l’Eure.

∙ 25 de febrero – Triunfo revolucionario: fin de la monarquía de Julio y proclamación de la Segunda República, que decreta el sufragio universal masculino.

∙ 23 de abril – Elecciones a la Asamblea Nacional.

∙ 4 de mayo – Formación de la Asamblea Nacional Constituyente.

∙ 15 de mayo – El proletariado de París en manifestación entra en la Asamblea Constituyente, la declara disuelta y proclama la formación de un gobierno revolucionario. Los manifestantes son desal ojados por la Guardia Nacional y el ejército, y sus dirigentes, detenidos.

∙ 23-26 de junio – Revolución de Junio, salvajemente reprimida por Cavaignac. Primera guerra civil de la historia entre la clase obrera y la burguesía.

∙ 28 de junio – Jefe del Gobierno: Louis­Eugène Cavaignac.

∙ 10 de diciembre – Luis Napoleón Bonaparte gana las elecciones presidenciales.

∙ 20 de diciembre – Proclamación de Luis Napoleón Bonaparte como presidente. Jefe del Gobierno: Odilon Barrot.

1849

∙ 13 de mayo – Se celebran elecciones a la Asamblea Nacional Legislativa.

∙ 28 de mayo – Formación de la Asamblea Nacional Legislativa.

∙ 13 de junio – Un sector de los representantes políticos de la pequeña burguesía republicana declara fuera de la Constitución al presidente Luis Bonaparte y convoca una manifestación que, mal organizada y desarmada, fracasa y es reprimida. Se declara el estado de sitio en París y Lyon, y se recortan los derechos democráticos.

∙ Agosto-octubre – Suspensión de las sesiones de la Asamblea Nacional Legislativa.

∙ 1 de noviembre – Fin del segundo gobierno de Odilon Barrot. El general Alphonse Henri d’Hautpoul se convierte en jefe del Gobierno.

1850

∙ 10 de marzo – Victoria de los candidatos socialistas en unas elecciones parciales en París.

∙ 31 de mayo – La Asamblea Nacional Legislativa suprime el sufragio universal masculino.

1851

∙ Abril-octubre – Jefe del Gobierno: Léon Faucher.

∙ 2 de diciembre – Golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte. Disolución de la Asamblea Nacional Legislativa.

1852

∙ 2 de diciembre – Luis Napoleón Bonaparte se proclama emperador con el nombre de Napoleón III. Fin de la Segunda República y comienzo del Segundo Imperio.

1870

∙ Julio – Estallido de la guerra franco­prusiana.

∙ Septiembre – Derrota francesa en la batalla de Sedán. Napoleón III es hecho prisionero y llevado a Alemania. Fin del Segundo Imperio y proclamación de la Tercera República.

1871

∙ 18 de marzo – Comienza la Comuna de París, el primer gobierno obrero de la historia.

∙ 28 de mayo – Derrota de la Comuna de París.


 

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1. Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue (Nueva Gaceta Renana. Revista político-económica): Revista fundada por Marx y Engels en diciembre de 1849. Tras la derrota de la revolución en ese año y su exilio en Londres, Marx consideraba la posibilidad de un renacimiento del movimiento revolucionario. Con esta perspectiva decidió, junto con Engels, dar un impulso a la reorganización de la Liga de los Comunistas. Diferentes delegados de la organización fueron enviados a Alemania para reagrupar las fuerzas, y en ese proceso se decidió la publicación de esta revista, que no hay que confundir con el diario Nueva Gaceta Renana, editado por Marx en Colonia durante la revolución. De esta revista, que apareció como órgano de la Liga de los Comunistas, se editaron seis números en Hamburgo, y dejó de publicarse en noviembre de 1850 debido a la represión policial y a la falta de recursos materiales
2. Obra editada por la FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS.
3. Se trata de Wilhelm Liebknecht, padre de Karl Liebknecht
4. Revista teórica del SPD, se publicó de 1883 a 1923.
5. Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Fundación Federico Engels, Madrid 2015, p. 12.
6. Neue Rheinische Zeitung. Organ der Demokratie (Nueva Gaceta Renana. Órgano de la Democracia): Periódico diario dirigido por Marx y a cuyo comité de redacción pertenecía Engels. Se editó en Colonia del 1 de junio de 1848 al 19 de mayo de 1849
7. Ibíd., p. 51-52.
8. Engels designa irónicamente esas dotaciones gubernamentales con el nombre de la finca regalada a Bismarck por el káiser Guillermo I en el bosque de Sajonia, cerca de Hamburgo
9. In partibus infidelium (“En tierra de infieles”): Expresión que la Iglesia Católica aplica a un obispo al que no se le encomienda una diócesis, sino cargos puramente nominales en países no cristianos. Marx y Engels la usan a menudo para referirse a gobiernos formados en el extranjero por emigrados, sin tener en cuenta la situación real de su país.
10. Se trata de los dos partidos monárquicos de la burguesía francesa en la primera mitad del siglo XIX: legitimistas y orleanistas. Durante la Segunda República, ambos constituyeron el núcleo de la alianza conservadora conocida como el Partido del Orden, que tuvo la mayoría en la Asamblea Legislativa de la Segunda República desde 1849 hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851. Orleanistas: Partidarios de los duques de Orleans, rama menor de la dinastía de los Borbones, que se mantuvo en el poder desde la revolución de julio de 1830 hasta la revolución de 1848. Representaban los intereses de la aristocracia financiera y la gran burguesía. Legitimistas: Partidarios de la dinastía “legítima” de los Borbones, derrocada en 1830. Representaban los intereses de los terratenientes. En su lucha contra los orleanistas, una parte de los legitimistas recurría a menudo a la demagogia, haciéndose pasar por defensores de los trabajadores.
11. Siendo emperador Napoleón III, Francia participó en la guerra de Crimea (1854-1855), le declaró la guerra a Austria para disputarle Italia (1859), participó con Inglaterra en dos guerras contra China (1856-1858 y 1860), comenzó la conquista de Indochina (1860-1861), organizó intervenciones armadas en Siria (1860-1861) y México (1862-1867) y, por último, entró en guerra con Prusia (1870-1871).
12. Engels emplea el término que expresaba uno de los principios de la política exterior del Segundo Imperio bonapartista, muy usado por las clases dominantes de los grandes estados como cobertura ideológica de sus planes anexionistas y sus aventuras exteriores. Sin tener nada que ver con el derecho a la autodeterminación, este principio servía para espolear las discordias nacionales y transformar el movimiento nacional, sobre todo de los pueblos pequeños, en instrumento de la política contrarrevolucionaria de las grandes potencias en pugna.
13. La Confederación Alemana, fundada el 8 de junio de 1815 en el Congreso de Viena, era una unión de los Estados absolutistas feudales de Alemania y consolidaba el fraccionamiento político y económico de Alemania
14. La victoria de Prusia sobre Francia durante la guerra franco-prusiana (1870-1871) dio lugar a la formación del Imperio alemán y a la unificación del territorio, exceptuando Austria. Por eso Engels habla de “Pequeño Imperio alemán”. A su vez, la derrota francesa impulsó la revolución en Francia, que llevó al errocamiento de Luis Bonaparte y a la implantación de la república en septiembre de 1870.
15. Los junkers eran la aristocracia terrateniente prusiana; constituían también el sector más reaccionario del ejército alemán y de la burocracia del Estado
16. Adolphe Thiers (1797-1877): Político reaccionario francés que presidió el gobierno que siguió al derrocamiento de Napoleón III en 1870. Reprimió salvajemente la Comuna de París, que fue la primera experiencia de la democracia obrera. La Comuna duró 72 días, del 18 de marzo al 28 de mayo, e influyó decisivamente en la teoría marxista del Estado porque, como los propios Marx y Engels escribieron en el prefacio a la edición alemana de 1872 del Manifiesto, demostró “que la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines” (Marx, Engels: El Manifiesto Comunista. FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid, 1995). Paul Lafargue, que participó en la Comuna, dijo sobre Thiers en uno de sus textos: “Cito aquí al Sr. Thiers no por su mérito científico, cuya nulidad es solo comparable con su bajeza, sino porque esta pulga, que ha vivido en la camisa de todos los gobiernos, es la personificación ideal de la burguesía moderna”
17. Milicia voluntaria, con mandos elegidos por la tropa, formada al comienzo de la Revolución Francesa de 1789 y que existió intermitentemente hasta 1871. Entre 1870 y 1871, la Guardia Nacional de París, en la que se incluyeron las grandes masas democráticas, desempeñó un gran papel revolucionario. Su Comité Central, formado en febrero de 1871, encabezó la Comuna de París, ejerciendo hasta el 28 de mayo la función de primer gobierno obrero de la historia. Tras el aplastamiento de la Comuna, la Guardia Nacional fue disuelta.
18. Patrice de Mac Mahon (1808-1893): Militar y político francés reaccionario. Sucedió a Thiers como presidente de la Tercera República, de 1873 a 1879. A las órdenes de Thiers estuvo al frente de las tropas que reprimieron brutalmente la Comuna de París en 1871.
19. Tras su derrota en la guerra franco-prusiana de 1870-1871, Francia pagó a Alemania una compensación de cinco mil millones de francos
20. La ley de excepción contra los socialistas se promulgó en Alemania el 21 de octubre de 1878. El SPD y sus organizaciones de masas fueron ilegalizadas y la prensa obrera quedó prohibida. La presión del movimiento obrero logró su derogación el 1 de octubre de 1890
21. Bismarck decretó el sufragio universal en 1866 para las elecciones al Reichstag de Alemania del Norte y en 1871 para las elecciones al Reichstag del Imperio alemán unificado.
22. Engels cita la introducción escrita por Marx para el programa del Partido Obrero Francés aprobado en su congreso de Le Havre (1880).
23. El 4 de septiembre de 1870, gracias a la acción revolucionaria de las masas populares, Luis Bonaparte fue derrocado y se instauró la república. El 31 de octubre de 1870 los blanquistas llevaron a cabo una tentativa infructuosa de sublevación contra el gobierno de la Defensa Nacional.
24. Se refiere a Federico II, rey de Prusia entre 1740 y 1786; Fritz es un diminutivo.
25. La batalla de Wagram (junio de 1809) tuvo lugar durante la guerra austro-francesa. Las tropas francesas, mandadas por Napoleón, derrotaron al ejército del archiduque Carlos. En la batalla de Waterloo (junio de 1815), la coalición antifrancesa obtuvo una victoria militar que resultó decisiva para la caída del Imperio napoleónico.
26. El Parlamento imperial austríaco
27. Engels se refiere a la larga lucha entre el poder ducal y la nobleza en los ducados de Mecklemburgo-Schwerin y Mecklemburgo-Strelitz, que concluyó en 1755 con la firma del tratado constitucional de Rostock, que confirmó los fueros y privilegios de la nobleza y refrendó su posición dirigente en las dietas estamentales, la eximió de pagar contribución por la mitad de sus tierras y fijó los impuestos sobre el comercio y la artesanía y la participación del uno y la otra en los gastos del Estado
28. Carl Andreas von Boguslawski (1758-1817): General alemán. Fue el primer director de la Escuela de la Guerra prusiana
29. Odilon Barrot (1791-1873): Político monárquico. Fue el último presidente del Consejo de Ministros de la monarquía de Julio, derrocada en 1848 por la revolución de Febrero. Luis Bonaparte, al convertirse en presidente de la Segunda República el 10 de diciembre de 1848, le nombró primer ministro y ministro de Justicia de su primer gobierno.
30. Es tolerable que los Gracos se quejen de una sedición? (Juvenal, Sátira II).
31. La voluntad del rey es la ley suprema.
32. En 1894, el ultraconservador Ernst von Köller (1841-1928) presentó en el Reichstag un nuevo proyecto de ley contra los socialistas, que fue rechazado en mayo del año siguiente.
33. Se trata de la revolución burguesa de 1830, que derrocó a la dinastía borbónica.
34. El duque de Orleans ocupó el trono francés con el nombre de Luis Felipe
35. El 5 y el 6 de junio de 1832 hubo una sublevación en París; los obreros levantaron barricadas y se defendieron con gran firmeza. En abril de 1834 estalló la insurrección de los obreros de Lyon, una de las primeras acciones de masas del proletariado francés. Esta insurrección, apoyada por los republicanos en varias ciudades más, sobre todo en París, fue aplastada con saña. La insurrección del 12 de mayo de 1839 en París, en la que también desempeñaron un papel principal los obreros revolucionarios, fue preparada por la Sociedad de las Estaciones del Año, una organización clandestina republicano-socialista dirigida por A. Blanqui y A. Barbès; fue aplastada por las tropas y la Guardia Nacional.
36. François Guizot (1787-1874): Primer ministro conservador francés. La revolución de 1848 liquidó su carrera política.
37. Léon Faucher (1803-1854): Economista y publicista francés. Era el ministro del Interior en 1851; dejó el cargo pocos días antes del golpe de Estado del 2 de diciembre.
38. Frédéric Bastiat (1801-1850): Escritor, legislador y economista francés, gran defensor del libre mercado
39. Al margen de quienes tenían derecho al voto.
40. El reinado de Luis Felipe (1830-1848), así llamado por la revolución de julio de 1830.
41. Familia de origen judeo-alemán fundadora de bancos e instituciones financieras a finales del siglo XVIII y que en el XIX acabó convertida en una de las más influyentes de Europa. James Mayer de Rothschild fundó el banco parisino Rothschild Frères. Tras las Guerras Napoleónicas jugó un papel fundamental en la financiación de la construcción de los ferrocarriles y la minería, llevando a Francia a convertirse en una potencia industrial.
42. Personaje de la literatura francesa que el escultor, pintor y caricaturista del siglo XIX Honoré Daumier popularizó en una serie humorística y de crítica social como arquetipo de empresario sin escrúpulos, estafador y especulador.
43. Nada por la gloria!
44. Paz en todas partes y siempre!
45. En febrero de 1846 se preparaba la insurrección para conquistar la emancipación nacional de Polonia. Sus principales impulsores fueron los demócratas revolucionarios po lacos (Dembowski y otros). Debido a la traición de la nobleza, los dirigentes fueron detenidos por la policía prusiana y la insurrección quedó limitada a algunos estallidos aislados. En Cracovia, desde 1815 bajo control de Austria, Rusia y Prusia, los insurgentes lograron la victoria el 22 de febrero, formando un gobierno que decretó la abolición de las cargas feudales. La insurrección fue aplastada a principios de marzo; en noviembre, las tres potencias acordaron la incorporación de Cracovia al Imperio austríaco
46. Alianza de siete cantones suizos atrasados económicamente formada en 1845 para oponerse a las transformaciones burguesas progresistas y defender los privilegios de la Igle sia Católica. En julio de 1847, la decisión de la Dieta suiza de disolver el Sonderbund dio lugar a la guerra civil. El ejército del Sonderbund fue derrotado en noviembre por las tropas del gobierno federal. Los estados reaccionarios de Europa occidental, que antes formaban la Santa Alianza, intentaron intervenir a favor del Sonderbund. Guizot los apoyó, tomando bajo su defensa el Sonderbund.
47. Agrupación reaccionaria de las monarquías europeas fundada en 1815 por Rusia, Austria y Prusia para aplastar los movimientos revolucionarios y conservar los regímenes monárquico-feudales
48. Anexión de Cracovia por Austria, de acuerdo con Rusia y Prusia, el 11 de noviembre de 1846. Guerra del Sonderbund, del 4 al 28 de noviembre de 1847. Insurrección de Palermo, el 12 de enero de 1848. A finales de enero, bombardeo de la ciudad durante nueve días por los napolitanos. (Nota de Engels a la edición de 1895)
49. En Buzangais (departamento de Indre), a iniciativa de los obreros hambrientos y de los habitantes de las aldeas vecinas, en la primavera de 1847 se asaltaron los almacenes de comestibles pertenecientes a los especuladores, lo que dio lugar a un sangriento choque de la población con las tropas, seguido de una despiadada represión: se ejecutó a cuatro personas y otras muchas fueron condenadas a trabajos forzados.
50. Como respuesta a la prohibición del derecho de reunión por parte del gobierno de Guizot, en julio de 1847 comenzaron a celebrarse grandes banquetes (organizados habitualmente por los periódicos opositores), donde los comensales pagaban para comer y oír los discursos de la oposición y debatir de política. Se extendieron rápidamente, celebrándose 70 con un total de 22.000 comensales por todo el país, en lo que se conoce como la campaña de los banquetes. El 19 de febrero de 1848 un banquete organizado en París por oficiales de la Guardia Nacional fue prohibido, desencadenando el inicio de la revolución, la caída de Luis Felipe y la proclamación de la Segunda República Francesa.
51. Alexandre Auguste Ledru-Rollin (1807-1874): Político francés, representante de la pequeña burguesía democrática. Jugó un papel destacado en la campaña de los banquetes. Fue ministro del Interior en el gobierno provisional. Se posicionó contra el proletariado de París cuando, tras la manifestación del 15 de mayo de 1848, entró en la Asamblea Nacional Constituyente, declaró su disolución y la formación de un gobierno revolucionario. El resultado fue la represión y detención de los principales dirigentes (Blanqui, Barbès, Albert, Raspail, Sobrier,…).
52. Le National (El Nacional): Diario publicado en París de 1830 a 1851. Era el órgano de los republicanos burgueses moderados, cuyos representantes más destacados en el gobierno provisional fueron Marrast, Bastide y Garnier-Pagés
53. Louis Blanc (1811-1882): Partidario de las ideas socialistas utópicas y defensor de la intervención del Estado y de las cooperativas obreras para corregir las desigualdades sociales. Jugó un papel activo en la revolución de 1848 que instauró la Segunda República. Nombrado ministro de Trabajo en el gobierno provisional, tras el triunfo del Partido del Orden se exilió en Londres, de donde no regresó hasta 1870 para ser diputado de la izquierda en la Tercera República.
54. Alphonse de Lamartine (1790-1869): Escritor y político francés. Procedía de la aristocracia terrateniente y monárquica, pero se fue alejando paulatinamente de su educación conservadora hasta simpatizar con los republicanos. La revolución de 1848 lo convirtió en presidente del gobierno provisional. Su esfuerzo por moderar las tendencias populares radicales le llevó a perder influencia, contribuyendo a su aplastante derrota por Luis Napoleón Bonaparte en las elecciones presidenciales de diciembre de 1848.
55. François-Vincent Raspail (1794-1878): Político socialista y destacado científico francés. En marzo de 1849 fue condenado a seis años de cárcel por su participación en los acontecimientos del 15 de mayo de 1848.
56. República francesa! Libertad, igualdad, fraternidad!
57. La Gazette de France (La Gaceta de Francia): Diario editado en París desde 1631 hasta los años 40 del siglo XIX. Era el órgano de los legitimistas.
58. Durante los primeros días de la Segunda República Francesa se planteó la elección de la enseña nacional. Los obreros revolucionarios de París exigían que fuese la bandera roja por ellos enarbolada durante la insurrección de junio de 1832. Los representantes de la burguesía insistían en que se eligiera la tricolor (azul, blanca y roja), que había sido la bandera de Francia durante la revolución burguesa de 1789 y el Imperio napoleónico, y que, antes de la revolución de 1848, había sido el emblema de los republicanos burgueses agrupados en torno al periódico Le National. Finalmente, la elegida fue la tricolor. No obstante, al asta de la bandera se le añadió una escarapela roja.
59. En junio de 1848 se produjo una heroica insurrección de los obreros de París, aplastada con excepcional crueldad por la burguesía. Fue la primera gran guerra civil de la historia entre la clase obrera y la burguesía.
60. Le Moniteur Universel (El Heraldo Universal): Diario parisino publicado desde 1789 hasta 1901. Era el órgano oficial del Gobierno: publicaba sus disposiciones y decretos, informaba sobre los debates parlamentarios, etc. En 1848 también publicaba informaciones de las reuniones de la comisión del Luxemburgo.
61. “Un gobierno que acaba con ese equívoco terrible que existe entre las diversas clases”.
62. El prefecto de la policía del gobierno provisional durante la revolución de 1848
63. Jacques le bonhomme (Jacobo el simple) era el nombre despectivo que los nobles franceses daban a los campesinos.
64. Se trata de la suma asignada en 1825 por la corona francesa a los aristócratas como compensación por los bienes confiscados durante la revolución burguesa de 1789.
65. Nombre que se daba en Italia a los elementos desclasados, al lumpemproletariado. Fueron utilizados reiteradamente por la reacción monárquica contra el movimiento liberal y democrático
66. Moneda francesa anterior al franco (introducido en 1795), cuyo nombre pervivió en el uso popular.
67. Literalmente, “casas de trabajo”. Lugares donde los pobres ingleses podían vivir trabajando bajo un régimen carcelario; existían desde el siglo XVII. La reforma de la Ley de Protección a los Pobres aprobada en Inglaterra en 1834 toleraba una sola forma de ayuda: su alojamiento en estas casas. El pueblo las denominó “bastillas para pobres”.
68. Louis Auguste Blanqui (1805-1881): Revolucionario francés, representante del comunismo utópico. Participó en la revolución de 1848 y sus partidarios jugaron un papel dirigente en la Comuna de París (1871). No consideraba necesaria la previa preparación política de las masas de la clase obrera antes de la toma del poder porque creía que estas serían arrastradas por el ejemplo de la acción decidida de una minoría de revolucionarios audaces. Aunque discrepaba de sus tesis, Marx lo tuvo en alta estima por ser un incorruptible revolucionario proletario, que pasó más de la mitad de su vida encarcelado por la burguesía.
69. A partir de aquí se entiende por Asamblea Nacional la Asamblea Nacional Constituyente, que existió desde el 4 de mayo de 1848 hasta mayo de 1849.
70. Ciudadanos.
71. El 15 de mayo de 1848, durante una manifestación popular, los obreros y artesanos parisienses penetraron en la sala de sesiones de la Asamblea Constituyente, la declararon disuelta y formaron un gobierno revolucionario. Los manifestantes, sin embargo, no tardaron en ser desalojados por la Guardia Nacional y las tropas. Los dirigentes de los obreros (Blanqui, Barbès, Albert, Raspail, Sobrier y otros) fueron detenidos.
72. Louis-Eugène Cavaignac (1802-1857): Ministro de la Guerra entre marzo y abril de 1848, cuando dimitió ante la negativa del Gobierno a acantonar tropas en la capital. El 17 de mayo aceptó volver al puesto. El 24 de junio obtuvo plenos poderes para aplastar la insurrección, convirtiéndose de facto en el jefe del Estado. Cuatro días después fue nombrado presidente del Gobierno. La represión causó entre 3.000 y 5.000 muertos.
73. Los artículos de Marx y Engels en la Nueva Gaceta Renana sobre esos acontecimientos están recopilados bajo el título La revolución de Junio.
74. La Réforme (La Reforma): Diario republicano de París fundado por Ledru-Rollin en julio de 1843 y prohibido tras el golpe de Estado de 1851. Propugnaba la república y las reformas democráticas y sociales.
75. El 16 de abril de 1848 la Guardia Nacional impidió en París una manifestación pacífica de obreros que iban a presentar al gobierno provisional una petición sobre la “organización del trabajo” y la “abolición de la explotación del hombre por el hombre”.
76. Le Journal des Débats politiques et littéraires (El Diario de los Debates políticos y literarios): Diario burgués fundado en París en 1789. Durante la monarquía de Julio fue el periódico gubernamental y el órgano de la burguesía orleanista. Durante la revolución de 1848 expresó las opiniones de la burguesía contrarrevolucionaria agrupada en el Partido del Orden.
77. Michel Goudchaux (1797-1862): Banquero y político francés. Durante la monarquía de Julio escribió como experto financiero en el diario opositor Le National. Tras la revolución de febrero de 1848 fue ministro de Hacienda del gobierno provisional, con el fin de inspirar confianza en los sectores financieros. En junio se convirtió en ministro de Finanzas del gobierno del general Cavaignac.
78. Convenios amistosos.
79. Soldados de infantería de la Guardia Imperial otomana, conocidos por su crueldad.
80. “Por lo demás, opino que Cartago debe ser destruida”. Catón el Viejo fue un senador romano que, obsesionado con Cartago tras comprobar su esplendor durante un viaje a África en el año 157 a.e.c., acababa todos sus discursos en el Senado con esas palabras. Fue el principal impulsor de la Tercera Guerra Púnica, que empezaría poco después de su muerte y que condujo a la destrucción total de Cartago.
81. La matanza de San Bartolomé fue el asesinato de decenas de miles de hugonotes (franceses protestantes) durante las guerras de religión del siglo XVI en Europa.
82. Se presentó a la Asamblea Nacional el 19 de junio de 1848.
83. Ser semejante al hombre que podía ser creado artificialmente, según los alquimistas medievales.
84. Según la leyenda bíblica, Saúl, primer rey hebreo, abatió a miles de filisteos, y David, su fiel escudero, a decenas de miles. Muerto Saúl, David ocupó el trono.
85. La flor de lis era el emblema heráldico de los Borbones. El de los bonapartistas era la violeta.
86. Marx se remite a la información de su camarada Wolf, fechada el 18 de dic iem bre y publicada en la Nueva Gaceta Renana tres días más tarde. Es posible que las palabras citadas pertenezcan al propio Marx, quien revisaba detalladamente todos los artículos del periódico.
87. Un senadoconsulto era la opinión dada por el Senado de Roma a un magistrado; en la época imperial adquirió rango de ley. Napoleón Bonaparte fue nombrado emperador hereditario por una disposición aprobada por el Senado el 18 de mayo de 1804.
88. Prominencia exagerada del hueso frontal en los afectados de sífilis congénita y de raquitismo.
89. Rey que, según el mito, convertía en oro todo lo que tocaba
90. Soulouque: Casa imperial que rigió Haití durante el Segundo Imperio; su primer y último emperador fue Faustino I, quien gobernó de 849 a 1859. François D. Toussaint L ouverture (1743-1803): Líder del movimiento revolucionario negro en Haití. En 1803 derrotó al ejército enviado por Napoleón para restaurar la esclavitud. Capturado mediante un ardid, fue encarcelado en Francia, donde murió ese año por falta de asistencia médica. Al embarcar camino de Europa, dijo: “Solo se ha abatido el tronco del árbol de la libertad de los negros. Pero volverá a brotar de sus raíces, porque son muchas y muy profundas”
91. Nicolas Anne Théodule Changarnier (1793-1877): Mariscal de campo y político monárquico-legitimista francés. Marx habla de sus andanzas políticas en El 18 Brumario de Luis Bonaparte
92. El Orlando furioso es un poema épico del siglo XVI.
93. Cartas amorosas.
94. Pierre-Agustin de Beaumarchais (1732-1799): Dramaturgo francés conocido, entre otras cosas, por su estilo satírico.
95. Georges Monck (1608-1670): General inglés. Tuvo un papel decisivo en la restauración de la monarquía tras la muerte de Oliver Cromwell
96. Puerto italiano a 80 kilómetros de Roma.
97. Órgano central del gobierno revolucionario de la Primera República Francesa, fundado en abril de 1793. Desempeñó un papel de excepcional importancia en la lucha contra la contrarrevolución interior y exterior. Robespierre fue su principal dirigente.
98. La Convención Nacional fue la principal institución de la Primera República Francesa. Aunó el poder legislativo y ejecutivo, hasta que delegó el segundo en el Comité de Salvación Pública. Da su nombre a un período de la historia francesa (1792-1795).
99. Antoine QuentinиFouquier-Tinville(1746-1795): Destacada personalidad de la Revolución Francesa. En 1793 fue nombrad fiscal del Tribunal revolucionario.
100. Se trata del período de la Restauración (1814-1830), el segundo reinado de los Borbones en Francia, que recuperaron el trono tras la caída de Napoleón Bonaparte. Este régimen reaccionario representaba los intereses de la corte y de la Iglesia; fue derrocado por la revolución de Julio.
101. Entre marzo y abril de 1849 tuvo lugar en Bourges el juicio contra los participantes en los acontecimientos del 15 de mayo de 1848. Barbès fue condenado a cadena perpetua y Blanqui, a diez años de cárcel. Albert, De Flotte, Sobrier, Raspail y los demás, a distintas penas de prisión y deportación a las colonias.
102. El general Jean Baptiste Bréa (1790-1848), que mandaba parte de las tropas durante el aplastamiento de la revolución de Junio, fue muerto por los insurrectos. Dos participantes en la sublevación fueron ejecutados por ello.
103. A pesar de todo.
104. Republicanos puros y simples.
105. Personaje de la mitología griega a cuyo alrededor se agrupaban los hombres cuando tocaba su lira
106. Claude-Adrien Helvétius (1715-1771) fue un filósofo francés.
107. Némesis era la diosa griega de la venganza.
108. A partir de aquí se entiende por Asamblea Nacional la Asamblea Nacional Legislativa, que funcionó del 28 de mayo de 1849 hasta diciembre de 1851.
109. La Démocratie pacifique (La Democracia Pacífica): Diario editado en París por los socialistas utópicos entre 1843 y 1851. Su redactor jefe era Victor Considerant. En la tarde del 12 de junio de 1849 se celebró en su redacción una reunión de los diputados de la Montaña en la que decidieron no recurrir a las armas y limitarse a una manifestación pacífica.
110. Según la mitología griega, Anteo era un gigante que cobraba fuerzas al tocar la tierra, lo que lo hacía invencible. Lo mató Hércules, quien lo asfixió mientras lo mantenía suspendido en el aire, para evitar que sus pies tocasen el suelo.
111. Fue publicada el 13 de junio de 1849 por Le Peuple (El Pueblo), el periódico de P roudhon. En ella, la Asociación Democrática de los Amigos de la Constitución exhortaba a los ciudadanos de París a manifestarse pacíficamente en protesta contra las “atrevidas pretensiones” del poder ejecutivo. Los periódicos socialistas fueron La Réforme y La Démocratie pacifique.
112. Sombrero de copa que puede plegarse mediante muelles.
113. Mathieu Molé (1781-1855) fue nombrado presidente del Consejo de Ministros por el rey el primer día de la revolución de Febrero, en sustitución del impopular François Guizot. 115. Louis Baraguey d’Hilliers (1764-1813): General francés
114. Alusión a la comisión papal de tres cardenales (vestidos de rojo púrpura) que restableció el régimen reaccionario tras el aplastamiento, en 1799, de la República Romana, que había puesto fin al poder temporal del papa, disuelto los Estados Pontificios, confiscado las propiedades de la Iglesia y legalizado el divorcio y el matrimonio civil.
115. Le Siècle (El Siglo): Diario publicado en París de 1836 a 1932. En los años cuarenta del siglo XIX reflejó las ideas de sector de la pequeña burguesía que se limitaba a exigir reformas constitucionales moderadas; en la década siguiente fue un periódico republicano moderado.
116. La Presse (La Prensa): Diario parisino editado por primera vez en julio de 1836. Durante la monarquía de Julio era opositor; en 1848-1849 fue el órgano de los republicanos burgueses; posteriormente fue el órgano bonapartista.
117. Julius Jacob von Haynau (1786-1853): General alemán que tuvo un papel destacado en la represión de los movimientos insurreccionales de Italia y Hungría en 1848 y posteriormente
118. Marx alude a la conocida fórmula del socialista utópico Saint-Simon: “A cada capacidad, según sus obras”
119. Se trata de Enrique de Artois, conde de Chambord, perteneciente a la rama mayor de los Borbones, que pretendía el trono francés. Tenía una de sus residencias en la ciudad alemana de Ems. Llamado Enrique V por sus partidarios, fue el dirigente de los legitimistas.
120. La Henriada: Poema épico del siglo XVIII escrito por Voltaire. Narra las hazañas de Enrique de Navarra (más tarde Enrique IV de Francia) durante las luchas religiosas del siglo XVI. Panduros: Soldados de la caballería ligera húngara del siglo XVIII. Su nombre deriva de la ciudad de Pandur.
121. Oficial de la corte egipcia y jefe de la guardia del faraón. Según el mito bíblico, Putifar fue quien compró a José cuando fue vendido como esclavo por sus hermanos. José fue acusado falsamente de intento de violación a la esposa de Putifar y encarcelado por ello.
122. Cuánto habían cambiado las cosas!
123. Luis Felipe huyó de Francia tras la revolución de febrero de 1848, instalándose en las afueras de Londres
124. “ O César, o Clichy!”. Clichy era la cárcel de deudores en París.
125. Motu proprio: Palabras iniciales de ciertos mensajes que el papa adoptaba sin el acuerdo de los cardenales y trataban, por lo común, asuntos administrativos y de política interior de la región papal. En este caso, se trata de un mensaje de Pío IX del 12 de septiembre de 1849.
126. Del poema De las montañas, de Georg Herwegh, poeta alemán contemporáneo de Marx, con quien se carteó.
127. Vamos! Vamos!
128. Napoleón José Bonaparte, hijo de Jerónimo Bonaparte.
129. Demóstenes (384-322 a.e.c.): Político ateniense y gran orador. Antoine Pierre Berryer (1790-1868): Abogado y político francés, reconocido como buen orador parlamentario.
130. El 8 de julio de 1847 comenzó en un tribunal de París el proceso contra Parmentier y el general Cubières por corrupción de funcionarios con objeto de obtener una concesión de minas de sal, y contra Teste, a la sazón ministro de Obras Públicas, acusado de haberse dejado sobornar por ellos. Este último intentó suicidarse durante el proceso. Todos fueron condenados a fuertes multas. Teste, además, a tres años de cárcel. (Nota de Engels a la edición de 1895).
131. Viva el impuesto del vino! Tres vivas y un viva más!
132. Gente “fina”.
133. Gente “fina”.
134. Oficina, a la entrada de las poblaciones, donde se cobraba el impuesto por introducir mercancías.
135. El resultado no coincide: deberían ser 578.178.000 francos, y no 538.000.000. En cualquier caso, el error no influye en la conclusión general: en ambos casos salen menos de 25 francos por habitante.
136. Cámara de Diputados fanáticamente ultramonárquica y reaccionaria elegida en 1815, inmediatamente después de la segunda caída de Napoleón. (Nota de Engels a la edición de 1895). Chambre introuvable significa literalmente “Cámara inencontrable”. La expresión se le atribuye a Luis XVIII, para significar que era imposible pensar en una cámara más favorable a su reinado.
137. El fallecimiento del diputado De Beaune provocó una elección parcial en la circunscripción. Salió elegido Favaune, candidato de la Montaña, por una mayoría de 20.000 de los 36.000 votos posibles.
138. Se denomina así a varios períodos de brutal represión monárquica, por ser el blanco el color de la dinastía borbónica. El período al que alude Marx siguió a la derrota de Waterloo.
139. En 1850 el Gobierno dividió Francia en cinco grandes regiones militares. París y los departamentos adyacentes quedaron rodeados de cuatro regiones, a la cabeza de las cuales se colocó a reaccionarios declarados. Para resaltar el parecido entre el poder ilimitado de esos generales reaccionarios y el despotismo de los bajás otomanos, la prensa republicana llamó bajalatos a dichas regiones.
140. Alusión al mensaje de Luis Bonaparte a la Asamblea Legislativa, el 31 de octubre de 1849, en el que comunicaba que admitía la dimisión del gabinete de Barrot y formaba nuevo gobierno. Para Soulouque, véase la nota 90.
141. El 10 de noviembre de 1849, Carlier, nuevo prefecto de la policía de París, exhortó a crear una “liga social contra el socialismo” para defender “la religión, el trabajo, la familia, la propiedad y la lealtad”.
142. Semanario publicado en París entre enero y mayo de 1850.
143. “Golpes de Estado” y ventoleras”, respectivamente.
144. Partidarios del libre comercio y de la no intervención del Estado en la economía. A mediados del siglo XIX constituyeron un grupo político aparte; más tarde se unieron al Partido Liberal.
145. En los inicios del movimiento, el término socialista designaba a un movimiento pequeñoburgués (como Engels explica en el prefacio a la edición inglesa de 1888 de El Manifiesto Comunista) y los marxistas se autodenominaban comunistas, término que en etapas posteriores se sustituyó por el de socialdemócratas, hasta que la combinación de la traición de los dirigentes de la Segunda Internacional al comienzo de la Primera Guerra Mundial y el triunfo, tres años después, de la revolución de Octubre condujo a que los marxistas recuperaran el término comunista.
146. Napoleón III
147. Los árboles de la libertad (robles y álamos, normalmente) fueron plantados en las calles de París tras la victoria de la revolución de febrero de 1848. La tradición nació durante la revolución burguesa de 1789, a través de una disposición de la Convención.
148. Columna erigida en 1840 en la plaza de la Bastilla, en memoria de los caídos durante la revolución de julio de 1830. Estaba adornada con coronas de esas flores desde la revolución de febrero de 1848.
149. De Flotte, partidario de Blanqui y representante del proletariado revolucionario de París, obtuvo 126.643 votos en las elecciones del 10 de marzo de 1850. 152. Ver nota 79.
150. Grecs significa griegos, pero también timadores profesionales. Es un juego de palabras. (Nota de Engels a la edición de 1895). Ilión: Nombre griego de Troya, de ahí el título del famoso poema de Homero sobre la conquista de la ciudad: Ilíada.
151. Ciudad alemana que durante la Revolución Francesa de 1789 fue el centro de la emigración contrarrevolucionaria.
152. Frase atribuida a Luis XV para dar a entender que no le importaba el futuro una vez que él no estuviera.
153. Este párrafo introductorio entre corchetes fue escrito por Engels para la edición de 1895.
154. En 1797 el gobierno inglés promulgó un decreto estableciendo el curso forzoso de los billetes de banco. La medida no se revirtió hasta 1819. El curso forzoso impide la conversión de los billetes en metálico (moneda, oro…).
155. Eugène Sue (1804-1857): Escritor francés influido por las ideas del socialismo utópico, que plasmó en sus obras Los misterios de París y El judío errante. A mediados del siglo XIX era uno de los autores más leídos en Francia. Fue uno de los creadores de la novela por entregas.
156. Joven de condición modesta amiga de galanteos.
157. Apodo que se dio a los diecisiete líderes orleanistas y legitimistas que formaban parte de la secretaría encargada por la Asamblea Legislativa de redactar el proyecto de nueva ley electoral, por sus aspiraciones reaccionarias y su pretensión de alcanzar el poder. El apodo procede del drama histórico de Victor Hugo Los burgraves, consagrado a la vida en la Alemania medieval, donde se denominaba así a los gobernadores de ciudades o provincias nombrados por el káiser.
158. L’Assemblée Nationale (La Asamblea Nacional): Diario francés de orientación monárquico-legitimista. Apareció en París de 1848 a 1857. Hasta 1851 reflejaba las opiniones de los partidarios de la fusión de los dos partidos dinásticos. Le Constitutionnel (El Constitucional): Diario burgués editado en París entre 1815 y 1870. En los años cuarenta fue el órgano del ala moderada de los orleanistas; en el período de la revolución de 1848 expresó las opiniones de la burguesía contrarrevolucionaria agrupada en torno a Thiers; tras el golpe de Estado de diciembre de 1851 se hizo bonapartista. 162. Periodistas que cobraban por línea escrita.
159. Certificado de pobreza.
160. “A pesar suyo”. Alusión a la comedia de Molière Médico a pesar suyo.
161. Alusión a un episodio de la Revolución Francesa: el 7 de julio de 1792, Antoine-Adrien Lamourette, diputado en la Asamblea Nacional, propuso poner fin a las discordias entre los partidos mediante un beso fraternal. Los representantes de los distintos partidos aceptaron la propuesta, pero, como era previsible, al día siguiente se olvidaron del beso.
162. Le Pouvoir (El Poder): Periódico bonapartista fundado en París en 1849. Apareció con este nombre entre junio de 1850 y enero de 1851.
163. Según el artículo 32 de la Constitución republicana, durante los descansos entre dos períodos de sesiones de la Asamblea Legislativa se debía formar una comisión permanente que tenía derecho a convocar la Asamblea Legislativa. En 1850 esta comisión la formaban 39 personas: 11 de la mesa de la Asamblea, 25 diputados y 3 cuestores.
164. El gobierno planeado por los legitimistas en caso de que el conde de Chambord subiera al poder. Lo formaban Lévis, Saint-Priest, Berryer, Pastoret y D’Escars
165. El manifiesto de Wiesbaden delineaba la política de los legitimistas en caso de que accediesen al poder. Fue redactado el 30 de agosto de 1850, en dicha ciudad alemana, por De Barthelemy, secretario de la fracción legitimista en la Asamblea Legislativa, por encargo del conde de Chambord. El conde declaraba que “rechazaba oficial y rotundamente todo llamamiento al pueblo, ya que tal llamamiento implicaba la renuncia al gran principio nacional de una monarquía hereditaria”. El manifiesto provocó una polémica en la prensa, ya que algunos monárquicos, encabezados por el diputado La Rochejaquelein, protestaron.
166. La traducción literal es: Viva Napoleón, viva el salchichón!