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La teoría de los sentimientos morales
Adam Smith

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Content
Advertencia
PRIMERA PARTE. DE LA PROPIEDAD DE LA ACCIÓN
SECCIÓN I. DEL SENTIDO DE LA PROPIEDAD
CAPÍTULO I. DE LA SIMPATÍA
CAPÍTULO II. DEL PLACER DE LA SIMPATÍA MUTUA
CAPÍTULO III. DEL MODO EN QUE JUZGAMOS ACERCA DE LA PROPIEDAD O IMPROPIEDAD DE LOS SENTIMIENTOS AJENOS POR SU ARMONÍA O DISONANCIA CON LOS NUESTROS
CAPÍTULO IV. SOBRE EL MISMO ASUNTO
CAPÍTULO V. DE LAS VIRTUDES AFABLES Y RESPETABLES
SECCIÓN II. DE LOS GRADOS DE LAS DISTINTAS PASIONES QUE SON COMPATIBLES CON EL DECORO
INTRODUCCIÓN
1. De las pasiones que se originan en el cuerpo
2. De las pasiones que se originan en una inclinación o hábito particular de la imaginación
3. De las pasiones antisociales
CAPÍTULO IV. DE LAS PASIONES SOCIALES
5. De las pasiones egoístas
Sección III. De los efectos de la prosperidad y la adversidad sobre el juicio de las personas con respecto a la corrección de la conducta y de por qué es más sencillo obtener su aprobación en un caso que en el otro
1. Que aunque nuestra simpatía con la tristeza generalmente una sensación más intensa que nuestra simpatía con la alegría, normalmente resulta sumamente inferior a la violencia de lo que es naturalmente experimentado por la persona principalmente afectada
2. Del origen de la ambición y de la distinción entre rangos
3. De la corrupción de nuestros sentimientos morales, que es ocasionada por la disposición a admirar a los ricos y los grandes, y a despreciar o ignorar a los pobres y de baja condición
SEGUNDA PARTE. DEL MÉRITO Y EL DEMÉRITO, O DE LOS OBJETOS DE RECOMPENSA Y CASTIGO
SECCIÓN I. DEL SENTIDO DEL MERITO Y DEMERITO
CAPÍTULO I. QUE TODO LO QUE PARECE SER OBJETO PROPIO DE LA GRATITUD, PARECE MERECER RECOMPENSA; Y QUE, DEL MISMO MODO, TODO LO QUE PARECE SER OBJETO PROPIO DE RESENTIMIENTO, PARECE MERECER CASTIGO
CAPÍTULO II. DE LOS OBJETOS PROPIOS DE GRATITUD RESENTIMIENTO
CAPÍTULO III. QUE DONDE NO HAY APROBACIÓN DE LA CONDUCTA DE LA PERSONA QUE CONFIERE UN BENEFICIO, HAY ESCASA SIMPATÍA CON LA GRATITUD DE QUIEN LO RECIBE; Y QUE, POR LO CONTRARIO, DONDE NO HAY REPROBACIÓN DE LOS MOTIVOS DE LA PERSONA QUE HACE EL DAÑO, NO HAY NINGUNA ESPECIE DE SIMPATÍA CON EL RESENTIMIENTO DE QUIEN LO SUFRE
CAPÍTULO IV. RECAPITULACIÓN DE LOS CAPÍTULOS PRECEDENTES
CAPÍTULO V. EL ANALISIS DEL SENTIDO DEL MERITO Y DEL DEMERITO
Sección II. De la justicia y la beneficencia
1. Comparación entre estas dos virtudes
2. Del sentido de la justicia, del remordimiento y de la conciencia del mérito
3. De la utilidad de esta constitución de la naturaleza
Sección III. De la influencia de la fortuna los sentimientos de las personas, con relación al mérito o demérito de las acciones
Introducción
1. De las causas de esta influencia de la fortuna
2. De la extensión de esta influencia de la fortuna
3. De la causa final de esta irregularidad de los sentimientos
TERCERA PARTE. DEL FUNDAMENTO DE NUESTROS JUICIOS RESPECTO DE NUESTROS PROPIOS SENTIMIENTOS Y CONDUCTA Y DEL SENTIDO DEL DEBER
CAPÍTULO I. DEL PRINCIPIO DE LA APROBACIÓN REPROBACIÓN DE SÍ MISMO
2. Del amor a la alabanza, y a ser loable y del pavor al reproche, y a ser reprochable
3. De la influencia y autoridad de la conciencia
CAPÍTULO IV. SOBRE LA NATURALEZA DEL ENGAÑO DE SI MISMO, Y DEL ORIGEN Y UTILIDAD DE LAS REGLAS GENERALES
5. De la influencia y autoridad de las reglas generales, que son justamente consideradas como leyes divinas
6. En qué casos el sentido del deber ha de ser el único principio de nuestra conducta y en qué casos han de concurrir también otras motivaciones
CUARTA PARTE. DE LOS EFECTOS DE LA UTILIDAD SOBRE EL SENTIMIENTO DE APROBACIÓN
CAPÍTULO I. DE LA BELLEZA QUE LA APARIENCIA DE UTILIDAD CONFIERE A TODAS LAS PRODUCCIONES ARTÍSTICAS, Y DE LA GENERALIZADA INFLUENCIA DE ESTA ESPECIE DE BELLEZA
CAPÍTULO II. DE LA BELLEZA QUE LA APARIENCIA DE UTILIDAD CONFIERE AL CARÁCTER Y A LOS ACTOS DE LOS HOMBRES; Y HASTA QUE PUNTO LA PERCEPCIÓN DE ESA BELLEZA DEBE CONSIDERARSE COMO UNO DE LOS PRINCIPIOS APROBATORIOS ORIGINALES
Parte V. DE LA INFLUENCIA DE LA COSTUMBRE Y LA MODA SOBRE LOS SENTIMIENTOS DE LA APROBACIÓN Y LA DESAPROBACIÓN MORAL
1. De la influencia de la costumbre y la moda sobre nuestras nociones de belleza y fealdad
2. De la influencia de la costumbre y la moda sobre los sentimientos morales
Parte VI. DEL CARÁCTER DE LA VIRTUD
Introducción
Sección I. Del carácter del individuo en tanto que afecta a su propia felicidad, o de La prudencia
Sección II. Del carácter del individuo, en tanto que afecta a la felicidad de otras personas
Introducción
1. Del orden en que los individuos son encomendados por la naturaleza a nuestro cuidado y atención
2. Del orden en que los grupos son encomendados por la naturaleza a nuestra beneficencia
3. De la benevolencia universal
Sección III. De la continencia
Conclusión de la sexta parte
SÉPTIMA PARTE. DE LOS SISTEMAS DE FILOSOFÍA MORAL
Sección I. De las cuestiones que deben ser examinadas en una teoría de los sentimientos morales
Sección II. De las diferentes explicaciones que han sido planteadas acerca de la naturaleza de la virtud
Introducción
1. De los sistemas según los cuales la virtud consiste en la corrección
2. De los sistemas según los cuales la virtud consiste en la prudencia
3. De los sistemas según los cuales la virtud consiste en la benevolencia
4. De los sistemas licenciosos
SECCIONE III. DE LOS DIVERSOS SISTEMAS QUE SE HAN ELABORADO RESPECTO DEL PRINCIPIO APROBATORIO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I. DE LOS SISTEMAS QUE DERIVAN EL PRINCIPIO APROBATORIO DEL AMOR A SI MISMO
CAPÍTULO II. DE LOS SISTEMAS QUE HACEN DE LA RAZÓN EL PRINCIPIO DE LA APROBACIÓN
CAPÍTULO III. DE AQUELLOS SISTEMAS QUE HACEN DEL SENTIMIENTO EL PRINCIPIO DE LA APROBACIÓN
Sección IV. De la forma en que los distintos autores han abordado las regías prácticas de la moral
 
Advertencia
Desde la primera publicación de la Teoría de los senti- fnientos morales, hace muchos años, a comienzos de 1759,

me han ocurrido muchas correcciones y bastantes

Ejemplos de las doctrinas que contiene. Sin embargo, las diversas ocupaciones en que me he visto necesariamente envuelto por los accidentes de la vida me han impedido hasta ahora revisar el libro con el cuidado y la atención que siempre había pretendido. El lector comprobará que las principales modificaciones que he realizado en esta nueva edición se hallan en el último capítulo de la sección tercera de la parte primera y en los cuatro primeros capí­ tulos de la parte tercera. La parte sexta en esta edición es completamente nueva. En la séptima parte he agrupado la mayoría de los pasajes referidos a la filosofía estoica, que en las ediciones anteriores se hallaban dispersos a lo largo de la obra. He procurado asimismo explicar más en deta­ lle y examinar con más precisión algunas de las doctrinas de esa célebre escuela. En la cuarta y última sección de la misma parte he incluido algunas observaciones adiciona­ les acerca del deber y principio de la veracidad. Asimis­ mo, en otros lugares hay otros cambios y correcciones de no mucha importancia.

En el último párrafo de la primera edición del presente libro declaré que en otro discurso procuraría exponer los principios generales del derecho y el gobierno, y las dife­ rentes revoluciones que han experimentado en las diver­ sas edades y etapas de la sociedad, no sólo en lo concer­ niente a la justicia sino también la administración, las finanzas públicas y la defensa, y todo lo demás que sea objeto del derecho. He cumplido mi compromiso parcial­ mente en la Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, en lo referido a la adminis­ tración, las finanzas y la defensa. Queda la teoría de la ju­ risprudencia, un proyecto largamente acariciado y cuya ejecución se ha visto obstruida por las mismas ocupacio­ nes que me han impedido hasta ahora la revisión del pre­ sente libro. Aunque creo que mi muy avanzada edad me hace abrigar pocas esperanzas de completar esta gran obra satisfactoriamente, no he abandonado totalmente el proyecto y deseo continuar aún bajo la obligación de ha­ cer lo que me sea posible; por ello he dejado el párrafo en esta edición tal cual fue escrito hace más de treinta años, cuando no tenía ninguna duda sobre mi capacidad de cumplir todo lo que allí se anunciaba.


 
PRIMERA PARTE. DE LA PROPIEDAD DE LA ACCIÓN

 
SECCIÓN I. DEL SENTIDO DE LA PROPIEDAD

 
CAPÍTULO I. DE LA SIMPATÍA
POR MÁS egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. De esta naturaleza es la lástima o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena, ya sea cuando la vemos o cuando se nos obliga a imaginarla de modo particularmente vivido. El que con frecuencia el dolor ajeno nos haga padecer, es un hecho demasiado obvio que no requiere comprobación; porque este sentimiento, al igual que todas las demás pasiones de la naturaleza humana, en modo alguno se limita a los virtuosos y humanos, aunque posiblemente sean éstos los que lo experimenten con la más exquisita sensibilidad. El mayor malhechor, el más endurecido transgresor de las leyes de la sociedad, no carece del todo de ese sentimiento.

Como no tenemos la experiencia inmediata de lo que otros hombres sienten, solamente nos es posible hacernos cargo del modo en que están afectados, concibiendo lo que nosotros sentiríamos en una situación semejante. Aunque sea nuestro hermano el que esté en el potro, mientras nosotros en persona la pasamos sin pena, nuestros sentidos jamás podrán instruirnos sobre lo que él sufre. Nunca nos llevan, ni pueden, más allá de nuestra propia persona, y sólo por medio de la imaginación nos es posible concebir cuáles sean sus sensaciones. Ni, tampoco, puede esta facultad auxiliarnos en ese sentido de otro modo que no sea representándonos las propias sensaciones si nos encontrásemos en su lugar. Nuestra imaginación tan sólo reproduce las impresiones de nuestros propios sentidos, no las ajenas. Por medio de la imaginación, nos ponemos en el lugar del otro, concebimos estar sufriendo los mismos tormentos, entramos, como quien dice, en su cuerpo, y, en cierta medida, nos convertimos en una misma persona, de allí nos formamos una idea de sus sensaciones, y aun sentimos algo que, si bien en menor grado, no es del todo desemejante a ellas. Su angustia incorporada así en nosotros, adoptada y hecha nuestra, comienza por fin a afectarnos, y entonces temblamos y nos estremecemos con sólo pensar en lo que está sintiendo. Porque, así como estar sufriendo un dolor o una pena cualquiera provoca la más excesiva desazón, del mismo modo concebir o imaginar que estamos en el caso, provoca en cierto grado la misma emoción, proporcionada a la vivacidad u opacidad con que lo hemos imaginado.

Que tal sea el origen de nuestra condolencia (fellow feeling), por la desventura ajena; que el ponerse imaginativamente en el lugar del paciente sea la manera en que llegamos a concebir, o bien a resultar afectados, por lo que él siente, podría demostrarse con múltiples observaciones obvias, si no fuera porque creemos que es algo de suyo suficientemente evidente. Cuando vemos que un espadazo está a punto de caer sobre la pierna o brazo de otra persona, instintivamente encogemos y retiramos nuestra pierna o brazo; y cuando se descarga el golpe, lo sentimos hasta cierto punto, y también a nosotros nos lastima. La gentuza, al contemplar al cirquero en la cuerda floja, instintivamente encoge y retuerce y balancea su propio cuerpo, a la manera que lo hace el cirquero y tal como cree que debería hacer si se encontrase en su lugar.

Las personas sensibles y de débil constitución se quejan de que, al contemplar las llagas y úlceras que exhiben los mendigos en las calles, con facilidad sienten una comezón o inquietud en los lugares correspondientes de su propio cuerpo. El horror que conciben a la vista de la miseria de esos desgraciados, afecta más que en otro lugar esas partes de su cuerpo, porque ese horror se origina al concebir lo que ellos sufrirían si realmente fuesen los infelices que contemplan y si esas partes de su cuerpo estuviesen en realidad aquejadas del mismo desdichado padecimiento. Dada su frágil naturaleza, basta la fuerza de esta concepción para que se produzca esa comezón o inquietud de que se quejan. Los hombres de la más robusta complexión advierten que, al ver ojos enfermos o irritados, con frecuencia sienten una muy perceptible irritación en los propios, que obedece a la misma razón, pues aun en los hombres más vigorosos ese órgano es más delicado que cualquier otra parte del cuerpo del hombre más endeble.

Mas no son sólo estas circunstancias, incitadoras al dolor y al sufrimiento, las que provocan nuestra condolencia. Cualquiera que sea la pasión que proceda de un objeto, en la persona primariamente inquietada, brota una emoción análoga en el pecho de todo atento espectador con sólo pensar en la situación de aquéllas. Nuestro regocijo por la salvación de los héroes que nos interesan en las tragedias o novelas, es tan sincero, como nuestra aflicción por su dolor, y nuestra condolencia por su desventura no es menos cierta que la complacencia por su felicidad. Nos aunamos en su reconocimiento hacia aquellos amigos leales que no los desampararon en sus tribulaciones; y de buena gana los acompañamos en el resentimiento contra aquellos traidores pérfidos que los agraviaron, los abandonaron o engañaron. En todas las pasiones de que el alma humana es susceptible, las emociones del espectador corresponden siempre a lo que, haciendo suyo el caso, se imagina serían los afectos del que las sufre.

La lástima y la compasión son términos que con propiedad denotan nuestra condolencia por el sufrimiento ajeno. La simpatía, si bien su acepción fue, quizá, primitivamente la misma, puede ahora, no obstante, con harta impropiedad, utilizarse para significar nuestro común interés por toda pasión cualquiera que sea.

En ocasiones, la simpatía parecerá que surge de la simple percepción de alguna emoción en otra persona. Las pasiones, en ciertos casos, parecerán trasfundidas de un hombre a otro, instantáneamente, y con prioridad a todo conocimiento de lo que las estimuló en la persona primariamente inquietada. La aflicción y el regocijo, por ejemplo, cuando se expresan manifiestamente en la apariencia y gestos de alguien, al punto afectan en cierto grado al espectador con una parecida dolorosa o agradable emoción. Un rostro risueño es, para todo el que lo ve, motivo de alegría; en tanto que un semblante triste, sólo lo es de melancolía.

Esto, no obstante, no tiene validez universal, o respecto a todas las pasiones. Hay algunas pasiones cuya expresión no excita ninguna clase de simpatía, sino que, antes de enterarnos de qué las ocasiona más bien sirven para provocar en nosotros aversión hacia ellas. La conducta violenta de un hombre encolerizado más bien propende a exasperarnos en su contra que contra sus enemigos. Pues como desconocemos los motivos que lo han provocado, nos es imposible ponernos en su caso ni concebir nada semejante a las pasiones que esos motivos excitan. Pero claramente vemos cuál es la situación de aquellos con quien está enojado, y el grado de violencia a que están expuestos de parte de tan enfurecido adversario. Propendemos, pues, a simpatizar con sus temores o resentimientos e inmediatamente estamos dispuestos a hacer causa común en contra de ese hombre de quien por lo visto esperan tanto peligro.

Si bastan las simples apariencias de la aflicción y el regocijo para inspirar en nosotros, hasta cierto punto, emociones iguales, es porque nos sugieren la idea general de alguna buena voluntad o mala ventura que ha acaecido a la persona en quien las percibimos, y tratándose de estas pasiones, esto es suficiente para que influya un poco en nosotros. Los efectos de la aflicción y del regocijo se agotan en la persona que experimenta esas emociones, cuyas manifestaciones no nos sugieren, como en el caso del resentimiento, la idea de otra persona por quien estemos ansiosos y cuyos intereses sean opuestos a los suyos. La idea general de la buena o mala ventura origina, por lo tanto, cierta ansiedad por la persona que sea objeto de ella; pero la idea general de la provocación no excita simpatía por la ira de quien ha sido provocado. Tal parece que la Naturaleza nos enseña a ser más renuentes en abrazar esta pasión y, hasta que no estemos instruidos en sus motivos, a estar dispuestos más bien a hacer causa común en su contra.

Aun nuestra simpatía con la aflicción y regocijo ajenos, antes de estar avisados de sus motivos, es siempre en extremo imperfecta. Las lamentaciones que nada expresan, salvo la angustia del paciente, más bien originan curiosidad por inquirir cuál sea su situación, junto con cierta propensión a simpatizar con él, que no una verdadera simpatía que sea bien perceptible. Lo primero que preguntamos es: ¿Qué os ha acontecido?, y hasta que obtengamos la respuesta nuestra condolencia será de poca entidad, a pesar de la inquietud que sintamos por una vaga impresión de su desventura y aún más por la tortura de las conjeturas que sobre el particular nos hagamos.

En consecuencia, la simpatía no surge tanto de contemplar a la pasión, como de la situación que mueve a ésta. En ocasiones sentimos por otro una pasión de la que él mismo parece totalmente incapaz, porque, al ponernos en su lugar, esa pasión que brota en nuestro pecho se origina en la imaginación, aun cuando en la realidad no acontezca lo mismo en el suyo. Nos sonrojamos a causa de la desfachatez y grosería de otro, aunque él no dé muestras ni siquiera de sospechar la incorrección de su conducta, porque no podemos menos que sentir la vergüenza que nos embargaría caso de habernos comportado de manera tan indigna.

De todas las calamidades a que la condición moral expone al género humano, la pérdida de la razón se presenta con mucho como la más terrible, hasta para quienes sólo poseen un mínimo de humanidad, y contemplan ese último grado de la humana desdicha con más profunda conmiseración que cualquier otro. Pero el infeliz que la padece, ríe y canta quizá, y es del todo insensible a su propia miseria. La angustia que la humanidad siente, por lo tanto, en presencia de semejante espectáculo, no puede ser el reflejo de un sentimiento del paciente. La compasión en el espectador deberá necesariamente, y del todo, surgir de la consideración de lo que él en persona sentiría viéndose reducido a la misma triste situación sí, lo que quizá sea imposible, al mismo tiempo pudiera juzgarla con su actual razón y discernimiento.

¿Qué tormentos son los de una madre cuando escucha los gemidos de su hijo que en la agonía de la enfermedad no puede expresar lo que siente? En su idea de lo que está sufriendo, añade, a la verdadera impotencia, su propia consciencia de ese desamparo, y sus propios terrores a las ignoradas consecuencias de la perturbación; y de todo esto forma, para su propio dolor, la imagen más perfecta de la desdicha y congoja. El niño, sin embargo, solamente siente la inquietud del momento, que nunca puede ser excesiva. Por lo que al futuro se refiere, está perfectamente a salvo, y en su inconsciencia y falta de previsión cuenta con un antídoto contra el temor y la ansiedad, los grandes atormentadores del pecho humano, de los que en vano la razón y la filosofía intentarán defenderlo cuando llegue a ser un hombre.

Simpatizamos hasta con los muertos, y haciendo caso omiso de lo que realmente es importante en su situación —ese temeroso porvenir que les espera—, principalmente nos afectan aquellas circunstancias que impresionan nuestros sentidos, pero que en nada pueden influir en su felicidad. Es dura condición, pensamos, el estar privado de la luz del sol; permanecer incomunicado de la vida y el trato; yacer en la fría sepultura, presa de la corrupción y de los reptiles de la tierra; ya no ocupar el pensamiento de los vivos, sino ser borrado en poco tiempo de los afectos y casi de la memoria de los más caros amigos y parientes. En verdad, así nos lo imaginamos, nunca podremos sentir lo suficiente por quienes han padecido una tan espantosa calamidad. Parece que el tributo de nuestra condolencia se les debe doblemente, ahora que están en peligro de ser olvidados por todos, y por los fútiles honores que rendimos a su memoria, procuramos, para nuestra propia desdicha, mantener despierto artificialmente nuestro melancólico recuerdo de su desventura. Que nuestra simpatía sea impotente para consolarlos, parece agravar esta calamitosa situación, y pensar que todos nuestros esfuerzos son vanos y que aquello que alivia todas las otras desdichas —el remordimiento, el amor y las lamentaciones de los amigos—, no pueden confortarlos, sólo sirve para exasperar nuestro sentido de su desgracia. Sin embargo, la felicidad de los muertos, con toda seguridad, en nada resulta afectada por estas circunstancias; ni el pensamiento de tales cosas puede perturbar la profunda tranquilidad de su reposo. La idea de esa monótona e interminable melancolía que la imaginación, naturalmente, atribuye a su condición, tiene su origen en que asociamos al cambio que les ha sobrevenido nuestra consciencia de ese cambio; en que nos colocamos en su lugar, y en que alojamos, si se me permite la ex* presión, nuestras almas vivientes en sus cuerpos inanimados, de donde concebimos lo que serían nuestras emociones estando en su caso. Es a causa de este engaño de la imaginación por lo que la previsión de nuestra muerte nos resulta tan temerosa y por lo que la sola idea de esas circunstancias, que sin duda no pueden causarnos dolor, nos hacen desdichados mientras vivimos. De esto surge uno de los más importantes principios de la naturaleza humana, el pavor a la muerte, gran veneno de la felicidad, pero gran freno de la humana injusticia, que, a la vez que aflige y mortifica al individuo, defiende y protege a la sociedad.


 
CAPÍTULO II. DEL PLACER DE LA SIMPATÍA MUTUA
MAS SEA cual fuere la causa de la simpatía, o como quiera que se provoque, nada haya que nos agrade más que advertir en el prójimo sentimientos altruistas para todas las emociones que se albergan en nuestro pecho, y nada nos subleva tanto como presenciar lo contrario. Quienes se complacen en derivar todos nuestros sentimientos de algunas sutilezas del amor propio, piensan que no se extravían cuando dan razón, según su propia doctrina, tanto de aquel placer como de este dolor. El hombre, dicen, consciente de su propia flaqueza y de la necesidad en que está respecto a la ayuda de los demás, se regocija en cuanto advierte que los otros hacen suyas sus propias pasiones, porque así se confirma en esa ayuda; pero se aflige en cuanto advierte lo contrario, porque ve afirmada su oposición. Empero, tanto el agrado como el dolor, son sentidos tan instantáneamente —y con frecuencia con motivos harto frívolos—, que parece evidente que ni el uno ni el otro pueden derivarse de ninguna dase de consideraciones egoístas de ese tipo. Un hombre se siente mortificado cuando, después de haberse esforzado por divertir a la reunión, advierte que nadie, salvo él, celebra sus bromas. Por lo contrario, la alegría de la reunión le es altamente satisfactoria, y estima esta reciprocidad de sentimientos como el más caluroso aplauso.

Tampoco parece que su placer obedezca del todo a la vivacidad con que su alegría se ve aumentada por la simpatía de los otros, ni su dolor a la desilusión que experimenta al faltarle ese placer; aunque tanto lo uno como lo otro, sin duda, cuentan en alguna medida. Cuando hemos releído un libro o poema tantas veces que ya no nos entretiene, aún puede divertirnos su lectura en compañía de otro Para éste tiene toda la gracia de lo novedoso; participamos de la sorpresa y admiración que naturalmente experimenta, pero que, por nuestra parte, somos ya incapaces de sentir. Apreciamos las ideas que van apareciendo, más bien al modo como a él se le presentan y no como nosotros las vemos, y nos divertimos por simpatía con su entretenimiento, que de esa manera alienta el nuestro. Por lo contrario, habría de incomodarnos si no le divirtiese, y ya no nos resultaría agradable la lectura. Se trata de un caso semejante. La alegría de la reunión, sin duda, aviva nuestra alegría, y sin duda, también, su silencio nos desilusiona. Mas si es cierto que esto contribuye, tanto al placer que por una parte derivamos, como al dolor que por la otra experimentamos, de ninguna manera se trata de la única causa de uno y otro; y la reciprocidad de los sentimientos ajenos con los nuestros parece ser causa de placer, y su ausencia causa de dolor, que no puede explicarse de este modo. La simpatía que mis amigos manifiestan por mi alegría, ciertamente me proporciona placer al avivar esa alegría; pero la que manifiestan por mi dolor no me podría consolar si sólo sirviese para avivarlo. Sin embargo, la simpatía aviva la alegría y alivia el dolor. Aviva la alegría dando nuevo motivo de satisfacción, y alivia el dolor insinuando al corazón la casi única sensación agradable que de momento es capaz de albergar.

Es de advertirse, en efecto, que estamos más deseosos de comunicar a nuestros amigos las pasiones desagradable, que las agradables; que de su simpatía obtenemos mayor satisfacción en el primer caso, y que en éste su ausencia nos escandaliza más que en aquél.

¿De qué modo sienten alivio los desventurados cuando han encontrado una persona a quien pueden comunicar la causa de su pena? Parece que sobre la simpatía de ésta descargan parte de sus desdichas; y no sin razón se dice que las comparte con ellos. No sólo siente una aflicción semejante a la que ellos sienten, sino que, como si hubiese absorbido una parte de la pena, lo que él experimenta parece que alivia el peso de lo qué ellos sienten Sin embargo, por el hecho de referir sus infortunios, renuevan en cierta medida su dolor. Despiertan en su memoria el recuerdo de aquellas circunstancias que motivan su aflicción. De consiguiente, sus lágrimas corren más abundantes que antes, y con facilidad se abandonan a los excesos del dolor. Mas, en todo esto, encuentran gusto, y, con toda evidencia, sienten sensible alivio, porque la dulzura de su simpatía compensa con liberalidad la amargura de ese dolor que, para provocar la simpatía, así avivaron y renovaron. Por lo contrario, el insulto más cruel con que puede ofenderse a los infortunados, es hacer poca cuenta de sus calamidades. Aparentar indiferencia ante la alegría de nuestros compañeros, no es sino falta de cortesía; pero no mostrar un semblante serio cuando nos relatan sus aflicciones, es verdadera y crasa inhumanidad.

El amor, es agradable pasión; el resentimiento, desagradable; y, en consecuencia, no estamos tan deseosos de que nuestros amigos acepten nuestras amistades como de que participen de nuestros resentimientos. Podemos perdonarles el que muestren poco interés por los favores que hemos recibido; pero nos impacientamos si permanecen indiferentes a las injurias de que hayamos sido víctimas; ni es nuestro enojo con ellos tan grande por no congratularse con nosotros, como por no simpatizar con nuestro resentimiento. Les es fácil evitar ser amigos de nuestros amigos, pero difícilmente pueden evitar ser enemigos de quienes con nosotros están distanciados. Raramente nos resentimos por su enemistad con los primeros, si bien con tal pretexto algunas veces simulamos disgusto; pero nos peleamos en serio con ellos, si viven en buena amistad con los últimos. Las pasiones agradables del amor y de la alegría son susceptibles de satisfacer y sustentan el corazón sin necesidad de un placer adicional. Las amargas y dolorosas emociones del dolor y del resentimiento requieren con más vehemencia el saludable consuelo de la simpatía.

De la misma manera que la persona a quien principalmente concierne un acontecimiento resulta agradada con nuestra simpatía y herida por falta de ella, así nosotros también, al parecer, recibimos placer cuando nos es dable simpatizar con ella y dolor en el caso contrario. Nos precipitamos no sólo a congratular al que ha triunfado, sino a condoler al afligido; y el placer que encontramos en la conversación de alguien cuyas pasiones todas son para nosotros motivo de simpatía, es algo que de sobra compensa el dolor de la pena que nos causa enterarnos de su situación. Por lo contrario, siempre resulta desagradable sentir que no podemos simpatizar con esa persona, y en lugar de recibir contento al vernos exentos del dolor que la simpatía nos procura, nos hiere caer en la cuenta de que no podemos compartir su inquietud. Cuando oímos a una persona quejarse amargamente a causa de sus desgracias, las que, sin embargo, no nos impresionan al pensarlas como si fueran nuestras, su dolor nos ofende; y, puesto que no podemos participar en él, lo calificamos de pusilanimidad y flaqueza. Por otra parte, nos produce mal humor ver en otro demasiada felicidad o, como decimos, demasiada exaltación a causa de cualquier insignificante acontecimiento venturoso. Hasta su alegría nos desplaza, y puesto que no la compartimos, la disputamos por veleidad y desatino. Hasta perdemos el humor en el caso en que una broma provoca en nuestro compañero una risa más prolongada y ruidosa de lo que a nosotros nos parece merecer; es decir, más de lo que nosotros sentimos y que podríamos celebrarla.


 
CAPÍTULO III. DEL MODO EN QUE JUZGAMOS ACERCA DE LA PROPIEDAD O IMPROPIEDAD DE LOS SENTIMIENTOS AJENOS POR SU ARMONÍA O DISONANCIA CON LOS NUESTROS
CUANDO ACONTECE que las pasiones de la persona a quien principalmente conciernen, se encuentran en armonía perfecta con las emociones de simpatía del espectador, por necesidad le parecerán a éste justas y decorosas, y adecuadas a sus objetos; y, por lo contrario, cuando poniéndose en el caso descubre que no coinciden con sus personales sentimientos, necesariamente habrán de parecerle injustas e impropias, e inadecuadas a los motivos que las mueven. Conceder nuestra aprobación a las pasiones ajenas como adecuadas a sus objetos, equivale, pues, a advertir que simpatizamos sin reservas con ellas; y el desaprobarlas por inadecuadas, es tanto como advertir que no simpatizamos del todo con ellas. Quien resienta las injurias que he recibido, y advierta que yo las resiento precisamente del mismo modo que él, necesariamente aprueba mi resentimiento. Aquel cuya simpatía palpita al unísono con mi dolor, no podrá menos que admitir la razón de mi pena. Quien admire el mismo poema o la misma pintura, y los admire exactamente como los admiro yo, deberá, ciertamente, admitir lo bien fundado de mi admiración. Quien celebra la misma broma y ríe conmigo, difícilmente podrá negar la propiedad de mi regocijo. Por lo contrario, la persona que en esas diversas ocasiones, o bien no siente una emoción igual a la que experimento, o bien su emoción no guarda proporción a la mía, no puede evitar su desaprobación hacia mis sentimientos por la disonancia con los suyos. Si mi animosidad traspasa los límites de la indignación provocada en mi amigo; si mi aflicción excede lo que es capaz su más tierna compasión; si mi admiración es, o demasiado viva, o demasiado fría para cuadrar con la suya; si río ruidosa y cordialmente cuando él apenas sonríe, o, por lo contrario, solamente sonrío cuando él ríe desbordadamente; en todos estos casos, en el momento en que deja de considerar el objeto para observar la manera en que me afecta, según haya más o menos desproporción entre sus sentimientos y los míos, incurriré en mayor o menor grado en su desaprobación, y en todos los casos son sus propios sentimientos la norma y medida con que juzga los míos.

Conceder aprobación a las opiniones ajenas, es adoptar esas opiniones, y adoptarlas es aprobarlas. Si los mismos argumentos que te convencen, también me convencen, es que necesariamente apruebo tu convicción; y si no me convencen, necesariamente es que no la apruebo; mas tampoco puedo concebir que haga lo uno sin lo otro. Por lo tanto, el aprobar o desaprobar las opiniones ajenas, es admitido por todos que significa, ni más ni menos, advertir el consentimiento o el disentimiento con las nuestras. Empero, tal es el mismo caso respecto a nuestra aprobación o desaprobación de los sentimientos o pasiones de los otros.

Hay, ciertamente, algunos casos en que tal parece que concedemos nuestra aprobación sin simpatía o sin correspondencia de sentimientos, y en los que, por consiguiente, el sentimiento aprobatorio aparece como algo diferente de la percepción de esa coincidencia. Sin embargo, una ligera reflexión nos convencerá de que, aun en estos casos, nuestra aprobación se funda, en última instancia, en una simpatía o correspondencia de esa naturaleza. Pondré un ejemplo valiéndome de cosas muy frívolas, porque en ellas los juicios de los hombres corren menos riesgo de haberse extraviado por la aplicación de sistemas erróneos. Es frecuente que aprobemos una broma y admitamos que el regocijo de la reunión queda debidamente justificado, aunque nosotros no la celebremos, ya porque, quizá, estemos de mal humor, ya por estar distraídos con otros objetos. La experiencia, sin embargo, nos ha enseñado la clase de chiste que normalmente es capaz de hacernos reír, y advertimos que éste es de ésos. Aprobamos, por lo tanto, el regocijo de la reunión y consideramos que es natural y adecuado a su objeto; porque, si bien en el momento nuestro humor no nos permite participar, sentimos que normalmente nos habríamos regocijado con los demás.

Lo mismo acontece respecto a todas las otras pasiones. Nos encontramos en la calle con un desconocido que muestra las huellas de la más profunda aflicción, e inmediatamente se nos informa que acaba de recibir la noticia de la muerte de su padre. Es imposible, en el caso, no aprobar su pena. Sin embargo, puede acontecer frecuentemente, sin defecto de humanidad por nuestra parte, que, lejos de participar en la vehemencia de su dolor, apenas percibamos los incipientes impulsos de deferencia hacia él. Tanto él como su padre, quizá, nos son totalmente desconocidos; y bien puede suceder que estemos ocupados en otras cosas y no dejemos tiempo para que en la imaginación se forme el cuadro de las diversas circunstancias dolorosas que por necesidad le ocurren. La experiencia, sin embargo, nos ha enseñado que pareja desgracia, naturalmente, provoca semejantes extremos de dolor, y sabemos que, de permitirnos reflexionar cabalmente sobre su situación, sin duda simpatizaríamos sinceramente con él. Es la consciencia que nos formamos de esta simpatía condicional sobre lo que se funda nuestra aprobación de su dolor, aun en aquellos casos en que la simpatía no llegue a ocurrir de hecho; y las reglas generales deducidas de nuestra experiencia anterior, sobre lo que normalmente correspondería en nuestros sentimientos, impone un correctivo, en ésta como en muchas otras ocasiones, a la impropiedad de nuestras emociones del momento.

El sentimiento o afecto cordial de que procede toda acción y del que toda virtud o vicio debe depender en definitiva, puede ser considerado bajo dos aspectos diversos, o en una doble relación: primero, en relación con las causas que lo provocan o el motivo que lo ocasiona, y segundo, en relación con el fin que se propone o el efecto que tiende a producir.

En la adecuación o inadecuación, en la proporción o desproporción que el afecto mantenga respecto a la causa u objeto que lo mueve, consiste la propiedad o impropiedad, el decoro o el desgarbo de la acción consiguiente.

En la naturaleza beneficiosa o dañina de los efectos que la acción persigue o tiende a producir, consiste el mérito o demérito de la acción, y las cualidades por las que es acreedora de galardón o merecedora de castigo.

En los últimos años los filósofos han considerado principalmente la finalidad de los afectos y han concedido poca atención a la relación en que están con la causa que los mueve. Sin embargo, en la vida diaria, cuando juzgamos la conducta de alguna persona y los sentimientos que la animaron, constantemente los consideramos bajo los dos aspectos. Al censurar en otro los excesos del amor, de pesadumbre, de resentimiento, no sólo tenemos en cuenta los ruinosos efectos que tienden a producir, sino la poca ocasión que los motivó. Los méritos de la persona favorecida, decimos, no son tan grandes, su desgracia no es tan terrible, la provocación de que ha sido objeto no es tan insólita, para que se justifique una tan violenta pasión. Podríamos haber accedido, decimos; quizá hasta aprobado, la vehemencia de su emoción, si la causa guardara en algún modo cierta proporción con ella.

Cuando juzgamos de esa manera cualquier afecto para saber si está en proporción o desproporción con la causa que lo estimula, apenas es posible que utilicemos otra regla o norma que no sea nuestra correspondiente afección. Si al ponernos en el caso del otro descubrimos que los sentimientos a que da ocasión coinciden y concuerdan con los nuestros, necesariamente los aprobamos como proporcionados y adecuados a sus objetos; pero, de no ser así, necesariamente los desaprobamos como extravagantes y fuera de toda proporción.

Cada facultad de un hombre es la medida por la que juzga de la misma facultad en otro. Yo juzgo de tu vista por mi vista, de tu oído por mi oído, de tu razón por mi razón, de tu resentimiento por mi resentimiento, de tu amor por mi amor. No poseo, ni puedo poseer, otra vía para juzgar acerca de ellas.


 
CAPÍTULO IV. SOBRE EL MISMO ASUNTO
NOS ES dable juzgar sobre la propiedad o impropiedad de los sentimientos ajenos por su concordancia o disonancia con los nuestros, en dos distintas ocasiones: o bien, primero, cuando consideramos los objetos que los estimulan sin particular relación con nosotros, ni con la persona de cuyos sentimientos juzgamos, o, segundo, cuando se les considera como afectando peculiarmente al uno o al otro.

Respecto a los objetos considerados sin particular relación con nosotros ni con la persona de cuyos sentimientos juzgamos; dondequiera que sus sentimientos coinciden completamente con los nuestros, le atribuimos las cualidades de buen gusto y discernimiento. La belleza de una llanura, la grandiosidad de una montaña, los adornos de un edificio, la expresión de una pintura, la composición de una disertación, la conducta de una tercera persona, las proporciones entre distintas cantidades y números, los múltiples aspectos que eternamente está exhibiendo la gran máquina del universo con los ocultos engranajes y resortes que los producen, todos los asuntos generales de que se ocupan la ciencia y el buen gusto, son las cosas que nosotros y nuestro compañero consideramos como desprovistas de peculiar relación respecto a los dos. Ambos las vemos desde el mismo punto de vista, y no hay motivo para la simpatía, ni para ese cambio de situación imaginario de donde brota, a fin de que se produzcan, respecto a esas cosas, la más perfecta armonía de sentimientos y afectos. Si, no obstante, con frecuencia acontece que nos afectan de distinto modo, ello obedece, o bien a los diversos grados de atención que nuestras diferentes costumbres en la vida nos permiten conceder con facilidad a las distintas partes de aquellos objetos complejos, o bien a los diversos grados de la natural perspicacia en la disposición mental a que esos objetos se dirigen.

Cuando los sentimientos de nuestro compañero coinciden con los nuestros en cosas de esta especie, que son obvias y fáciles, y respecto de las qué quizá jamás hayamos encontrado una sola persona que difiera de nosotros, aunque, sin duda, les concedemos nuestra aprobación, pensamos, sin embargo, que a causa de esos sentimientos no merece alabanza o admiración. Pero cuando no sólo coinciden con los nuestros, sino que los guían y orientan; cuando al formarlos demuestra haber considerado muchas cosas que habíamos pasado por alto, y logrado ajustarlos a las múltiples circunstancias de sus objetos, no sólo los aprobamos, sino que su insólita e inesperada sutileza y alcance asombra y sorprende, y nos parece que es en alto grado merecedor de admiración y aplauso. Porque la aprobación, exaltada por el asombro y la sorpresa, constituye ese sentimiento que con propiedad se llama admiración y del que el aplauso es la natural manifestación. El criterio de quien estima que la belleza exquisita es preferible a la más burda deformidad, o que admite que dos por dos son cuatro, ciertamente será aceptado por todo el mundo, pero con seguridad no provocará gran admiración. Es la sutileza y delicado discernimiento del hombre de buen gusto que distingue las nimias y difícilmente perceptibles diferencias de la belleza y la deformidad; es la comprensiva precisión del matemático experimentado, que desembrolla sin dificultad las más intrincadas y enredadas proporciones; es el egregio caudillo en la ciencia y en las artes, el hombre que orienta y dirige nuestros propios sentimientos, cuyo alcance y superior precisión de talento nos pasma con asombro y sorpresa, lo que provoca nuestra admiración, y él aparece condigno de nuestro aplauso; y sobre estos cimientos se fundan casi todos los encomios que se tributa a las llamadas virtudes intelectuales.

Podría pensarse que la utilidad de esas cualidades es lo primero que nos las recomienda, y, sin duda, tal consideración, cuando examinada, les comunica un nuevo valor. Sin embargo, primariamente le damos nuestra aprobación al criterio de otro hombre, no por útil, sino por justo, por exacto, porque se compadece con la verdad y la realidad; y es evidente que si le atribuimos esas cualidades, es porque descubrimos que concuerda con nuestro propio criterio. Del mismo modo, el buen gusto nos es primariamente acepto, no por útil, sino por justo, por delicado, y porque es adecuado a su objeto. La idea de la utilidad de todas las cualidades de esta especie es claramente una ocurrencia posterior y no lo que primero nos las recomienda a nuestra aprobación.

Respecto a los objetos que de un modo especial nos afectan o a la persona de cuyos sentimientos juzgamos, es a la vez más difícil conservar esa armonía y concordia, y al mismo tiempo, en sumo grado más importante. Normalmente, mi compañero no considera la desgracia que me ha acaecido o la injuria de que he sido víctima, desde el mismo punto de vista en que yo las considero. Me afectan mucho más de cerca. No las contemplamos desde el mismo sitio, como acontece con una pintura, un poema o un sistema filosófico, y, por lo tanto, propendemos a ser afectados por ellas de modos muy distintos. Pero es mucho más fácil que pase por alto la falta de esos sentimientos respecto a aquellos objetos tan indiferentes que no conciernen ni a mí ni a mi compañero, que respecto a lo que tanto me interesa, como la desgracia que me ha acaecido o la injuria de que he sido víctima. Aunque tú desprecies esa pintura o ese poema o hasta ese sistema filosófico que yo admiro, hay poco riesgo de que tengamos una riña por ese motivo. Razonablemente, ninguno de los dos podemos sentir gran interés por ellos. Debieran todos ser asuntos de gran indiferencia para ambos, de tal modo que, aun teniendo opiniones opuestas, nuestros afectos puedan seguir siendo casi los mismos. Pero es cosa muy distinta respecto a aquellos objetos por los que tú o yo estamos particularmente afectados. A pesar de que tus opiniones en materias especulativas, a pesar de que tus sentimientos en materia de gusto sean muy contrarios a los míos, fácilmente podré pasar por alto esa oposición, y si tengo alguna moderación, hasta me será agradable tu conversación aun sobre esos mismos temas. Pero si careces de condolencia por la desgracia que me ha acaecido, o la que tienes no guarda proporción con la magnitud de la pena que me perturba; o si no te indignan las injurias que he sufrido, o tu indignación no guarda proporción con el resentimiento que me enajena, ya no podremos conversar sobre estos asuntos. Nos volvemos intolerables el uno respecto al otro. Yo no puedo soportar tu compañía, ni tú la mía. Te turbas ante mi vehemencia y pasión y yo me irrito ante tu fría insensibilidad y falta de sentimiento.

En tales casos, para que pueda existir una correspondencia sentimental entre el espectador y la persona afectada, el espectador deberá, ante todo, procurar, hasta donde le sea posible, colocarse en la situación del otro y hacer suyas todas las más insignificantes circunstancias aflictivas de las que probablemente ocurren al paciente. Deberá adoptar en su totalidad el caso de su compañero en todos sus más minuciosos incidentes, y esforzarse por traducir lo más fielmente posible ese cambio le situación imaginario en que su simpatía se funda.

Pero, aun después de todo esto, las emociones del espectador estarán muy propensas a quedar cortas junto a la violencia de lo que experimenta el paciente. El hombre, si bien naturalmente inclinado a la simpatía, jamás logra concebir lo que a otro le acontece, con la misma viveza pasional que anima a la persona afectada. El cambio imaginario de situación en que se funda la simpatía es sólo momentáneo. El pensamiento de la propia seguridad, la idea de no ser en realidad el paciente, constantemente se hace presente, y, aunque no impide concebir una pasión en cierta manera análoga a la que experimenta el paciente, estorba el concebirlo con el mismo grado de vehemencia. La persona afectada percibe esto, pero al mismo tiempo desea apasionadamente una simpatía más completa. Anhela el alivio que sólo una entera concordancia de afectos de los espectadores y suyos puede depararle. Ver que las emociones de sus corazones palpitan al compás de la propia violenta y desagradable pasión, es lo único en que cifra su consuelo. Pero solamente puede alcanzar esto rebajando su pasión al límite, hasta donde sean capaces de llegar con él los espectadores. Debería, si se me permite la expresión, matizar la agudeza de su tono, a fin de armonizarla y concordarla con las emociones de quienes lo rodean. Lo que ellos sienten, jamás será igual a lo que él siente, y la compasión nunca puede ser idéntica a la pena primitiva, porque la secreta convicción de que el cambio de situación, que origina el sentimiento de simpatía, es imaginario, no sólo rebaja el grado, sino que, en cierta medida, varía la especie, haciéndola sensiblemente distinta. Sin embargo, es evidente que los dos sentimientos mantienen una correspondencia mutua, suficiente para conservar la armonía en la sociedad. Aunque jamás serán unísonos, pueden ser concordantes, y esto es todo lo que hace falta y se requiere.

Tero, a fin de que pueda producirse esa concordia, la naturaleza enseña a la persona afectada a asumir hasta cierto punto las circunstancias de los espectadores, del mismo modo que enseña a éstos a asumir las de aquélla. Así como los espectadores constantemente se ponen en la situación del paciente para poder concebir emociones semejantes a las de éste, así el paciente constantemente se pone en la de aquéllos para concebir cierta frialdad con que miran su suerte. Del mismo modo que ellos están en constante consideración sobre lo que sentirían si fuesen en realidad pacientes, así él procede constantemente a imaginar el modo en que resultaría afectado si fuera uno de los espectadores de su propia situación. Así como la simpatía los obliga a ver esa situación hasta cierto punto por sus ojos, así su simpatía lo obliga a considerarla, hasta cierto punto, por los de ellos, y muy particularmente estando en su presencia y obrando bajo su inspección. Y como la pasión reflejada, así concebida por él, es mucho más débil que la original, necesariamente disminuye la violencia de lo que sentía antes de estar en presencia de los espectadores, antes de que se hiciera cargo del modo en que ellos resultarían afectados y antes de que considerase su propia situación bajo esta luz cándida e imparcial.

La mente, pues, raramente está tan perturbada que la compañía de un amigo no le restituya cierto grado de tranquilidad y sosiego. El pecho, hasta cierto punto, se calma y serena en el momento en que estamos en su presencia. Inmediatamente se nos hace presente la manera en que considerará nuestra situación, y por nuestra parte comenzamos a considerarla del mismo modo, porque el efecto de la simpatía es instantáneo. Esperamos menos simpatía de un simple conocido que de un amigo. No es posible explayarnos con aquél, poniéndolo al tanto de todas aquellas pequeñas circunstancias que solamente al amigo podemos revelar; de ahí que, ante el conocido, asumimos más tranquilidad y pugnamos por fijar nuestro pensamiento en aquellos perfiles generales de nuestra situación, que él esté anuente a considerar. Aún menos simpatía esperamos de una reunión de desconocidos, y, por lo tanto, asumimos ante ella aún mayor tranquilidad y también pugnamos por rebajar nuestra pasión al nivel a que esa reunión en que estamos sea capaz de seguirnos en nuestra emoción. Y no es que se trate de una apariencia fingida, porque si realmente somos dueños de nosotros mismos, la sola presencia de un conocido nos sosegará en verdad, aún más que la presencia de un amigo, y la de una reunión de desconocidos todavía más que la de un conocido.

La sociedad y la conversación, pues, son los remedios más poderosos para restituir la tranquilidad a la mente, si en algún momento, desgraciadamente, la ha perdido; y también son la mejor salvaguardia de ese uniforme y feliz humor que tan necesario es para la satisfacción interna y la alegría. Los hombres retraídos y abstraídos que propenden a quedarse en casa empollando las penas o el resentimiento, aunque sea frecuente que estén dotados de más humanidad, más generosidad y de un sentido más pulcro del honor, sin embargo, rara vez poseen esa uniformidad de humor tan común entre los hombres de mundo.


 
CAPÍTULO V. DE LAS VIRTUDES AFABLES Y RESPETABLES
SOBRE ESTAS dos especies de esfuerzo, el del espectador por hacer suyos los sentimientos de la persona afectada y el de ésta por rebajar sus emociones al límite hasta donde sea capaz de llegar con él el espectador, se fundan dos distintos grupos de virtudes. Las tiernas, apacibles y amables virtudes, las virtudes de cándida condescendencia y de humana indulgencia, están fundadas en uno de ellos; las grandes, reverenciales y respetables, las virtudes de negación de sí mismo, de dominio propio, aquéllas que se refieren a la subyugación de las pasiones, que sujetan todos los movimientos de nuestra naturaleza a lo que piden la dignidad, el honor y el decoro de nuestra conducta, se originan en el otro.

¡Cuán amable nos parece aquél cuyo corazón, lleno de simpatía, refleja todos los sentimientos de aquellos con quien conversa, que se duele de sus calamidades, que resiente las injurias que han recibido y se alegra con motivo de la buena suerte que los alcanza! Cuando hacemos nuestra la situación de sus compañeros, participamos en la gratitud que experimentan, e imaginamos el consuelo que necesariamente reciben a causa de la tierna simpatía de un tan afectuoso amigo. Y, por lo contrario, ¡cuán desagradable se muestra aquel cuyo inflexible y obcecado corazón sólo siente para sí, pero es del todo insensible a la felicidad o desgracia ajenas! También en este caso participamos del dolor que su sola presencia acarrea a quienquiera que con él conversa, y especialmente a aquellos con quienes estamos más dispuestos a simpatizar, los desventurados y agraviados.

Por otra parte ¡qué noble decoro y donaire en la conducta de quienes, en su propio caso, logran ese recogimiento y dominio que constituyen la dignidad de toda pasión y que la rebajan al límite hasta donde los demás pueden participar en ella! Nos repugna ese dolor vociferante que, sin miramiento, hace un llamado a nuestra compasión por medio de suspiros y lágrimas y lamentos inoportunos. Pero veneramos ese pesar reservado, callado y majestuoso, que sólo se revela en la hinchazón de los ojos, en el tremor de los labios y mejillas y en la distante, pero conmovedora frialdad del comportamiento. Nos obliga a guardar igual silencio. Los observamos con respetuosa atención y vigilamos con ansiosa preocupación nuestra propia conducta, no sea que por alguna falta perturbemos esa concertada tranquilidad, que tan enorme esfuerzo requiere para mantenerse.

Y, del mismo modo, la insolencia y brutalidad de la ira, cuando damos rienda suelta a la furia, sin imponerle freno o restricción, es de todas las cosas la más detestable. Pero admiramos ese noble y generoso resentimiento que gobierna la secuencia de las más grandes injurias, no por la rabia que propenden a excitar en el pecho del agraviado, sino por la indignación que producen en el espectador imparcial; la que impide que se escape toda palabra, todo ademán excesivo para lo que ese más equitativo sentimiento dicta, y que jamás, ni aun en pensamiento, intenta mayor venganza, ni desea la inflicción de un mayor castigo de aquel cuya ejecución toda persona indiferente vería con agrado.

Y de ahí resulta que sentir mucho por los otros y poco por sí mismo, restringir los impulsos egoístas y dejarse dominar por los afectos benevolentes constituye la perfección de la humana naturaleza; y sólo así puede darse en la Humanidad esa armonía de sentimientos y pasiones en que consiste todo su donaire y decoro. Y así como amar a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos es el gran principio cristiano, así el gran precepto de la naturaleza es tan sólo amarse a sí mismo como amamos a nuestro prójimo, o, lo que es lo mismo, como nuestro prójimo es capaz de amarnos.

Del mismo modo que el buen gusto y el discernimiento, entendidos como cualidades condignas de encomio y admiración, se supone que implican delicadeza de sentimientos y perspicacia de entendimiento nada usuales, así las virtudes de sensibilidad y de dominio sobre sí mismo no se concibe que consistan en los grados normales, sino en los grados poco comunes de aquellas cualidades. La afable virtud de humanidad requiere, seguramente, una sensibilidad que con mucho sobrepase lo poseído por el grueso de la vulgaridad de los hombres. La grande y eminente virtud de la magnanimidad, sin duda exige mucho más que los grados de dominio sobre sí mismo de que es capaz el más débil de los mortales. Así como en los grados usuales de las cualidades intelectuales no hay talento, así en los grados comunes de las morales no hay virtud. La virtud es excelencia, algo excepcionalmente grande y bello, que se eleva muy por encima de lo vulgar y corriente. Las virtudes afables consisten en ese grado de sensibilidad que nos sorprende por su exquisita e insólita delicadeza y ternura; las reverenciales y respetables, en ese grado del dominio de sí mismo que pasma por su asombrosa superioridad sobre las más rebeldes pasiones de la naturaleza humana.

Hay a este respecto una diferencia considerable entre la virtud y el mero decoro; entre aquellas cualidades y acciones que son dignas de la admiración y el aplauso, y aquéllas que simplemente merecen nuestra aprobación. En muchas ocasiones, obrar con todo decoro no requiere más que el común y corriente grado de sensibilidad o dominio de sí mismo que es patrimonio hasta de los más despreciables hombres, y algunas veces ni eso es necesario. Así —para poner un ejemplo muy modesto—, comer cuando tenemos hambre, es, ciertamente, en circunstancias ordinarias, algo que es perfectamente correcto y debido, y no puede menos que ser aprobado como tal por todo el mundo. Nada, sin embargo, sería más absurdo que decir que fuera virtuoso.

Por lo contrario, es frecuente que haya un considerable grado de virtud en aquellos actos que están lejos del más perfecto decoro, porque es posible que se aproximen a la perfección más de lo que podría suponerse en circunstancias en que alcanzarla fuese en extremo difícil, y tal vez es el caso muy frecuente en ocasiones en que hace falta un muy enérgico esfuerzo de dominio propio. Hay situaciones que pesan tanto sobre la naturaleza humana, que el mayor grado de dominio propio a que puede aspirar una tan imperfecta criatura como es el hombre, no basta para acallar del todo la voz de la flaqueza humana, ni aminorar la violencia de las pasiones hasta ese tono de moderación en que el espectador imparcial pueda compartirlas. Aunque en estos casos, por lo tanto, el comportamiento del paciente no alcance el más perfecto decoro, puede de todos modos ser digno de aplauso, y hasta en cierto sentido puede reputarse virtuoso. Bien puede aún ser muestra de un esfuerzo generoso y magnánimo del que la mayoría de los hombres sean incapaces, y aun cuando no llegue a la perfección absoluta, se aproxima más a la perfección de lo que en semejantes circunstancias difíciles es común encontrar o esperar.

En estos casos, cuando ponderamos el grado de reproche o aplauso que pueda corresponder a un acto, es muy frecuente que echemos manos de dos distintas normas. La primera es la idea que nos formamos de la más cabal propiedad y perfección que, en esas difíciles situaciones, jamás ha alcanzado ni puede alcanzar la conducta humana; y al comparar con ella las acciones comunes de los hombres, aparecerán siempre reprochables e imperfectas. La segunda £s la idea que tenemos del grado de propincuidad o alejamiento de esa completa perfección, usualmente alcanzado en las acciones de la mayoría de los hombres. Todo aquello que exceda de ese grado, pese a la distancia a que pueda estar de la perfección absoluta, nos parecerá digno de aplauso, y aquello que se quede corto, digno de censura.

De esa manera es como juzgamos los productos de todas las artes que se dirigen a la imaginación. Cuando un crítico examina la obra de cualquiera de los grandes maestros de la poesía o de la pintura, algunas veces lo hace mediante la imagen que se ha formado de la perfección, al que ni esa ni ninguna otra obra humana puede llegar; y mientras la compare con ese modelo ideal, solamente descubrirá en ella faltas e imperfecciones. Pero cuando llegue a considerar el lugar que le corresponde entre las demás obras de la misma especie, por necesidad aplicará en la comparación una muy distinta norma, o sea el grado de excelencia comúnmente alcanzado en ese arte; y cuando juzga la obra por esta nueva medida, puede muy bien aparecer como merecedora del más ruidoso aplauso, toda vez que se aproxima más a la perfección que la mayoría de las demás obras que puedan ponerse en competencia con ella.


 
SECCIÓN II. DE LOS GRADOS DE LAS DISTINTAS PASIONES QUE SON COMPATIBLES CON EL DECORO

 
INTRODUCCIÓN
EL DECORO de toda pasión movida por objetos que guardan una peculiar relación con nosotros, el grado a que el espectador pueda acompañarnos, deberá descansar, evidentemente, en una cierta medianía. Si la pasión es demasiado vehemente o demasiado apocada no puede participar en ella. El dolor y el sentimiento causados por desgracias y agravios particulares, por ejemplo, fácilmente son demasiado vehementes, y así acontece para la mayoría de los hombres. Pueden también, aunque sea más raro, ser demasiado apocados. Al exceso lo llamamos flaqueza y frenesí, y al defecto, estupidez, insensibilidad y carencia de espíritu. En ninguno de los dos podemos tomar parte, pero el verlos nos asombra y confunde.

Sin embargo, esa medianía en que radica la propiedad y decencia es distinta en las distintas pasiones. En algunas es elevada, de poca altura en otras.

Hay algunas pasiones en las que resulta indecente la vehemencia de sus expresiones, aun en aquellos casos en que es aceptado que no podemos dejar de sentirlas con gran violencia; y hay otras cuyas más impetuosas manifestaciones son en más de una ocasión en extremo agraciadas, aun cuando las pasiones en sí no lleguen necesariamente a esa altura. Son las primeras, aquellas pasiones con las que, por algún motivo, hay poca o ninguna simpatía; las segundas son aquellas que, por otras causas, la inspiran grandemente. Y si nos ponemos a considerar toda la diversidad de las pasiones de la naturaleza humana, descubriremos que se las reputa decentes o indecentes, en justa proporción a la mayor o menor disposición que tenga la humanidad a simpatizar con ellas.


 
1. De las pasiones que se originan en el cuerpo
1. Es indecente manifestar un grado intenso de las pa siones que brotan de ciertas situaciones o disposiciones del cuerpo, porque no cabe esperar que la compañía, al no estar en la misma disposición, simpatice con ellas. El hambre desbocada, aunque es en numerosas ocasiones no sólo natural sino inevitable, es siempre indecente, y co mer vorazmente es universalmente considerado una muestra de mala educación. Pero existe no obstante algún grado de simpatía, incluso con el hambre. Es agradable ver a nuestros compañeros comer con buen apetito, y to das las expresiones de asco son ofensivas. La disposición del cuerpo habitual en un hombre de buena salud hace que sú estómago fácilmente marche, si se me permite una expresión tan basta, al compás de uno y no al del otro.

Podemos identificarnos con la desgracia a que da lugar el hambre excesiva cuando la leemos descrita en las crónicas de un asedio o un viaje por mar. Nos imaginamos en el lugar de las víctimas y enseguida concebimos la pesadumbre, el temor y la consternación que necesariamente ha de afectarlas. Sentimos en algún grado esas pasiones noso tros mismos, y por eso simpatizamos con ellas, pero como no nos volvemos hambrientos por leer la descrip ción no se puede decir ni siquiera en este caso que simpa tizamos adecuadamente con su hambre.

Lo mismo sucede con la pasión mediante la cual la na turaleza une a los dos sexos. Aunque es naturalmente la más frenética de las pasiones, cualquier expresión vigoro sa de la misma es siempre indecente, incluso en personas entre las cuales su libre manifestación es reconocida como perfectamente inocente por todas las leyes, tanto huma nas como divinas. Pero parece haber un cierto grado de simpatía también con esta pasión. El hablar a una mujer como se habla a un hombre es impropio: se espera que su compañía inspire a los hombres más alegría, más amabili dad y más atención; y una total insensibilidad ante el sexo bello convierte a un hombre en alguna medida en despre ciable incluso para los hombres.

Tal es nuestra aversión hacia todos los apetijos que se originan en el cuerpo: cualquier expresión vehemente de los mismos es repugnante y desagradable. Según algunos antiguos filósofos, esas son las pasiones que compartimos con las bestias, y al no tener conexión con las cualidades características de la naturaleza humana se colocan por ese motivo por debajo de su dignidad. Pero existen muchas otras pasiones que compartimos con los animales y que no por ello parecen tan brutales, como el enojo, el afecto natural e incluso la gratitud. La verdadera razón del re chazo peculiar que concebimos hacia los apetitos del cuerpo cuando los vemos en otras personas es que no po demos asumirlos. Para el individuo en cuestión que los siente, una vez saciados, el objeto que los excita deja de ser agradable: su misma presencia le resulta a menudo algo ofensivo; mira hacia otro lado sin atender a los en cantos que lo arrebataron un momento antes, y ya él pue de asumir su propia pasión tan poco como podría una tercera persona. Cuando terminamos la cena ordenamos retirar los platos, y lo mismo haríamos con los objetos de los deseos más ardientes y apasionados, si sólo fueran ob jetivos de pasiones que se originan en el cuerpo.

En el dominio sobre esos apetitos del cuerpo estriba.la virtud que es con propiedad denominada templanza. El restringirlos dentro de los límites prescritos por el cuida do de la salud y la fortuna corresponde a la prudencia.

Pero el confinarlos "dentro de las fronteras trazadas por el donaire, la corrección, la delicadeza y la modestia, es el oficio de la templanza.

2. Por idéntica razón el aullar ante el dolor físico, por más intolerable que sea, parece siempre cobarde e indeco roso. Pero se establece un alto grado de simpatía también con el dolor corporal. Como fue mencionado antes (parte

I, sec. I, cap. 1), si yo veo un golpe dirigido hacia y a pun to de ser descargado sobre la pierna o el brazo de otro,

naturalmente encojo y retiro mi propia pierna o mi pro pio brazo; y cuando el impacto se produce lo siento en al guna medida y me duele también a mí. Indudablemente, no obstante, mi dolor es sumamente suave y por eso, si él lanza un grito violento, como no puedo acompañarlo en el sentimiento, siempre lo despreciaré. Y así sucede con todas las pasiones que derivan del cuerpo: o bien no provo can simpatía alguna o bien lo hacen en un grado que re sulta totalmente desproporcionado con la violencia que es experimentada por la persona afectada. El caso es muy distinto en lo relativo a las pasiones que se originan en la imaginación. Mi cuerpo no puede verse muy afectado por las alteraciones que sobrevienen en el cuerpo de mi compañero, pero mi imaginación es más dúctil y con más facilidad asume, por así decirlo, la forma

y configuración de las imaginaciones de aquellos que me son cercanos. Un desengaño en el amor, o la ambición, dará lugar por ello a más simpatía que la mayor lesión corporal. Tales pasiones surgen totalmente de la imagina ción. La persona que ha perdido toda su fortuna, si tiene salud, no siente nada en su cuerpo. Su padecimiento brota exclusivamente de la imaginación, que le representa la pérdida de su dignidad, el abandono de sus amigos, el desprecio de sus enemigos, la dependencia, la necesidad y la miseria aproximándose velozmente; y simpatizamos con ella más intensamente por esa razón, porque nuestras imaginaciones pueden más fácilmente amoldarse a la suya, que lo que podrían nuestros cuerpos amoldarse al suyo.

La pérdida de una pierna puede generalmente ser con siderada una calamidad más real que la pérdida de una amante. Pero cualquier tragedia cuyo desenlace catastró fico girara en torno a una pérdida como la primera sería algo ridículo. Y muchas y excelentes tragedias han sido compuestas sobre la base de una desgracia como la segun da, por más frivola que nos parezca.

Nada se olvida tan pronto como el dolor. En el mo mento en que se va se acaba toda la agonía, y el pensar en él no nos causa perturbación alguna. Nosotros mismos no podemos adoptar la ansiedad y la angustia que sentía mos antes. Un comentario descuidado de un amigo dará lugar a una inquietud mucho más duradera. La agonía a que da lugar no terminará con las palabras pronunciadas.

Lo que primero nos perturba no es un objeto de los sen tidos sino una idea de la imaginación. Y como lo que cau sa nuestra desazón es una idea, entonces hasta que el tiempo y otros accidentes no la hayan en alguna medida borrado de nuestra memoria la imaginación continuará irritada y enconada pensando en ella.

El dolor no convoca ninguna simpatía muy animada salvo que venga acompañado de peligro. Simpatizamos con el temor, aunque no lo hagamos con la agonía del pa ciente. El temor es una pasión derivada totalmente de la imaginación, que representa, con una incertidumbre y una fluctuación que incrementan nuestra ansiedad, no lo que en realidad sentimos sino lo que posiblemente pode mos padecer en el futuro. La gota o el dolor de muelas, aunque extraordinariámente dolorosos, suscitan muy poca simpatía; las enfermedades más peligrosas, aunque las acompañe un dolor muy pequeño, provocan la máxi ma simpatía.

Hay personas que se desmayan o descomponen cuan do ven una operación quirúrgica, y el dolor corporal oca sionado por el desgarro de la carne humana parece pro vocarles la mayor simpatía. Concebimos de manera mucho más nítida y clara el dolor que procede de una causa externa que el que se manifiesta por un desorden interno. Apenas puedo hacerme una idea de los padeci mientos de mi vecino a causa de la gota o una piedra en el riñón; pero tendría una noción clara de su sufrimiento en el caso de una incisión, una herida o una fractura. La cau sa principal por la cual tales objetos dan lugar a efectos tan violentos en nosotros es su novedad. Si alguien ha*"* sido testigo de una docena de disecciones y otras tantas amputaciones, observa finalmente todas las operaciones de este tipo con gran indiferencia y a menudo con total insensibilidad. Aunque hemos leído o visto representadas más de quinientas tragedias, rara vez experimentaremos un abatimiento tan cabal de nuestra sensibilidad con rela ción a los objetos que nos representan.

En algunas tragedias griegas aparecen intentos de pro vocar compasión mediante la representación de las ago nías del dolor físico. Filoctetes grita y pierde el conoci miento por lo extremo de sus tormentos. Hipólito y

Hércules aparecen expirando ante durísimas torturas, que al parecer ni siquiera la fortaleza de Hércules podía so portar. Pero en todos estos casos lo que nos interesa no es

el dolor sino alguna otra particularidad. N o es el pie lasti- ” mado de Filoctetes lo que nos conmueve sino su soledad: eso es lo que se difunde a lo largo de esa encantadora his toria, esa aventura romántica tan grata a la imaginación. Las agonías de Hércules e Hipólito son interesantes sólo porque prevemos que su consecuencia será la muerte. Si esos héroes se recuperasen consideraríamos que la repre sentación de sus padecimientos es totalmente ridicula. ¡Qué clase de tragedia sería aquella en la que el sufrimien to consistiera en un cólico! Y sin embargo el dolor que causa es extremo. Estos intentos de promover la compa sión mediante la representación del dolor físico pueden ser considerados como los mayores quebrantamientos del decoro que el teatro griego ha dejado como ejemplo. La magra simpatía que experimentamos ante el dolor físico es el fundamento de la propiedad de la constancia y la paciencia para sobrellevarlo. La persona que sometida a los más atroces suplicios no deja asomar ninguna flaque za, no exhala ni un gemido, no se entrega a ninguna pa sión que no podamos asumir por entero, convoca nuestra máxima admiración. Su entereza le permite ajustarse a nuestra indiferencia e insensibilidad. Admiramos y asu mimos completamente el esfuerzo magnánimo que reali za con ese objetivo. Aprobamos su proceder y a partir de nuestra experiencia con la fragilidad normal de la natura leza humana estamos sorprendidos y maravillados de cómo ha sido capaz de actuar de forma de merecer apro bación. Ya ha sido observado (parte I, sec. I, cap. 4) que la aprobación combinada con y animada por el asombro y la sorpresa constituye el sentimiento que con propiedad es denominado admiración, cuya expresión natural es el aplauso.


 
2. De las pasiones que se originan en una inclinación o hábito particular de la imaginación
Incluso las pasiones derivadas de la imaginación, las que brotan de una propensión o hábito particular que ha adquirido, aunque puedan ser reconocidas como algo perfectamente natural, promueven sin embargo una esca­ sa simpatía. Las imaginaciones de las personas, al no ha­ ber adquirido esa inclinación concreta, no pueden asu­ mirlas; y tales pasiones, aunque puede admitirse que son inevitables en algún momento de la vida, resultan siempre ridiculas en alguna medida. Tal es el caso de la fuerte atracción que surge naturalmente entre dos personas de distinto sexo que durante lago tiempo han fijado sus atenciones recíprocas la una en la otra. Como nuestra imaginación no ha fluido por el mismo canal que la del amante, no podemos incorporar la vehemencia de sus emociones. Si un amigo ha sufrido un agravio, nos identi­ ficamos rápidamente con su resentimiento y nos enfada­ mos con la misma persona con la que se ha enojado él. Si ha obtenido un beneficio, estamos prestos a adoptar su gratitud y tenemos una alta apreciación de los méritos de su benefactor. Pero si está enamorado, aunque podamos pensar que su pasión es tan razonable como cualquiera del mismo tipo, jamás concebimos que podemos abrigar una pasión de la misma clase y hacia la misma persona para la cual la abriga él. La pasión le parece a todo el mundo desproporcionada con relación al valor del obje­ to, salvo al hombre que la siente; y el amor, aunque es ex­ cusado en una determinada edad, porque sabemos que es natural, es en todo caso motivo de risa, porque no pode­ mos asumirlo. Cualquier expresión grave e intensa del mismo le parecerá ridicula a una tercera persona; y aun­ que un enamorado pueda ser una buena compañía para su amante, no lo es para nadie más. El mismo es consciente de esto y mientras conserve sobrios sus sentidos procura tratar a su propia pasión con ligereza y sentido del hu­ mor. Sólo en tales condiciones aceptaremos oír algo acer­ ca de ella, porque son las únicas bajo las cuales nosotros estamos dispuestos a hablar sobre la misma. Nos aburre el amor serio, pedante y de largos discursos de Cowley y

Petrarca, que nunca dejan de exagerar la violencia de sus relaciones; pero la alegría de Ovidio y la galantería de

Horacio son siempre agradables.

Pero aunque no sentimos con propiedad simpatía por una relación de ese tipo, aunque nunca nos aproximamos ni siquiera en la imaginación a concebir una pasión por esa persona en concreto, sin embargo, como hemos con­ cebido o estamos dispuestos a concebir pasiones del mis­ mo carácter, asumimos prestos las grandes esperanzas de felicidad que se propone derivar de su complacencia, así como la profunda zozobra que se teme ocasione su frus­ tración. Nos interesa no en tanto que pasión sino en tan­ to que situación que da lugar a otras pasiones que sí nos interesan; la esperanza, el temor y la angustia de cualquier suerte: igual que en la descripción de un viaje por mar, no es el hambre lo que nos interesa sino la desdicha que el hambre causa. Aunque no adoptamos con propiedad la relación del enamorado, acompañamos de buen grado las expectativas de romántica felicidad que él deriva de la misma. Sentimos lo natural que resulta para la mente en una situación determinada, relajada por la indolencia y fatigada por la vehemencia del deseo, el, anhelar la sereni­ dad y la quietud y el confiar en encontrarlas en dar gusto a la pasión que la consume, y el hacerse a la idea de esá vida de tranquilidad y retiro pastoril que el elegante, tier­ no y apasionado Tibulo se complace tanto en describir; una vida como la que los poetas retratan en las Islas Afor­ tunadas, una vida de amistad, libertad y reposo; sin traba­ jo, sin preocupaciones y sin las turbulentas pasiones que los acompañan. Estas escenas nos interesan más cuando son descritas como esperanza de disfrutes que cuando lo son como realidad de los mismos. La grosería de la pa­ sión que aparece mezclada con el amor, y que quizás sea su fundamento,, se esfuma cuando su satisfacción se halla a gran distancia, pero transforma la escena en ofensiva si es descrita como lo que es inmediatamente poseído. Es por ello que la pasión feliz nos interesa menos que el te­ mor y la melancolía. Nos estremecemos por lo que pueda frustrar esas esperanzas tan naturales y agradables y asu­ mimos así la ansiedad, preocupación y pesar del enamo­ rado. N o es tanto el amor de Castalio y Monimia lo que nos cautiva en The Orphan sino el infortunio que ese amor genera. Si un autor presenta a una pareja de enamo­ rados que se expresan su cariño recíproco en un contexto de total seguridad sería objeto de mofa, no de simpatía. Si una escena como esa resulta admitida en una tragedia siempre parece en alguna medida algo impropio, y es to­ lerado no merced a la simpatía con la pasión que allí se manifiesta sino debido a la inquietud por los peligros y sinsabores con los que el público prevé que su satisfac­ ción vendrá probablemente acompañada.

Las reservas que las leyes de la sociedad imponen sobre el bello sexo con respecto a esta debilidad la tornan en él aún más acongojante y por ello aún más interesante. Nos encanta el amor de Fedra, relatado en la tragedia francesa del mismo nombre, a pesar de la extravagancia y los re­ mordimientos que lo acompañan. Puede incluso decirse que en alguna medida esa extravagancia y esos remordi­ mientos son precisamente lo que nos atrae. Su miedo, su vergüenza, su sentimiento de culpa, su horror, su deses­ peración, se vuelven por ello más naturales e interesantes.

Todas las pasiones secundarias, si se me permite llamarlas así, que surgen de la situación amorosa, se transforman necesariamente en más vehementes y violentas; y es sólo con estas pasiones derivadas con las que se puede afirmar con propiedad que simpatizamos.

De todas las pasiones que son tan extravagantemente desproporcionadas con respecto al valor de sus objetos, el amor es la única que parece, incluso a las mentes más dé­ biles, tener algo en ella que es grato o aceptable. Ante todo no es en sí misma naturalmente odiosa, aunque pue­ da ser ridicula; y aunque sus consecuencias suelen ser fa­ tales y temibles, sus intenciones rara vez son malévolas.

Asimismo, aunque hay poca corrección en la pasión mis­ ma, la hay en abundancia en algunas otras que invaria­ blemente la acompañan. Existe en el amor una mezcla vigorosa de humanitarismo, generosidad, afecto, amistad, estima, que son pasiones con las que por razones que se­ rán explicadas después tenemos la mayor propensión a simpatizar, aunque seamos conscientes de que en alguna medida son excesivas. La simpatía que nos suscitan hace menos inaceptable la pasión que acompañan y la reivindi­ can en nuestra imaginación a despecho de todos los vicios que normalmente lleva consigo; aunque en un sexo necesanamente conduce a la ruina y la infamia, y en el otro, aunque es considerada menos desastrosa, provoca casi siempre una incapacidad para el trabajo, un descuido de las obligaciones, un desprecio por la fama e incluso por la reputación ordinaria. A pesar de todo ello, el grado de sensibilidad y liberalidad que se supone la acompañan la vuelven a ojos de muchos objeto de vanidad, y les gusta pretender que son capaces de sentir lo que no los honra­ ría si de verdad lo sintieran.

Por una razón análoga es necesaria una cierta reserva cuando hablamos de nuestros amigos, nuestros estudios y nuestras profesiones. Todos ellos son objetos que no cabe esperar que interesen a la gente que nos rodea en el mis­ mo grado en que nos interesan a nosotros. Y es la falta de esta reserva lo que hace que una mitad del género huma­ no no sea buena compañía para la otra mitad. Un filósofo sólo puede acompañar a otro filósofo; el miembro de un club, a su reducido círculo de amistades.


 
3. De las pasiones antisociales
Existe otro conjunto de pasiones que, aunque derivan de la imaginación, antes de que podamos asumirlas o con­ siderarlas airosas o decorosas deben en todo caso ser mo­ deradas hasta un límite muy inferior a aquel donde las colocaría la naturaleza irrestricta. Son el odio y la ani­ madversión, con todas sus diferentes variantes. Nuestra simpatía con respecto a estas pasiones se divide entre la persona que las siente y la persona que es objetivo de las mismas. Los intereses de ambas son directamente opues­ tos. Lo que nuestra simpatía con la persona que las siente nos impulsa a desear, nuestra conmiseración hacia la otra nos hace temer. Como se trata de dos seres humanos, nos preocupan ambos, y nuestro temor por lo que uno pueda sufrir amortigua nuestro enfado por lo que el otro ha su­ frido. En consecuencia, nuestra simpatía con la persona que fue provocada no llega por necesidad a la pasión que naturalmente ella anima, y no sólo por las causas genera­ les que hacen que todas las pasiones simpatizadas sean in­ feriores a las originales sino además por la causa que es peculiar a estas pasiones: nuestra identificación opuesta con la otra persona. Por ello, antes de que el rencor pueda resultar gallardo y grato debe ser más moderado y más reducido por debajo del límite que naturalmente alcanza­ ría casi ninguna otra pasión.

Los seres humanos, al mismo tiempo, tienen un fuerte sentido de los daños hechos a otros. En una tragedia o una novela el villano es objetivo de nuestra indignación tanto como el héroe lo es de nuestra simpatía y afecto.

Detestamos a Yago tanto como estimamos a Otelo y disfrutamos tanto con el castigo del primero como nos afligimos con la desdicha del segundo. Pero aunque las personas sientan una condolencia tan intensa ante los perjuicios soportados por otra, no siempre los resienten más a medida que el interesado los resiente más. En la mayoría de los casos, cuanto mayor sea la paciencia de éste, su mansedumbre, su humanitarismo, siempre que no parezca flaqueza de ánimo o que el temor es el motivo de su entereza, mayor será el enojo de los demás contra la persona que le ha causado el ultraje. La afabilidad de su carácter exaspera en los demás su sentido de la atrocidad del mal sufrido.

Esas pasiones, por otro lado, son consideradas compo­ nentes necesarias de la naturaleza humana. Un hombre apocado que toma asiento, inmóvil, y se somete a insultos sin intentar rechazarlos o responderlos se convierte en despreciable. N o podemos admitir su indiferencia e in­ sensibilidad: calificamos su conducta de ruin y en reali­ dad estamos tan encolerizados con ella como con la inso­ lencia de su adversario. Incluso el populacho arde de ira al contemplar a un hombre que se somete pacientemente a las afrentas y malos tratos. Desean ver esa insolencia re­ sentida y resentida por la persona que la padece. Lo con­ minan furiosos para que se defienda o responda. Si final­ mente emerge su indignación, aplauden entusiastas y sim­

patizan con ella: alienta su propio enojo contra su enemi­

go, y disfrutan al ver que lo ataca y quedan tan a gusto

con su venganza, salvo que sea inmoderada, como si hu­

biesen sufrido el agravio ellos mismos.

Pero aunque haya que reconocer la utilidad de esas pa­

siones para el individuo, al hacer que sea peligroso insul­

tarlo o causarle algún daño; y aunque su utilidad para el público, en tanto que guardianas de la justicia y de la

equidad de su administración, no es menos considera­

ble, como será demostrado más adelante (parte II, sec. II, cap. 3); hay en todo caso algo repelente en las propias pa­ siones, que hace que su aparición en los demás sea objeto natural de nuestra aversión. La expresión de enojo contra alguien que está presente, si excede la mera intimación para que seamos conscientes de su maltrato, es considera­ da no sólo como un agravio para esa persona en particu­ lar sino como una descortesía hacia todos los demás. El respeto hacia ellos debería refrenarnos e impedir que de­ mos rienda suelta a una emoción tan turbulenta y ofensi­ va. Los que son aceptables son los efectos remotos de es­ tas pasiones; los inmediatos son un agravio para la persona contra la que se dirigen. Pero lo que hace que los objetos sean agradables o no para la imaginación son sus efectos inmediatos, no los remotos. Una prisión es cierta­ mente algo más útil para el público que un palacio, y la persona que funda la primera está generalmente guiada por un espíritu de patriotismo mucho más recto que el de quien construye el segundo. Pero las consecuencias inme­ diatas de una cárcel, el confinamiento de los infelices que allí se alojan, son desagradables; y la imaginación o bien no se toma el tiempo de investigar las consecuencias re­ motas o las contempla a una distancia demasiado grande como para ser muy afectada por ellas. De ahí que una pri­ sión sea en cualquier caso un objeto desapacible, y lo será tanto más cuanto más ajustada resulte a su propósito. Un palacio, por el contrario, será siempre agradable, y sin embargo sus efectos remotos pueden a menudo ser in­ convenientes para el público. Puede servir para promover el lujo y como un ejemplo que estropee los modales. Pero sus efectos inmediatos, la conveniencia, el placer y la ale­ gría de las gentes que lo habitan, al ser todos gratos, y al sugerir a la imaginación mil ideas agradables, esa facultad tiende generalmente a permanecer en ellos y rara vez pro­ cede a inspeccionar sus consecuencias más distantes. Los trofeos con forma de instrumentos musicales o agrícolas, imitados en pinturas o en estuco, constituyen un bonito adorno en nuestros salones o comedores. Un trofeo simi­ lar, pero compuesto a partir de útiles de cirugía, de bistu­ ríes para diseccionar o amputar, de sierras para cortar huesos, de instrumentos de trepanación, etc., sería algo absurdo y chocante. Y sin embargo los instrumentos de cirugía tienen siempre una terminación más fina y gene­ ralmente están mejor adaptados para sus propósitos que los instrumentos agrícolas. Sus efectos remotos, por aña­ didura, son agradables: la salud del paciente. Pero como su consecuencia inmediata es el dolor y el sufrimiento, el verlos siempre nos disgusta. Los instrumentos de la gue­ rra son aceptables, aunque sus efectos inmediatos sean de la misma manera el dolor y el padecimiento, pero se trata del dolor y el sufrimiento de nuestros enemigos, con los que no tenemos simpatía alguna. En lo que a nosotros respecta, los conectamos de inmediato con las nociones placenteras del coraje, la victoria y el honor. Se supone que ellos son, por tanto, una de las partes más nobles del vestido y su imitación uno de los adornos más bellos de la arquitectura. Lo mismo ocurre con las cualidades de la mente. Los antiguos estoicos pensaban que como el mun­ do estaba gobernado por la imperiosa providencia de un

Dios sabio, poderoso y bueno, cada acontecimiento sin guiar debía ser considerado como una parte necesaria del plan del universo, que tendía a promover el orden y feli­

cidad general del conjunto: que los vicios y locuras de la especie humana, por tanto, constituían una parte tan ne­ cesaria de este plan como su sabiduría y su virtud; y mer­ ced a aquel arte eterno que extrae el bien del mal tenderán igualmente en favor de la prosperidad y perfección del gran sistema de la naturaleza. Pero ninguna teoría de este tipo, por más profundamente enraizada que esté en la mente, puede disminuir nuestro natural aborrecimiento del vicio, cuyos efectos inmediatos son tan destructivos y cuyas consecuencias remotas se hallan demasiado lejos como para ser rastreadas por la imaginación.

El caso es el mismo con las pasiones que acabamos de considerar. Sus efectos inmediatos son tan inaceptables que incluso cuando han sido con justicia provocadas hay de todos modos algo en ellas que nos disgusta. Estas son, por tanto, las únicas pasiones cuyas expresiones, como apunté con anterioridad, no nos disponen ni preparan para simpatizar con ellas antes de que nos hayamos infor­ mado de la causa que las promueve. La voz' quejumbrosa de la miseria, si es oída a distancia, no nos permitirá ser indiferentes acerca de la persona de la cual proviene. Tan pronto impacte sobre nuestros oídos nos hace interesar­ nos en sus avatares y, si continúa, nos fuerza casi invo­ luntariamente a acudir en su ayuda. El ver un rostro son­ riente, de igual modo, eleva incluso al meditabundo hasta el talante alegre y vivaz que lo dispone a simpatizar con y a compartir el gozo que expresa; y siente que su corazón, que antes estaba abatido y deprimido con reflexiones y preocupaciones, instantáneamente se expande y alboroza.

Lo opuesto sucede con las expresiones de odio y resenti­ miento. La ronca, borrascosa y discordante voz de la ira, si es oída a distancia, nos inspira temor o aversión. No acudimos hacia ella como lo hacemos hacia quien grita de dolor y agonía. Las mujeres y los hombres de nervios flojos tiemblan y los vence el miedo, aunque son cons­ cientes de que no son ellos mismos los objetivos del eno­ jo; pero conciben el temor poniéndose en el lugar de la persona que sí lo es. Incluso quienes tienen corazones más intrépidos quedan turbados, no lo suficiente como para que sientan miedo pero sí para que se enfaden, pues­ to que el enojo es la pasión que sentirían si estuviesen en el lugar de la otra persona. Otro tanto ocurre con el odio.

La simple expresión del rencor no lo inspira contra nadie salvo contra el hombre que lo manifiesta. Estas dos pasio­ nes son por naturaleza, objeto de nuestra aversión. Su aparición desagradable y ruidosa nunca promueve ni pre­ para nuestra simpatía, y a menudo la perturba. La aflic­ ción no nos vincula y atrae hacia la persona en quien la observamos tanto como aquéllas, mientras ignoremos sus causas, nos repugnan y apartan de la misma. Parece haber sido la intención de la naturaleza que esas emociones más rudas y escasamente amables, que apartan a las personas unas de otras, fueran de comunicación menos fácil y me­ nos frecuente.

Cuando la música imita las modulaciones de la tristeza o la jovialidad, o bien nos inspira de hecho esas pasiones o al menos nos proporciona el humor que nos dispone a concebirlas. Cuando imita las notas de la ira, nos inspira temor. La alegría, la pena, el amor, la admiración, la de­ voción, son todas ellas pasiones naturalmente musicales.

Sus tonos naturales son suaves, claros y melodiosos; y na­ turalmente se expresan en períodos que se distinguen por pausas regulares y por ello son fácilmente adaptables a los giros regulares y los aires correspondientes de una can­ ción. La voz de la ira, por el contrario, y de todas las pa­ siones que le son cercanas, es dura y discordante. Sus pe­ ríodos son también irregulares, a veces prolongados, a veces muy breves, y no se distinguen por pausas regula­res. Es por eso difícil que la música imite a alguna de esas pasiones; y la que lo hace no es la más agradable. N o sería inapropiado organizar todo un festejo sobre la base de la imitación de las pasiones sociales y apacibles. Extraña se­ ría la fiesta que consistiese tan sólo en imitaciones del odio y el resentimiento.

Si tales pasiones son repelentes para el espectador, no lo son menos para la persona que las experimenta. El odio y la ira son el mayor veneno para la felicidad de una mente buena. En el sentimiento mismo de esas pasiones hay algo bronco, irritante y repulsivo, algo que rompe y perturba el ánimo, y es completamente devastador para esa compostura y serenidad de espíritu que es tan necesa­ ria para la felicidad, y que es mejor promovida por las pa­ siones opuestas, por la gratitud y. el amor. N o es el valor de lo que pierden por la perfidia e ingratitud de quienes les rodean lo que más lamentan los desprendidos y huma­ nitarios. Lo que sea que hayan perdido, generalmente po­ drán vivir felices sin tenerlo. Lo que los desasosiega más es la idea de la perfidia y la ingratitud ejercidas contra ellos, y las pasiones agresivas y desagradable? que ellas promueven constituyen a su juicio la parte sustancial del daño que conllevan.

¿Cuántas cosas son indispensables para que el saciar el enfado sea completamente aceptable y para que el espec­ tador simpatice cabalmente con nuestra venganza? Ante todo, la provocación debe ser tal que nos volveríamos despreciables y dignos de perpetuos insultos si no res­ pondiésemos en alguna medida. Las ofensas pequeñas siempre es mejor pasarlas por alto; nada hay más vil que ese humor opositor y quisquilloso que se enciende ante la más mínima causa de conflicto. Debemos resentimos más por un sentido de la corrección del enojo, un sentido de que la gente lo espera de nosotros y nos lo exige, que porque sintamos en nosotros mismos las furias de esa pa­sión repelente. N o hay otra pasión de la que sea capaz la mente humana sobre cuya justicia debamos ser tan rece­ losos, sobre cuyo ejercicio debamos consultar tan cuida­ dosamente nuestro sentido natural de la corrección, o considerar tan diligentemente cuáles serían los sentimien­ tos del espectador desinteresado e imparcial. La magnani­ midad, o la consideración al mantenimiento de nuestra posición y dignidad en la sociedad, es el único motivo que puede ennoblecer las manifestaciones de esa desagra­ dable pasión. Tal motivo debe.caracterizar el conjunto de nuestro estilo y proceder. Éstos deben ser llanos, abiertos y directos; decididos sin obstinación y elevados sin inso­ lencia; no sólo sin petulancia ni burda grosería, sino gene­ rosos, francos y llenos de consideración, incluso hacia la persona que nos ha ofendido. Todos nuestros modales, en resumen, y sin pretender aparentarlo laboriosamente, deben indicar que la pasión no ha extinguido nuestra compasión; y que si cedemos a los dictados de la vengan­ za, lo hacemos con desgana, por necesidad y como conse­ cuencia de provocaciones copiosas y reiteradas. Cuando el encono está protegido y matizado de esta manera, pue­ de admitirse que incluso es generoso y noble.


 
CAPÍTULO IV. DE LAS PASIONES SOCIALES
ASÍ COMO una simpatía unilateral es lo que hace, en la mayoría de las ocasiones, que todo el repertorio de pasiones que acaban de mencionarse sean poco agraciadas y desagradables, así hay otro repertorio opuesto, para el que una simpatía compartida hace que por lo general sean particularmente agradables y propias. La generosidad, la humanidad, la benevolencia, la compasión, la mutua amistad y el aprecio, todos los sentimientos sociales y benévolos, cuando se manifiestan en el semblante o comportamiento, hasta hacia aquellos con quienes no tenemos relaciones especiales, casi siempre agradan al espectador indiferente. Su simpatía por la persona que experimenta esas pasiones coincide exactamente con su cuidado por la persona objeto de ellas. El interés que como hombre debe tener por la felicidad de esta última, aviva su simpatía con los sentimientos de la otra persona cuyas emociones se ocupan del mismo objeto. Tenemos siempre, por lo tanto, la más fuerte inclinación a simpatizar con los afectos benévolos. Por todos motivos se nos presentan como agradables. Compartimos la satisfacción, tanto de la persona que los experimenta como de la persona que es objeto de ellos. Porque, así como ser objeto del odio e indignación procura más dolor que todos los males que de sus enemigos pueda temer un hombre denodado; así hay una satisfacción en saberse amado, lo cual, para una persona de delicada sensibilidad, es de mayor importancia para la felicidad que todas las ventajas que pudiera esperar de ello. ¿Hay, acaso, carácter más detestable que el de quien se goza en sembrar la discordia entre los amigos, y convertir su más tierno amor en odio mortal? Y sin embargo, ¿en qué consiste la atrocidad de tan aborrecible agravio? ¿Acaso en haberlos privado de los frívolos buenos oficios, que, de haber continuado su amistad, podían esperar el uno del otro? Consiste en privarlos de la amistad misma, en haberles robado su mutuo afecto de donde ambos obtenían tanta satisfacción; consiste en perturbar la armonía de sus corazones, y en haber puesto fin a ese feliz comercio que hasta entonces subsistía entre ellos. Ese afecto, esa armonía, ese comercio, son percibidos no solamente por los sensibles y delicados, sino aun por los hombres más groseros y vulgares, como algo de más importancia para la felicidad que todos los pequeños servicios que pueden esperarse de ellos.

El sentimiento del amor es en sí agradable a la persona que lo experimenta. Alivia y sosiega el pecho, bien parece que favorece los movimientos vitales y estimula la saludable condición de la constitución humana; y hácese aún más delicioso con la conciencia de la gratitud y satisfacción que necesariamente debe provocar en quien es objeto de él. Su mutuo miramiento los hace felices el uno en el otro, y la simpatía, con ese mutuo miramiento, los hace agradables a todas las demás personas.


 
5. De las pasiones egoístas
Además de esos dos conjuntos opuestos de pasiones, sociales y antisociales, hay otro que se sitúa en una posi­ ción intermedia; nunca resulta tan grato como es en oca­ siones el primer conjunto, y tampoco es tan abominable como a veces lo es el segundo. El pesar y el gozo, cuando son concebidos a partir de nuestra propia fortuna par­ ticular mala o buena, constituyen ese tercer grupo de pa­ siones. Incluso cuando son excesivos, nunca resultan tan repelentes como el rencor excesivo, porque no puede ha­ ber nunca una simpatía opuesta que nos interese en contra de ellos; y cuando se ajustan perfectamente a sus objeti­ vos, nunca resultan tan placenteros como el humanitaris­ mo imparcial y la justa benevolencia, porque nunca pue­ de haber una simpatía doble que nos interese en su favor.

Existe asimismo una diferencia entre el pesar y el gozo: estamos generalmente más dispuestos a simpatizar con pequeñas alegrías y grandes pesadumbres. La persona que gracias a un súbito golpe de suerte pasa de pronto a un nivel de vida muy superior al que tenía antes puede estar segura de que las felicitaciones de sus mejores amigos no son todas ellas completamente sinceras. Un advenedizo, aunque tenga todos los méritos, es por regla general al­ guien desagradable, y un sentimiento de envidia normal­ mente nos impide simpatizar cordialmente con su regoci­ jo. Si tiene una mínima inteligencia es consciente de ello, y en vez de parecer engreído con su buena fortuna, pro­ cura en todo lo posible sofocar su alborozo y encubrir la exaltación que sus nuevas circunstancias naturalmente le inspiran. Mantiene la misma sencillez en su vestimenta y la misma modestia en su conducta que correspondían a su posición anterior. Redobla sus atenciones hacia sus viejos amigos y se esfuerza más que nunca por ser humilde, dili­ gente y complaciente. Y tal es el comportamiento que en su situación aprobamos más, porque parece que espera­ mos que él tenga más simpatía con nuestra envidia y aver­ sión hacia su felicidad, que la que nosotros tenemos con su alegría. A pesar de todo, es raro que tenga éxito. Sos­ pecharemos de la sinceridad de su humildad y a él le mo­ lestará esta restricción. Al poco tiempo, entonces, aban­ donará a todos sus antiguos amigos, salvo quizá algunos de los más indignos que condescenderán en transformar­ se en dependientes de él, y no siempre adquirirá amigos nuevos; el orgullo de sus nuevas relaciones se verá tan afrentado al comprobar que es un igual como el de sus re­ laciones previas lo fue al comprobar que era un superior, y se necesita una modestia sumamente obstinada y perse­ verante para reparar esta humillación en ambos casos. En

general tenderá pronto a volverse fastidioso y se encoleri­

zará ante el hosco y receloso orgullo de los primeros y el

desdén insolente de los segundos, tratará a aquéllos con indiferencia y a éstos con arrogancia, y finalmente perde­

rá la estima de todos. Si la parte principal de la felicidad humana estriba en la conciencia de ser querido, como yo creo que ocurre en realidad, esos cambios abruptos de fortuna rara vez contribuyen mucho a la felicidad. Estará más contento quien progresa gradualmente hacia la gran­ deza, a quien el público destina a cada etapa de su promo­ ción mucho antes de que la alcance, y en quien, por eso mismo, cuando ello se produce no puede provocar un re­ gocijo extravagante y que no puede razonablemente ani­ mar ni el celo de aquellos que alcanza ni la envidia de quienes deja atrás.

Los seres humanos simpatizan más fácilmente con las pequeñas alegrías que fluyen de causas menos impor­ tantes. Es decente ser humilde en el medio de una gran prosperidad, pero no podemos expresar demasiada satis­ facción con todos los insignificantes sucesos de la vida cotidiana, con las personas con quienes estuvimos la no­ che anterior, con las diversiones que disfrutamos, con lo que se dijo e hizo, con todos los pequeños incidentes de la conversación presente y todas las frívolas minucias que llenan el vacío de la vida humana. Nada es más grato que el buen humor habitual, que se funda siempre en una ape­ tencia peculiar por los pequeños placeres que proporcio­ nan los acontecimientos normales. Estamos prestos a identificarnos con él: nos inspira el mismo contento y hace que cada fruslería revista para nosotros el mismo as­ pecto agradable con el cual se presenta ante la persona dotada de esta feliz disposición. Por eso la juventud, la edad festiva, atrae tan fácilmente nuestros afectos. Esa propensión a la alegría que parece animar hasta las flores y centellea desde los ojos de la juventud y la belleza, aun­ que sea en una persona del mismo sexo, impulsa incluso a los ancianos hacia un humor más jubiloso de lo común.

Olvidan por un momento sus enfermedades y se entregan a las gratas ideas y emociones que durante tanto tiempo les han sido extrañas pero que, cuando la presencia de tanta felicidad hace que las evoquen en sus corazones, ocupan su lugar allí, como viejas conocidas que lamentan haber perdido y por esa razón abrazan más entusiasta­ mente tras esa prolongada separación.

El caso de la aflicción es bastante diferente. Las peque­ ñas molestias no promueven simpatía alguna, pero un profundo pesar la anima en alto grado. El hombre que se inquieta ante cualquier incidente incómodo, que se ofen­ de si el cocinero o el mayordomo incumplen la fracción más irrelevante de sus tareas, que graba cada defecto en el más conspicuo ceremonial de la urbanidad, sea que le afecte a él mismo o a cualquier otra persona, que toma a mal el que un amigo íntimo no le diga buenos días cuan­ do lo ve por la mañana o que su hermano silbe una tona­ da cuando él está contando algo, a quien saca de sus casi­ llas el mal tiempo cuando está en el campo, o el estado de las carreteras cuando va de viaje, o la falta de compañía y el tedio de todas las diversiones públicas cuando está en la ciudad; un hombre así, aunque pueda tener sus razones, rara vez se topará con mucha simpatía. La alegría es una emoción placentera y con gusto nos entregamos a ella en cualquier ocasión. Por ello, simpatizamos fácilmente con la misma en otras personas, siempre que no padezcamos el prejuicio de la envidia. Pero la aflicción es penosa y la mente, incluso cuando se trata de nuestro propio infortu­ nio, naturalmente la resiste y rechaza. Procuramos o bien no concebirla en absoluto o bien desprendemos de ella lo antes posible. Nuestra aversión a la tristeza no nos impe­ dirá en todos los casos, por supuesto, concebirla con res­ pecto a nosotros mismos ante motivaciones baladíes, pero constantemente nos impide simpatizar con ella en el caso de otras personas, cuando emerge a partir de causas aná­ logamente frívolas: ello es así porque nuestras pasiones simpatizadoras son siempre menos irresistibles que las originales. Asimismo, hay en los seres humanos una mali­ cia que no sólo bloquea la simpatía ante pequeñas moles­ tias sino que las vuelve incluso divertidas. De ahí el delei­ te que experimentamos cuando todos participamos en una broma, ante el moderado vejamen que observamos cuando un compañero es importunado, acosado y ridicu­ lizado desde todos los frentes. Las personas con una edu­ cación normal disimulan la incomodidad que les provoca cualquier pequeño incidente'; las que están más cabalmen­ te integradas en la sociedad convierten por su propia cuenta todos esos incidentes en bromas, tal y como saben que harán sus compañeros. La costumbre que las perso­ nas de mundo adquieren de considerar cómo cada cosa que les afecta aparecerá a los ojos de otros hace que todas estas frívolas calamidades les resulten tan ridiculas como ciertamente les resultarán a los demás.

Por el contrario, nuestra simpatía con la desdicha pro­ funda es muy intensa y muy sincera. N o es necesario abun­ dar en ejemplos. Lloramos incluso ante la representación imaginaria de una tragedia. Por tanto, si sufre usted una calamidad especial, si por una desgracia extraordinaria cae usted en la pobreza, la enfermedad, la deshonra y el des­ engaño, aunque todo pueda haber sido en parte su propia culpa, a pesar de ello puede usted en general confiar en la más sincera simpatía de todos sus amigos y, en la medida en que el interés y el honor lo permitan, también en su ayuda más afectuosa. Pero si su infortunio no es de una categoría tan tremenda, si apenas ha sufrido su ambición una minúscula contrariedad, si lo único que ha ocurrido es que su amante le ha dado calabazas, o si es usted un gurrumino, ya puede usted contar con que todos sus co­ nocidos le tomarán el pelo.


 
Sección III. De los efectos de la prosperidad y la adversidad sobre el juicio de las personas con respecto a la corrección de la conducta y de por qué es más sencillo obtener su aprobación en un caso que en el otro



 
1. Que aunque nuestra simpatía con la tristeza generalmente una sensación más intensa que nuestra simpatía con la alegría, normalmente resulta sumamente inferior a la violencia de lo que es naturalmente experimentado por la persona principalmente afectada
Nuestra simpatía con la aflicción ha sido más analizada que nuestra simpatía con el gozo, aunque no es más real.

La palabra simpatía, en su sentido más propio y original, denota la compañía de sentimientos con el padecer, y no con el placer, de los demás. Un filósofo sutil e ingenioso, recientemente fallecido Qoseph Butler), creyó necesario demostrar mediante argumentos que tenemos una simpa­ tía auténtica con el júbilo, y que la congratulación es un principio de la naturaleza humana. Creo que a nadie se le ocurrió nunca que era necesario probar que la compasión loes.

Ante todo, en algún sentido es más universal nuestra simpatía con el dolor que con el regocijo. Aunque la pe­ sadumbre sea desmedida podemos incluso mantener al­ guna conmiseración hacia ella. Es cierto que no sentimos esa simpatía completa, esa armonía y correspondencia dé sentimientos perfecta que constituye la aprobación. N o lloramos, ni clamamos, ni nos lamentamos con el pacien­te. Somos, por el contrario, conscientes de su flaqueza y de la extravagancia de su pasión, y sin embargo solemos experimentar una inquietud sensible por su situación.

Pero si no aceptamos por entero y acompañamos el júbi­ lo de otro, no tenemos ninguna consideración o simpatía hacia él. El hombre que brinca y baila con una alegría exagerada y sin sentido con la que no podemos identifi­ carnos, es blanco de nuestro desdén e indignación.

Asimismo, el dolor, de la mente o del cuerpo, es una sensación más punzante que el placer, y nuestra simpatía con el dolor, aunque no llegue ni de lejos a lo que natu­ ralmente sufre el paciente, es generalmente una percep­ ción más clara e intensa que nuestra simpatía con el pla­ cer, aunque esta última se aproxima más, como demostraré después, al vigor natural de la pasión original.

Además de todo lo anterior, frecuentemente nos esfor­ zamos por moderar nuestra simpatía con la desgracia aje­ na. Siempre que no estemos bajo la observación del afligi­ do, intentamos, por la cuenta que nos trae, suprimirla en todo lo que podemos, aunque no siempre lo logramos.

Nuestra oposición hacia ella, y la renuencia con que la asumimos, necesariamente nos obliga a prestarle una atención particular. Pero jamás tenemos la oportunidad de plantear esta misma oposición contra nuestra simpatía hacia el alborozo. Si tenemos algo de envidia, no experi­ mentamos ni la más mínima propensión hacia ella; si no la tenemos, entonces cedemos ante ella sin rechazo algu­ no. Al contrario, como invariablemente nos avergüenza nuestra propia envidia, a menudo fingimos y a veces real­ mente deseamos simpatizar con el júbilo ajeno, cuando esa inadmisible emoción nos impide hacerlo. Decimos que estamos satisfechos por la buena suerte del prójimo, pero quizá en el fondo de nuestro corazón en realidad lo lamentamos. Muchas veces sentimos una simpatía con la aflicción cuando en realidad deseamos librarnos de ella; y solemos perder una simpatía con la felicidad cuando nos gustaría poder asumirla. La conclusión obvia que parece caer naturalmente por su propio peso, entonces, es que nuestra propensión a simpatizar con la tristeza debe ser muy fuerte y nuestra inclinación a simpatizar con la ale­ gría debe ser muy débil.

A pesar de esté prejuicio, sin embargo, me arriesgaré a afirmar que cuando no hay envidia, nuestra propensión a simpatizar con el gozo es más intensa que nuestra pro­ pensión a simpatizar con la aflicción; y que nuestra sim­ patía hacia la emoción grata se aproxima mucho más al vigor de la que es naturalmente sentida por las personas principalmente interesadas que la simpatía que concebi­ mos hacia la ingrata.

Tenemos alguna indulgencia hacia el pesar excesivo que no podemos acompañar cabalmente. Sabemos el es­ fuerzo prodigioso que se requiere antes de que el paciente pueda moderar sus emociones hasta su completa armonía y concordia con las del espectador. Por tanto, aunque no pueda hacerlo, lo perdonamos de buena gana. N o tene­ mos, empero, ninguna indulgencia de ese cariz hacia la jovialidad desmedida; porque no somos en absoluto conscientes de que se necesite un esfuerzo tan abrumador para amortiguarla hasta el nivel que podamos incorporar por completo. La persona que en medio de las mayores calamidades puede controlar su dolor parece digna de la máxima admiración; pero quien, en la plenitud de la pros­ peridad, puede de igual manera dominar su júbilo, no pa­ rece merecer alabanza alguna. Observamos que se abré un intervalo mucho más amplio en un caso que en el otro entre lo que naturalmente siente la persona principalmen­ te afectada y lo que espectador puede admitir.

¿Qué puede añadirse a la felicidad de una persona que goza de buena salud, no afronta deudas y tiene la concien­ cia tranquila? Para alguien en su situación todas las adicio­nes a su fortuna puede decirse que son superfluas, y si está fascinado por ellas debe tratarse del efecto de la veleidad más frívola. Pero tal situación bien puede calificarse como el estado natural y ordinario de los seres humanos. A pe­ sar de la miseria y depravación del mundo actual, con jus­ ticia lamentadas, tal es realmente el contexto de la mayor parte de las personas. La mayoría de los hombres, por tan­ to, no deben tropezar con muchas dificultades para en­ cumbrarse hasta toda la alegría que cualquier añadido a tal situación pueda promover en sus compañeros.

Pero aunque puede agregarse poco a ese estado, se pue­ de quitar mucho de él. Aunque entre esa condición y la marca más alta de la prosperidad humana hay una brecha insignificante, entre ella y la sima más profunda de la mi­ seria se abre una distancia inmensa y extraordinaria. Por eso la adversidad necesariamente deprime el ánimo del paciente mucho más por debajo de su estado natural que lo que la prosperidad lo eleva por encima de él. En conse­ cuencia, para el espectador será mucho más difícil simpa­ tizar completa y puntualmente con su aflicción que asu­ mir cabalmente su júbilo, y deberá alejarse mucho más de su estado de ánimo natural y normal en un caso que en el otro. Esta es la razón por la cual, aunque nuestra simpatía con el pesar es a menudo una sensación más punzante que nuestra simpatía con el gozo, siempre se queda muy lejos de la violencia de lo que es naturalmente sentido por la persona principalmente afectada.

Simpatizar con la alegría es grato y siempre que la envi­ dia no se interponga nuestro corazón estará satisfecho al abandonarse a los mayores raptos de ese delicioso sen­ timiento. Pero es penoso adoptar la aflicción y siempre somos reacios a hacerlo2. Cuando asistimos a la repre­

Se me ha objetado (David Hume) que como baso el sentimiento de aprobación, que siempre es agradable, en la simpatía, es incompatible sentación de una tragedia, luchamos contra esa pena simpatizadora que el espectáculo nos inspira todo lo que podemos, y al final cedemos ante ella sólo porque no po­ demos ya evitarlo: e incluso entonces procuramos encu­ brir nuestra inquietud ante los demás. Si hemos derrama­ do unas lágrimas las ocultamos cuidadosamente, y tememos que los espectadores, al no aceptar esa ternura excesiva, la consideren molicie y flaqueza. El miserable cuyos infortunios invocan nuestra compasión percibe con qué repugnancia vamos a asumir su contratiempo y por ello nos plantea su aflicción con temor y hesitación: llega incluso a ahogar la mitad de ella y siente, por esa dureza de ánimo de los seres humanos, vergüenza de promulgar sin freno la plenitud de su aflicción. Lo opuesto sucede con el hombre que se alborota por el gozo y el éxito.

Siempre que la envidia no nos interese en su contra, espe­ ra nuestra total simpatía. Por eso no teme anunciarse con gritos exultantes, con plena confianza en que estamos de corazón dispuestos a acompañarlo.

¿Por qué nos da más vergüenza llorar frente a los de­ más que reír? Solemos tener tantas oportunidades para hacer lo uno como lo otro, pero siempre pensamos que los espectadores probablemente nos acompañarán en la emoción agradable y no en la dolorosa. Siempre es mise­ rable el quejarse, incluso cuando nos oprimen las calami­ dades más temibles. Pero el júbilo en el triunfo no siem-

con mi sistema el admitir ninguna simpatía desagradable. Respondo que en el sentimiento de aprobación hay dos aspectos a observar: el-pri- mero es la pasión simpatizadora del espectador, y el segundo es la emo­ ción que surge cuando comprueba la coincidencia cabal entre esta pa­ sión simpatizadora en sí mismo y la pasión original de la persona principalmente afectada. Esta última emoción, que es el sentimiento de aprobación propiamente dicho, es siempre grata y deliciosa. La otra puede ser agradable o desagradable de acuerdo con la naturaleza de la pasión original, cuyas facetas debe siempre, en alguna medida, retener.

pre es deslucido. En verdad, la prudencia nos advierte rei­ teradamente para que manejemos nuestra prosperidad con moderación, porque la prudencia aconseja evitar la envidia que tal triunfo, más que ninguna otra cosa, es sus­ ceptible de animar.

¡Qué vigorosas son las aclamaciones del populacho, que nunca siente envidia de sus superiores, ante un triun­ fo o un festejo público! ¡Y qué circunspecto y moderado es normalmente su sentimiento ante una ejecución!

Nuestro pesar en un funeral no pasa por regla general de una seriedad artificial, pero nuestra dicha en un bautizo o una boda es siempre genuina, sin afectación alguna. En todas las ocasiones gozosas como ésas nuestra satisfac­ ción, aunque no sea tan prolongada, suele ser tan intensa como la de las personas principalmente interesadas.

Cuando felicitamos cordialmente a nuestros amigos, lo que para desgracia de la naturaleza humana hacemos rara vez, su alegría se transforma literalmente en la nuestra: por un momento estamos tan contentos como lo están ellos, nuestro corazón se hincha y desborda de auténtico placer, el regocijo y la complacencia relampaguean en nuestros ojos y animan cada faceta de nuestro semblante y cada ademán de nuestro cuerpo.

Por otro lado, cuando consolamos a nuestros amigos por sus aflicciones ¡qué poco sentimos en comparación a lo que sienten ellos! N os sentamos a su lado, los miramos y mientras nos relatan los detalles de su infortunio les es­ cuchamos con seriedad y atención. Pero cuando su narra­ ción es a cada instante interrumpida por esos brotes natu­ rales de pasión que a menudo parecen casi asfixiarlos ¡qué lejos están las lánguidas emociones de nuestros corazones de ajustarse a los raptos de las suyas! Podemos ser cons­ cientes al mismo tiempo de que su pasión es natural y no mayor que la que nosotros mismos experimentaríamos en un contexto análogo. Puede que incluso nos reprochemos en nuestro fuero íntimo a causa de nuestra falta de sensi­ bilidad y quizás por ello nos desplacemos hacia una sim­ patía artificial que además cuando emerge es invariable­ mente la más ligera y transitoria que imaginarse pueda, y generalmente, cuando tan pronto abandonamos la habita­ ción, se esfuma y desaparece para siempre. Pareciera que la naturaleza, cuando nos cargó con nuestros propios pe­ sares, consideró que eran ya suficientes, y por tanto no nos ordenó que incorporásemos una cuota adicional de los dolores ajenos más allá de lo necesario para impulsar­ nos a aliviarlos.

Es por esta apagada sensibilidad hacia las aflicciones de los demás que la magnanimidad ante una gran desdicha siempre parece ostentar una divina elegancia. La persona que puede conservar su buen humor en el medio de una serie de dificultades frívolas es gentil y apacible. Pero quien puede soportar con el mismo talante las calamida­ des más espantosas parece ser más que mortal. Somos conscientes del colosal esfuerzo requerido para silenciar las violentas emociones que naturalmente agitan y per­ turban a quien se halla en esa situación. N os maravilla que alguien pueda controlarse de forma tan completa. Su entereza, al mismo tiempo, coincide perfectamente con nuestra insensibilidad. N o nos pide nada a cambio de ese grado de sensibilidad tan exquisito que observamos y que nos mortifica comprobar que nosotros no poseemos.

Existe la más cabal correspondencia entre sus sentimien­ tos y los nuestros, y por tal razón una absoluta propiedad en su comportamiento. Es también una corrección que, a partir de nuestra experiencia con la debilidad habitual de la naturaleza humana, no cabe razonablemente esperar que se mantenga. N os maravillamos con sorpresa y estu­ pefacción ante ese vigor de carácter que es capaz de un esfuerzo tan noble y generoso. El sentimiento de total simpatía y aprobación, combinado y acrecentado con el asombro y la sorpresa, constituye lo que con propiedad es denominado admiración, como ya ha sido destacado en más de una oportunidad. Catón, rodeado de enemigos por todos lados, es incapaz de rechazarlos, desdeña el so­ meterse a ellos y se ve reducido, por las orgullosas máxi­ mas de su tiempo, a la necesidad de matarse; pero nunca se retira de sus desventuras, nunca suplica con la voz la­ mentable de la desgracia esas miserables lágrimas simpati­ zadoras que siempre somos tan remisos a proporcionar; al contrario, se arma con la fuerza viril y un momento antes de ejecutar su fatal resolución con su habitual tran­ quilidad imparte las instrucciones necesarias para la segu­ ridad de sus amigos. Todo ello le parece a Séneca, ese gran predicador de la insensibilidad, un espectáculo que los mismos dioses pudieron contemplar con placer y ad­ miración.

’Cada vez que encontramos en la vida cotidiana algún ejemplo de tan heroica magnanimidad, quedamos siem­ pre sumamente afectados. Podemos lamentarnos más y derramar más lágrimas por los que de esa forma no dan señales de sentir nada para sí mismos que por los que dan rienda suelta a todas las flaquezas de la aflicción, y en ese caso particular la pesadumbre simpatizadora del especta­ dor trasciende la pasión original de la persona principal­ mente interesada. Todos los amigos de Sócrates lloraron cuando bebió su última poción, pero él mismo manifestó el sosiego más jovial y alegre. En tales ocasiones el espec­ tador no realiza ningún esfuerzo, ni puede hacerlo, para controlar su pesar simpatizador. No teme que lo vaya a arrebatar hacia nada que sea extravagante e impropio; más bien está satisfecho por la sensibilidad de su corazón, y cede ante ella con complacencia y aprobación. Con gus­ to incorpora las visiones más melancólicas que natural­ mente se le ocurren con respecto a las calamidades de su amigo, por quien quizá no sintió jamás de forma tan pro­ funda la tierna y lacrimosa pasión del amor. Pero con el individuo principalmente interesado ocurre lo contrario.

Se ve obligado en todo lo posible a apartar su mirada de todo lo que en su situación sea naturalmente terrible o desagradable. Teme que una atención demasiado concen­ trada en tales circunstancias pueda ejercer sobre él una impresión tan violenta que no sea capaz de continuar dentro de los límites de la moderación ni de ser el objeti­ vo de la total identificación y aprobación de los especta­ dores. Fija sus pensamientos, por tanto, en las cosas agra­ dables solamente, en el aplauso y la admiración que está a punto de merecer por la heroica magnanimidad de su conducta. El sentir que es capaz de un esfuerzo tan noble y generoso, el sentir que en una situación tan tremenda puede aún actuar como desea actuar lo anima y embelesa de júbilo, y le permite llevar esa triunfante jovialidad que parece exultar en la victoria que así cosecha contra sus desdichas.

En cambio, el que se hunde en la pena y el desaliento por cualquier calamidad que sufra siempre parece en al­ guna medida vil y despreciable. N o podemos llegar a sen­ tir por él lo que él siente por sí mismo y que quizá sentiríamos por nosotros si estuviésemos en su lugar; por tanto, lo despreciamos, acaso injustamente, si puede con­ siderarse injusto un sentimiento al que estamos irresisti­ blemente sentenciados por la naturaleza. La flaqueza de la aflicción nunca resulta en ningún aspecto admisible sal­ vo cuando surge merced a lo que sentimos por otros más que por nosotros mismos. Un hijo, ante la muerte de un padre indulgente y respetable, puede entregarse a ella sin mucha culpa. Su pena se basa fundamentalmente en una suerte de simpatía con su pariente perdido, y con facili­ dad asumimos esta tierna emoción. Pero si exhibiera la misma flaqueza con motivo de cualquier revés que lo afectara sólo a él, ya no contaría más con esa indulgencia.

Si se ve reducido a la mendicidad y la ruina, expuesto a los peligros más espantosos, incluso arrastrado a la ejecu­ ción pública, y en tal caso derramara una sola lágrima so­ bre el patíbulo, caería en desgracia para siempre en opi­ nión de la fracción gallarda y generosa de la humanidad.

Su compasión hacia él sería muy intensa y sincera, pero como en todo caso no llegaría a esa flaqueza excesiva no perdonarían al hombre que se expone así a los ojos del mundo. Su proceder los afectaría más con vergüenza que con pena, y el deshonor que él habría volcado sobre sí mismo les parecería la circunstancia más deplorable de su infortunio. ¡Cómo cayó en desgracia la memoria del in­ trépido duque de Biron, que tantas veces había desafiado valerosamente a la muerte en el campo de batalla, cuando lloró en el patíbulo al comprobar lo bajo que había caído y al evocar el favor y la gloria que su propia imprudencia tan infelizmente había enajenado!


 
2. Del origen de la ambición y de la distinción entre rangos
Como los seres humanos están dispuestos a simpatizar más completamente con nuestra dicha que con nuestro pesar, hacemos ostentación de nuestra riqueza y oculta­ mos nuestra pobreza. Nada es más humillante que vernos forzados a exponer nuestra miseria a los ojos del público, y sentir que aunque nuestra situación es visible para todo el mundo, nadie se hace una idea ni de la mitad de lo que sufrimos. En realidad, es fundamentalmente en conside­ ración a esos sentimientos de los demás que perseguimos la riqueza y eludimos la pobreza. Porque ¿qué objetivo tienen los afanes y agitaciones de este mundo? ¿Cuál es el fin de la avaricia y la ambición, de la persecución de ri­ quezas, de poder, de preeminencia? ¿Es porque han de satisfacerse las necesidades naturales? El salario del más modesto trabajador alcanzaría. Su retribución le permite conseguir alimento y vestido, el bienestar de una casa y una familia. Si examinamos con rigor su economía com­ probaremos que gasta una parte apreciable de sus ingre­ sos en comodidades que cabría calificar de superfluas, y que en contextos extraordinarios incluso asigna una frac­ ción a la vanidad y la distinción. ¿Cuál es, pues, la causa de nuestra aversión a su posición y por qué aquellos edu­ cados en los órdenes más elevados de la vida consideran algo peor que la muerte el ser reducidos a vivir, incluso sin trabajar, en sus mismas sencillas condiciones, el dor­ mir bajo un techo igualmente humilde y el vestir el mis­ mo modesto atuendo? ¿Es que imaginan que su estómago es más sano o su sueño más profundo en un palacio que en una cabaña? Se ha observado a menudo que lo contra­ rio es cierto, y en realidad es tan obvio que aunque no haya sido observado no hay nadie que lo ignore. Y en­ tonces ¿de dónde emerge esa emulación que fluye por to­ dos los rangos personales y qué ventajas pretendemos a través de ese gran objetivo de la vida humana que deno­ minamos el mejorar nuestra propia condición? Todos los beneficios que podemos plantearnos derivar de él son el ser observados, atendidos, considerados con simpatía, complacencia y aprobación. Lo que nos interesa es la va­ nidad, no el sosiego o el placer. Pero la vanidad siempre se funda en la creencia de que somos objeto de atención y aprobación. El hombre rico se congratula de sus riquezas porque siente que ellas naturalmente le atraen la atención del mundo y que los demás están dispuestos a acompa­ ñarlo en todas esas emociones agradables que las ventajas de su situación le inspiran con tanta facilidad. Al pensar­ lo, su corazón se hincha y dilata en su pecho, y aprecia más sus riquezas por tal razón que por todas las demás ventajas que le procuran. El hombre pobre, por el contra­ rio, está avergonzado de su pobreza. Siente que o bien lo excluye de la atención de la gente, o bien, si le prestan al­ guna atención, tienen escasa conmiseración ante la mise­ ria y el infortunio que padece. En ambos casos resulta humillado, porque si bien el ser pasado por alto y el ser desaprobado son cosas completamente diferentes, como la oscuridad nos cierra el paso a la luz del honor y la aprobación, el percibir que nadie repara en nosotros ne­ cesariamente frustra la esperanza más grata y abate el de­ seo más ardiente de la naturaleza humana. El pobre va y viene desatendido, y cuando está en el medio de una mu­ chedumbre se halla en la misma oscuridad que cuando se encierra en su propio cuchitril. Las modestas inquietudes y penosos miramientos que ocupan a quienes están en su situación no representan entretenimiento alguno para los alegres y disipados. Apartan sus ojos de él o, si lo extre­ mo de su desgracia los fuerza a mirarlo, sólo es para re­ chazar de entre ellos un objeto tan desagradable. Los afortunados y orgullosos se asombran ante la insolencia de la ruindad humana, que osa exhibirse ante ellos y pre­ tende perturbar la serenidad de su felicidad con el asque­ roso aspecto de su miseria. En cambio, todo el mundo observa al hombre de rango y distinción. Todos anhelan contemplarlo y concebir, al menos mediante la simpatía, ese regocijo y exultación que sus circunstancias natural­ mente le inspiran. Su conducta es objeto de público es­ crutinio. Ni una palabra, ni un gesto suyo pasa completa­ mente desapercibido. En una poblada reunión es él quien concentra las miradas de todos; sus pasiones parecen ex­ pectantes atendiéndolo, para recibir el ímpetu y la orien­ tación que les imprimirá; y si su comportamiento no es absurdo tiene a cada momento una oportunidad para in­ teresar a los demás y para convertirse en el objetivo de observación y simpatía de todos los que le rodean. Esto es lo que, a pesar de las limitaciones que impone, a pesar de la pérdida de libertad que entraña, convierte a la gran­ deza en objeto de envidia, y compensa, en opinión de los seres humanos, todo el esfuerzo, la angustia y las humi­ llaciones que deben superarse en su búsqueda; y también, lo que es aún de mayor importancia, todo el ocio, el so­ siego y la despreocupación que se pierden para siempre con su adquisición.

Cuando pensamos en la vida de los personajes eminen­ tes, con esos engañosos colores con que la imaginación propende a pintarla, parece ser casi la idea abstracta de un estado perfecto y feliz. Es el mismo estado que en todas nuestras fantasías y ociosas ensoñaciones hemos diseñado para nosotros mismos como el objetivo último de todas nuestras aspiraciones. Sentimos por ello una simpatía pe­ culiar hacia la satisfacción de aquellos que lo han logrado.

Aplaudimos todos sus gustos y compartimos todos sus deseos. ¡Qué lástima —pensamos— si alguna cosa pudie­ se estropear y arruinar un marco tan placentero! Pode­ mos incluso ansiar que fuesen inmortales y nos parece ri­ guroso que la muerte deba a la postre poner término a un disfrute tan cabal. N os parece cruel que la naturaleza los empuje desde sus exaltadas posiciones hasta ese hogar hu­ milde aunque hospitalario que ha previsto para todos sus hijos. ¡Vida eterna al gran Rey! Tal el saludo que, en el estilo oriental de la adulación, estaríamos prestos a pro­ nunciar si la experiencia no nos advirtiese sobre fo absur­ do que resulta. Cada calamidad que les sobreviene, cada injuria que sufren, excita en el corazón del espectador diez veces más compasión y resentimiento que los que habría sentido si las mismas cosas les hubiesen acaecido a otras personas. Sólo las desdichas de los reyes proporcio­ nan argumentos apropiados para las tragedias. Se aseme­ jan en este sentido a las desventuras de los enamorados.

Esas dos situaciones son la clave de nuestro interés por el teatro, porque a pesar de todo lo que la razón y la expe­ riencia enseñan en sentido contrario, los prejuicios de la imaginación adjudican a esos dos estados una felicidad superior a la de cualquier otro. Alterar o suprimir un gozo tan perfecto parece el más atroz de los males. El traidor que conspira contra la vida de su monarca es considerado un monstruo peor que cualquier otro asesino. Toda la sangre inocente derramada en las guerras civiles provocó menos indignación que la muerte de Carlos I. Una perso­ na desconocedora de la naturaleza humana, que observase la indiferencia de los hombres ante la miseria de sus in­ feriores, y la tristeza e indignación que sienten ante las adversidades y sufrimientos de sus superiores, podría imaginarse que el dolor debe atormentar más y las con­ vulsiones de la muerte deben ser más terribles en las per­ sonas de alto rango que en las de condición modesta.

Sobre esta disposición humana a acompañar todas las pasiones de los ricos y los poderosos se funda la distin­ ción entre rangos y la jerarquía de la sociedad. Nuestra obsecuencia ante los superiores deriva más a menudo de nuestra admiración por las ventajas de su situación que de ninguna expectativa particular de obtener beneficios por su buena voluntad. Sólo pueden facilitar beneficios a un puñado de personas, pero sus fortunas interesan virtual­ mente a todos. Estamos prestos a echarles una mano para completar un modelo de felicidad que se aproxima tanto a la perfección, y deseamos servirlos por lo que ellos son, sin otra recompensa que la vanidad o el honor de que nos estén agradecidos. Nuestra deferencia hacia sus inclina­ ciones tampoco se basa principal ni exclusivamente en la utilidad de tal sumisión y en el orden social que ella pro­ mueve mejor. Incluso cuando el orden social requiere que nos opongamos a ellos, lo hacemos con mucha dificultad.

La doctrina de la razón y la filosofía es que los reyes son servidores del pueblo, a ser obedecidos, resistidos, de­ puestos o sancionados según demanda la conveniencia pública; pero no es la doctrina de la naturaleza. La natu­

raleza nos instruye para que nos sometamos a su volun­

tad, temblemos y nos postremos ante su eminencia, con­

sideramos su sonrisa como retribución suficiente para

compensar cualquier servicio, y temamos su descontento, aunque ningún otro mal se derive de él, como la humilla­ ción más severa. El tratarlos en algún sentido como seres de carne y hueso, el argumentar y discutir con ellos en condiciones normales, requiere tanto denuedo que hay muy pocas personas cuya magnanimidad les permita ha­ cerlo, salvo que cuenten además con la ayuda de la fami­ liaridad o el conocimiento personal. Los impulsos más enérgicos, las pasiones más violentas, el miedo, el odio y el encono, apenas son suficientes para compensar esta disposición natural a respetarlos: y su comportamiento debe haber excitado, justa o injustamente, todas esas pa­ siones en el máximo grado antes de que el grueso de la opinión pública pueda llegar a oponerse a ellos con vio­ lencia, o a desear verlos castigados o depuestos. Incluso cuando las gentes han llegado a ese punto, están en cual­ quier momento preparadas para ablandarse y con facili­ dad regresan a su estado habitual de deferencia hacia aquellos que se han acostumbrado a considerar como sus superiores naturales. N o pueden soportar la humillación de su monarca. La compasión toma pronto el lugar de la animadversión, olvidan todas las provocaciones def pasa­ do, reviven sus viejos principios de lealtad y corren a res­ taurar la autoridad perdida de sus viejos patronos, con la misma violencia con que antes se habían opuesto a ella.

La muerte de Carlos I dio lugar a la restauración de la fa­ milia real. La compasión hacia Jacobo II cuando fue se­ cuestrado por el populacho al intentar escapar en un bar­ co casi obstaculizó la revolución, y después la hizo avanzar más lentamente.

¿Tienen las personas eminentes conciencia del precio tan bajo al que pueden adquirir la admiración pública o piensan acaso que para ellos, como para las demás perso­ nas, el pago ha de ser con sudor o sangre? ¿A través de qué logros importantes se instruye al joven noble para que sostenga la dignidad de su rango, y se vuelva aereedor a esa superioridad sobre sus conciudadanos a que la virtud de sus antepasados les permitió acceder? ¿Es por el conocimiento, la laboriosidad, la paciencia, la abnegación o cualquier clase de virtud? A medida que todas sus pala­ bras y todos sus movimientos son atendidos, va apren­ diendo a considerar todas las particularidades de la conduc­ ta normal, y estudia cómo realizar todas esas pequeñas labores con la corrección más absoluta. Como es cons­ ciente de lo mucho que es observado, y cuánto están los seres humanos dispuestos a aplaudir todas sus propensio­ nes, actúa en las ocasiones más triviales con la libertad y altura que esa conciencia naturalmente le inspiran. Su aire, sus modales, su porte, todo desprende un sentido elegante y donoso de su propia superioridad, que aque­ llos que nacen en posiciones inferiores difícilmente lo­ gran. Tales son las artes a través de las cuales se propone hacer que las personas se sometan más prontas a su auto­ ridad y gobernar sus inclinaciones de acuerdo con su propia voluntad: y en ello rara vez resulta desilusionado.

Tales artes, amparadas por el rango y la preeminencia, son normalmente suficientes para gobernar el mundo.

Luis XIV, durante la mayor parte de su reinado, fue con­ siderado no sólo en Francia sino en toda Europa como el modelo más perfecto de un gran príncipe. Pero ¿cuáles fueron los talentos y virtudes merced a los cuales adqui­ rió tan buena reputación?, ¿fueron acaso sus amplios co­ nocimientos, su juicio exquisito o su heroico valor? Nada de eso. Pero fue ante todo el príncipe más poderoso de

Europa y ostentó por ello el rango más elevado entre los reyes; y su historiador (Voltaire) relata que «sobrepasaba a todos sus cortesanos en el donaire de su figura y la ma­ jestuosa belleza de su aspecto. El sonido de su voz, noble y afectuosa, ganaba los corazones que su presencia inti­ midaba. Tenía un paso y un porte que sólo encajaban con él y su rango, y que habrían resultado ridículos en otra persona. La turbación que suscitaba en aquéllos que le hablaban halagaba esa satisfacción secreta con la que sen­ tía su propia superioridad. El viejo oficial, confundido y aturdido al solicitarle un favor, que no fue capaz de ter­ minar su discurso y le dijo: ‘Señor, espero que Su Majes­ tad no crea que tiemblo así ante sus enemigos’, no tuvo dificultades en obtener lo que deseaba». Estos frívolos logros, sostenidos por su rango y sin duda también por un grado de otros talentos y virtudes, pero que no parece que hayan superado holgadamente la mediocridad, esta­ blecieron a este príncipe en la estima de su tiempo y han conseguido incluso en la posteridad una buena dosis de respeto hacia su memoria. En comparación, no parece que ninguna otra virtud haya tenido mérito alguno en su épo­ ca y en su presencia. El conocimiento, la laboriosidad, el valor y la caridad trepidaban, se avergonzaban y perdían toda dignidad ante ellos.

Pero un hombre de rango inferior no podrá distinguir­ se mediante logros de ese tipo. La cortesía es tan típica­ mente la virtud de los ilustres que honrará escasamente a nadie que no sean ellos mismos. El petimetre, que los imita en sus modales y pretende ser eminente mediante la extraordinaria propiedad de su comportamiento habitual, se hace acreedor a un desprecio doble: por su desatino y por su arrogancia. ¿Por qué habría un hombre al que na­ die presta la más mínima atención estar muy preocupado por la forma en que mantiene recta la cabeza o mueve sus brazos cuando camina a lo largo de una habitación? Es evidente que se ocupa con miramientos muy superfluos; miramientos asimismo que marcan un sentido de su pro­ pia importancia que ningún otro mortal puede asumir.

Las características fundamentales de la conducta de un in­ dividuo privado deben ser la modestia y sencillez más ab­ solutas, combinadas con el máximo descuido compatible con el respeto por los demás. Si alguna vez pretende dis­ tinguirse deberá ser gracias a virtudes más relevantes. De­ berá tener personas a su cargo, para compensar los de­ pendientes de las gentes encumbradas, y no tiene otros fondos para pagarlos que no provengan del trabajo de su cuerpo y la actividad de su mente. Deberá, por tanto, cul­ tivarlos y adquirir un conocimiento superior de su profe­ sión y una laboriosidad superior en el ejercicio de la mis­ ma. Habrá de ser paciente en el trabajo, decidido ante el peligro y firmé en los momentos de apuro. Exhibirá estos talentos a la atención pública mediante la dificultad, im­ portancia y al mismo tiempo buen juicio de sus empresas y la severa y constante aplicación con que las lleve a cabo.

La probidad y la prudencia, la liberalidad y la franqueza, caracterizarán su proceder en todo contexto normal; al mismo tiempo deberá ser desenvuelto y comprometerse en todas aquellas situaciones en las que se requieren los mayores talentos y virtudes para obrar con propiedad, pero en las que pueden obtener el mayor aplauso quienes se desempeñan con honor. ¡Con qué impaciencia el hom­ bre enérgico y ambicioso, pero que está deprimido por su situación, mira alrededor en búsqueda de una gran opor­ tunidad para distinguirse! Ninguna circunstancia que pueda proporcionársela le parecerá indeseable. Incluso espera con satisfacción la perspectiva de una guerra exte­ rior o un conflicto civil; y con secreto embeleso y deleite detecta en toda la confusión y el derramamiento de san­ gre que los acompañan la probabilidad de que aparezcan esas ocasiones tan anheladas en las que pueda atraerse la atención y admiración de los demás. El hombre de rango y distinción, por el contrario, cuya gloria estriba en la propiedad de su comportamiento habitual, que se conten­ ta con la fama que ello puede acarrearle, y que carece de talentos para adquirir ningún otro renombre, es renuente a aceptar ningún compromiso que pueda comportar difi­ cultades o infortunios. Su insigne victoria es brillar en un baile y su afamada proeza es triunfar en una intriga galan­ te. Odia todos los desórdenes públicos, pero no porque ame a la humanidad: los grandes jamás consideran a los inferiores como criaturas iguales a ellos; tampoco porque le falte valor, pues ello rara vez ocurre; sino porque es consciente de que carece de las virtudes que son necesa­ rias en tales circunstancias, y de que la atención pública le será seguramente arrebatada por otros. Puede que esté dispuesto a exponerse a algún peligro pequeño y a em­ barcarse en campañas militares cuando estén de moda.

Pero se estremece de espanto ante la sola idea de una si­ tuación que demande el ejercicio continuo y prolongado de la paciencia, la laboriosidad, la fortaleza y la aplicación intelectual. Es rarísimo encontrar tales virtudes en las personas que nacen en los niveles más elevados de la so­ ciedad. De ahí que en todos los gobiernos, incluso en las monarquías, los altos cargos recaigan en general sobre personas educadas en las clases medias e inferiores, que han salido adelante gracias a su esfuerzo y capacidad aun­ que enfrentando los celos y el resentimiento de quienes nacieron sus superiores, y a quienes los grandes tratan inicialmente con desdén, después con envidia, y final­ mente sirven para conseguir favores con la misma abyecta mezquindad con la que desean que el resto de la gente los trate a ellos.

Es la pérdida de este cómodo imperio sobre los afectos de los seres humanos lo que vuelve tan insoportable la caí­ da de los grandes. Se cuenta que cuando la familia del rey de Macedonia fue conducida a Roma por el victorioso

Paulo Emilio, su desdicha hizo que la atención del pueblo romano se dividiese entre ellos y el conquistador. Los más pequeños, cuya tierna edad hacía que fueran incons­ cientes de su situación, generaron en los espectadores, en­ tre los festejos y celebraciones públicas, la lástima y la compasión más cariñosas. En la procesión los seguía el rey, que parecía desconcertado y atónito, despojado de todo sentimiento ante la magnitud de sus calamidades. A continuación venían sus amigos y sus ministros. Camina­ ban y de cuando en cuando dirigían sus miradas hacia su depuesto soberano, y cuando lo hacían siempre prorrum­ pían en sollozos; toda su conducta demostraba que no pensaban en su propia infelicidad sino que sólo les preo­ cupaba la superior dimensión de la desgracia del rey. Los generosos romanos, en cambio, lo contemplaron con des­ precio e indignación, y no consideraron digno de compa­ sión a un hombre tan ruin como para ser capaz de vivir tras tales catástrofes. Pero ¿lo eran realmente? Según la mayoría de los historiadores, habría de pasar el resto de su vida bajo la protección de un pueblo poderoso y hu­ manitario, en unas circunstancias que parecen envidia­ bles: abundancia, sosiego, ocio y seguridad, que además era imposible que perdiese, por insensato que fuese. Pero ya nunca más estaría rodeado de esa chusma admiradora integrada por tontos, aduladores y dependientes que an­ tes atendía habitualmente todos sus movimientos. Ya nunca más sería contemplado por multitudes ni podría ser el objetivo de su respeto, gratitud, amor y admiración.

Las pasiones de las naciones ya no se amoldarían a sus propensiones. Tal era la insufrible calamidad que había privado al rey de todo sentimiento, que hacía que sus amigos se olvidasen de sus propias adversidades, y que la magnanimidad romana no podía concebir que alguien pudiese ser tan vil como para sobrevivir a ella.

Dice La Rochefoucauld: «El amor es seguido normal­ mente por la ambición; pero a la ambición casi nunca la sigue el amor». Una vez que esa pasión ocupa completa­ mente el corazón, no admite ni rival ni sucesor. Para los que se han acostumbrado a la posesión o incluso la espe­ ranza de la admiración pública, todos los demás placeres se debilitan y decaen. De todos los estadistas depuestos que para su propio solaz han estudiado cómo sacarle a la ambición el mejor partido y cómo despreciar los honores a los que ya rio podían acceder, ¡qué pocos lo han conse­ guido! La mayoría pasa su vida en la indolencia más des­ cuidada e insípida, amargados ante la idea de su propia insignificancia, incapaces de interesarse en los quehaceres privados cotidianos, sin disfrutes, salvo cuando evocan su pasada grandeza, y sin satisfacciones, salvo cuando se abocan a un vano proyecto de recuperarla. ¿Está usted fervorosamente resuelto a no trocar nunca su libertad a cambio del servilismo señorial de una corte, y a vivir li­ bre, independiente y sin temor? Parece haber una vía para mantener tan virtuosa decisión, y quizás sólo una. N o ha de entrar usted jamás al lugar de donde tan pocos han po­ dido regresar, jamás ingrese dentro del círculo de la ambi­ ción, nunca se compare con aquellos amos de la tierra que ya han atraído la atención de la mitad del género humano antes que usted.

En la imaginación de los hombres la situación que los hace objeto del mayor acceso a la simpatía y la atención generales es de una importancia enorme. Y así Se" explica que la posición, ese magno objetivo que divide a las espo­ sas de los concejales, es el fin de la mitad de los esfuerzos humanos y es la causa de todo el tumulto y el desorden, toda la rapiña y la injusticia que la avaricia y la ambición han introducido en este mundo. Se dice que las personas sensatas desdeñan en realidad la posición, es decir, me­ nosprecian el sentarse en la cabecera de la mesa y les es indiferente quién resulta señalado dentro del grupo mer­ ced a tan frívolo pormenor, que la más diminuta ventaja es capaz de compensar. Pero ninguna persona desprecia el rango, la distinción, la preeminencia, salvo que esté si­ tuada muy por encima o hundida muy por debajo del ni­ vel normal de la naturaleza humana; salvo que esté tan confirmada en la sabiduría y la auténtica filosofía como para reconocer satisfecha que la corrección de su conduc­ ta la vuelve un objeto justo de aprobación, pero que poco importa que de hecho le presten atención o la aprueben; o que esté tan habituada a la idea de su propia bajeza, tan sumida en la indiferencia perezosa y embrutecida, como para haber olvidado por completo el ansia y hasta la mis­ ma aspiración a la superioridad.

Así como el volverse el objetivo natural de las congra­ tulaciones joviales y las atenciones simpatizadoras de los demás es la particularidad que otorga a la prosperidad todo su deslumbrante esplendor, nada oscurece más la melancolía de la adversidad que el percibir que nuestros contratiempos no son objeto de condolencia sino de des­ dén y aversión por parte de nuestros allegados. Por esta razón las calamidades más espantosas no son siempre las más difíciles de sobrellevar. A menudo disgusta más apa­ recer en público tras un pequeño revés que tras una nota­ ble desgracia. El primero no promueve simpatía alguna; pero la segunda, aunque no puede animar nada que se aproxime a la congoja del que sufre, suscita no obstante una compasión muy viva. Los sentimientos de los espec­ tadores son en este último caso más estrechos que los de la víctima, y su conmiseración imperfecta le sirve de algu­ na ayuda para tolerar su infortunio. Ante un grupo ale­ gre, un caballero estaría más apesadumbrado al tener que aparecer sucio y andrajoso que herido y sangrando. Esta última situación interesaría la piedad de ellos, pero la pri­ mera provocaría su risa. El juez que ordena que un crimi­

nal sea puesto en la argolla lo deshonra más que si lo con­ dena al patíbulo. El ilustre príncipe que hace algunos

años apaleó a un general ante su ejército lo desacreditó de

forma irrecuperable. La sanción hubiese sido mucho más

leve si lo hubiese matado de un tiro. Según el código del

honor, ser castigado con un palo es una ignominia, mien­

tras que con una espada no lo es, por obvias razones. Esas penas menores, al ser infligidas a un caballero, para quien no hay mal mayor que la deshonra, llegan a ser conside­ radas por un pueblo humanitario y generoso como las más terribles. Con respecto a las personas de alto rango, en consecuencia, resultan universalmente descartadas y la ley, aunque les quita la vida en muchas ocasiones, respeta su honor en casi todas ellas. Azotar a una persona distin­ guida o sujetarla en la argolla, cualquiera sea el delito co­ metido, es una brutalidad de la que no sería capaz ningún gobierno de Europa, salvo el ruso.

Un valiente no se vuelve despreciable por subir al ca­ dalso y sí al ser sujetado por la argolla. Su proceder en la primera situación puede granjearle estima y admiración universales. Nada de lo que haga en la segunda situación puede ser aceptable. La simpatía de los espectadores lo ampara en un caso y lo salva de esa vergüenza, esa con­ ciencia de que su infortunio es sentido sólo por él, que es el más intolerable de todos los sentimientos. En el otro caso no hay simpatía o si la hay no se entabla con su do­ lor, que es mínimo, sino con su conciencia de la falta de simpatía con que tal dolor es contemplado; es "simpatía con su vergüenza, no con su pena. Quienes se apiadan de él, enrojecen y agachan la cabeza por él. Se desanima él de la misma manera, y se siente irrecuperablemente degrada­ do por la pena, aunque no por el delito. Por el contrario, el hombre que muere con decisión, como es contemplado naturalmente con el aspecto enaltecido de la estima y la aprobación, luce el mismo intrépido semblante; y si el de­ lito no le arrebata el respeto de los demás, el castigo nun­ ca lo hará. N o abriga la menor sospecha de que su situa­ ción es motivo de desdén o escarnio por parte de nadie, y con propiedad puede asumir el aire no sólo de perfecta serenidad sino de triunfo y exultación.

Dice el cardenal de Retz: «Los grandes riesgos tienen su encanto porque hay alguna gloria a obtener de ellos, aunque fracasemos. Pero los peligros moderados sólo al­ bergan horrores porque el fracaso invariablemente viene acompañado por la pérdida de la reputación». Su máxima tiene idéntico fundamento que lo que acabamos de anali­ zar con respecto a los castigos.

La virtud humana es superior al dolor, a la pobreza, a los peligros y a la muerte; y ni siquiera requiere sus es­ fuerzos mayores para despreciarlos. Pero que la miseria se exponga al insulto y la mofa, el ser derrotado y con­ quistado, el ser centro del escarnio, son situaciones en las cuales la constancia humana es mucho más susceptible de malograrse. En comparación con el desdén de las perso­ nas, todos los otros males externos son fácilmente tole­ rados.


 
3. De la corrupción de nuestros sentimientos morales, que es ocasionada por la disposición a admirar a los ricos y los grandes, y a despreciar o ignorar a los pobres y de baja condición
Esta disposición a admirar y casi a idolatrar a los ricos y poderosos, y a despreciar o como mínimo ignorar a las personas pobres y de modesta condición, aunque necesa-i ria para establecer y mantener la distinción de -rangos y el: orden social, es al mismo tiempo la mayor y más extendi­ da causa de corrupción de nuestros sentimientos morales.

Que la riqueza y la grandeza suelen ser contempladas con el respeto y la admiración que sólo se deben a la sabiduría; y la virtud; y que el menosprecio, que con propiedad, debe dirigirse al vicio y la estupidez, es a menudo muy, injustamente vertido sobre la pobreza y la flaqueza, ha: sido la queja de los moralistas de todos los tiempos.

Deseamos ser respetables y respetados. Tememos ser despreciables y despreciados. Pero una vez en el mundo pronto nos percatamos de que la sabiduría y la virtud no son en absoluto los únicos objetivos del respeto, como el vicio y la estupidez tampoco lo son del menosprecio. Con frecuencia vemos cómo las atenciones más respetuosas se orientan hacia los ricos y los grandes más intensamente que hacia los sabios y los virtuosos. A menudo observa­ mos que los vicios y tonterías de los poderosos son mu­ cho menos despreciados que la pobreza y fragilidad de los inocentes. Los principales objetivos de la ambición y la emulación son merecer, conseguir y disfrutar el respeto y la admiración de los demás. Se abren ante nosotros dos ca­ minos, ambos conducentes al mismo anhelado objetivo; uno de ellos, mediante el estudio del saber y la práctica de la virtud; el otro, mediante la adquisición de riquezas y grandezas. Se nos presentan dos personalidades desiguales para nuestra emulación; una con orgullosa ambición y os­ tensible codicia, la otra con humilde modestia y equitativa justicia. Dos modelos distintos, dos retratos diferentes se alzan ante nosotros para que diseñemos nuestro carácter y nuestro proceder; uno es más vistoso y resplandeciente en su colorido, el otro es más propio y más exquisitamente bello en su contorno; uno es a la fuerza noticia para todas las miradas, el otro sólo atrae la atención del observador más solícito y cuidadoso. Fundamentalmente son los sa­ bios y los virtuosos el grupo selecto y temo que reducido de auténticos y firmes admiradores del saber y la virtud.

La amplia masa de la humanidad está formada por admi­ radores y adoradores y, lo que parece más extraordinario, muy frecuentemente por admiradores y adoradores desin­ teresados de la riqueza y la grandeza.

Es indudable que el respeto que sentimos, hacia la sabi­ duría y la virtud difiere del que abrigamos hacia la rique­ za y la eminencia; no se requiere una percepción demasia­ do aguda para detectar la diferencia. Pero a pesar de ello esos sentimientos guardan una notable semejanza recí­ proca. En algunas facetas concretas son evidentemente distintos pero en el aire general del talante son tan pareci­ dos que los observadores desatentos bien pueden confun­ dir al uno con el otro.

A igualdad de méritos, casi no hay persona que no res­ pete más al rico y poderoso que al pobre y humilde. Para la mayoría de los hombres la presunción y vanidad de los primeros son mucho más admiradas que el mérito real y sólido de los segundos. Es escasamente compatible con las buenas costumbres y hasta con el buen hablar el decir que las meras riqueza y grandeza son dignas de respeto, haciendo abstracción del mérito y la virtud. Pero hay que admitir que casi siempre lo obtienen y pueden ser consi­ deradas por ello, en algunos aspectos, como sus objetivos naturales. Es verdad que tan exaltadas posiciones pueden ser completamente degradadas por el vicio y la insensa­ tez. Pero muy abultados han de ser los desatinos y vicios antes de que puedan operar esa total degradación. El de­ senfreno de un hombre distinguido es contemplado con menos desdén y aversión que el de un hombre de condi­ ción inferior. En éste, una sola transgresión de las reglas de la templanza y la corrección es habitualmente más re­ sentida que el constante y declarado desprecio de aquél por las mismas.

En las condiciones de vida medias y bajas el camino a la virtud y el camino a la fortuna, al menos a la fortuna que las personas en tales condiciones pueden razonable­ mente esperar adquirir, son felizmente en la mayoría de los casos muy similares. En todas las profesiones inter­ medias e inferiores, las capacidades profesionales verda­ deras y sólidas, combinadas con un comportamiento pru­ dente, justo, recto y moderado, rara vez dejarán de tener éxito. Las capacidades pueden a veces incluso prevalecer cuando la conducta deja mucho que desear. Pero la im­ prudencia habitual, o la injusticia, o la debilidad, o la di­ solución, siempre oscurecerán y a veces deprimirán total­ mente las más estupendas capacidades profesionales.

Asimismo, las personas de condición media o baja jamás serán tan eminentes como para situarse por encima de la ley, lo que necesariamente las intimidará, llevándolas ha­ cia algún tipo de respeto al menos hacia las reglas más re­ levantes de la justicia. El éxito de tales personas, además, casi siempre depende del favor y la buena opinión de sus vecinos y sus pares, algo que rara vez se consigue sin una conducta tolerablemente ordenada. Por tanto, el viejo proverbio según el cual la honradez es la mejor política resulta en tales situaciones casi siempre absolutamente cierto. En esas circunstancias, por tanto, podemos gene­ ralmente esperar un grado considerable de virtud; y, por suerte para las buenas costumbres de la sociedad, tales son las situaciones de la aplastante mayoría de la raza hu­ mana.

En los niveles más altos la realidad no es siempre la misma, por desgracia. En las cortes de los príncipes, en los salones de los poderosos, donde el triunfo y la pro­ moción no dependen de la estima de pares inteligentes y bien informados sino del favor caprichoso y estúpido de unos superiores ignorantes, presuntuosos y soberbios, la adulación y la hipocresía demasiado a menudo predomi­ nan sobre el mérito y la capacidad. En tales sociedades el talento para agradar es mejor considerado que el talento para servir. En épocas tranquilas y pacíficas, cuando la tormenta se mantiene a distancia, el príncipe o el gran personaje sólo desea divertirse, y quizás hasta fantasea con que no necesita el servicio de nadie, o que le basta el de aquellos que lo entretienen. Las gracias superficiales, los logros frívolos de ese sujeto impertinente e idiota lla­ mado hombre de moda son normalmente más admirados que las sólidas y masculinas virtudes del guerrero, el esta­ dista, el filósofo o el legislador. Todas las virtudes rele­ vantes y eminentes, todas las virtudes adecuadas para el consejo, el senado o el campo de batalla, son tratadas con el máximo desdén y mofa por los aduladores insolentes e insignificantes que tanto proliferan en esas sociedades co­rruptas. Cuando el duque de Sully fue llamado por LuiS'

XIII para aconsejarlo en una importante emergencia, ob­ servó que los favoritos y cortesanos cuchicheaban entre sí y sonreían ante su aspecto pasado de moda. Y entonces el' viejo guerrero y estadista dijo: «Cuando el padre de Su

Majestad me hacía el honor de consultarme, ordenaba que los bufones de la corte se retiraran a la antecámara».

A raíz de nuestra predisposición a admirar y por consi­ guiente a imitar a los ricos y los importantes, ellos pue­ den estipular o fijar lo que se llama la moda. Su vesti­ menta es la vestimenta de moda; el lenguaje de su conversación es el estilo de moda; su aire y proceder, la conducta de moda. Hasta sus vicios y desatinos se ponen de moda, y el grueso de los hombres se enorgullece de imitarlos en las mismas cualidades que los desacreditan y degradan. Hay hombres vanos que se dan aires de disipa­ ción ajustada a la moda cuando, en sus corazones, no la aprueban y de la cual quizás no sean realmente culpables.

Desean ser alabados por lo que ellos mismos no creen que es loable, y se avergüenzan por virtudes fuera de moda que practican a veces en secreto y por las que sigi­ losamente sienten algún grado de auténtica veneración.

Son hipócritas de la riqueza y la grandeza, así como de la religión y la virtud; y un hombre insustancial es en un sentido tan susceptible de pretender lo que no es como un hombre artero lo es en el otro. Asume el bagaje y el espléndido estilo de vida de sus superiores, sin percibir que todo lo que pueda ser digno de alabanza en cualquie­ ra de ellos deriva su mérito y corrección de su adecuación con esa posición y fortuna que exigen un gasto y al tiem­ po pueden con facilidad sufragarlo. Hay mucho hombre pobre que cree que la gloria estriba en que los demás piensen que es rico, sin darse cuenta de que los deberes (si puede emplearse un nombre tan venerable para tales ton­ terías) que esa reputación le impone pronto lo hundirán en la miseria y harán que su posición se parezca aún me­ nos que originalmente a la de aquellos que admira e imita.

Para acceder a esa envidiable situación, los candidatos a la fortuna con demasiada frecuencia abandonan las sendas de la virtud; porque lamentablemente el camino que con­ duce a la una y el que lleva a la otra se hallan a veces en direcciones muy opuestas. Pero el hombre ambicioso se hace la ilusión de que en el espléndido escenario hacia el que avanza tendrá tantos medios para atraer el respeto y la admiración de los demás, y podrá actuar con propiedad y gracia tan superiores, que el lustre de su conducta futu­ ra tapará por completo o borrará la pestilencia de los pa­ sos a través de los cuales arribó a esas alturas. En muchos estados los candidatos para los cargos más importantes están por encima de la ley; y si pueden alcanzar el objeto de su ambición, no temen que deban rendir cuentas de los medios merced a los cuales lo consiguieron. Por ello, re­ petidamente procuran suplantar y destruir a quienes se les oponen o se interponen en su camino hacia el poder no sólo mediante el fraude y la falsedad, las artes ordina­ rias y vulgares de la intriga y la maquinación, sino a veces mediante la perpetración de los delitos más monstruosos, el crimen y el asesinato, la rebelión y la guerra civil. Sue­ len malograrse más que triunfar, y normalmente no ob­ tienen nada más* que las deshonrosas penas que corres­ ponden a sus crímenes. Pero aunque tengan la suerte de alcanzar la tan ansiada grandeza, siempre resultan muy desgraciadamente desilusionados en la felicidad que espe­ raban gozar con ella. Lo que el hombre ambicioso real­ mente persigue no es el solaz o el placer sino siempre el honor, de una clase u otra, aunque a menudo un honor muy mal entendido. Pero el honor de su enaltecida posi­ ción aparece, tanto a sus ojos como a los de los demás, contaminado y profanado por la vileza de los medios por los que ha accedido a ella. Aunque mediante la profusión de sus copiosos gastos; la excesiva indulgencia en cada placer desenfrenado, mísero aunque usual recurso de las personalidades desbaratadas; la precipitación de los asun­ tos públicos o el más orgulloso y resplandeciente tumulto de la guerra, pueda él procurar borrar de su memoria y de la de los otros el recuerdo de lo que ha hecho, ese recuer­ do jamás dejará de perseguirle. En vano invoca los tene­ brosos y lúgubres poderes de la abstracción y el olvido.

Él mismo recuerda lo que hizo y ese recuerdo le informa que tal debe ser el caso también de otras personas. Entre toda la vistosa pompa y la grandeza más ostentosa, entre la adulación venal y vil de los grandes y los eruditos, en­ tre la más inocente pero más tonta aclamación del pueblo llano, entre todo el orgullo de la conquista y el triunfo de la guerra, él sigue secretamente perseguido por la furia vengadora de la vergüenza y el remordimiento; y aunque la gloria parece rodearle por todos lados, él mismo, en su propia imaginación, ve la infamia oscura y repugnante pi­ sándole los talones y a cada momento a punto de atrapar­ lo. Incluso el gran César, aunque tuvo la magnanimidad de despedir a sus guardias, no pudo despedir sus sospe­ chas. El recuerdo de Farsalia aún lo rondaba y acosaba.

Cuando, a petición del senado, fue magnánimo y perdo­ nó a Marcelo, declaró ante esa asamblea que conocía los planes que se estaban urdiendo contra su vida pero que como ya había vivido bastante, para la naturaleza y para la gloria, no le importaba morir, y por tanto despreciaba todas las conspiraciones. Es posible que hubiese vivido bastante para la naturaleza. Pero el hombre que se sentía objeto de un resentimiento tan letal por parte de aquellos cuyo favor anhelaba granjearse, y a quienes aún deseaba considerar sus amigos, sin duda había vivido lo suficiente para la verdadera gloria, o para toda la felicidad que podía esperar disfrutar en el amor y estima de sus pares.


 
SEGUNDA PARTE. DEL MÉRITO Y EL DEMÉRITO, O DE LOS OBJETOS DE RECOMPENSA Y CASTIGO

 
SECCIÓN I. DEL SENTIDO DEL MERITO Y DEMERITO

 

 
CAPÍTULO I. QUE TODO LO QUE PARECE SER OBJETO PROPIO DE LA GRATITUD, PARECE MERECER RECOMPENSA; Y QUE, DEL MISMO MODO, TODO LO QUE PARECE SER OBJETO PROPIO DE RESENTIMIENTO, PARECE MERECER CASTIGO
A NOSOTROS nos aparecerá, pues, como merecedor de recompensa, aquel acto que se ofrezca como el objeto propio y aceptado de ese sentimiento que más inmediata y directamente nos incita a la recompensa, o sea a hacerle bien a otro. Y del mismo modo, aparecerá como merecedor de castigo aquel acto que se ofrezca como objeto propio y aceptado de ese sentimiento que más inmediata y directamente nos incita al castigo, o sea a infligirle un daño a otro.

El sentimiento que más inmediata y directamente nos incita a la recompensa es la gratitud; el que más inmediata y directamente nos incita al castigo, es el resentimiento.

A nosotros nos aparecerá, pues, como merecedor de recompensa aquel acto que se ofrezca como el objeto propio y aceptado de la gratitud; así como, por la otra parte, aparecerá como merecedor de castigo aquel acto que se ofrezca como el objeto propio y aceptado del resentimiento.

Recompensar es remunerar, devolver el bien por el bien que se ha recibido. Castigar es, también, recompensar, remunerar, aunque de distinto modo; es devolver el mal por el mal que se ha hecho.

Hay otras pasiones, además de la gratitud y del resentimiento, que hacen interesarnos en la felicidad o desgracia ajenas; pero no hay ninguna que, de un modo tan directo, nos mueva a convertirnos en instrumento de una u otra. El amor y estimación producidos por el trato y la habitual aceptación mutua, forzosamente nos llevan a regocijarnos de la buena suerte de quien es objeto de tan agradables emociones, y, en consecuencia, a prestarnos voluntariamente a tomar parte en su fomento. Nuestro amor, sin embargo, está plenamente satisfecho, aunque la buena suerte le venga sin nuestro auxilio. Esta pasión no conoce más deseo que el de verlo feliz, independientemente del autor de su prosperidad. Pero la gratitud no queda satisfecha de la misma manera. Si alguien hace feliz a la persona con quien estamos muy obligados, sin nuestra intervención, aunque esto agrade nuestro amor, no por eso queda satisfecha nuestra gratitud. Hasta que la hayamos recompensado, hasta que hayamos sido instrumentos en el fomento de su felicidad, nos sentimos aún cargados con esa deuda que sus pasados servicios nos ha impuesto.

Y, del mismo modo, el odio y la aversión producidos por la habitual reprobación, con frecuencia pueden conducirnos a sentir un maligno regocijo por la desgracia de ese hombre cuyo comportamiento y carácter produce en nosotros una tan dolorosa pasión. Mas, aunque la aversión y el odio nos impiden toda simpatía y a veces hasta nos predisponen a regocijarnos de la aflicción ajena, sin embargo, no habiendo resentimiento —si ni nosotros ni nuestros amigos han sido en lo personal grandemente provocados—, estas pasiones no nos llevarán, naturalmente, a desear el convertirnos en agentes activos de esa aflicción.

Pero, con el resentimiento, la cosa es muy otra: si la persona que nos infirió un gran agravio porque, por ejemplo, asesinó a nuestro padre o hermano, muriese al poco tiempo de una fiebre, o aun fuese ejecutada a cuenta de algún otro crimen, aunque esto bien pudiera aliviar nuestro odio, no daría plena satisfacción a nuestro resentimiento. El resentimiento nos incitaría a desear, no sólo el castigo, sino que el castigo procediese de nosotros y a cuenta precisamente del agravio de que fuimos víctimas. El resentimiento no se satisface plenamente, a no ser que el ofensor no sólo padezca a su vez, sino que padezca a causa de ese específico agravio que por su culpa sufrimos nosotros. Es necesario que se arrepienta y lamente precisamente de ese acto, a fin de que otros, temerosos de hacerse acreedores a un castigo semejante, se aterroricen de incurrir en igual culpa. La natural satisfacción de esta pasión tiende por cuenta propia a producir las finalidades políticas del castigo: la regeneración del criminal y la ejemplaridad para el público.

La gratitud y el resentimiento son, por lo tanto, los sentimientos que más inmediata y directamente incitan a la recompensa y al castigo. Así, pues, nos aparecerá como merecedor de recompensa, quien aparezca como el objeto propio y acepto de gratitud; y como merecedor de castigo, quien lo sea de resentimiento.


 
CAPÍTULO II. DE LOS OBJETOS PROPIOS DE GRATITUD RESENTIMIENTO
SER EL objeto propio y acepto de gratitud, o bien de resentimiento, no puede significar sino ser objeto de aquella gratitud, y de ese resentimiento que, naturalmente, parece el decoroso y aceptable.

Pero éstas, al igual que todas las demás pasiones de la naturaleza humana, parecen decorosas y aceptadas cuando en el corazón de todo espectador imparcial hay simpatía por ellas, cuando todo circunstante indiferente participa de ellas y las comparte.

Por lo tanto, aparecerá como merecedor de recompensa quien para una persona o personas resulte ser objeto de una gratitud que todo corazón humano esté dispuesto a experimentar, y, por lo tanto, a aplaudir; y, por otra parte, aparecerá como merecedor de castigo quien, del mismo modo, sea para una persona o personas el natural objeto de un resentimiento que el pecho de todo hombre razonable está dispuesto a albergar y a otorgarle su simpatía. A nosotros, sin duda, nos parecerá merecedor de recompensa aquel acto que todos los que lo conocen desearían recompensar, y por ello se alegran de ver premiado; y con la misma seguridad aparecerá digno de castigo aquel acto que enoja a todos los que de él tienen noticia, y por tal motivo les causa regocijo ver su castigo.

1. Así como simpatizamos con la alegría de nuestros compañeros cuando prosperan, así nos aunamos a la complacencia y satisfacción con que, naturalmente, juzgan aquello que es causa de su ventura. Nos entramos en el amor y afecto que por ella conciben, y también empezamos a amarla. Nos causaría pena por su bien si fuese destruida, y hasta si estuviese demasiado distante y fuera del alcance de sus cuidados y protección, aun cuando nada perdiese por su ausencia, salvo el placer de contemplarla. Si es un ente humano el que de ese modo ha sido afortunado instrumento de la felicidad de sus prójimos, el caso es aún más agudo. Cuando vemos que un hombre es socorrido, protegido y remediado por otro, nuestra simpatía con la felicidad de la persona así beneficiada sólo sirve para animar nuestra participación en el sentimiento de gratitud que experimenta hacia el benefactor. Cuando miramos a la persona causante de esa felicidad con los ojos con que imaginamos debe mirarla el otro, el benefactor se nos presenta bajo la más atractiva y amable de las luces. Por lo tanto, prontamente simpatizamos con el agradecido afecto que siente por esa persona con quien está tan obligado, y, en consecuencia, aplaudimos las concesiones que está dispuesto a hacer en devolución de los buenos oficios de que ha sido objeto. Como compartimos sin reserva el afecto que originan esas concesiones, forzosamente se nos figuran muy propias y adecuadas a su objeto.

2. Del mismo modo, así como simpatizamos con la pena de nuestro prójimo cuando presenciamos su aflicción, así también compartimos su aborrecimiento y aversión hacia lo que la motiva. Nuestro corazón, que prohija y palpita al unísono con su pena, también se siente animado por ese espíritu con que pugna por alejar o destruir lo que la ha causado.

La indolente y pasiva condolencia con que lo acompañamos en sus sufrimientos, prontamente se torna en ese más enérgico y activo sentimiento con que participamos en su esfuerzo por ahuyentarlos, o por satisfacer su aversión hacia lo que los ha ocasionado. El caso es mucho más agudo cuando es un ente humano el causante del sufrimiento. Cuando vemos que un hombre es oprimido o agraviado por otro, la simpatía que experimentamos por la aflicción del paciente, tal parece que sólo sirve para animar nuestra condolencia por el resentimiento que tiene hacia el ofensor. Nos regocija verlo agredir a su vez a su adversario, y estamos ansiosos y prontos a concederle nuestro apoyo en su esfuerzo por defenderse, o, dentro de cierto grado, hasta por vengarse. Si por acaso el agraviado pereciese en la reyerta, no sólo simpatizamos con el positivo resentimiento de sus amigos y parientes, sino con el imaginario resentimiento que en nuestra fantasía diputamos al muerto, quien ya no es capaz de sentir ni de experimentar ninguna otra sensación humana.

Los tormentos que se supone obsesionan el sueño del asesino, los fantasmas que la superstición imagina salidos de los sepulcros para exigir la venganza sobre quienes le acarrearon un prematuro fin, todo ello obedece a esa natural simpatía con el resentimiento imaginario de la víctima. Y, por lo menos, respecto a éste, el más execrable de todos los crímenes, la Naturaleza, con prioridad a toda consideración sobre la utilidad del castigo, ha grabado de ese modo en el corazón humano, con caracteres profundos e indelebles, la inmediata e instintiva aprobación de la sagrada y necesaria ley del desagravio.


 
CAPÍTULO III. QUE DONDE NO HAY APROBACIÓN DE LA CONDUCTA DE LA PERSONA QUE CONFIERE UN BENEFICIO, HAY ESCASA SIMPATÍA CON LA GRATITUD DE QUIEN LO RECIBE; Y QUE, POR LO CONTRARIO, DONDE NO HAY REPROBACIÓN DE LOS MOTIVOS DE LA PERSONA QUE HACE EL DAÑO, NO HAY NINGUNA ESPECIE DE SIMPATÍA CON EL RESENTIMIENTO DE QUIEN LO SUFRE
ES DE de advertirse, sin embargo, que no obstante todo lo benéfico, por una parte, o todo lo dañoso, por la otra, que los actos o intenciones de la persona que actúa puedan haber sido para la otra persona sobre quien (si se me permite la expresión) se obra, si, en el primer caso, parece que no hubo propiedad en los motivos del agente, y no podemos compartir los afectos que movieron su conducta, tendremos escasa simpatía con la gratitud de la persona que recibe el beneficio. O si, en el otro caso, parece que no hubo impropiedad en los motivos del agente, y, por el contrario, los afectos que movieron su conducta son tales que forzosamente compartimos, no tendremos ninguna simpatía con el resentimiento de la persona que lo sufre. En el primer caso, parece que es poca la gratitud debida, y todo resentimiento parece injusto en el otro. Uno de los actos parece merecer poca recompensa; el otro, ameritar ningún castigo.

1. Primero, digo que allí donde no podamos simpatizar con los afectos del agente, donde parezca que no hay propiedad en los motivos que movieron su conducta, estamos menos dispuestos a compartir la gratitud de la persona que recibió el beneficio de sus actos. Nos parece que una muy escasa correspondencia se debe a esa insensata y pródiga generosidad, que acarrea los mayores beneficios a causa de los más triviales motivos, y concede una posición a un hombre, simplemente porque acontece que su nombre y apellido son los mismos que los del donador. Servicios de esa clase no parece que exijan una recompensa proporcionada. Nuestro despreció por la insensatez del agente, estorba compartir plenamente la gratitud de la persona beneficiada. Su benefactor nos parece indigno de ese sentimiento. Como al ponernos en el lugar de la persona a quien ha sido hecho el favor sentimos que no podríamos concebir gran veneración por tal benefactor, fácilmente la eximimos de ese sumiso respeto y estimación que nos parecerían debidos a una persona mejor acreditada, y con tal de que siempre trate a sus menos encumbrados amigos con bondad y humanidad, estamos dispuestos a perdonarle la falta de múltiples atenciones y consideraciones que exigiríamos tratándose de un protector más digno. Aquellos príncipes que con la mayor profusión han colmado de riquezas, poder y honores a sus favoritos, pocas veces han provocado ese grado de adhesión a sus personas, que con frecuencia han disfrutado otros que fueron más parcos en sus favores. La bien intencionada, pero poco juiciosa, prodigalidad de Jacobo I de Gran Bretaña, al parecer no atrajo a nadie a su persona, y este príncipe, a pesar de su índole sociable e inocua, por lo visto vivió y murió sin un solo amigo. La clase media toda y la nobleza entera de Inglaterra expusieron la vida y hacienda en la causa de su más moderado y célebre hijo, no obstante la frialdad y distante gravedad de su porte habitual.

2. Segundo, digo que allí donde la conducta del agente parece que obedece del todo a motivos y afectos que compartimos plenamente y aprobamos, no nos es posible tener simpatía con el resentimiento del paciente, no obstante lo crecido que pueda ser el daño que se le haya causado. Cuando dos gentes disputan, si hacemos causa común y adoptamos el resentimiento de una de ellas, es imposible compartir el de la otra. Nuestra simpatía con la persona cuyos motivos prohijamos y que, por lo tanto, pensamos están en lo justo, no puede menos que endurecernos contra todo sentimiento favorable a la otra, a quien por necesidad hemos de considerar como del lado de la sinrazón. Por eso, todo lo que ésta haya sufrido, siempre que no exceda de lo que según nuestro deseo debía sufrir y siempre que no exceda de lo que nuestra indignación por simpatía nos incitara a infligirle, no puede ni desagradarnos ni provocarnos. Cuando un asesino inhumano es llevado al cadalso, aunque sentimos alguna compasión por su desgracia, no podemos tener ninguna simpatía por su resentimiento, caso de que fuera tan absurdo de expresarlo respecto de su acusador o su juez. La natural tendencia de la justa indignación de éstos contra un tan vil criminal es ciertamente de lo más fatal y ruinoso para él. Pero sería imposible que nos desagradase la tendencia de un sentimiento que, poniéndonos en el caso, experimentamos como inevitable en nosotros mismos.


 
CAPÍTULO IV. RECAPITULACIÓN DE LOS CAPÍTULOS PRECEDENTES
1. Por lo tanto, no simpatizamos plena y cordialmente con la gratitud de un hombre hacia otro, simplemente porque ha sido el causante de su buena suerte, a no ser que participemos de los motivos que para ello lo impulsaron. Hácese necesario que nuestro corazón prohijé las razones del agente y lo acompañe en los afectos que influyeron en su conducta, antes de que pueda por entero simpatizar y latir a compás con la gratitud de la persona beneficiada por sus actos. Si la conducta del benefactor no aparece como apropiada, pese a lo benéfico de sus efectos, no exige, ni forzosamente requiere, una recompensa proporcionada a ellos.

Empero, cuando a la tendencia benéfica de la acción se une la propiedad del afecto de que procede, cuando por entero simpatizamos y compartimos los motivos del agente, el amor que concebimos por él en cuanto tal, acrecienta y aviva nuestra simpatía por la gratitud de quienes le deben la prosperidad a su buen proceder. Tal parece que sus acciones exigen, y, puede decirse claman, por una proporcionada recompensa. Nosotros entonces compartimos sin reserva aquella gratitud que impulsa a otorgarla. Es entonces, al simpatizar de ese modo y al aprobar el sentimiento que impulsa a la recompensa, cuando a nuestros ojos el benefactor aparece como adecuado objeto de galardón. Al aprobar y compartir el afecto de donde procede un acto, necesariamente aprobamos el acto, y consideramos que la persona hacia quien aquél va dirigido es su apropiado y adecuado objeto.


 
CAPÍTULO V. EL ANALISIS DEL SENTIDO DEL MERITO Y DEL DEMERITO
1. Por lo tanto, así como nuestro sentido de lo apropiado de la conducta surge de lo que llamaré simpatía directa con los afectos y motivos de la persona que obra, así nuestro sentido de su merecimiento surge de lo que llamaré una simpatía indirecta con la gratitud de la persona sobre quien, valga la expresión, se obra.

Como nos es imposible, en verdad, compartir plenamente la gratitud de la persona que recibe el beneficio, a no ser que de antemano aprobemos los motivos del benefactor, así a causa de esto, el sentido de merecimiento resulta ser un sentimiento compuesto, integrado por dos distintas emociones: una simpatía directa con los sentimientos del agente, y una simpatía indirecta con la gratitud de quienes reciben el beneficio de sus actos.

En muchas ocasiones fácilmente podemos distinguir esas dos distintas emociones, combinándose y uniéndose en nuestro sentido del mérito de un individuo o de una acción en particular. Cuando leemos en la historia acerca de ciertos actos de justa y benéfica grandeza de ánimo, ¡cuán ansiosamente compartimos tales propósitos!, ¡cómo nos alienta esa animosa generosidad que los orienta!, ¡cuán deseosos estamos por su feliz éxito!, ¡cuán dolidos por su fracaso! En la imaginación nos convertimos en la persona cuyos actos se nos relatan: nuestra fantasía nos transporta a los lugares en que acontecieron aquellas lejanas y olvidadas aventuras, y nos figuramos que desempeñamos el papel de un Escipión o de un Camilo, de un Timoleón o de un Arístides. Pero, hasta aquí, nuestros sentimientos se fundan en la simpatía directa con la persona que actúa. Mas la simpatía indirecta con quienes resultan beneficiados, no es menos sentida por nosotros. Al ponernos en la situación de éstos, ¡cuán ardorosa y afectuosamente compartimos su gratitud hacia quienes les sirvieron de un modo tan esencial! Abrazamos, como quien dice, juntamente con ellos a su benefactor. Nuestro corazón está pronto a simpatizar con los más exagerados arrebatos de su agradecimiento. Pensamos que no hay bastantes honores ni galardón que ellos puedan conferirle, y cuando así recompensan sus servicios, cordialmente aplaudimos y participamos en su sentimiento; pero nos escandalizan excesivamente, si por su comportamiento, demuestran tener poco sentido de la obligación en que se hallan. En resumen, nuestro sentido del mérito de tales actos, de la conveniencia y justicia de premiarlos y de hacer que la persona que los ejecutó, a su vez reciba agrado, surge de esas emociones de simpatía que son la gratitud y el amor, con las que, al hacer nuestra la situación de la persona principalmente afectada, nos sentimos naturalmente transportados hacia ese hombre que fue capaz de obrar con tan pertinente y noble beneficencia.

2. Del mismo modo, como nuestro sentido de la impropiedad del comportamiento surge de la falta de simpatía, o de una directa antipatía hacia los afectos y motivos del agente, así nuestro sentido del demérito surge de lo que aquí también llamaré una simpatía indirecta con el resentimiento del paciente.

Como, ciertamente, nos es imposible compartir el resentimiento del paciente, a no ser que el corazón de antemano desapruebe los motivos del agente y renuncie a toda simpatía con ellos, así, por tal motivo, el sentido del demérito, y también el del mérito, parecen ser un sentimiento compuesto, integrado por dos distintas emociones: una antipatía directa con los sentimientos del agente y una simpatía indirecta con el resentimiento del paciente.

Nota.— El atribuir de ese modo nuestro natural sentido del demérito de las acciones humanas a una simpatía con el resentimiento del paciente, quizá parezca a la mayoría de las gentes una degradación de ese sentimiento. El resentimiento es comúnmente considerado como una pasión tan odiosa, que las gentes se sentirán inclinadas a pensar que es imposible que un principio tan laudable como lo es el sentido del demérito del vicio, esté de algún modo fundado en él. Pero quizá estarán mejor dispuestas a aceptar que nuestro sentido del mérito de las buenas acciones se funda en la simpatía con la gratitud de las personas por ella beneficiadas, y ello, porque la gratitud, así como todas las demás pasiones benévolas, se considera como un principio afable que en nada puede menoscabar el valor de lo que se funda en él. Sin embargo, la gratitud y el resentimiento evidentemente son, desde todo punto de vista, la contrapartida el uno de la otra; y si nuestro sentido del mérito surge de la simpatía por la una, nuestro sentido del desmerecimiento no puede menos que originarse de la complacencia por el otro.

Considérese también que, si es cierto que el resentimiento en los grados en que con demasiada frecuencia lo vemos, es, quizá, la más odiosa de todas las pasiones, no por eso lo desaprobamos cuando, debidamente humillado, se rebaja al nivel de la indignación del espectador que simpatiza.

Cuando nosotros, siendo simples circunstantes, sentimos que nuestra propia animosidad corresponde en todo a la del paciente, cuando el resentimiento de éste en ningún punto excede al nuestro, cuando ni una palabra, ni un ademán se le escapa que denote una emoción más violenta que la experimentada por nosotros, y cuando en modo alguno se propone infligir un castigo que pase de los límites de aquél que a nosotros nos alegraría ver infligido, o del que nosotros, con tal motivo, aun desearíamos ser instrumentos, es imposible que dejemos de aprobar plenamente su sentimiento. En este caso, nuestra propia emoción necesariamente lo justificará ante nuestros ojos. Y como la experiencia nos enseña cuán incapaz de tal moderación es la mayoría de los hombres, y cuán grande el esfuerzo requerido para aminorar el grosero e indisciplinado impulso del resentimiento hasta esa ecuanimidad, no podemos menos que concebir en grado considerable cierta estimación y admiración hacia quien demuestra ser capaz de ejercer tanto dominio sobre una de las más rebeldes pasiones de su naturaleza. Cuando el rencor del paciente excede, como casi siempre acontece, de lo que nosotros podemos participar en él, como no lo compartimos necesariamente lo reprobamos. Hasta nuestra reprobación llega a más de lo que sería por igual exceso en cualquiera otra pasión de las derivadas de la imaginación. Y este en demasía violento resentimiento, en lugar de invitarnos a compartirlo, se convierte en sí en objeto de nuestro resentimiento e indignación. Compartimos el resentimiento contrario que es el de la persona objeto de aquella emoción injusta y que se encuentra en peligro de sufrirla. La venganza, por lo tanto, exceso de resentimiento, aparece como la más detestable de todas las pasiones y es objeto del horror e indignación de todos. Y como la manera en que esta pasión comúnmente se revela entre los hombres, es cien por una excesiva y no moderada, propendemos a considerarla del todo odiosa y detestable, porque lo es en su forma más usual. Sin embargo, la Naturaleza, aun en el actual estado depravado de la especie humana, al perecer no nos ha tratado tan despiadadamente dotándonos de algún principio que sea en su integridad y a todas luces perverso, o que, en algún grado o por algún motivo, no pueda ser objeto apropiado de encomio y aprobación. Hay ocasiones en que sentimos que esta pasión, por lo general demasiado vehemente, puede asimismo ser demasiado débil. A veces nos lamentamos porque determinada persona muestra poco espíritu y tiene un sentido demasiado apocado de las injurias de que ha sido víctima, y tan pronto estamos a despreciarla por el defecto como a odiarla por el exceso de esta pasión.

Seguramente quienes escribieron por inspiración divina no habrían hablado, ni con tanta frecuencia ni tan expresamente, de la ira y enojo de Dios, si hubiesen considerado, aun para una tan imperfecta y débil criatura como es el hombre, que en todos los grados esas pasiones eran malignas y perversas.

Adviértase también que la presente investigación no se ocupa de una cuestión de derecho, por decirlo así, sino de una cuestión de hecho. No estamos examinando por ahora sobre qué principios aprobaría un ente perfecto el castigo de las malas acciones, sino sobre qué principios lo aprueba de hecho una criatura tan débil e imperfecta como es el hombre. Es evidente que los principios que acabo de mencionar tienen un efecto muy considerable sobre sus sentimientos, y parece sabiamente ordenado que así sea. La existencia misma de la sociedad requiere que la inmerecida y no provocada malignidad quede restringida por adecuados castigos y, por consecuencia, que la inflicción de tales castigos sea considerada como una acción conveniente y laudable. Aunque el hombre, por lo tanto, esté naturalmente dotado del deseo de bienestar y conservación de la sociedad, sin embargo, el Autor de la Naturaleza no ha confiado a su razón descubrir que una cierta aplicación punitiva constituye el medio adecuado para alcanzar ese fin; sino que lo ha dotado de una inmediata e instintiva aprobación de la aplicación precisa que sea más adecuada para alcanzarlo. A este respecto, la economía de la Naturaleza es exactamente de una pieza, como lo es en muchas otras ocasiones. Con respecto a todos aquellos fines que, vista su peculiar importancia, pueden considerarse —si se permite la expresión— como los fines favoritos de la Naturaleza, ella siempre ha dotado a los hombres, no sólo con un apetito para la finalidad que se propone, sino asimismo con un apetito para los únicos medios por los que esa finalidad puede realizarse, a causa de esos mismos medios e independientemente de su tendencia a producir el fin. Así acontece con la propia conservación, con la propagación de las especies y con las grandes finalidades que al parecer se ha propuesto la Naturaleza al formar todas las especies animales. Los hombres están dotados de un deseo hacia esos fines y de la aversión por lo contrario; de un amor a la vida y de un temor a la muerte; de un deseo por la continuación y perpetuación de la especie y de una aversión a la idea de su total extinción. Pero, aunque así dotados de ese muy fuerte deseo por ver la realización de tales fines, no les ha sido confiado a los lentos e inseguros juicios de nuestra razón el descubrir los medios adecuados para ello. La Naturaleza, en la casi totalidad de estos casos, nos ha orientado con instintos primarios e inmediatos. El hambre, la sed, la pasión que une a los sexos, el amor al placer y el temor al dolor, nos incitan a aplicar estos medios por sí mismos, independientemente de toda consideración sobre su tendencia a realizar aquellos benéficos fines que el gran Director de la Naturaleza se propuso conseguir por ellos.

Antes de poner fin a esta nota, debo advertir la diferencia que hay entre la aprobación de lo que es apropiado y la de lo meritorio o benéfico. Antes de conceder nuestra aprobación a los sentimientos de alguien como convenientes y adecuados a sus objetos, no sólo debemos sentirnos afectados del mismo modo que él, sino que debemos tener consciencia de la armonía y correspondencia entre sus sentimientos y los nuestros. Y así, cuando con ocasión de enterarme de la desgracia acaecida a un amigo, debiera experimentar precisamente ese mismo grado de aflicción a que él se abandona; sin embargo, hasta que no esté informado de su comportamiento, hasta que no me dé cuenta de la armonía entre sus emociones y las mías, no puede decirse de mí que apruebe los sentimientos que norman su conducta. Por tanto, la aprobación de la conveniencia de los sentimientos requiere, no solamente que simpaticemos del todo con la persona actuante, sino que sea perceptible la concordancia entre sus sentimientos y los nuestros. Por lo contrario, cuando tengo noticia de un beneficio con que ha sido agraciada una persona, sea cual fuere el modo que ello afecte al beneficiado, si, haciendo mío el caso, siento surgir la gratitud en mi propio pecho, es forzoso que apruebe la conducta de su benefactor considerándola como meritoria y digna de recompensa. El que la persona beneficiada conciba gratitud o no, no puede, evidentemente, en grado alguno, alterar nuestros sentimientos hacia la persona de donde procede el beneficio. Aquí, pues, no se requiere una correspondencia de sentimientos; basta imaginar que de haber sido agradecido, nuestros sentimientos y los suyos habrían correspondido, y por eso nuestro sentido del mérito frecuentemente se funda en una de esas simpatías ilusorias, por las que, cuando hacemos nuestro el caso de otro, a menudo resultamos afectados de un modo como el principal interesado es incapaz de afectarse. Pareja diferencia existe entre nuestra reprobación del demerito, y la de la impropiedad.


 
Sección II. De la justicia y la beneficencia



 
1. Comparación entre estas dos virtudes
Las acciones con tendencias benéficas, que proceden de motivaciones correctas, parecen requerir sólo recompen­ sas, porque tales son solamente los objetivos idóneos de la gratitud, o promueven la gratitud simpatizadora del es­ pectador.

Las acciones con tendencias dañosas, que proceden de motivaciones impropias, parecen merecer sólo castigos, porque tales son solamente los objetos idóneos del resen­ timiento, o estimulan el resentimiento simpatizador del espectador.

La beneficencia siempre es libre, no puede ser arranca­ da por la fuerza, y su mera ausencia no expone a castigo alguno, porque la simple falta de beneficencia no tiende a concretarse en ningún mal efectivo real. Puede que frus­ tre el bien que podría razonablemente haberse esperado, y por ello puede con justicia generar disgusto y reproba­ ción; no puede, empero, provocar ningún enojo asumible por las personas. El hombre que no recompensa a su benefactor cuando puede hacerlo y cuando el bienhechor necesita su ayuda es indudablemente culpable de la más tenebrosa ingratitud. El corazón de todo espectador im­ parcial rechaza cualquier adhesión al egoísmo de sus mo­ tivaciones y él resulta un objeto apropiado para la máxi­ ma desaprobación. Pero a pesar de todo no perpetra un menoscabo efectivo a nadie. Sólo deja de hacer el bien que es correcto que hubiera hecho. Es por tanto el objeti­ vo del aborrecimiento, una pasión que es naturalmente fomentada por la impropiedad del sentimiento y la con­ ducta, pero no del rencor, una pasión que nunca es con propiedad generada sino por las acciones que tienden a producir un mal real y efectivo a algunas personas con­ cretas. Su falta de gratitud, por tanto, no puede ser san­ cionada. Obligarlo por la fuerza a realizar lo que por gratitud debería hacer, y lo que cualquier espectador imparcial aprobaría que hiciera, sería, si fuera posible, algo todavía más incorrecto que su negligencia. Su bene­ factor se deshonraría si intentara con violencia forzarlo a ser agradecido, y sería impertinente que se interpusiese un tercero, que no fuese el superior de ninguno “de ellos.

Pero de todos los deberes de la beneficencia, los impulsa­ dos por la gratitud se aproximan más a lo que se denomi­ na una obligación absoluta y total. Lo que la amistad, la generosidad, la caridad nos compele a hacer con universal aprobación es aún más libre, y puede ser arrebatado por la fuerza aún menos que los deberes de la gratitud. H a­ blamos de deuda de gratitud, no de caridad, o generosi­ dad, ni siquiera de amistad, cuando la amistad es mera estima y no ha sido profundizada y complicada con la gratitud por los buenos oficios.

Parece que la naturaleza nos dio el encono para la de­ fensa y sólo para la defensa. Es la salvaguardia de la justi­ cia y la seguridad de la inocencia. Nos compele a rechazar el perjuicio que nos intentan causar y a desquitarnos por el que ya nos han hecho, para que el culpable pueda ser forzado a arrepentirse de su injusticia y para que otros, por el miedo a una pena similar, teman ser culpables de una falta parecida. Debe por tanto ser reservado para tales propósitos, y el espectador jamás puede asumirlo cuando es ejercido con otros fines. Pero la sola ausencia de virtu­ des benéficas, aunque pueda frustrar el bien que cabría razonablemente esperar, ni intenta hacer ni hace ningún mal del que tengamos ocasión de defendernos.

Hay sin embargo otra virtud, cuya observancia no es abandonada a la libertad de nuestras voluntades sino que puede ser exigida por la fuerza, y cuya violación expone al rencor y por consiguiente al castigo. Esta virtud es la justicia. La violación de la justicia es un mal, causa un ul­ traje real y efectivo a personas concretas, por motivos que son naturalmente reprobados. Resulta, por tanto, el obje­ to propio del enfado y la sanción que es la consecuencia natural del resentimiento. En la medida en que las perso­ nas se adhieren y aprueban la violencia empleada para vengar el mal producido por la injusticia, de igual modo se adhieren y aprueban la violencia empleada para preve­ nir y rechazar el daño y para impedir que el agresor ata­ que a sus vecinos. La persona que medita sobre la injusti­ cia es consciente de esto y piensa que es absolutamente correcto recurrir a la fuerza, tanto por la persona que pretende dañar como por otros, para obstaculizar la eje­ cución de su delito o para castigarlo si ya lo ha ejecutado.

Sobre esto se funda la notable distinción entre la justicia y todas las otras virtudes sociales, que ha sido recientemen­ te subrayada por un autor de gran talento y originalidad

(Henry Home, Lord Kames), en el sentido de que nos sentimos bajo una mayor obligación de obrar de acuerdo a la justicia que en armonía con la amistad, la caridad o la generosidad; que de alguna manera la práctica de estas tres últimas virtudes parece ser dejada a nuestro libre al­ bedrío, pero de una u otra forma nos sentimos vincula­ dos, obligados y forzados de un modo especial a observar la justicia. Es decir, pensamos que es totalmente correcto y cuenta con la aprobación de todas las personas el em­ pleo de la fuerza para cumplir con las reglas de la justicia, pero no para seguir los preceptos de las otras virtudes.

Debemos en todo caso siempre diferenciar cuidadosa­ mente entre lo que sólo es reprochable, o el objetivo apropiado de la desaprobación, y lo que permite el uso de la fuerza para sancionar o prevenir. Será reprochable lo que no llegue al grado habitual de beneficencia que la ex­ periencia nos enseña a esperar de todos; y en cambio será loable lo que vaya más allá. Ese grado habitual no es re­ probable ni plausible. Un padre, un hijo, un hermano que se comporte con sus parientes ni mejor ni peor que como lo hace el grueso de la humanidad, no merecerá ni alaban­ za ni reproche. El que nos sorprenda con un afecto extra­ ordinario e inesperado, pero siempre propio y adecuado, o por el contrario una falta de cariño extraordinaria e in­ esperada, así como inapropiada, parecerá loable en un caso y reprochable en el otro.

N i siquiera el grado más común de bondad o benefi­ cencia puede, entre iguales, ser arrancado por la fuerza.

Entre iguales cada individuo es naturalmente, y antes de la institución del gobierno civil, considerado en posesión de un derecho a defenderse contra las agresiones y a efec­ tuar un cierto grado de castigo por las que hubiese sufri­ do. Todo espectador generoso no sólo aprueba su con­ ducta en tales casos sino que se adhiere tanto a sus sentimientos que a menudo está dispuesto a asistirlo.

Cuando un hombre ataca, roba o intenta matar a otro, to­ dos los vecinos se alarman y piensan que obran correcta­ mente cuando corren a vengar a la persona atacada o a defenderla del peligro de ser atacada. Pero un padre que no llega al nivel normal de afecto parental hacia un hijo, cuando un hijo carece de la reverencia filial que cabe es­ perar hacia su padre, cuando un hombre cierra su cora­ zón a la compasión y rehúsa aliviar la desgracia de sus se­ mejantes cuando podría fácilmente hacerlo; en estos casos, aunque todo el mundo reprueba tales conductas, nadie imagina que quienes podrían tener razones para es­ perar un mayor afecto tengan derecho a obtenerlo por la fuerza. El paciente sólo puede lamentarse y el espectador no puede inmiscuirse más allá que mediante el consejo y la persuasión. En todas esas ocasiones, el que los iguales utilicen la fuerza unos contra otros sería considerado la mayor insolencia y soberbia.

Es verdad que a veces un superior puede con aproba­ ción general obligar a quienes están bajo su jurisdicción a comportarse mutuamente en este aspecto con un cierto grado de corrección. Las leyes de todas las naciones civi­ lizadas obligan a los padres a mantener a sus hijos, y a los hijos a mantener a sus padres, e imponen sobre las perso­ nas muchos otros deberes de beneficencia. Al magistrado civil se le confía el poder no sólo de conservar el orden público mediante la restricción de la injusticia sino de promover la prosperidad de la comunidad, al establecer una adecuada disciplina y combatir el vicio y la incorrec­ ción; puede por ello dictar reglas que no sólo prohíben el agravio recíproco entre conciudadanos sino que en cierto grado demandan buenos oficios recíprocos. Cuando el soberano ordena lo que es meramente indiferente y que antes de sus instrucciones bien podía omitirse sin culpa alguna, desobedecerle se vuelve no sólo reprochable sino punible. Entonces, cuando ordena aquello que antes de sus mandatos no podía eludirse sin el mayor reproche, ciertamente la desobediencia se vuelve mucho más puni­ ble. De todos los deberes de un legislador, es éste quizá el que exige la máxima delicadeza y reserva para ser ejecuta­ do con propiedad e inteligencia. Dejarlo totalmente de lado expone a la comunidad a brutales desórdenes y ho-s rribles atrocidades; y excederse en él es destructivo para toda libertad, seguridad y justicia.

Aunque la simple falta de beneficencia no merece san­ ción alguna por los pares, las muestras excelsas de esa vir­ tud son dignas de la mayor recompensa. Al ser conducen­ tes al mayor bien, son los objetivos naturales y aprobados de la más viva gratitud. Aunque la violación de la justicia, al contrario, expone al castigo, la observancia de las reglas de dicha virtud no parece ser digna de ninguna recom­ pensa. Es indudablemente correcto el practicar la justicia, y por eso ello merece la aprobación que se debe a la co­ rrección. Pero como no hace un bien efectivo real, tiene derecho a una muy pequeña gratitud. La mera justicia es en la mayoría de los casos una virtud negativa y sólo nos impide lesionar a nuestro prójimo. El hombre que sólo se abstiene de violar la persona, la propiedad o la reputación de sus vecinos, tiene ciertamente muy poco mérito efecti­ vo. Satisface, no obstante, todas las reglas de lo que se lla­ ma propiamente justicia y hace todas las cosas qu£ sus pa­ res pueden correctamente forzarlo a hacer o sancionarlo por no hacerlas. A menudo podemos cumplir todas las normas de la justicia simplemente si nos sentamos y no hacemos nada.

Así como el hombre haga, se le hará, y la correspon­ dencia parece ser la gran ley que nos dictó la naturaleza.

La beneficencia y la generosidad creemos que son debidas al generoso y bienhechor. Aquellos cuyos corazones ja­ más se abren a los sentimientos humanitarios deberían, pensamos, quedar igualmente excluidos de los afectos de sus semejantes y vivir en el medio de la sociedad como si estuvieran en un vasto desierto donde nadie los cuidara ni se interesara por ellos. El quebrantador de las leyes de la justicia debería sentir él mismo el mal que ha hecho a los demás; y como ninguna consideración del padecimiento de sus hermanos es capaz de refrenarlo, deberá ser abru­ mado por el miedo al sufrimiento propio. El hombre que se limita a ser inocente y meramente se abstiene de dañar a sus vecinos sólo merecerá que sus vecinos respeten su inocencia y que las mismas normas se le apliquen religio­ samente a él.


 
2. Del sentido de la justicia, del remordimiento y de la conciencia del mérito
N o puede haber un motivo correcto para dañar a nues­ tro prójimo, no puede haber una incitación a hacer mal a otro que los seres humanos puedan asumir, excepto la justa indignación por el daño que otro nos haya hecho. El perturbar su felicidad sólo porque obstruye el camino ha­ cia la nuestra, el quitarle lo que es realmente útil para él meramente porque puede ser tanto o más útil para noso­ tros, o dejarse dominar así a expensas de los demás por la preferencia natural que cada persona tiene por su propia felicidad antes que por la de otros, es algo que ningún es­ pectador imparcial podrá admitir. Es indudable que por naturaleza cada persona debe primero y principalmente cuidar de sí misma, y como cada ser humano está prepa­ rado para cuidar de sí mejor que ninguna otra persona, es adecuado y correcto que así sea. Por tanto, cada indivi­ duo está mucho más profundamente interesado en lo que le preocupa de inmediato a él que en lo que inquieta a al­ gún otro hombre (parte VI, sec. II, cap. 1); y el tener noticias por ejemplo de la muerte de otra persona, con la que no tenemos una relación especial, nos preocupará menos, nos estropeará la digestión o interrumpirá nuestro descanso mucho menos que cualquier insignificante so­ bresalto que hayamos sufrido. Pero aunque la ruina de nuestro vecino nos pueda afectar mucho menos que un pequeño infortunio propio, no debemos destruirlo a él para prevenir dicho infortunio y ni siquiera para prevenir nuestra propia ruina. En este caso, como en todos los de­ más, debemos analizarnos no tanto a la luz con la que naturalmente nos vemos a nosotros mismos sino con la que naturalmente nos ven los demás. Aunque cada hom­ bre pueda ser, como reza el proverbio, todo el mundo para sí mismo, para el resto de los humanos es una frac­ ción sumamente insignificante. Aunque su propia felici­ dad pueda ser más importante para él que la de todo el mundo, para toda otra persona no tiene más significación que la de cualquier otro hombre. Por tanto, aunque pue­ de ser verdad que cada individuo, en su propio corazón, se prefiere naturalmente a toda la humanidad, sin embar­ go no osará mirar a los seres humanos a la cara y declarar que actúa según este principio. Siente que jamás podrán aceptar tal preferencia, y que por más natural que le pa­ rezca, a ellos invariablemente les parecerá excesiva y ex­ travagante. Cuando se analiza desde la perspectiva desde la que es consciente que otros lo ven, comprende que para ellos él es sólo uno más de la multitud,- en ningún as­ pecto mejor que ningún otro integrante de la misma. Para actuar de forma tal que el espectador imparcial pueda adoptar los principios de su proceder, que es lo que más desea, deberá en ésta como en todas las demás ocasiones moderar la arrogancia de su amor propio y atenuarlo has­ ta el punto en que las demás personas puedan acompa­ ñarlo. Éstas lo aceptarán tanto como para permitirle estar más preocupado por su propia felicidad que por la de ningún otro, y perseguirla con más intensa asiduidad. En esa medida, cada vez que se pongan en su lugar, podrán asumir su situación. En la carrera hacia la riqueza, los ho­ nores y las promociones, él podrá correr con todas sus fuerzas, tensando cada nervio y cada músculo para dejar atrás a todos sus rivales. Pero si empuja o derriba a algu­ no, la indulgencia de los espectadores se esfuma. Se trata de una violación del juego limpio, que no podrán aceptar.

Para ellos este hombre es tan bueno como este otro que ha derribado; ellos no asumen ese amor propio merced al cual él se prefiere a sí mismo tanto más que al otro, y no pueden adherirse a las motivaciones que le llevaron a cau­ sarle daño. Por tanto, estarán prontos a simpatizar con el resentimiento natural del agredido, y el agresor se vuelve el objetivo de su odio e indignación. El es consciente de ello y se da cuenta de que esos sentimientos están listos para estallar desde todos lados en su contra.

Cuanto mayor y más irreparable sea el ultraje, el enojo de la víctima será naturalmente mayor; otro tanto sucederá con la indignación simpatizadora del espectador y también con el sentimiento de culpa del agente. La muerte es'el má­ ximo mal que una persona puede infligir a otra y estimula el mayor grado de rencor entre los más inmediatamente allegados al fallecido. Por tanto, el asesinato es el más atroz de todos los crímenes que afectan a los individuos, tanto a los ojos de la humanidad como a los de la persona que lo comete. El vernos privados de lo que poseemos es un per­ juicio mayor que el de quedar frustrados en lo que sólo era una expectativa. La violación de la propiedad, por ende, el hurto y el robo, que nos arrebatan lo que poseemos, son delitos más graves que el incumplimiento de los contratos, que sólo nos frustra en lo que esperábamos. Las más sagra­ das leyes de la justicia, en consecuencia, aquellas cuyo que­ brantamiento clama a gritos por venganza y castigo, son las leyes que protegen la vida y la persona de nuestro próji­mo; las siguientes son aquellas que protegen su propiedad y posesiones, y al final están las que protegen lo que se de­ nominan sus derechos personales o lo que se le debe por promesas formuladas por otros.

El violador de las más sagradas leyes de la justicia nun­ ca puede deliberar sobre los sentimientos que las perso­ nas tienen hacia él sin experimentar las agonías de la ver­ güenza, el horror y la consternación. Cuando su pasión es saciada y él comienza a reflexionar sobre su comporta­ miento pasado, no puede admitir ninguna de las motiva­ ciones que lo influyeron. Le parecen tan detestables a él ahora como lo han sido siempre para la otra gente. AI simpatizar con el odio y el aborrecimiento que otras per­ sonas deben sentir hacia él, se transforma en alguna medi­ da en el objetivo de su propio odio y aborrecimiento. La situación de la persona que sufrió merced a su injusticia, ahora enciende su piedad. Le lastima el pensarlo, lamenta los efectos infelices de su conducta y al mismo tiempo piensa que lo han convertido en el objeto idóneo del ren­ cor y la indignación de la especie humana, y de lo que es la consecuencia natural del resentimiento: el desagravio y la sanción. Esta idea lo acosa sin tregua y lo llena de te­ rror y confusión. N o osa mirar a la sociedad a la cara y se imagina por así decirlo rechazado y expulsado de los afectos de todo el género humano. N o le cabe esperar consuelo de la simpatía con ésta, su mayor y más temible desdicha. El recuerdo de sus crímenes ha clausurado toda solidaridad con él en los corazones de sus semejantes. Los sentimientos que experimentan hacia él son precisamente lo que más teme. Todo le semeja hostil y con gusto vola­ ría hasta un desierto inhóspito donde nunca más contem­ plaría el rostro de un ser humano, ni detectaría en el sem­ blante de la humanidad la condena por sus crímenes. Pero la soledad es aún más espantosa que la sociedad. Sus pen­ samientos no pueden aportarle nada que no sea tenebro­ so, desgraciado y desastroso, los presagios melancólicos de una miseria y una ruina infinitas. El horror de la sole­ dad lo empuja otra vez a la sociedad y nuevamente está en presencia de los seres humanos, atónito por aparecer ante ellos, abrumado por la vergüenza y confundido por el temor, y suplica una ligera protección aprobada por los mismos jueces que él sabe que ya lo han condenado uná­ nimemente. Tal es la naturaleza de ese sentimiento que con propiedad se denomina remordimiento; de todos los sentimientos que puede abrigar el corazón humano, es el más temible. Está formado por la vergüenza y por el sen- tido de la impropiedad del comportamiento pasado, por la aflicción ante sus consecuencias, por la compasión ha­ cia los que las han sufrido y por el pavor y el terror ante la pena, a partir de la conciencia del encono justamente provocado en todas las criaturas racionales. La conducta opuesta inspira naturalmente el sentimien­ to opuesto. La persona que no por caprichos frívolos sino por móviles correctos ha realizado una acción generosa, cuando piensa en quienes ha servido se siente el objetivo natural de su aprecio y gratitud y, por simpatía hacia ellos, de la estima y aprobación de toda la humanidad. Y cuando mira atrás hacia las motivaciones por las que ac­ tuó, y las repasa a la misma luz con que las repasaría un espectador indiferente, él aún las asume y se congratula por simpatía con la aprobación de ese supuesto juez im­ parcial. Desde ambos puntos de vista su proceder le pare­ ce en todo agradable. Cuando piensa en ello, su mente se llena de alegría, serenidad y compostura. Establece una amistad y una armonía con toda la humanidad y contem­ pla a sus semejantes con confianza y benévola satisfac­ ción, seguro de haberse hecho digno de sus consideracio­ nes más favorables. En la combinación de todos estos sentimientos consiste la conciencia del mérito o de la re­ compensa merecida.


 
3. De la utilidad de esta constitución de la naturaleza
Así sucede que el ser humano, que sólo puede subsistir en sociedad, fue preparado por la naturaleza para el con­ texto al que estaba destinado. Todos los miembros de la sociedad humana necesitan de la asistencia de los demás y de igual forma se hallan expuestos a menoscabos recípro­ cos. Cuando la ayuda necesaria es mutuamente propor­ cionada por el amor, la gratitud, la amistad y la estima, la sociedad florece y es feliz. Todos sus integrantes están unidos por los gratos lazos del amor y el afecto, y son por así decirlo impulsados hacia un centro común de buenos oficios mutuos.

Pero aunque la asistencia necesaria no sea prestada por esos motivos tan generosos y desinteresados, aunque en­ tre los distintos miembros de la sociedad no haya amor y afecto recíprocos, la sociedad, aunque menos feliz y gra­ ta, no necesariamente será disuelta. La sociedad de perso­ nas distintas puede subsistir, como la de comerciantes distintos, en razón de su utilidad, sin ningún amor o afec­to mutuo; y aunque en ella ninguna persona debe favor

alguno o está en deuda de gratitud con nadie, la sociedad podría sostenerse a través de un intercambio mercenario

de buenos oficios de acuerdo con una evaluación consen­

suada.

Pero la sociedad nunca puede subsistir entre quienes

están constantemente prestos a herir y dañar a otros. Al punto en que empiece el menoscabo, el rencor y la ani­ madversión recíprocos aparecerán, todos los lazos de unión saltarán en pedazos y los diferentes miembros de la sociedad serán por así decirlo disipados y esparcidos por la violencia y oposición de sus afectos discordantes. Si hay sociedades entre ladrones y asesinos, al menos deben abstenerse, como se dice comúnmente, de robarse y asesi­ narse entre ellos. La beneficencia, por tanto, es menos esencial para la existencia de la sociedad que la justicia. La sociedad puede mantenerse sin beneficencia, aunque no en la situación más confortable; pero si prevalece la injus­ ticia, su destrucción será completa.

Así, aunque la naturaleza exhorta a las personas a obrar benéficamente, por la placentera conciencia de la Recom­ pensa merecida, no ha juzgado necesario vigilar y forzar esa práctica mediante el terror del escarmiento merecido en caso de su omisión. Es el adorno que embellece el edi­ ficio, no la base que lo sostiene, y por ello bastaba con re­ comendarlo y no era en absoluto indispensable imponer­ lo. La justicia, en cambio, es el pilar fundamental en el que se apoya todo el edificio. Si desaparece entonces el in­ menso tejido de la sociedad humana, esa red cuya cons­ trucción y sostenimiento parece haber sido en este mun­ do, por así decirlo, la preocupación especial y cariñosa de la naturaleza, en un momento será pulverizada en áto­ mos. Para garantizar la observancia de la justicia, en con­ secuencia, la naturaleza ha implantado en el corazón hu­ mano esa conciencia del desmerecimiento, esos terrores del castigo merecido que acompañan a su quebrantamien­ to, como las principales salvaguardias de la asociación de los seres humanos, para proteger al débil, sujetar al vio­ lento y sancionar al culpable. Aunque los hombres tienen simpatía natural, sienten muy poco hacia alguien con quien no mantienen una conexión especial en compara­ ción con lo que sienten hacia sí mismos; la miseria de al­ guien que sólo es un semejante resulta de importancia in­ significante para ellos en comparación a una minúscula comodidad propia; gozan de un considerable poder para hacerle daño y pueden tener tantas tentaciones de hacerlo que si ese principio no se interpusiera entre ellos en de­ fensa del débil y los intimidara para respetar su inocencia estarían permanentemente listos para atacarlo, como bes­ tias salvajes; en tales circunstancias una persona entraría a una asamblea de personas igual que a una jaula de leones.

En todo el universo vemos cómo los medios se ajustan con esmerado artificio a los fines que están destinados a producir; y en el mecanismo de una planta o un cuerpo animal admiramos cómo cada cosa es diseñada para al­ canzar los dos mayores propósitos de la naturaleza, el mantenimiento del individuo y la propagación de la espe­ cie. Pero en estos objetos y en todos los otros parecidos distinguimos las causas eficiente y final de sus diversos movimientos y organizaciones. La digestión de la comi­ da, la circulación de la sangre y la secreción de los distin­ tos jugos que de allí derivan son todas ellas operaciones necesarias para los grandes objetivos de la vida animal.

Pero nunca procuramos explicarlas a partir de esos obje­ tivos sino de sus causas eficientes, ni nos imaginamos que la sangre circula y la comida es digerida por su propia cuenta, y con vistas a o la intención de alcanzar los objeti­ vos de la circulación o la digestión. Las ruedas del reloj están todas ellas admirablemente ajustadas al fin para el que han sido hechas: indicar la hora. Todos sus múltiples movimientos conspiran escrupulosamente para produci ese efecto. N o podrían hacerlo mejor si estuvieran dota­ dos de un deseo o intención de conseguirlo. Pero nunca les atribuimos a ellos ningún deseo o intención, sino al relojero, y sabemos que son puestas en movimiento por la acción de un resorte, cuyas intenciones con relación al efecto que genera son tan pequeñas como las suyas. Aun­ que al explicar las operaciones de los cuerpos siempre distinguimos de esa forma la causa eficiente de la causa fi-! nal, al dar cuenta de las de la mente somos propensos a confundirlas. Cuando principios naturales nos impulsan a promover fines que una razón refinada e ilustrada nos; aconsejarían, tenemos la tendencia a imputar a esa razón» en tanto que causa eficiente, los sentimientos y acciones' mediante los cuales promovemos dichos fines, y a imagi­ nar que es sabiduría del hombre lo que en realidad es sa­ biduría de Dios. En una visión superficial esa causa pare­ ce suficiente para producir los efectos que se le adscriben, y el sistema de la naturaleza humana parece ser más sim­ ple y aceptable cuando todas sus diversas operaciones son de ese modo deducidas de un solo principio.

Así como la sociedad no puede conservarse si las leyes de la justicia no son tolerablemente respetadas, así como no puede tener lugar una relación social entre personas que por regla general no se abstienen de lesionarse mu­ tuamente, se ha pensado que la consideración de esta ne­ cesidad fue la base sobre la cual hemos aprobado la apli­ cación de las leyes de la justicia mediante el castigo de quienes las violan David Hume. Se ha dicho que el hombre siente un aprecio natural por la sociedad y desea que la unión del género humano sea preservada porque es ella misma un bien y aunque él no obtenga beneficio al­ guno. El estado ordenado y floreciente de la sociedad le resulta grato y disfruta contemplándolo. El desorden y la confusión, en cambio, son objeto de su aversión y lamen­ta todo lo que tienda a generarlos. Es consciente también de que su propio interés está conectado con la prosperidad de la sociedad y que su felicidad, quizá la preservación de su existencia, depende de la preservación de aquélla. Des­ de todos los puntos de vista, entonces, aborrece cualquier cosa que pueda tender a destruir la sociedad, y está dis­ puesto a recurrir a cualquier medio para impedir una eventualidad tan odiada y temida. La injusticia necesaria­ mente tiende a destruirla. De ahí que cualquier signo de injusticia lo alarma y acude presto, por así decirlo, a blo­ quear el avance de lo que, de proseguir sin freno, rápida­ mente terminaría con todo lo que él aprecia. Si no puede contenerlo a través de medios amables y apacibles, lo de­ rribará por la fuerza y con violencia, pero en todo caso deberá interrumpir su evolución ulterior. Por ello, se dice, suele aprobar la aplicación de las leyes de la justicia incluso mediante la pena capital de quienes las quebran­ tan. Quien perturba el orden público es así expulsado de este mundo y otros quedan aterrorizados por su suerte y no siguen su ejemplo.

Tal la explicación habitual de nuestra aprobación de las penas por la injusticia. Y se trata de una explicación indu­ dablemente acertada, en la medida en que solemos tener ocasión de confirmar nuestro sentido natural de la co­ rrección y conveniencia de las penas al reflexionar hasta qué punto son necesarias para la preservación del orden social. Cuando el culpable está a punto de sufrir ese justo desquite que la indignación natural le informa q¡ue mere­ cen sus delitos, cuando la insolencia de su injusticia es quebrada y humillada por el pánico ante su inminente castigo, cuando deja de ser objeto de temor, empieza a ser para los generosos y humanitarios objeto de piedad. La idea de lo que está próximo a sufrir extingue su resenti­ miento por los padecimientos que ha provocado en otros.

Están dispuestos a disculparlo y perdonarlo y salvarlo de la pena que antes, con frialdad, habían calificado de just retribución ante tales ofensas. Aquí, entonces, deben re*J currir a la consideración del interés general de la socie­ dad. Compensan el impulso de esa benevolencia endeble y parcial con los dictados de una benevolencia más gene­ rosa y comprensiva. Argumentan que la misericordia ha-í cia el culpable equivale a la crueldad hacia el inocente, jjj oponen las emociones de la compasión que sienten p o í una persona en concreto con una compasión más amplié que sienten hacia el género humano. A veces debemos defender la corrección de la obser­ vancia de las reglas generales de la justicia en considera­ ción a su necesidad para sostener la sociedad. Con fre­ cuencia oímos a los jóvenes y los disolutos ridiculizar laS: más sagradas normas morales y profesar, en ocasiones por la corrupción pero más a menudo por la vanidad dei sus corazones, las más abominables máximas de conduc­ ta. Bulle nuestra indignación y estamos impacientes por refutar y desenmascarar tan detestables principios. Pero aunque lo que originalmente nos inflama en su contra es su intrínseca malignidad y odiosidad, nos negamos a re­ conocer que los condenamos exclusivamente por esa ra­ zón, o a pretender que es meramente porque nosotros; mismos los abominamos y detestamos. Pensamos que esa razón no es concluyente. Sin embargo, ¿por qué no iba a serlo, si los odiamos y rechazamos porque son objetos naturales del odio y el rechazo? Ocurre que cuando nos preguntan por qué no debemos actuar de tal o cual manera, la pregunta misma parece suponer que a los ojos de quie­ nes la formulan esa forma de comportarse no es de por sí el objetivo natural y apropiado de esos sentimientos. Hay que demostrar, por consiguiente, que ello debe ser así por alguna otra razón. Por tal motivo generalmente echamos una ojeada en derredor en busca de argumentos adiciona­ les y la consideración que primero nos asalta es el desor­den y la confusión de la sociedad que sobrevendrían ante el predominio generalizado de tales prácticas. Rara vez dejamos de insistir sobre este tema.

Pero aunque habitualmente no se requiere mucha inte­ ligencia para percibir la tendencia destructiva de todas las costumbres licenciosas para el bienestar social, es poco frecuente que sea tal consideración la que primero nos anima en contra de ellas. Todas las personas, incluso las más estúpidas e irreflexivas, aborrecen la trapacería, la perfidia y la injusticia, y les satisface el verlas sanciona­ das. Pero son contadas las personas que han reflexionado sobre la necesidad de la justicia para la existencia de la so­ ciedad, por obvia que dicha necesidad parezca.

El que no es el cuidado de la preservación de la socie­ dad lo que originalmente nos mueve a interesarnos en el escarmiento de los delitos cometidos contra las personas puede ser demostrado por varios razonamientos elemen­ tales. En la mayoría de los casos, nuestra preocupación por la fortuna y felicidad de los individuos no surge de nuestra participación en la fortuna y felicidad de la socie­ dad. La ruina o el perjuicio de un solo hombre no nos in­ quieta en tanto que es miembro o parte de la sociedad, igual que no nos preocupa la pérdida de una sola guinea porque sea una parte de mil guineas y porque debamos estar afectados por la pérdida de todas ellas. En ninguno de estos casos nuestra atención a los individuos deriva de nuestra atención a la multitud, pero en ambos nuestra consideración a la multitud es algo compuesto e integra­ do por las consideraciones particulares que sentimos ha­ cia los distintos individuos que la componen. Cuando injustamente nos quitan una pequeña suma no iniciamos una batalla legal porque temamos por la preservación del conjunto de nuestra fortuna sino por una preocupación por esa suma concreta que hemos perdido; así, cuando un hombre es dañado o aniquilado demandamos un escar­ miento no tanto con vistas al interés general de la socie*¡ dad como por él mismo, por el individuo en cuestión que ha sido damnificado. Hay que tener en cuenta, además,' que esta preocupación no incluye necesariamente ningún grado de esos sentimientos profundos denominados co-¡ múnmente amor, estima y afecto, y mediante los cuales- distinguimos a nuestros amigos y conocidos. La inquie­ tud necesaria no va más allá de esa solidaridad generali que tenemos con toda persona simplemente porque es uní semejante. Asumimos incluso el resentimiento de unai persona odiosa, cuando es dañada por terceros a quienes^ no ha provocado. Nuestra reprobación de su carácter yí conducta habituales no nos impide totalmente solidaria zarnos con su indignación natural; aunque bien pueda ser frustrada en el caso de los que no son sumamente francos- o los que no han sido acostumbrados a corregir y regula»; sus sentimientos naturales por la vía de las normas gene-; rales.

Es verdad que en algunas oportunidades sancionamos* y aprobamos el escarmiento sólo atendiendo al interés ge­ neral de la sociedad, que a nuestro juicio no podría ser garantizado de otra forma. Tal es el caso de las penas in­ fligidas por quebrantamientos de lo que se llama policía civil o disciplina militar. Tales delitos no dañan de forma inmediata o directa a ninguna persona en particular, pero se supone que sus consecuencias remotas producen o pueden producir un inconveniente considerable o un gran desorden en la sociedad. Por ejemplo, un centinela que se duerme mientras está de guardia sufre la pena de muerte según las leyes marciales, porque tal negligencia puede poner en peligro a todo el ejército. Tanta severidad puede muchas veces ser necesaria y por ello justa y apro­ piada. Cuando la preservación de un individuo es incom­ patible con la seguridad de una multitud, nada puede ser más justo que preferir a muchos antes que a uno. Pero esta sanción, por necesaria que sea, siempre parece excesi­ vamente severa. La atrocidad natural de la falta parece tan pequeña y el escarmiento tan grande que es muy difícil que nuestro corazón se reconcilie con él. Aunque dicho descuido es muy grave, el pensar en su delito no suscita naturalmente un rencor tal que nos impulse a adoptar un desquite tan terrible. Una persona humanitaria deberá concentrarse, esforzarse y ejercitar toda su perseverancia y decisión antes de poder infligirlo o aceptarlo cuando lo infligen otros. Mas no se planteará del mismo modo el justo castigo de un repugnante asesino o parricida. En este caso su corazón aplaude con ardor, incluso con arre­ bato, la justa represalia que parece debida a crímenes tan detestables, y que si por cualquier accidente resulta eludi­ da se encolerizará y frustrará en grado sumo. Los senti­ mientos tan dispares con los que el espectador contempla esas penas distintas demuestran que su aprobación de la una está lejos de fundarse sobre los mismos principios que la de la otra. Cree que el centinela es una víctima des­ dichada que sin duda debe ser y es justo que sea condena­ do en función de la seguridad de la mayoría, pero que en el fondo de su corazón le gustaría salvar; sólo puede la­ mentar que el interés de la mayoría se oponga. Pero si el asesino escapa del castigo, ello suscitaría su máxima ira y clamaría a Dios para que vengue en otro mundo el crimen que la injusticia humana ha dejado de sancionar en la tierra.

Es menester subrayar que estamos tan lejos de imagi­ nar que la injusticia debe ser castigada en esta vida sólo con miras al orden de la sociedad, que en caso contrario no podría mantenerse, que la naturaleza nos enseña a confiar y suponemos que la religión nos autoriza a espe­ rar que será sancionada incluso en una vida futura. Nues­ tro sentido de su desmerecimiento la persigue, por así de­ cirlo, más allá de su tumba, aunque el ejemplo de su escarmiento allí no pueda servir para disuadir al resto de la humanidad, dado que no lo ve ni lo conoce, de incurrí en prácticas análogas aquí. Pero pensamos que la justicil de Dios requiere en todo caso que vengue allí los sufri­ mientos de las viudas y los huérfanos, que son aquí tan % menudo impunemente ultrajados. Por tal razón en toda« las religiones, y en todas las supersticiones de las que el mundo ha sido testigo, ha habido un Tártaro y un ElíseOj un lugar destinado al castigo de los perversos y un lugag preparado para la recompensa de los justos.


 
Sección III. De la influencia de la fortuna los sentimientos de las personas, con relación al mérito o demérito de las acciones



 
Introducción
Cualquier alabanza o reproche debidos a una acción han de corresponder o bien, primero, a la intención o afecto del corazón del que proceden; o, segundo, a la ac­ ción o movimiento externos del cuerpo a que dicho afec­ to da lugar; o, finalmente, a las consecuencias buenas o malas que de hecho y en la práctica se derivan del mismo.

Estas tres particularidades diferentes constituyen toda la naturaleza y circunstancias de la acción y deben ser el fundamento de cualquier cualidad que pueda atribuírsele.

El que las dos últimas particularidades no pueden ser la base de ningún elogio o censura es del todo evidente y nadie ha afirmado lo contrario. La acción o movimiento externos del cuerpo son frecuentemente iguales en las conductas más inocentes y las más reprobables. El que dispara a un pájaro y el que dispara a una persona ejecu­ tan el mismo movimiento externo: cada uno de ellos pul­ sa el gatillo de un arma. Las consecuencias buenas o ma­ las que de hecho y en la realidad se derivan de cualquier acción son, si ello fuera posible, aún más indiferentes a la loa o la censura que los movimientos externos del cuerpo.

Como no dependen del agente sino de la fortuna, no pue­ den ser el fundamento idóneo de ningún sentimiento que tenga como objeto su carácter o comportamiento.

Las únicas Consecuencias de las que puede ser respon­ sable o por las que puede merecer aprobación o desapro­ bación son las que al menos revelan alguna cualidad ad­ misible o inadmisible en la intención del corazón que lo movió a actuar. A la intención o afecto del corazón, en­ tonces, a la propiedad o impropiedad, a la beneficencia o malignidad del designio, han de corresponder en última instancia toda alabanza o censura, toda aprobación o re­ probación, de cualquier tipo, que puedan ser con justicia asignados a cualquier acción.

Cuando esta máxima es planteada así, en términos ge­ nerales y abstractos, nadie puede estar en desacuerdo.

Todo el mundo reconoce su justicia, evidente por sí mis­ ma, y no se alza ni una voz discordante entre toda la raza humana. Todas las personas admiten que por desiguales que sean las consecuencias accidentales, no intencionadas e imprevistas, de diferentes acciones, si las intenciones o los afectos de los que brotaron fueron, de una parte, igualmente correctos y benéficos, o, de otra parte, igual­ mente impropios y malvados, el mérito o demérito de las acciones es el mismo y el agente es en la misma medida el objetivo apropiado de la gratitud o el resentimiento.

Pero por más profundamente que estemos persuadidos de la verdad de esta equitativa máxima, cuando la aborda­ mos de esta manera abstracta, una vez que llegamos a los casos concretos, las consecuencias prácticas que proceden de cualquier acción tienen efectos muy importantes sobre nuestros sentimientos acerca de su mérito o demérito, y casi siempre expanden o reducen nuestra apreciación de ambos. Un examen atento demuestra que en cualquier caso particular prácticamente nunca nuestros sentimien­ tos están en su totalidad regulados por esa norma, que to­ dos reconocemos debería regularlos por completo.

Procederé ahora a explicar esta irregularidad de los sentimientos, que todos perciben, aunque casi nadie en un grado suficiente, y que nadie está dispuesto a recono­ cer; analizaré en primer término la causa que la provoca o el mecanismo por el cual la produce la naturaleza; en se­ gundo lugar, la extensión de su influencia, y en último lu­ gar la finalidad a la cual responde, o el propósito que el

Autor de la naturaleza parece haber pretendido a través de ella.


 
1. De las causas de esta influencia de la fortuna
En todos los animales, los objetos que inmediatamente animan las dos pasiones de la gratitud y el encono son las causas del dolor y el placer, cualesquiera sean y como­ quiera operen. Durante un momento llegamos a estar ira­ cundos con la piedra que nos hiere. El niño la golpea, un perro le ladra y un hombre encolerizado puede insultarla.

Mas un mínimo de reflexión corrige este sentimiento y pronto somos conscientes de que muy mal puede ser ob­ jeto de venganza lo que nada siente. Cuando, empero, el perjuicio es muy grande, el objeto que lo causó se vuelve desagradable a nuestros ojos para siempre, y nos compla­ cerá quemarlo o destruirlo. De análoga forma trataríamos al instrumento que accidentalmente haya sido la causa de la muerte de un amigo y a menudo nos calificaríamos de culpables de una suerte de inhumanidad si omitiésemos el derramar sobre él esa clase absurda de venganza.

De la misma forma, concebimos una especie de grati­ tud hacia los objetos inanimados que nos causan intensos o frecuentes placeres. El marinero que, a poco de desem­ barcar, alimentara el fuego de su hogar con la tabla gra­ cias a la cual acaba de salvarse de un naufragio parecería culpable de un hecho antinatural. Esperaríamos que la conservara con cuidado y afecto, que fuera en alguna me­ dida un monumento al que le tuviese cariño. Un hombre se acostumbra a una caja de rapé, a un cortaplumas que ha utilizado durante mucho tiempo, y concibe hacia ellos algo parecido a un aprecio y afecto reales. Si los rompe o los pierde se irrita de forma totalmente desproporcionada al valor de la pérdida. La casa en donde hemos vivido muchos años, el árbol cuyo verdor y sombra hemos dis­ frutado tanto, son contemplados con una especie de ve­ neración que parece apropiado merezcan tales benefacto­ res. La ruina de una, el marchitamiento del otro, nos sume en una suerte de melancolía, aunque no padezca­ mos pérdida alguna por ello. Las dríadas y los lares de los antiguos, unos genios de los árboles y las casas, fueron probablemente sugeridos en un principio por este tipo de afecto, que los autores de dichas supersticiones sintieron por esos objetos, y que no parecerían razonables si no hubiese nada animado en ellos.

Pero antes de que alguna cosa pueda ser el objeto idó­ neo del agradecimiento o el rencor, no sólo debe ser la causa del placer o el dolor sino también ser capaz de ex­ perimentarlos. Sin esta otra cualidad, dichas pasiones no pueden desahogarse allí con alguna satisfacción. Como son estimuladas por las causas del placer y el dolor, su sa­ tisfacción consiste en corresponder con esas sensaciones a lo que les da lugar, algo que no tendría sentido si ello ca­ rece de sensibilidad. Por eso los animales son objetivos de gratitud y resentimiento menos inapropiados que las co­ sas inanimadas. Se castiga tanto al perro que muerde como al buey que acornea. Si han ocasionado la muerte de alguna persona, ni el público ni los allegados de la víc­tima quedarán satisfechos hasta que sean muertos a su vez: esto no obedece meramente a la seguridad de los sobrevi­ vientes sino en alguna medida al desagravio por el mal he­ cho a los muertos. En cambio, los animales que han sido sumamente serviciales a sus amos, se convierten en obje­ tos de una muy viva gratitud. Nos asquea la brutalidad del oficial que según se relata en el Turkish Spy apuñaló al caballo que lo había transportado en el cruce de un brazo de mar, para que el animal no distinguiera después a nin­ guna otra persona con una aventura similar.

Pero aunque los animales no sólo son causa de placer y dolor sino también capaces de experimentar dichas sensa­ ciones, están aún lejos de ser objetivos cabales y perfectos de la gratitud o la animadversión; y tales pasiones sienten a pesar de todo que hay algo que falta para que su satis­ facción sea completa. Lo que la gratitud fundamental­ mente desea no es sólo hacer que el benefactor sienta pla­ cer a su vez, sino que sea consciente de que cosecha esa retribución en razón de su conducta pasada, lograr que esa conducta le plazca y garantizarle que la persona a la que dirigió sus buenos oficios no era indigna de ellos. Lo que más nos encanta de nuestros benefactores es la con­ cordia entre sus sentimientos y los nuestros en lo tocante a algo que nos interesa tanto como la valía de nuestra propia personalidad y la estima a la que somos acreedo­ res. Nos deleita encontrar a una persona que nos valore como nos valoramos nosotros y que nos distinga del res­ to de la humanidad con una atención no muy diferente de la que nosotros mismos nos prestamos. El mantener en esa persona esos sentimientos apacibles y halagadores es uno de los fines principales que nos proponemos lograr mediante las recompensas que estamos dispuestos a en­ tregarle. Un espíritu generoso a menudo desdeñará la idea interesada de extraer nuevos favores de su benefactor a través de lo que pueden denominarse las importunida­ des de su gratitud. Pero el preservar e incrementar su estima es un interés que la mente más elevada no pensará que resulta indigno de su atención. Y esta es la base de lo que apunté antes, en el sentido de que no podemos asumir las motivaciones de nuestro benefactor cuando su proceder y personalidad parezcan indignos de nuestra aprobación: aunque sus servicios sean copiosos en grado sumo, nues­ tra gratitud siempre se moderará apreciablemente. Nos halaga menos el ser distinguidos por él; y preservar la es­ tima de un patrono tan endeble o despreciable no parece ser un objetivo digno de ser perseguido.

En cambio, el objetivo básico del rencor no es tanto hacer que nuestro enemigo sufra dolor a su vez sino el hacer que sea consciente de que lo padece en razón de su conducta pasada, el hacer que se arrepienta de esa con­ ducta y que comprenda que la persona a la que lesionó no se merecía el haber sido tratada de ese modo. Lo que más nos encoleriza del hombre que nos lesiona o agravia es la escasa consideración que nos tiene, la irrazonable preferencia que se otorga a sí mismo por encima de no­ sotros, y ese absurdo amor propio que le hace imaginar que los demás pueden ser en todo momento sacrifica­ dos ante su comodidad o su humor. La notoria impro­ piedad de su comportamiento, la grosera insolencia e in­ justicia que demuestra con el mismo, a menudo nos escandaliza y exaspera más que todo el detrimento que hayamos podido sufrir. El hacer que recupere un sentido más justo de lo que se debe a los demás, el hacer que per­ ciba lo que nos debe y el mal que nos ha hecho, es con frecuencia el principal fin que se propone nuestro desa­ gravio, que es siempre imperfecto en la medida en que no lo logre. Cuando nuestro enemigo no nos ha causado lesión alguna, cuando sabemos que ha obrado muy co­ rrectamente y que en su lugar habríamos hecho lo mis­ mo, y que merecíamos que nos infligiera el daño que nos hizo, en este caso, si tenemos al menos un destello de sinceridad o justicia, no podemos abrigar ninguna clase de resentimiento.

Por tanto, antes de que alguna cosa pueda ser el objeto cabal y apropiado del agradecimiento o el enojo, debe cumplir tres condiciones diferentes. Primero, debe ser la causa del placer en un caso y del dolor en el otro. Segun­ do, debe ser capaz de experimentar tales sensaciones. Y tercero, no sólo debe haber producido esas sensaciones sino que debe haberlas producido intencionadamente, y por un designio que es aprobado en un caso y reprobado en el otro. Por la primera condición un objeto puede promover tales pasiones; por la segunda, puede ser capaz de satisfacerlas, y la tercera condición no sólo es necesa­ ria para su satisfacción completa sino que al proporcio­ nar un placer o dolor que es tan agudo como peculiar re­ sulta asimismo una causa de fomento adicional de esas pasiones.

Así como lo que genera placer o dolor, de una forma u otra, es la única causa que suscita el agradecimiento o el enfado; aunque las intenciones de cualquier persona pue­ dan ser por un lado totalmente apropiadas y benevo­ lentes, o por otro lado absolutamente inapropiadas y malevolentes; sin embargo, si la persona no ha podido producir el bien o el mal que pretendía, como una de las causas estimulantes está en ambas ocasiones ausente, se le debe menos gratitud en un caso y menos encono en el otro. Por el contrario, aunque en las intenciones de cual­ quier persona no hubiese ni un loable grado de benevo­ lencia por un lado, o ningún reprobable grado de malicia en el otro; sin embargo, si sus acciones producen un gran bien o un gran mal, como una de las causas estimulantes ocurre en ambos contextos, alguna gratitud puede emer­ ger en un caso y algún resentimiento en el otro. Una sombra de mérito parece corresponderle en el primero y una sombra de demérito en el segundo. Y como todas las consecuencias de las acciones están bajo el imperio de la fortuna, de ahí proviene su influencia sobre los senti­ mientos de la humanidad en lo tocante al mérito y al de­ mérito.


 
2. De la extensión de esta influencia de la fortuna
El efecto de esta influencia de la fortuna es, en primer término, atenuar nuestro sentido del mérito o demérito de las acciones que brotan de las intenciones más loables o reprochables cuando no producen las consecuencias que se proponen; y en segundo lugar, incrementar nues­ tro sentido del mérito o demérito de las acciones más allá de lo que se debe a las motivaciones o afectos de los que proceden, cuando accidentalmente dan lugar a un placer o a un dolor extraordinarios.

1. Primero, aunque las intenciones de una persona sean apropiadas y benévolas en un grado máximo, por un lado, o inapropiadas y malévolas, por el otro, si no producen sus efectos, el mérito será imperfecto en un caso y el demérito incompleto en el otro. Esta irregularidad de sentimientos no es experimentada tan sólo por los que resultan inmedia­ tamente afectados por las consecuencias de una acción. En alguna medida también es sentida por el espectador impar­cial. El hombre que solicita un favor para otro, sin obte­ nerlo, es considerado su amigo y parece ser acreedor a su aprecio y afecto. Pero el hombre que no sólo solicita sino consigue el favor, es especialmente considerado como su patrono y benefactor, y digno de su respeto y gratitud. Po­ demos pensar que la persona favorecida puede imaginarse a sí misma con justicia en el nivel del primero, pero no po­ demos identificarnos con sus sentimientos si no se siente inferior al segundo. Es ciertamente habitual decir que esta­ mos tan en deuda con el hombre que nos ha procurado ayudar como con el que de hecho nos ayudó. Es lo que de­ claramos siempre que estamos ante un intento fracasado de este tipo, pero que como todas las palabras bonitas debe ser tomado con alguna matización. Los sentimientos que una persona generosa abriga hacia el amigo que fracasa pueden en verdad ser casi los mismos que los que experi­ menta hacia el que triunfa, y cuanto más generosa sea, más se aproximarán esos sentimientos a un plano de igualdad.

Para los genuinamente generosos, el ser amado, estimado por quienes ellos mismos consideran dignos de estima, proporciona más placer y por tanto promueve más grati­ tud que todos los beneficios que nunca puedan esperar de tales sentimientos. Por tanto, cuando pierden esos benefi­ cios, creen que pierden una fruslería que apenas es digno mencionar. Pero, en todo caso, algo pierden. Su placer, por ello, y consecuentemente su gratitud, no es absolutamente completa y por consiguiente si entre el amigo que fracasa y el que tiene éxito todas las demás circunstancias son las mismas, existirá, incluso en la mejor y más noble de las mentes, una pequeña diferencia de afecto en favor del triunfador. En realidad, son tan injustas las personas en este aspecto que aunque el beneficio pretendido sea alcan­ zado, si no lo es merced a un benefactor en particular, pen­ sarán que se debe menos gratitud al hombre que con la mejor intención del mundo no pudo hacer más que ayudar un poco. Como su gratitud en este caso está dividida entre

las diversas personas que contribuyeron a su satisfacción, parece que corresponde una cuota menor a cada una. Oí­ mos habitualmente a la gente decir que tal persona intentó sin duda ayudarlos, y realmente creen que se esforzó todo lo posible para conseguirlo. Pero no se sienten en deuda con ella por el beneficio porque de no haber sido por la confluencia con otros, esa persona aislada nunca hubiera podido lograrlo. Imaginan que esa consideración debería atenuar la deuda hacia esa persona, incluso desde el punto de vista del espectador imparcial. El propio individuo que ha intentado sin lograrlo conferir un beneficio no tiene en absoluto la misma dependencia de la gratitud de quien in­ tentaba ayudar, ni el mismo sentido de su propio mérito, que lo que sucedería si hubiese tenido éxito.

El mérito de los talentos y las capacidades que algún accidente ha impedido que produjeran sus efectos parece en alguna medida imperfecto, incluso para quienes están plenamente convencidos de su capacidad para producir­ los. El general que por la llegada de emisarios se ha visto impedido de cosechar una aplastante victoria sobre los enemigos de su país lamenta la pérdida de esa oportuni­ dad para siempre. Y no lo hace sólo en atención al públi­ co. Lamenta el haber sido obstruido en una acción que hubiese podido añadir más brillo a su personalidad a sus propios ojos y a los de cualquier otra persona. N o es sa­ tisfactorio ni para él ni para los demás el reflexionar que el plan o estrategia era lo único que de él dependía, que no se requería una capacidad mayor para ejecutarlo que para acordarlo, que se le concedían todas las capacidades pa­ ra llevarlo adelante y que, de haber sido autorizado, el triunfo habría sido infalible. A pesar de todo no lo puso en práctica y aunque pueda merecer toda la aprobación debida a un proyecto magnánimo y grandioso, aún le fal­ ta el mérito real de haber realizado una acción egregia. El arrebatar la gestión de cualquier asunto público al hom­ bre que lo ha llevado prácticamente a su conclusión es considerado como la más denigrante injusticia. Pensamos que como había llegado tan lejos, se le debió permitir continuar y adquirir el mérito completo de haberlo ter­ minado. Se objetó a Pompeyo que arribó tras las victorias de Lúculo y recogió los laureles debidos a la fortuna y valor de otro. La gloria de Lúculo fue menos completa incluso en opinión de sus propios amigos porque no se le permitió finalizar la conquista que su denuedo y co­ raje había posibilitado que finalizara virtualmente cual­ quier otro hombre. Un arquitecto se aflige cuando sus proyectos no son ejecutados o cuando son tan modifica­ dos que estropean el efecto de la construcción. Pero el proyecto es lo único que depende del arquitecto. Según los mejores expertos la totalidad de su genio se exhibe allí tan completamente como en la ejecución. Pero un pro­ yecto nunca proporciona, ni siquiera para los más inteli­ gentes, el mismo placer que un edificio noble y magnífi­ co. Pueden descubrir tanto gusto y genio en el uno como en el otro. Pero sus efectos son vastamente dispares y el entretenimiento derivado del primero nunca se acerca al asombro y admiración que a veces provoca el segundo.

Podemos creer que el talento de muchos hombres supera el de César o Alejandro, y que en su misma situación lle­ varían a cabo mayores hazañas. Entretanto, sin embargo, no los contemplamos con el asombro y la admiración con que dichos héroes han sido contemplados en todos los tiempos y naciones. El juicio sosegado de la mente puede aprobarlos más, pero les falta el esplendor de las acciones insignes para deslumbrar y arrebatar. La superioridad de virtudes y talentos no tiene, ni siquiera en aquellos que reconocen dicha superioridad, el mismo efecto que la su­ perioridad de los logros.

Así como el mérito de un intento fracasado de hacer el bien aparece a los ojos de la gente desagradecida dismi­ nuido por el malogro, otro tanto sucede con el demérito de un intento fracasado de hacer el mal. El plan para come­ ter un delito, por más nítidamente que resulte probado, casi nunca es penado con la misma severidad que el co­ meterlo de hecho. La única excepción es quizá la traición.

Como esta ofensa afecta inmediatamente a la existencia misma del Estado, el Estado naturalmente la vigila con más celo que a ninguna otra. En el castigo de la traición, el soberano rechaza el ultraje perpetrado directamente contra él mismo; en la sanción a otros delitos, rechaza los males hechos a otras personas. Es su propio resentimien­ to al que da rienda sueltá en un caso, y el de sus súbditos el que por simpatía asume en el otro. En el primero, por tanto, como juzga su propia causa, propende a ser más violento y sanguinario en sus escarmientos de lo que pue­ de aprobar el espectador imparcial. Su rencor, asimismo, se alza aquí ante motivaciones menores y no siempre aguarda, como en otras circunstancias, a que el delito sea perpetrado o que se intente cometerlo. Una concertación de traidores, aunque nada haya sido hecho o intentado como consecuencia de la misma, y en realidad apenas una conversación que verse sobre la traición es en muchos países algo penado de la misma forma que la comisión real de la traición. En todos los demás delitos, el mero proyecto no seguido de tentativa alguna es rara vez pena­ do y nunca severamente. Puede en verdad alegarse que un plan criminal y una acción criminal no suponen necesa­ riamente el mismo grado de depravación y por ello no deberían estar sujetos a la misma sanción. Cabe decir que somos capaces de decidir e incluso de adoptar medidas para ejecutar muchas cosas que en el momento crítico nos revelamos totalmente incapaces de concretar. Pero esta razón carece de validez cuando el plan ha sido llevado adelante hasta el último intento. El hombre que dispara su pistola contra un adversario y falla sufre la pena de muerte según las leyes de casi todos los países. De acuer­ do con el antiguo derecho escocés, si lo hiere pero la muerte no sobreviene al cabo de cierto tiempo, el asesino no sufre la pena capital. En todo caso, el encono de la hu­ manidad es tan abultado con respecto a este crimen, tan intenso su terror hacia el hombre que se muestra capaz de cometerlo, que el simple intento de perpetrarlo debería ser objeto de la pena máxima en todos los países. La ten­ tativa de cometer delitos menores es casi siempre sancio­ nada muy ligeramente y a veces no lo es en absoluto. El ladrón cuya mano ha sido sorprendida en el bolsillo de su vecino antes de haber podido sacar nada de él es sólo cas­ tigado con la ignominia. De haber podido extraer un pa­ ñuelo, habría sido muerto. El ladrón que coloca una esca­ lera en la ventana de su vecino, pero no entra en la casa,, no se expone a la pena capital. El intento de violación no es castigado como la violación. Quien pretende seducir a una mujer casada no es castigado, pero la seducción real sí, y severamente. Nuestro enojo con la persona que sólo intentó hacer un mal es rara vez tan vehemente como para que sostengamos que se le debe infligir el mismo castigo que habríamos pensado le correspondería si lo hubiese hecho realmente. En el primer caso la alegría por nuestra salvación alivia nuestro sentido de la atrocidad de su conducta; en el otro, la aflicción por nuestro infortu­ nio lo incrementa. Su demérito efectivo, empero, es in­ dudablemente idéntico en ambos casos, puesto que sus intenciones eran igualmente delictivas, y existe en este respecto, por tanto, una irregularidad en los sentimientos de todas las personas y una consecuente relajación de la disciplina de las leyes, en mi opinión, en todas las nacio­ nes, las más civilizadas y las más bárbaras. El humanita­ rismo de un pueblo civilizado lo predispone a excusar o mitigar la sanción siempre que su natural indignación no resulte aguijoneada por las consecuencias de la ofensa.

Por su parte, los bárbaros, cuando no se han derivado consecuencias concretas de una acción, no tienden a ser muy delicados o inquisitivos acerca de sus motivaciones.

El propio individuo que, sea por pasión o por la in­ fluencia de unas malas compañías, ha decidido y quizás tomado medidas para perpetrar un crimen pero que afor­ tunadamente por un accidente no ha podido hacerlo, si tiene un resto de conciencia evidentemente considerará durante toda su vida este acontecimiento como una salva­ ción importante y reveladora. Jamás pensará en él sin dar gracias al cielo por haberlo así graciosamente salvado de una culpa en la que estaba a punto de precipitarse, y evi­ tado que todo el resto de su vida se convirtiese en un es­ cenario de horror, remordimiento y penitencia. Pero aun­ que sus manos son inocentes, él es consciente de que en su corazón es tan culpable como si de hecho hubiese eje­ cutado lo que tan firmemente había decidido. Su concien­ cia resulta tranquilizada, empero, al observar que el cri­ men no fue llevado a la práctica, aunque sabe que este fracaso no ha sido virtud suya. Se considera a sí mismo en todo caso como merecedor de menos pena y rencor, y esta buena fortuna amortigua o suprime por completo todo sentimiento de culpa. El recordar hasta qué punto estaba resuelto a cometerlo no tiene otro efecto sino el de ponderar su escapatoria como algo aún más importante y milagroso; aún piensa en cómo se ha escapado y reflexio­ na sobre el peligro al que ha estado expuesta su paz de es­ píritu, con ese terror con el que una persona que está sana y salva puede a veces evocar el peligro que corrió de caer por un precipicio y temblar de pánico ante la idea.

2. El segundo efecto de esta influencia de la fortuna es incrementar nuestro sentido del mérito o demérito de las acciones más allá de lo que se debe a los impulsos o afectos de los que proceden, cuando dan lugar a un placer o un dolor extraordinarios. Las consecuencias aceptables o inaceptables de una acción a menudo arrojan una som­ bra de mérito o de demérito sobre el agente, aunque en sus intenciones no hubiese habido nada digno de alaban­ za o reproche, o al menos que los mereciese en el grado en el que estamos dispuestos a expresarlos. Así, el mensa­ jero portador de malas noticias nos resulta desagradable mientras que, por el contrario, sentimos una suerte de gratitud hacia la persona que nos trae buenas nuevas. Por un momento los contemplamos como si fuesen autores, el uno de nuestra buena suerte, el otro de la mala, y los consideramos en alguna medida como si realmente fueran la causa de los acontecimientos que sólo se han limitado a relatar. El primer autor de nuestra alegría es naturalmente el objetivo de una gratitud transitoria: lo abrazamos con cariño y afecto, y durante el instante de nuestra prosperi­ dad estamos dispuestos a remunerarlo como si nos hubie­ se hecho un servicio señalado. La costumbre de todas las cortes es que el oficial que trae el anuncio de una victoria tiene derecho a importantes ascensos, y el general siem­ pre selecciona a uno de los mayores favoritos para tan grato recado. El primer autor de nuestra desgracia, por el contrario, es de forma igualmente natural el objeto de un resentimiento transitorio. Apenas podemos evitar con­ templarlo con lástima y malestar, y los rudos y brutales son propensos a derramar sobre él la desazón a que su in­ formación da lugar. Tigranes, el rey de Armenia, cortó la cabeza del hombre que le hizo saber primero que se acer­ caba un enemigo formidable. El castigar de tal modo a quien trae malas noticias parece bárbaro e inhumano, pero el premiar al mensajero que trae buenas nuevas no nos resulta inadmisible: pensamos que cuadra a la munifi­ cencia de los reyes. ¿Por qué establecemos esa diferencia, cuando si no hay falta en el uno tampoco hay mérito en el otro? Es porque cualquier clase de razón parece suficien­ te para autorizar el ejercicio de los afectos sociales y be­ nevolentes, pero se requiere la razón más sólida y sustan­ cial para que asumamos los antisociales y malevolentes. Aunque en general tenemos aversión a adoptar las emociones antisociales y malévolas, aunque estipulamos la regla de que jamás debemos aprobar su satisfacción, salvo que la intención maliciosa e injusta de la persona contra la que se dirigen la convierta en objetivo idóneo para ellas, sin embargo, en algunos contextos no actua­ mos rigurosamente así. Cuando la negligencia de una per­ sona ha dado lugar a un.perjuicio no intencionado en otra persona, generalmente asumimos tanto el enojo de quien sufre que aprobamos el que inflija al ofensor una sanción muy superior a lo que la ofensa habría parecido merecer de no haber sido seguida por esa consecuencia tan infeliz. Hay un grado de negligencia que parece acreedor a un castigo aunque no provoque menoscabo a nadie. Si una persona arroja una voluminosa piedra a una vía pública sin advertir a los transeúntes y sin preocuparse de dónde puede caer, es sin duda merecedora de alguna sanción. Una policía esmerada castigaría tal acción aunque no hu­ biese causado ningún mal. La persona culpable revela un desprecio insolente hacia la felicidad y seguridad de los demás. Su conducta es genuinamente injusta. Expone desconsideradamente a su prójimo a lo que ninguna per­ sona en sus cabales elegiría exponerse ella misma, y evi­ dentemente carece de esa conciencia de lo que es debido a los semejantes que constituye la base de la justicia y la sociedad. La gran negligencia, por tanto, resulta en el de-, recho casi equiparada al designio malicioso4. Cuando su­ ceden algunas consecuencias desafortunadas a partir de tales descuidos, la persona responsable es a menudo cas­ tigada como si realmente hubiese pretendido esas conse­ cuencias; y su proceder, que sólo fue atolondrado e inso­ lente, y que merecía algún reproche, es considerado atroz y susceptible de las penas más estrictas. Así, si por la imprudente acción antes mencionada la persona acci­ dentalmente mata a otra, sufrirá la pena capital de acuer­ do a las leyes de muchos países, en particular según el viejo derecho escocés. Y aunque ello es sin duda excesi­ vamente severo, no resulta totalmente incompatible con nuestros sentimientos naturales. Nuestra justa indigna­ ción contra la insensatez e inhumanidad de su conducta es exasperada por nuestra simpatía con la infortunada víctima. Pero nada parecería más chocante a nuestro sen­ tido natural de la equidad que el llevar a un hombre al patíbulo sólo por haber arrojado una piedra descuidada­ mente a la calle sin herir a nadie. La insensatez e inhuma­ nidad de su comportamiento sería en este caso casi idén­ tica, pero a pesar de ello nuestros sentimientos serían muy distintos. La consideración de esta diferencia puede de­ mostrar hasta qué punto la indignación, incluso la del es­ pectador, propende a ser avivada por las consecuencias reales de las acciones. En casos de este tipo, si no estoy equivocado, podrá observarse un alto grado de severidad en las leyes de casi todas las naciones; ya he apuntado que en los casos opuestos existe una muy generalizada relajación de la disciplina.

Hay otro tipo de negligencia que no comporta injusti­ cia de ninguna clase. La persona responsable de ella trata a su prójimo como a sí misma, no pretende perjudicar a nadie y está lejos de abrigar ningún insolente desdén ha­ cia la seguridad y felicidad de los demás. Pero no es en su comportamiento lo cuidadosa y circunspecta que debería ser y merece por ello algún grado de reproche y censura, pero no una sanción. Sin embargo, si por causa de una negligencia de esta clase5 ocasiona algún daño a otro indi­ viduo, creo que las leyes de todos los países la obligarán a compensarlo. Y aunque esto es indudablemente una san­ ción real, que ningún mortal habría pensado infligirle de no haber sido por el infeliz accidente a que su comporta­ miento dio lugar, la decisión de la ley es aprobada por el sentimiento natural de todos los seres humanos. Pensa­ mos que nada puede ser más justo que el que una persona no sufra por el descuido de otra, y que el menoscabo oca­ sionado por la negligencia culposa debe ser compensado por el culpable de la misma.

Otra especie de negligencia6 estriba meramente en una falta del más afanoso recato y cuidado con respecto a to­ das las eventuales consecuencias de nuestras acciones. La ausencia de esta laboriosa atención, cuando ningún efecto negativo se sigue de ella, no sólo no es considerado algo reprobable sino que más bien se considera que lo es la cualidad opuesta. Esa tímida circunspección que se asusta de todo nunca es calificada como virtuosa sino como una peculiaridad que más que ninguna otra incapacita para la vida y el trabajo. Y sin embargo, cuando por falta de esta excesiva vigilancia una persona provoca un perjuicio a otra, lo normal es que la ley la obligue a indemnizarla. Se­ gún el derecho de Aquilio, el hombre que no puede con­ trolar su caballo, accidentalmente desbocado, y atropella al esclavo de su vecino, está obligado a indemnizarlo.

Cuando sobreviene un accidente de esta clase, tendemos a pensar que no debió montar ese caballo y que el intento de hacerlo fue una ligereza imperdonable; pero sin el ac­ cidente no sólo no habríamos hecho tal reflexión sino que hubiésemos considerado su negativa como el efecto de

5 Culpa levis.

6 Culpa levissima.

una tímida flaqueza, de una ansiedad ante meras eventua­ lidades que no tiene sentido ponderar. La propia persona que por un accidente de esta clase ha lesionado involunta­ riamente a otra parece tener algún sentido de su propio desmerecimiento. Corre naturalmente hacia el paciente para expresarle su preocupación por lo que ha sucedido y manifiesta todo el reconocimiento de que es capaz. Si tie­ ne algo de sensibilidad, necesariamente desea resarcirlo por el daño y hacer todo lo posible para atenuar el resen­ timiento animal que es consciente tenderá a bullir en el pecho del que sufre. El no pedir perdón, el no ofrecer re­ paración alguna, es considerado como una gran brutali­ dad. Y sin embargo ¿por qué habría que pedir excusas más que ninguna otra persona? Dado que es tan inocente como cualquier otro espectador ¿por qué habría que se­ leccionarlo de entre toda la humanidad para que compen­ se la mala suerte de otro? La tarea jamás le habría sido impuesta si hasta el espectador imparcial no sintiera algu­ na indulgencia por lo que puede ser considerado el injus­ to enfado de ese otro.


 
3. De la causa final de esta irregularidad de los sentimientos
Tal es el efecto de las consecuencias positivas o negati­ vas de las acciones sobre los sentimientos, tanto de la per­ sona que las realiza como de los demás; y así la diosa For­ tuna, que gobierna el mundo, ejerce alguna influencia allí donde no estaríamos dispuestos a permitirle ninguna, y dirige en alguna medida los sentimientos de las personas con relación al carácter y la conducta tanto de sí mismas como de los demás. El que el mundo juzgue por los he­ chos y no por las intenciones ha sido queja de todos los tiempos y es el gran desaliento de la virtud. Todos están de acuerdo con la máxima general de que en la medida en que el hecho no depende del agente, no debería influir so­ bre nuestros sentimientos en lo tocante al mérito o co­ rrección de su proceder. Pero en la práctica comproba­ mos que nuestros sentimientos virtualmente nunca se ajustan exactamente a lo que esta máxima equitativa pres­ cribe. La secuela feliz o ruinosa de una acción no sólo tiende a imbuirnos de una opinión positiva o negativa acerca de la prudencia con que fue realizada, sino que además casi invariablemente anima nuestra gratitud o re­ sentimiento, nuestro sentido del mérito o demérito de su designio.

Pero parece que la naturaleza, cuando plantó la semilla de esta irregularidad en el corazón humano, igual que en todas las demás ocasiones, apuntó a la felicidad y perfec­ ción de la especie. Si lo pernicioso de la intención, si la malevolencia de la emoción, fueran las únicas causas que promovieran nuestro rencor, sentiríamos todas las furias de esa pasión contra cualquier persona en cuyo ánimo sospecháramos o creyéramos que laten tales designios o emociones, aunque jamás hayan pasado a la acción. Los objetivos de la sanción serían los sentimientos, los pensa­ mientos, las intenciones, y si la indignación de los seres humanos fuera tan aguda contra ellos como contra las acciones, si la vileza de las ideas que nunca se concretan en hechos fuera a los ojos del mundo tan acreedora del clamor por la represalia como la vileza de los actos, cualquier tribunal se transformaría en una verdadera in­ quisición. Los comportamientos más inocentes y cir­ cunspectos no estarían seguros. Se sospecharía de los malos deseos, las malas opiniones, los malos designios; y si ellos provocaran la misma indignación que la mala con­ ducta, si las malas intenciones fueran tan resentidas como las malas acciones, expondrían igualmente a la persona al castigo y la ira. Por ello el Autor de la naturaleza ha esta­ blecido que los únicos objetivos correctos y aprobados de la sanción y el enojo humanos son las acciones que pro­ ducen o pretenden producir un mal real, y por ello hacen que de inmediato las temamos. Los sentimientos, los de­ signios, las emociones, aunque de ellos deriva según la fría razón todo el mérito o demérito de las acciones hu­ manas, son colocados por el egregio Juez de los corazo­ nes más allá de los límites de cualquier jurisdicción hu­mana y quedan reservados a la competencia de su propio tribunal infalible. Por tanto, esa regla necesaria de la justi­ cia, según la cual las personas en este mundo son punibles sólo por sus actos, no por sus designios e intenciones, se fúnda sobre esta saludable y provechosa irregularidad en los sentimientos humanos acerca del mérito o el deméri­ to, que a primera vista parece tan absurda e inexplicable.

Pero cualquier parte de la naturaleza, una vez inspeccio­ nada atentamente, demuestra de igual modo el cuidado providencial de su Autor y así podemos admirar la sabi­ duría y la bondad de Dios incluso en la flaqueza y la in­ sensatez del hombre.

N o carece totalmente de utilidad esa irregularidad de sentimientos por la cual parece imperfecto el mérito de un intento fracasado de servir y más aún el de los buenos propósitos y deseos afectuosos. El ser humano fue hecho para la acción y para promover mediante el ejercicio de sus facultades los cambios en el entorno exterior suyo y de los demás que sean más conducentes a la felicidad de todos. N o estará satisfecho con la benevolencia indolente, ni fantaseará con ser el amigo de la humanidad sólo por­ que en su corazón desea lo mejor para la prosperidad del mundo. Con el objetivo de que invoque todo el vigor de su alma y tense todos sus nervios para lograr esos fines cuya promoción es el propósito de su existencia, la natu­ raleza le ha enseñado que ni él ni la humanidad estarán plenamente satisfechos con su comportamiento ni le con­ cederán el máximo aplauso salvo que de hecho los haya alcanzado. Se le hace saber que la alabanza de las buenas intenciones sin el mérito de los buenos oficios servirá de poco a la hora de atraer las aclamaciones más sonoras del mundo o incluso el grado más alto de auto-aplauso. El hombre que no ha hecho nada relevante pero cuya con­ versación y porte manifiestan los sentimientos más justos, nobles y generosos, no podrá demandar una recompensa copiosa, incluso en el caso en que su inutilidad se deba exclusivamente a la falta de una oportunidad para servir.

Podemos aún negársela sin culpa. Todavía podemos pre­ guntarle: ¿tú qué has hecho?, ¿qué servicio genuino has prestado para tener derecho a un premio tan abultado?

Te estimamos, te queremos, pero no te debemos nada. El remunerar esa virtud latente que ha sido estéril sólo por falta de una oportunidad para servir, el conferirle honores y gracias, que aunque en cierto grado puede decirse que merece no es propio que insista en recibir, es el efecto de la más divina benevolencia. En cambio, el castigar sólo de acuerdo a las emociones del corazón, sin la comisión de ofensa alguna, es la tiranía más insolente y bárbara. Los afectos benevolentes parecen acreedores a la mayor ala­ banza cuando no esperan hasta que casi resulte un delito no expresarlos. Los malevolentes, por contra, difícilmente puedan ser demasiado tardíos, lentos o reflexionados.

Es de suma importancia que el mal realizado sin inten­ ción sea considerado una desgracia tanto por el agente como por el paciente. El ser humano es así instruido para reverenciar la felicidad de sus semejantes y para temblar ante la idea de hacer cualquier cosa que pueda causarles daño, aunque sea sin saberlo, y a temer ese resentimiento animal que piensa está listo para explotar en su contra si fuera, aún sin intención, el instrumento infeliz que les ocasionara alguna calamidad. Así como en las antiguas re­ ligiones paganas la tierra consagrada a algún dios no de­ bía ser pisada sino en ocasiones solemnes y determinadas, y la persona que la violaba, aún sin ser consciente de ello, se convertía desde ese instante en expiatoria y hasta que realizara la reparación necesaria incurría en la venganza de ese ser poderoso e invisible para quien había sido re­ servada; así la sabiduría de la naturaleza ha establecido que la felicidad de toda persona inocente es de la misma manera santa, consagrada y protegida frente a los ataques de cualquier otra persona; no está permitido pisotearla desconsideradamente y ni siquiera quebrantarla ininten- cionada e involuntariamente en modo alguno, sin exigir alguna expiación, alguna reparación en proporción a la magnitud de tal violación no intencional. Un hombre be­ nevolente que accidentalmente y sin la más mínima negli­ gencia dolosa ha sido responsable de la muerte de otro hombre, se siente expiatorio, mas no culpable. Durante toda su vida considera que ese accidente ha sido una de las mayores desdichas que le pudo haber sobrevenido. Si la familia del muerto es pobre, y él mismo se halla en una posición llevadera, inmediatamente la toma bajo su pro­ tección y sin necesidad de ningún otro mérito la juzga con derecho a recibir cualquier grado de favor y amabili­ dad. Si la familia tiene un buen pasar, él procura compen­ sarles por lo ocurrido mediante toda suerte de sumisio­ nes, expresiones de pesar, prestaciones de cualquier buen oficio que él pueda conceder o ellos aceptar, y así intenta aplacar en todo lo posible su animadversión, quizá natu­ ral aunque sin duda sumamente injusto, por la grave aun­ que involuntaria ofensa que les ha ocasionado.

La angustia que sufre una persona inocente cuando por accidente comete una acción que de haberla hecho con conocimiento y adrede habría quedado justamente ex­ puesta al máximo reproche ha dado lugar a algunas de las más bellas y sugestivas escenas tanto del teatro clásico como del moderno. Es este sentimiento de culpa falaz, por así decirlo, lo que constituye toda la zozobra de Edipo y

Yocasta en .la tragedia griega, y la de Monimia e Isabella en la inglesa. Todos ellos resultan expiatorios en grado sumo, pero ni uno es culpable en lo más mínimo.

Sin embargo, a pesar de todas estas aparentes irregula­ ridades de los sentimientos, si un ser humano lamentable­ mente provoca males que no pretendía, o fracasa en el lo­ gro del bien que sí pretendía, la naturaleza no ha dejado su inocencia sin consuelo alguno, ni su virtud sin recom­ pensa alguna. El invoca en su ayuda esa máxima justa y equitativa, según la cual los acontecimientos que no de­ penden de nuestra conducta no deben disminuir la estima que merecemos. Emplaza toda su magnanimidad y forta­ leza de espíritu y procura mirarse a sí mismo no a la luz bajo la cual aparece en el presente sino bajo la que debería aparecer, y bajo la que de hecho aparecería si sus genero­ sos designios hubiesen sido coronados por el éxito, y bajo la que, a pesar de haber sido frustrados, seguiría apa­ reciendo si los sentimientos de la humanidad fueran completamente sinceros y ecuánimes, o perfectamente coherentes consigo mismos. La fracción más sincera y benevolente de la especie humana se adhiere totalmente al esfuerzo que realiza para vindicarse a sus propios ojos.

Ellos ejercitan toda su liberalidad y grandeza de ánimo para corregir esa irregularidad de la naturaleza humana y tratan de contemplar su desafortunada magnanimidad en la misma perspectiva desde la que habrían estado natural­ mente dispuestos a considerarla, sin esfuerzo generoso al­ guno, si hubiese tenido un buen resultado.


 
TERCERA PARTE. DEL FUNDAMENTO DE NUESTROS JUICIOS RESPECTO DE NUESTROS PROPIOS SENTIMIENTOS Y CONDUCTA Y DEL SENTIDO DEL DEBER

 
CAPÍTULO I. DEL PRINCIPIO DE LA APROBACIÓN REPROBACIÓN DE SÍ MISMO
EN LAS dos partes precedentes de esta disertación he considerado principalmente el origen y fundamentación de nuestros juicios respecto de los sentimientos y conducta ajenos. Paso ahora a considerar con más particularidad el origen de aquellos respecto de los nuestros.

El principio por el cual aprobamos o reprobamos naturalmente nuestra propia conducta, parece ser en tocio el mismo por el cual nos formamos parecidos juicios respecto de la conducta de las demás gentes. Aprobamos o reprobamos la conducta de otro, según que sintamos que, al hacer nuestro su caso, nos es posible o no simpatizar cabalmente con los sentimientos y motivos que la normaron. Y, del mismo modo, aprobamos o reprobamos nuestra propia conducta, según que sintamos que, al ponernos en el lugar de otro y como quien dice mirar con su ojos, y desde su punto de vista, nos es posible o no, simpatizar cabalmente con los sentimientos y motivos que la determinaron. No podemos nunca inspeccionar nuestros propios sentimientos y motivos; no podemos nunca formar juicio alguno respecto de ellos, a no ser que nos salgamos de nuestro natural asiento, y procuremos visualizarlos como si estuviesen a cierta distancia de nosotros. Mas la única manera como podemos hacer esto es intentando contemplarlos a través de los ojos de otras gentes, o, mejor dicho, al modo en que otras gentes probablemente los verían. Todo juicio que nos formemos sobre ellos, de consiguiente, necesariamente deberá guardar alguna secreta relación, ya sea con lo que son o con lo que —bajo ciertas condiciones— serían, o con lo que imaginamos debieran ser los juicio de los otros. Pugnamos por examinar la conducta propia al modo que imaginamos lo haría cualquier espectador honrado e imparcial. Si, poniéndonos en su lugar, logramos concienzudamente penetrar en todas las pasiones y motivos que la determinaron, la aprobamos, por simpatía con el sentimiento aprobatorio de ese supuesto tan equitativo juez. Si, por el contrario, participamos de su reprobación, es que la condenamos.

De ser posible que un hombre viviese en algún lugar solitario hasta llegar a la edad viril, sin que tuviese comunicación alguna con otros hombres, tan imposible le sería pensar en su propia índole, en la propiedad o el demérito de sus sentimientos y de su conducta, en la belleza o deformidad de su propia mente como en la belleza o deformidad de su propio rostro. Todos éstos son objetos que no puede fácilmente ver, que naturalmente no mira y respecto de los que carece de espejo que sirva para presentárselos a su vista. Incorporadlo a la sociedad, e inmediatamente estará provisto del espejo de que antes carecía. Es colocado frente al juicio y comportamiento de aquellos con quienes vive —que siempre registran cuando comparten o reprueban sus sentimientos—, es ahí donde por primera vez verá la conveniencia o inconveniencia de sus propias pasiones, la belleza o deformidad de su propia mente. Para un hombre que desde su nacimiento fuese extraño a la sociedad, los objetos de sus pasiones, los cuerpos externos que le agradasen o molestasen ocuparían el total de su atención. Las pasiones mismas, los deseos y las aversiones, los goces y los pesares que tales objeto excitasen, aun cuando fueran, de todas las cosas, lo más inmediatamente presente para él, difícilmente serían objeto de sus reflexiones. El pensar en ellos nunca podría interesarle lo bastante como para ocupar su atenta consideración. La consideración de su alegría no podría excitar internamente una nueva alegría, ni la de su aflicción una nueva aflicción, aun cuando la consideración de las causas de esas pasiones puede muy a menudo excitar ambas. Incorporadlo a la sociedad, y todas sus pasiones se convertirán inmediatamente en causas de nuevas pasiones. Advertirá que los hombres aprueban algunas y repugnan otras. En un caso se sentirá exaltado, deprimido en el otro; sus deseos y aversiones, sus alegrías y pesares, con frecuencia se convertirán en causa de nuevos deseos y nuevas aversiones, nuevas alegrías y nuevos pesares, y por ello, ahora le interesarán profundamente y con frecuencia ocuparán su más atenta consideración.

Las primeras ideas sobre la belleza y deformidad de las personas las sacamos de la figura y apariencia de los otros, no de las nuestras. Sin embargo, pronto advertimos que los otros también se forman un juicio de esa naturaleza acerca de nosotros. Nos complace que nuestra figura les agrade y nos desplace cuando les disgusta. Ansiamos saber hasta qué punto nuestra apariencia merece su censura o bien su aprobación. Examinamos miembro por miembro nuestra persona, y colocándonos ante un espejo o por otro medio semejante, procuramos, hasta donde es posible, contemplarlos a distancia y con ojos ajenos. Si después de esta inspección quedamos satisfechos con nuestra apariencia, nos es más fácil soportar los juicios más adversos de los otros; si, por lo contrario, tenemos conciencia de que somos el natural objeto de la aversión, toda muestra de su desaprobación nos causa una mortificación sin límites. Un hombre que sea medianamente hermoso permitirá que se rían de cualquier insignificante deformación de su persona; pero tales bromas resultan comúnmente insoportables para quien realmente es deformado. De todos modos, lo que es evidente es que nuestra propia belleza o deformidad nos preocupan solamente a causa de sus efectos sobre los otros. De estar completamente desligados de la sociedad, ambas cosas nos serían totalmente indiferentes.

Del mismo modo, nuestros primeros juicios morales se refieren a la índole y conducta de los otros, y con gran desenvoltura observamos la manera cómo la una y la otra nos afectan. Pero pronto aprendemos que las demás gentes se toman iguales libertades respecto de nosotros. Ansiamos saber hasta qué punto merecemos su censura o bien su aplauso, y si ante ellas necesariamente aparecemos tan agradables o desagradables como ellas ante nosotros. Comenzamos, pues, a examinar nuestras propias pasiones y conducta, y a considerar lo que puedan parecer pensando lo que a nosotros nos parecerían si estuviésemos en su lugar. Fingimos ser espectadores de nuestro propio comportamiento, y procuramos imaginar el efecto que, bajo esta luz, produciría sobre nosotros. Tal es el único espejo con el que, en cierta medida, podemos a través de los ojos ajenos escudriñar la conveniencia de nuestra conducta. Si desde este punto de vista no nos desagrada, quedamos pasaderamente satisfechos. Podemos ser más indiferentes respecto del aplauso y, en cierta medida, despreciar la censura de todo el mundo, con tal de que estemos convencidos de ser, por mucho que se nos malentienda o malinterprete, el natural y adecuado objeto de aprobación. Por lo contrario, si carecemos de ese convencimiento, a menudo y precisamente por ese motivo estamos más ansiosos de obtener la aprobación ajena, y a condición de que, como se dice, no hayamos estrechado la mano a la infamia, nos pone fuera de nosotros mismos la sola idea de la censura de los otros, que de este modo nos hiere con redoblado rigor.

Cuando me esfuerzo por examinar mi propia conducta, cuando me esfuerzo por pronunciar sentencia sobre ella, ya sea para aprobarla o para condenarla, es evidente que, en tales casos, es como si me dividiera en dos distintas personas, y que yo, el examinador y juez, encarno un hombre distinto al otro yo, la persona cuya conducta se examina y juzga. El primero es el espectador, de cuyos sentimientos respecto a mi conducta procuro hacerme partícipe, poniéndome en su lugar y considerando lo que a mí me parecería si la examinara desde ese punto de vista. El segundo es el agente, la persona que con propiedad designo como a mí mismo, y de cuya conducta trataba de formarme una opinión, como si fuese la de un espectador. El primero es el juez, el segundo la persona de quien se juzga. Pero que el juez sea, en todo y por todo, el mismo que la persona de quien se juzga, es algo tan imposible como que la causa fuese en todo y por todo lo mismo que el efecto.

Ser amable y ser meritoria, es decir, ser digna de amor y de recompensa, son los dos grandes rasgos de la virtud; y ser odioso y acreedor al castigo, lo son del vicio. Pero estos rasgos tienen una inmediata referencia a los sentimientos ajenos. De la virtud no se dice que es amable o meritoria, porque sea el objeto de su propio amor o de su propia gratitud, sino porque provoca dichos sentimientos en los otros hombres. La conciencia de saberse objeto de tan favorable consideración, es lo que origina esa tranquilidad interior y propia satisfacción con que naturalmente va acompañada, así como la sospecha de lo contrario, ocasiona los tormentos del vicio. ¿Qué mayor felicidad que la de ser amado, y saber que merecemos el amor? ¿Qué mayor desdicha que la de ser odiado, y saber que merecemos el odio?


 
2. Del amor a la alabanza, y a ser loable y del pavor al reproche, y a ser reprochable
El ser humano desea naturalmente no sólo ser amado sino ser amable, es decir, ser lo que resulta un objeto na­ tural y apropiado para el amor. Naturalmente teme no sólo ser odiado sino ser odiable, es decir, ser lo que resul­ ta un objeto natural y apropiado para el odio. N o sólo desea la alabanza, sino el ser loable, o ser un objetivo na­ tural y adecuado para el encomio, aunque en la práctica nadie lo alabe. N o sólo le espanta el reproche sino el ser reprochable, o ser un objetivo natural y adecuado para el reproche, aunque en la práctica nadie le reproche nada.

El deseo de ser laudable no se deriva en absoluto exclu­ sivamente del apego a la alabanza. Aunque ambos princi­ pios son parecidos y están relacionados, suelen confun­ dirse el uno con el otro; son sin embargo en muchos aspectos distintos e independientes.

El aprecio y admiración que naturalmente abrigamos hacia aquellos cuyo carácter y conducta aprobamos, ne­ cesariamente nos predisponen a desear convertimos no­sotros mismos en los objetivos de sentimientos agrada­ bles análogos, y ser tan afables y admirables como aque­ llos que más amamos y admiramos. La emulación, el deseo vehemente de sobresalir, se funda en nuestra admiración por la excelencia ajena. Y no nos satisface el ser admira­ dos por lo que otros son admirados. Queremos pensar que somos admirables por lo que ellos también lo son.

Pero para alcanzar esta satisfacción debemos transfor­ marnos en espectadores imparciales de nuestra personali­ dad y conducta. Debemos procurar contemplarlos como probablemente lo harán otros. Si desde tal perspectiva nos parecen ser lo que aspiramos, quedamos felices y contentos. Pero esa felicidad y satisfacción resultan suma­ mente afianzadas cuando comprobamos que los demás, al enfocarlas precisamente con los mismos ojos con los que nosotros procurábamos verlas sólo en la imaginación, las ven a la misma luz bajo la cual las habíamos contemplado nosotros. Su aprobación necesariamente confirma nuestra autoaprobación. Su elogio necesariamente fortalece nues­ tro sentido de ser loables. En este caso, el deseo de ser loa­ ble está tan lejos de ser derivado completamente del afán por la alabanza que éste, en buena medida, parece deri­ varse de aquél.

La loa más sincera proporcionará un magro placer si no puede ser considerada como una especie de prueba de que quien la recibe es laudable. En absoluto resulta sufi­ ciente que se nos conceda de una forma u otra estima y admiración por ignorancia o error. Si somos conscientes de que no nos merecemos una apreciación tan favorable y de que si se supiese la verdad seríamos observados con sentimientos muy dispares, nuestra satisfacción distará de ser completa. La persona que nos aplaude por acciones que no realizamos o por motivaciones que nunca influye­ ron sobre nuestra conducta no nos aplaude a nosotros sino a algún otro. N o podemos derivar de sus elogios sa­tisfacción alguna. N os resultarán más humillantes que ninguna censura y permanentemente evocarán en nues­ tras mentes la más bochornosa de todas las reflexiones: la consideración acerca de lo que deberíamos ser y no so­ mos. Cabe imaginar que una mujer que se pinta obtendrá una vanidad insignificante de los cumplidos que recibe por su aspecto. Es de esperar que ellos le hagan presente los sentimientos que suscitaría su aspecto verdadero, y la mortifiquen más por el contraste. El complacerse por tan fútil aplauso es prueba de la ligereza y flaqueza más su­ perficiales. Es lo que propiamente se denomina vanidad, la base de los vicios más ridículos y despreciables, los vi­ cios de la afectación y la mentira vulgar; desatinos de los que uno podría imaginar que el más diminuto sentido co­ mún nos salvaría, si la experiencia no nos enseñara lo vas­ tamente generalizados que están. El mentiroso insensato, que trata de excitar la admiración del grupo refiriendo aventuras que jamás sucedieron; el petimetre jactancioso, que se da aires de rango y distinción que sabe perfecta­ mente que no le corresponden en justicia; quedan ambos indudablemente complacidos con el aplauso que en su fantasía creen que provocan. Pero su vanidad emerge de una ilusión imaginaria tan gruesa que es difícil concebir cómo podría imponerse sobre una criatura racional.

Cuando se ponen en el lugar de aquellos que creen que han embaucado observan una enorme admiración hacia sus personas. Se miran a sí mismos no como ellos saben que deberían aparecer ante los ojos de sus compañeros sino como ellos creen que sus compañeros de hecho los contemplan. Su superficial inconsistencia y trivial estupi­ dez les impiden mirarse hacia adentro, o analizarse desde esa posición despreciable que sus propias conciencias ne­ cesariamente les informan que es como deberían aparecer a los ojos de todos si la verdad fuese alguna vez descu­ bierta.

Así como el elogio ignorante e infundado no puede ali­ mentar ningún regocijo genuino y ninguna satisfacción que admita un examen serio, sucede a menudo, por el contrario, que conforta auténticamente el pensar que nuestra conducta, aunque no haya recibido en la práctica aplauso alguno, lo habría merecido, y se ha ajustado en todos los aspectos a las normas y medidas por las cuales el elogio y la aprobación son concedidos de forma natural y habitual. N o sólo nos complace la alabanza sino el ha­ ber hecho algo que es loable. N os gusta comprobar que nos hemos vuelto los objetivos naturales de la aproba­ ción, aunque de hecho no se nos haya conferido ninguna, y nos abochorna el pensar que somos justos acreedores al reproche de nuestro prójimo, aunque dicho sentimiento nunca sea realmente ejercitado en nuestra contra. El ser humano que es consciente de haber observado minucio­ samente las reglas de comportamiento que la experiencia le informa que son generalmente aceptables, reflexiona satisfecho acerca de la corrección de su proceder. Cuando lo analiza desde la perspectiva que adoptaría el espectador imparcial, asume cabalmente todos los impulsos que lo determinaron. Pondera cada parte del mismo con placer y aprobación, y aunque el resto de la humanidad nunca lle­ gue a enterarse de lo que ha hecho, él se ve a sí mismo no tanto como los demás lo ven realmente sino como lo ve­ rían si estuviesen mejor informados. El anticipa el aplauso y la admiración que en tal caso le otorgarían, y se aplaude y admira a sí mismo por simpatía con sentimientos que en realidad sólo no tienen lugar porque lo impide la igno­ rancia del público, pero que él sabe que son la consecuen­ cia natural y habitual de dicha conducta, con la que su imaginación se conecta intensamente, y que se ha acos­ tumbrado a considerar como algo que natural y propia­ mente debe seguirse de esa conducta. Los hombres han sacrificado voluntariamente la vida para conseguir des­ pués de la muerte un renombre que no podrían disfrutar.

Su imaginación, entretanto, les anticipaba la fama que en el futuro habrían de recibir. Resonaron en sus oídos unos aplausos que jamás escucharían; la idea de tal admiración, cuyos efectos nunca iban a conocer, jugueteó en sus cora­ zones, desterró de su ánimo el más poderoso de todos los miedos naturales y los arrebató hacia la ejecución de unas acciones que parecen casi fuera del alcance de la naturale­ za humana. Pero en realidad no media una abultada dife­ rencia entre la aprobación que sólo recibimos cuando no podemos disfrutar de ella y la que nunca obtendremos pero podríamos obtener si el mundo llegase a compren­ der adecuadamente las verdaderas circunstancias de nues­ tra conducta. Si una de ellas es capaz de generar reiterada­ mente efectos tan violentos, no es llamativo que la otra siempre sea tenida en mucha consideración.

La naturaleza, cuando formó al ser humano para la so­ ciedad, lo dotó con un deseo original de complacer a sus semejantes y una aversión original a ofenderlos. Le ense­ ñó a sentir placer ante su consideración favorable y dolor ante su consideración desfavorable. Hizo que su aproba­ ción le fuera sumamente halagadora y grata por sí misma, y su desaprobación muy humillante y ofensiva.

Pero este deseo de la aprobación y este rechazo a la de­ saprobación de sus semejantes no habrían bastado para preparar al ser humano para la sociedad a la que estaba destinado. Por consiguiente, la naturaleza no sólo lo dotó con un deseo de ser aprobado sino con un deseo de ser lo que debería ser aprobado, o de ser lo que él mismo aprue­ ba en otros seres humanos. El primer deseo podría haber­ lo hecho desear sólo aparecer como adecuado para la so­ ciedad. El segundo era necesario para lograr que ansíe ser realmente adecuado para ella. El primero podría haberlo impulsado sólo a la afectación de la virtud y la oculta­ ción del vicio. El segundo era necesario para inspirar en él el verdadero amor a la virtud y el genuino aborrecimiento del vicio. En cualquier mente bien formada el segundo deseo es más agudo que el primero. Sólo los hombres más endebles y superficiales pueden deleitarse mucho con el encomio que ellos saben que carece de todo mérito. Un mentecato puede alguna vez complacerse por ello, pero un sabio lo rechazará en todas las circunstancias. Pero aunque un sabio no obtiene placer en el encomio cuando sabe que no hay nada encomiable, a menudo se siente ex­ traordinariamente bien cuando hace lo que sabe que es loable pero que sabe también que nunca recibirá alabanza alguna. Cosechar la aprobación de la gente cuando no se le debe ninguna jamás será para él algo de peso. Puede que el obtener dicha aprobación cuando en realidad se le debe no le resulte en ocasiones algo muy relevante. Pero el ser lo que merece aprobación será siempre para él un objetivo de la máxima importancia.

Desear o llegar a aceptar el elogio cuando no es mereci­ do sólo puede ser el efecto de la vanidad más desprecia­ ble. Desearlo cuando es merecido comporta desear nada más que el acto de justicia más elemental. El anhelo de la justa fama, de la gloria verdadera, incluso por sí mismas e independientemente de cualquier ventaja que pueda deri­ varse de ellas, no es algo indigno ni siquiera en un sabio.

Pero él a veces lo minusvalora o incluso lo desprecia, y estará más dispuesto a hacerlo cuando esté totalmente

Convencido de la perfecta propiedad de todo su proceder.

En este caso, su autoaprobación no requiere ser confir­ mada por la aprobación de otros. Es suficiente por sí sola y él está satisfecho con ella. Esa autoaprobación, si no es el único, es al menos el principal objetivo por el cual pue­ de o debe estar ansioso. Afanarse por conseguirlo es amar la virtud.

Así como el aprecio y la admiración que naturalmente concebimos hacia algunas personalidades nos predispo­ nen a desear convertimos en objetos idóneos de tan gra­ tos sentimientos, el odio y el desprecio que también natu­ ralmente abrigamos hacia otras nos predisponen, quizá más enérgicamente, a espantarnos ante la sola idea de pa­ recemos en lo más mínimo a ellas. En este caso, asimis­ mo, lo que tememos no es la idea de que nos odien y des­ precien sino la de ser repugnantes y despreciables. Nos aterra el hacer alguna cosa que nos transforme en objeti­ vos justos y apropiados para la enemistad y el desdén de nuestros semejantes, incluso aunque tengamos la más completa seguridad de que en la práctica esos sentimien­ tos jamás se dirigirán contra nosotros. El hombre que ha roto todas las normas'de conducta que lo vuelven grato para los demás podrá gozar de la seguridad total de que lo que ha cometido quedará para siempre oculto a las mi­ radas humanas, pero será en vano. Cuando repasa su pro­ ceder como lo haría el espectador imparcial descubre que no puede asumir ninguno de los motivos que lo determi­ naron. Está abochornado y confundido ante la idea, y ne­ cesariamente siente en grado sumo la vergüenza a la que se expondría si sus actos llegaran alguna vez a ser conoci­ dos. También en este caso su imaginación anticipa el me­ nosprecio y la repulsa de los que sólo está a salvo por la ignorancia de quienes le rodean. Siente que es el objetivo natural de tales sentimientos y tiembla al pensar en lo que sufriría si de hecho llegaran a ser dirigidos en su contra. Y de haber sido culpable no de una de esas incorrecciones que sólo reciben una simple desaprobación sino de uno de esos crímenes monstruosos que atraen la execración y el rencor, no podría pensar en ello sin padecer, siempre que conservase un destello de sensibilidad, toda la agonía del horror y el remordimiento; y aunque estuviese seguro de que ninguna persona se iba a enterar, y aunque se con­ venciese de que ningún Dios lo iba a castigar, a pesar de todo experimentaría ambos sentimientos en un nivel suficíente como para amargarse durante el resto de su vida; se consideraría el objetivo natural de la enemistad y la indig­ nación de sus semejantes; y si su corazón no ha encalleci­ do por el hábito criminal no podría pensar sin terror y es­ panto en la forma en que los seres humanos lo mirarían, en lo que sería la expresión de su semblante y sus ojos, si la terrible verdad saliese algún día a la luz. Estas tribula­ ciones naturales de una conciencia asustada son los de­ monios, las furias vengadoras que en esta vida persiguen a los culpables, que no les permiten ni la paz ni el reposo, que a menudo los arrastran a la desesperación y la locura, frente a las que ninguna garantía de secreto puede prote­ ger, ningún principio antirreligioso puede totalmente su­ primir, y de las que sólo libera el más vil y abyecto de los estados: una absoluta insensibilidad al honor y la infamia, al vicio y la virtud. Los hombres de personalidad más de­ testable, que en la ejecución de los crímenes más pavoro­ sos han adoptado fríamente los pasos necesarios para elu­ dir incluso la sospecha de culpabilidad, se han visto a veces impelidos por el horror perpetrado a revelar por su propia cuenta lo que ninguna sagacidad humana habría podido nunca averiguar. Al reconocer su culpabilidad, al someterse al resentimiento de sus iracundos semejantes y al saciar así la venganza de la que eran conscientes de que se habían convertido en objetivos idóneos, confiaban me­ diante su muerte reconciliarse, al menos en su propia imaginación, con los sentimientos naturales de la humani­ dad, poder considerarse a sí mismos como menos dignos de enemistad y rechazo, expiar en alguna medida sus crí­ menes y volverse así objetivos más de compasión que de espanto, y si fuera posible morir en paz y con el perdón de todos sus semejantes. En comparación con lo que su­ frían antes de la revelación, la idea de esto les parecía equivalente a la felicidad.

En tales casos el pavor a ser reprochable, incluso en personas no sospechosas de poseer un carácter extraordi­ nariamente delicado o sensible, parece dominar totalmen­ te el temor al reproche. Para atenuar ese pavor, para apa­ ciguar en alguna medida el remordimiento de sus propias conciencias, voluntariamente se someten tanto a la incre­ pación como a la pena que saben merecen sus crímenes, pero que al mismo tiempo les habría sido fácil eludir.

Sólo los hombres más frívolos y superficiales disfrutan mucho con el elogio que ellos saben perfectamente que es inmerecido. Sin embargo, el reproche inmerecido suele ser capaz de afligir muy severamente a hombres de cons­ tancia superior a la media. Las personas de entereza nor­ mal aprenden rápidamente a despreciar esas historias ton­ tas que suelen circular en la sociedad y que por su propio contrasentido y falsedad siempre desaparecen en el curso de unas semanas o unos días. Pero un hombre inocente, aunque sea de perseverancia superior a lo habitual, estará a menudo no sólo horrorizado sino sumamente avergon­ zado por la grave, aunque falsa, imputación de un delito; especialmente si la imputación parece por desgracia avala­ da por algunas circunstancias que le proporcionan un aire de verosimilitud. Aunque es plenamente consciente de su inocencia, la sola imputación casi siempre le parece que arroja, al menos en su imaginación, una sombra de des­ gracia y deshonor sobre su persona. Su justa indignación ante una injuria tan gruesa, que frecuentemente será im­ propio y a veces imposible vengar, es en sí misma una sensación muy dolorosa. N o hay mayor tormento en el corazón humano que el rencor violento que no puede ser satisfecho. Una persona inocente que es llevada al patíbu­ lo por la falsa imputación de un crimen infame y abomi­ nable padece el más cruel infortunio que puede sufrir la inocencia. La agonía de su mente en este caso será a me­ nudo mayor que la que conllevan quienes han cometido delitos semejantes, pero que son realmente culpables de fesara el crimen por el que había sido condenado. Caías respondió: «Padre ¿puede usted mismo llegar a conven­ cerse de que soy culpable?».

Para las personas que afrontan tan infortunadas cir­ cunstancias, la modesta filosofía que limita su horizonte a este mundo no puede representar más que un magro con­ suelo. Todo lo que pueda hacer que la vida o la muerte resulten respetables les es arrebatado. Están condenados a muerte y a la infamia eterna. Sólo la religión puede pro­ porcionarles un alivio efectivo. Sólo ella puede decirles que poco importa lo que los hombres piensen de su con­ ducta si el Juez que todo lo ve la aprueba. Sólo ella puede representarles la noción de otro mundo, un mundo más sincero, humano y justo que el presente, donde a su debi­ do tiempo serán declarados inocentes y su virtud será fi­ nalmente premiada. El mismo gran principio que es el único que puede inspirar terror en el vicio triunfante su­ ministra el único consuelo eficaz para la inocencia des­ honrada y ultrajada.

En las pequeñas ofensas, igual que en los crímenes más graves, frecuentemente sucede que una persona sensible resulta más dolida por una imputación injusta que un de­ lincuente real por una culpa real. Una mujer galante se ríe incluso de los bien fundados rumores que circulan sobre su conducta. El rumor más infundado del mismo tenor es una puñalada mortal para una virgen inocente. Creo que podemos sostener como una regla general que una perso­ na que es intencionadamente culpable de un acto ignomi­ nioso rara vez tendrá mucho sentido de la deshonra, y la persona que habitualmente lo comete no lo tendrá casi nunca.

Cuando cualquier hombre, incluso de mediana inteli­ gencia, desprecia prontamente el aplauso inmerecido, la razón por la cual el reproche inmerecido resulta a menu­ do capaz de abochornar tan intensamente a personas del mejor y más sólido juicio quizá merezca alguna conside­ ración.

Ya he apuntado (parte I, sec. III, cap. 1) que el dolor en la mayoría de los casos es una sensación más punzante que el placer opuesto y correspondiente. El primero casi siempre nos deprime mucho más por debajo del estado normal o que podríamos denominar natural de nuestra felicidad que lo que nunca nos eleva el segundo. Una per­ sona sensible será más humillada por una crítica justa que lo que nunca la enorgullecerá un aplauso justo. El sabio rechaza el aplauso inmerecido en todas las circunstancias, pero a menudo le dolerá muy severamente la injusticia de un reproche inmerecido. Al consentir ser aplaudido por lo que no ha hecho, al asumir un mérito que no le corres­ ponde, siente que es culpable de una mezquina falsedad, y merece no la admiración sino el desdén de las personas que equivocadamente han llegado a admirarlo. Quizás le proporcione un placer fundado el verificar que mucha gente lo ha creído capaz de hacer lo que no hizo. Pero aunque pueda estar agradecido a sus amigos por la buena opinión que tienen de él, se acusaría a sí mismo de la ma­ yor vileza si no íes despejara el equívoco inmediatamente.

Poco placer obtiene al contemplarse como lo hacen real­ mente los demás, cuando es consciente de que lo harían de modo muy distinto si supieran la verdad. Un necio suele deleitarse si se observa bajo esta luz falsa y engaño­ sa. Asume el mérito de todo acto laudable que se le atri­ buye y aspira al de muchos que nadie pensó nunca en atribuirle. Pretende haber hecho lo que jamás hizo, haber escrito lo que nunca escribió, haber inventado lo que des­ cubrió otro, y desemboca en todos los miserables vicios del plagio y la mentira vulgar. Pero aunque ninguna per­ sona de un buen sentido normal pueda derivar mucho placer de la imputación de una acción laudable que nunca realizó, un sabio puede sufrir mucho dolor por una grave imputación de un delito que no cometió. En ese caso la naturaleza ha hecho que el dolor sea no sólo más punzan­ te que el placer opuesto y correspondiente sino que lo sea en una cuantía muy superior a lo habitual. Un desmenti­ do libera a un hombre automáticamente del placer absur­ do y ridículo, pero no siempre lo aliviará del dolor.

Cuando rehúsa el mérito que se le atribuye, nadie duda de su veracidad. Pero puede que haya dudas cuando nie­ gue haber perpetrado el delito de que se le acusa. Está al tiempo encolerizado por la falsedad de la imputación y abochornado al comprobar que se le otorga algún crédi­ to. Siente que su personalidad no basta para protegerlo.

Siente que sus semejantes, lejos de mirarlo como él ansia que lo miren, lo creen capaz de ser culpable de lo que se le acusa. Él sabe perfectamente que no es culpable. Sabe perfectamente lo que ha hecho, pero quizás nadie puede determinar a ciencia cierta lo que uno es capaz de hacer.

Lo que la peculiar constitución de su mente pueda o no admitir es quizá una cuestión más o menos dudosa para los otros. La confianza y buena opinión de sus amigos y vecinos tiende más que ninguna otra cosa a aliviarlo de esta duda, la más ingrata, y su desconfianza y opinión desfavorable tiende a incrementarla. Puede estar muy confiado en que su juicio negativo está equivocado, pero esta confianza rara vez será tan poderosa como para im­ pedir que dicho juicio ejerza alguna impresión sobre él, y cuanto mayor sea su sensibilidad, su delicadeza, su valía en resumen, esa impresión será probablemente más aguda.

Debe destacarse que el acuerdo o desacuerdo de los sen­ timientos y juicios de los demás con respecto a los nues­ tros resultará en todos los casos más o menos importante para nosotros exactamente en proporción a nuestra ma­ yor o menor incertidumbre acerca de la corrección de nuestros sentimientos y la certeza de nuestros juicios.

Un hombre sensible puede a veces sentir una aguda in­ comodidad por haber cedido demasiado incluso ante lo que podría denominarse una pasión honorable, y se in­ dignará justamente quizá por el mal que podría haber causado a sí mismo o a un amigo. Está angustiosamente asustado porque al pretender actuar sólo con energía y justicia habría podido por la exagerada vehemencia de su emoción ocasionar un perjuicio efectivo a un tercero, que aunque no fuera inocente quizás tampoco fuera tan cul­ pable como él percibió en un principio. La opinión de las demás personas se vuelve en este caso de la máxima im­ portancia para él. Su aprobación es el bálsamo más curati­ vo; su reprobación, el veneno más amargo y atormenta­ dor que puede vertirse sobre su mente desasosegada.

Cuando está absolutamente satisfecho con todo su proce­ der, el juicio de los demás es a menudo algo de escasa re­ levancia para él.

Existen algunas actividades muy nobles y bellas en las que el nivel de excelencia sólo puede ser estipulado por un cierto refinamiento del gusto cuyas decisiones, asimis­ mo, parecen siempre en alguna medida inciertas. En otras el éxito admite bien una demostración tajante, o una prueba bastante satisfactoria. Entre los candidatos a la ex­ celencia en esas artes diversas, la ansiedad sobre la opi­ nión pública es siempre mucho mayor en las primeras que en las segundas.

La belleza de la poesía es un asunto de tanta sutileza que un joven principiante virtualmente nunca estará se­ guro de haberla alcanzado. Por eso nada le deleita más que los comentarios favorables de sus amigos y del públi­ co, y nada lo abochorna más severamente que lo contra­ rio. El primer caso establece y el segundo sacude la buena opinión que ansia tener sobre su propio trabajo. La expe­ riencia y el triunfo pueden con el tiempo proporcionarle un poco más de confianza en su juicio personal. Pero en todo momento propenderá a la más profunda humilla­ción por los juicios adversos del público. Fue tal el dis­ gusto de Racine ante la indiferente recepción de su Fedra, quizá la mejor de las tragedias escritas en cualquier idio­ ma, que aunque estaba en la lozanía de su vida y en el apogeo de su capacidad artística decidió no escribir obras de teatro nunca más. Ese magnífico poeta acostumbraba a comentar a su hijo que la crítica más mezquina e imperti­ nente siempre le había provocado más dolor que el placer que obtenía del elogio más encendido y justo. Todo el mundo está familiarizado con la extremada sensibilidad de Voltaire ante la más ligera censura de este tipo. The

Dunciad del Sr. Pope es un perdurable monumento acerca de cómo el más correcto, elegante y armonioso de todos los poetas ingleses pudo ser herido por las críticas de los autores más viles y despreciables. Se dice que a Gray (que une a lo sublime de Milton la elegancia y armonía de

Pope, y al que sólo le falta quizá haber escrito un poco más para ser el mayor poeta en lengua inglesa) le dolió tanto una estúpida e impertinente parodia de dos de sus odas más bellas que nunca más acometió ninguna obra importante. Aquellos hombres de letras que se clasifican dentro de la literatura en prosa se aproximan a la sensibi­ lidad de los poetas.

Los matemáticos, en cambio, que pueden gozar de la garantía más absoluta tanto de la veracidad como de la im­ portancia de sus descubrimientos, suelen ser muy indi­ ferentes acerca de la recepción que les pueda conceder el público. Los dos matemáticos más ilustres que he tenido el honor de conocer, y creo que los mejores que había en mis tiempos, el Dr. Robert Simson, de Glasgow, y el Dr.

Matthew Stewart, de Edimburgo, nunca parecían sentir la más mínima molestia por el desinterés con que la igno­ rancia del público acogió algunas de sus obras más valio­ sas. Me han informado que el magno tratado de Sir Isaac

Newton, sus Principios matemáticos de filosofía natural, fue durante varios años desatendido por el público. Es probable que el sosiego de ese gran hombre no haya su­ frido por tal razón ni una interrupción de un cuarto de hora. Los filósofos naturales, en su independencia de la opinión pública, se acercan a los matemáticos y en los jui­ cios relativos al mérito de sus descubrimientos y observa­ ciones disfrutan de la misma seguridad y tranquilidad.

La moral de esas distintas clases de escritores se ve qui­ zá algo afectada a veces por esa amplia divergencia en su posición con respecto al público.

Los matemáticos y los filósofos naturales, gracias a su independencia de la opinión pública, apenas tienen tenta­ ciones de agruparse en facciones e intrigas, sea para soste­ ner su propia reputación o para hundir la de sus rivales.

Casi siempre son personas cuyos modales son de la más afable sencillez, que viven en buena armonía y estiman la reputación ajena, no entran en conspiración alguna para obtener el aplauso de la gente, y están satisfechos cuando sus estudios son aprobados, aunque no muy atribulados ni muy enojados cuando son pasados por alto.

N o siempre sucede lo mismo con los poetas o los inte­ grados dentro de lo que se llaman las bellas letras. Pro­ penden a dividirse en unas suertes de facciones literarias; cada conjura a menudo es abiertamente, y casi siempre secretamente, la enemiga mortal de la reputación de todas las otras, y recurre a todas las mezquinas estratagemas de la conspiración y la incitación para orientar a la opinión pública en favor de las obras de sus miembros y en contra de las de sus enemigos y competidores. En Francia, Des- préaux y Racine no creyeron que era indigno encabezar una conjuración literaria cuyo objetivo era hundir la repu­ tación primero de Quinault y Perrault, y después de

Fontenelle y La Motte, e incluso tratar al bueno de La

Fontaine con una especie de irrespetuosa amabilidad. En

Inglaterra, al afable Sr. Addison no le pareció contradictorio con su personalidad gentil y modesta el liderar una pequeña maquinación del mismo tipo para obstaculizar el creciente renombre del Sr. Pope. El Sr. Fontenelle, cuando describió las vidas y personalidades de los miembros de la academia de ciencias, una sociedad de matemáticos y filó­ sofos naturales, celebró en reiteradas oportunidades la gentil sencillez de sus maneras, y observó que se trataba de una cualidad tan extendida entre ellos que constituía más una característica de toda esa clase de escritores que de ningún individuo en particular. El Sr. D ’Alembert, que escribe sobre las vidas y personalidades de los miem­ bros de la academia de Francia, una sociedad de poetas y literatos, reales o supuestos, no parece contar con tantas oportunidades para formular una observación similar y en ninguna parte pretende que tan amable cualidad sea característica de lá clase de escritores que celebra.

Nuestra incertidumbre acerca de nuestros propios mé­ ritos, y nuestra aspiración a pensar bien de los mismos, deben naturalmente volvernos deseosos de conocer la opinión de otras personas al respecto, y estar más orgu­ llosos de lo normal cuando esa opinión es positiva y más abochornados de lo normal cuando es negativa, pero no deberían impulsarnos a obtener la opinión favorable o eludir la desfavorable mediante la intriga y la conspira­ ción. Cuando un hombre soborna a todos los jueces, el veredicto más unánime del tribunal no puede garantizarle que tenía razón, aunque gane el pleito; de haber llevado adelante su pleito meramente para comprobar que tenía razón, jamás habría sobornado a los jueces. Pero aunque aspiraba a tener razón, también pretendía ganar el pleito, y por ello sobornó a los jueces. Si el elogio no nos impor­ tara sino como prueba de nuestra valía nunca procuraría­ mos cosecharlo a través de medios deshonestos. Pero aunque para las personas sabias es, al menos en casos du­ dosos, principalmente importante por esa razón, también es importante por sí mismo; y por eso hay personas (no podemos ciertamente en tales casos llamarlas personas sa­ bias) que están muy por encima del nivel medio y que han intentado conseguir alabanzas o evitar reproches por medios muy desleales.

La alabanza y el reproche expresan lo que son los sen­ timientos de los demás con respecto a nuestra personali­ dad y conducta; lo laudable y reprobable representan lo que naturalmente deberían ser. El apego al elogio es el deseo de obtener los sentimientos favorables de nuestros semejantes. El amor a lo loable es el deseo de convertir­ nos en los objetivos apropiados de tales sentimientos.

Hasta aquí ambos principios se parecen y son afines. En­ tre el pavor al reproche y a ser reprochable se establece una afinidad y un parecido análogos.

La persona que desea realizar o de hecho realiza un acto loable puede que también aspire al elogio que mere­ ce y quizás en ocasiones a algo más de lo que merece.

Ambos principios se confunden. La medida en que su conducta ha sido influida por uno u otro puede ser en muchas ocasiones desconocida, incluso para la propia persona. Y casi siempre debe ser así para los demás.

Quienes están dispuestos a minusvalorar el mérito de su comportamiento, lo imputan principal o exclusivamente al mero amor al elogio, o lo que llaman pura vanidad.

Quienes están dispuestos a pensar én términos más favo­ rables, lo atribuyen principal o exclusivamente al amor a lo laudable, al apego a lo que es realmente honorable y noble en la conducta humana, no a la mera aspiración de obtener la aprobación y el aplauso de sus semejantes sino a merecerlos. La imaginación del espectador se inclina por una u otra perspectiva según sus hábitos de pensa­ miento o el mayor o menor aprecio que sienta hacia la persona cuya conducta está analizando.

Algunos filósofos atrabiliarios, al juzgar la naturaleza humana, lo han hecho igual que los individuos enojadizos tienden a juzgar la conducta recíproca, y han imputado al ansia de alabanzas, o a lo que llaman vanidad, todas las acciones que debían atribuir al deseo de ser loable. Más adelante (parte VII, sec. II, cap. 4) tendré ocasión de ex­ poner algunas de sus doctrinas, con lo que no me deten­ dré aquí a examinarlas.

Son contadas las personas que quedarán satisfechas con su propia conciencia privada de que han alcanzado las cualidades o realizado los actos que admiran y consideran laudables en otros salvo que al mismo tiempo sea general­ mente reconocido que poseen las primeras o han realiza­ do los segundos; o en otras palabras, salvo que hayan de hecho obtenido el elogio que creen merecen las primeras y los segundos. Pero en este aspecto las personas difieren considerablemente entre sí. Algunas parecen indiferentes al elogio una vez que en su propia mente están plenamen­ te satisfechos de haber alcanzado el nivel loable. Otras parecen estar mucho menos ansiosas en lo relativo a ser loables que en lo referente a ser elogiadas.

Ninguna persona estará completa ni tolerablemente sa­ tisfecha por haber eludido todo lo que sería reprochable en su conducta, salvo que al mismo tiempo haya eludido la culpa o el reproche. Un sabio puede reiteradamente despreciar la alabanza, incluso cuando la merece a todas luces, pero en todos los asuntos relevantes procurará con exquisito cuidado regular su proceder para evitar no sólo ser reprochable sino en todo lo posible cualquier impu­ tación eventual de culpa. Es evidente que no escapará del reproche si hace cualquier cosa que él juzga reprochable, u omite cualquier parte de su deber, o descuida cualquier oportunidad de hacer cualquier cosa que juzga genuina y considerablemente loable. Pero, con esas modificaciones, lo evitará con ansia y precaución. El exhibir mucho anhe­ lo por el elogio, incluso ante acciones elogiables, rara vez constituye un signo de profunda sabiduría, y por regla general lo es de algún grado de debilidad. Pero en el afa­ narse por evitar la sombra de la culpa o el reproche puede no haber flaqueza alguna y frecuentemente hay una pru­ dencia sumamente plausible.

Dice Cicerón: «Muchas personas desprecian la gloria y sin embargo resultan gravemente humilladas por el re­ proche injusto; ello resulta muy incoherente». Sin embar­ go, dicha incoherencia parece fundarse en los principios inalterables de la naturaleza humana.

De esta manera, el omnisciente Autor de la naturaleza ha enseñado al ser humano a respetar los sentimientos y opiniones de sus semejantes, a estar más o menos compla­ cido cuando aprueban su conducta, y más o menos ofen­ dido cuando la desaprueban. Ha hecho del hombre, por así decirlo, el juez inmediato del género humano; y en este aspecto como en tantos otros lo ha creado a su ima­ gen y semejanza, y designado vicegerente sobre la tierra, para supervisar la conducta de sus hermanos. La naturale­ za enseña a éstos a reconocer ese poder y jurisdicción que le han sido conferidos, a ser más o menos humillados y abochornados cuando han incurrido en su censura, y a estar más o menos alborozados cuando han obtenido su aplauso.

Pero aunque el hombre ha sido de esta manera conver­ tido en juez inmediato de la humanidad, lo es sólo en la primera instancia, y sus sentencias pueden ser apeladas a un tribunal mucho más alto, el tribunal de sus propias conciencias, el del supuesto espectador imparcial y bien informado, el del hombre dentro del pecho, el alto juez y árbitro de su conducta. Las jurisdicciones de esos dos tri­ bunales se basan en principios que en algunos aspectos se parecen y son afines, pero en otros son en verdad des­ iguales y específicos. La jurisdicción del hombre exterior se funda exclusivamente en el deseo del elogio de hecho y en la aversión al reproche de hecho. La jurisdicción del hombre interior se funda exclusivamente en el deseo de ser loable y en la aversión a ser reprobable, en el deseo de poseer las cualidades y realizar las acciones que aprecia­ mos y admiramos en otras personas, y en el pavor a po­ seer las cualidades y realizar las acciones que odiamos y despreciamos en otras personas. Si el hombre exterior nos aplaude, bien por actos que no hemos realizado o por motivaciones que no nos han influido, el hombre interior puede inmediatamente humillar ese orgullo y exaltación de la mente que tan infundadas aclamaciones podrían en­ cender en otro caso, al puntualizarnos que como sabemos que no los merecemos, nos volvemos despreciables si los aceptamos. Por el contrario, si el hombre exterior nos re­ procha, bien por acciones que nunca cometimos o por móviles que no influyeron sobre los actos que sí realiza­ mos, el hombre interior puede inmediatamente enmendar este juicio falso y asegurarnos que no somos en absoluto los objetivos idóneos para la censura de que tan injusta­ mente hemos sido objeto. Pero en este y otros casos el hombre interior parece a veces, por así decirlo, atónito y desconcertado por la vehemencia y clamor del hombre exterior. La violencia y fragor con que a veces se nos ad­ judican las culpas parecen atolondrar y entumecer nues­ tro sentido natural de lo laudable y lo condenable, y los juicios del hombre interior, aunque quizá no. son comple­ tamente alterados o pervertidos, resultan empero suma­ mente agitados en la estabilidad y firmeza de su decisión, con lo que su efecto natural en apaciguar el espíritu es a menudo en buena medida destruido. N o nos atrevemos a absolvernos cuando todos nuestros semejantes nos con­ denan. El supuesto espectador imparcial de nuestro com­ portamiento parece emitir su opinión a nuestro favor con miedos y titubeos, mientras que la de los espectadores reales, la de todos con cuyos ojos y desde cuyas posi­ciones pretende considerarlo, es unánime y agresiva en nuestra contra. En tales casos, dicho semidiós dentro del pecho parece como los semidioses de los poetas: de ex­ tracción en parte inmortal pero en parte también mor­ tal. Cuando sus dictámenes son dirigidos rectos y firmes por el sentido de lo laudable y lo reprobable, parece ac­ tuar en consonancia con su extracción divina, pero cuan­ do se permite quedar estupefacto y confundido por los juicios de hombres ignorantes y endebles descubre su co­ nexión con la mortalidad y parece actuar en consonancia no con la parte divina de su origen sino con la parte hu­ mana.

En tales casos el único consuelo efectivo para la perso­ na humillada y afligida estriba en apelar a un tribunal más alto, el del Juez del mundo que todo lo ve, cuyos ojos ja­ más pueden ser engañados y cuyos juicios nunca pueden ser pervertidos. Una confianza plena en la rectitud infali­ ble de este alto tribunal, ante el cual su inocencia a su de­ bido tiempo será declarada y su virtud finalmente recom­ pensada, es lo único que puede animar la fragilidad y el abatimiento de su mente ante la perturbación y estupefac­ ción del hombre dentro del pecho que la naturaleza ha es­ tablecido en esta vida como el mayor guardián no sólo de su inocencia sino también de su sosiego. Así, nuestra feli­ cidad en este mundo depende en muchas ocasiones de la humilde confianza y expectativa de una vida futura, una fe y una esperanza profundamente enraizadas en la natu­ raleza humana; sólo ellas pueden mantener sus ideas ex­ celsas sobre su propia dignidad; sólo ellas pueden ilumi­ nar la lúgubre perspectiva del acercamiento continuo de la muerte, y conservar la alegría bajo las más gravosas ca­ lamidades a que pueda estar expuesta por los desórdenes de esta vida. El que exista un mundo del porvenir, donde se hará recta justicia a todos los seres humanos; donde to­ dos serán clasificados junto a quienes son en realidad sus iguales en cualidades morales e intelectuales; donde el po­ seedor de los talentos y virtudes humildes que por la de­ presión de la fortuna no tuvieron en este mundo la opor­ tunidad de manifestarse, que fueron desconocidos no sólo para el público sino que incluso su poseedor apenas estaba seguro de que los tenía, y de los cuales incluso el hombre en el interior de su pecho apenas podía aventurar proporcionarle un testimonio claro e inequívoco; donde el mérito modesto, silencioso e ignorado será colocado en el mismo nivel y a veces por encima de quienes en esta tierra han gozado de la máxima reputación y quienes por su posición aventajada fueron capaces de realizar las ac­ ciones más espléndidas y deslumbrantes; todo esto forma una doctrina en todo sus aspectos tan venerable, tan re­ confortante para el débil, tan halagadora para la grandio­ sidad de la naturaleza humana, que la persona virtuosa que tiene la desgracia de dudar de ella no puede evitar desear de forma extremadamente encarecida y anhelante poder creer en ella. Jamás habría podido ser expuesta al escarnio de los desdeñosos si la distribución de recom­ pensas y penas, que algunos de sus más celosos partida­ rios nos enseñaron que se impondría en ese mundo veni­ dero, no hubiese sido tan repetidamente justo la opuesta a todos nuestros sentimientos morales.

Que el cortesano diligente suele ser más favorecido que el sirviente fiel y laborioso, que la atención y la adulación son normalmente vías más cortas y seguras para la pro­ moción que el mérito o el servicio, que una campaña en

Versalles o St. James valen a menudo como dos en Alema­ nia o Flandes, son quejas que todos hemos oído de mu­ chos militares venerables, aunque descontentos. Pero lo que es considerado el mayor reproche incluso para la de­ bilidad de los soberanos de la tierra ha sido atribuido, como un acto de justicia, a la perfección divina; y los de­ beres de devoción, la reverencia pública y privada a la Deidad, han sido presentados incluso por personas vir­

tuosas y capaces como las únicas virtudes que pueden ga­ rantizar una retribución o eximir de un castigo en el mundo venidero. Eran virtudes quizá sumamente ajus­ tadas a su situación, y en las que ellos mismos princi­ palmente destacaban; y todos estamos naturalmente dis­ puestos a exagerar la excelencia de nuestras propias personalidades. En el discurso pronunciado por el elo­ cuente y filosófico Massillon al dar su bendición a los abanderados del regimiento de Catinat, dijo a los oficiales lo siguiente: «Lo más deplorable de vuestra posición, ca­ balleros, es que en una vida dura y penosa donde los ser­ vicios y deberes en ocasiones exceden el rigor y severidad de los claustros más austeros vuestro sufrimiento siempre es vano para la vida venidera y con frecuencia lo es nclu­ so para ésta. El monje solitario en celda, obligado a mor­ tificar la carne y someterla al espíritu, es amparado por la confianza en una recompensa segura y por unción secreta de la gracia que mitiga el yugo del Señor. Pero vosotros, en vuestro lecho de muerte ¿osáis presentar ante El vues­ tras fatigas y los sinsabores cotidianos de vuestro queha­ cer? ¿os atrevéis a solicitar de Él una recompensa? Y en todos los esfuerzos que habéis hecho, en todas las violen­ cias que habéis padecido ¿qué hay que Él pueda anotar en Su cuenta? Los mejores días de vuestras vidas han sido sacrificados a vuestra profesión y diez años de servicio deteriorarán más vuestro cuerpo que quizá toda una vida de arrepentimiento y mortificación. ¡Hermanos! Un sólo día de tales sufrimientos consagrado al Señor quizás os habría granjeado la felicidad eterna. Una sola acción, do­ lorosa para la naturaleza y ofrecida ante Él, quizá os ha­ bría garantizado la herenciai de los santos. Todo esto lo habéis hecho para este mundo, y en vano».

Comparar de esta guisa las fútiles mortificaciones de¡un monasterio con los ennoblecedores peligros y priva­ciones de la guerra, suponer que un día o una hora em­ pleados en el primero tendrán a los ojos del egregio Juez de la tierra más mérito que toda una vida ocupada honora­ blemente en la segunda, es sin duda contrario a todos nuestros sentimientos morales, a todos los principios me­ diante los cuales la naturaleza nos ha instruido para regu­ lar nuestro menosprecio o admiración. Sin embargo, este espíritu que ha reservado las regiones celestiales para monjes y frailes o para aquellos cuya conducta y trato se­ mejan los de los monjes y frailes, es el que ha condenado a los infiernos a todos los héroes, estadistas y legislado­ res, todos los poetas y filósofos de épocas pretéritas; to­ dos los que han inventado, mejorado o destacado en las artes que contribuyen a la subsistencia, comodidad y or­ nato de la vida humana^ todos los grandes protectores, maestros y benefactores de la humanidad; todos aquellos a los que nuestro sentido natural de lo laudable nos fuer­ za a atribuir el mayor de los méritos y la más enaltecedo­ ra de las virtudes. ¿Puede acaso llamarnos la atención que una aplicación tan extraña de esta muy respetable doctri­ na la haya expuesto en ocasiones a la mofa y el desdén, al menos por parte de aquéllos que quizá carecían de una marcada predilección o propensión hacia las virtudes de­ votas y contemplativas?


 
3. De la influencia y autoridad de la conciencia
Pero aunque la aprobación de su propia conciencia apenas pueda contentar la flaqueza del hombre en algunas ocasiones extraordinarias, aunque el testimonio del su­ puesto espectador imparcial, el ilustre recluso del pecho, fio siempre puede satisfacerlo en solitario, la influencia y autoridad de este principio es siempre muy importante y es sólo al consultar con este juez interior que podemos llegar a observar lo tocante a nosotros mismos en su per­ fil y dimensiones correctas, o establecer comparaciones adecuadas entre nuestros propios intereses y los de los demás.

Así como ante los ojos del cuerpo los objetos parecen grandes o pequeños no tanto debido a sus dimensiones reales sino a su cercanía o lejanía, otro tanto ocurre con lo que puede denominarse el ojo natural de la mente, y re­ mediamos los defectos de ambos órganos de modo bas­ tante similar. Un paisaje inmenso de llanuras, bosques y distantes montañas apenas ocupa la superficie de una ventanita junto a la cual escribo, y semeja desproporcionada­ mente más reducido que la habitación en la que me en­ cuentro. La única forma en que puedo establecer una comparación adecuada entre esos vastos objetos y las co­ sas menudas que me rodean es transportarme, al menos en la imaginación, a un lugar distinto, desde el que pueda contemplarlos a ambos a distancias virtualmente idénti­ cas, y así poder formarme una opinión sobre sus propor­ ciones genuinas. El hábito y la experiencia me han ense­ ñado a hacerlo de forma tan sencilla y pronta que apenas me doy cuenta de que lo hago; y una persona debe estar en cierta medida familiarizada con la filosofía de la visión antes de que pueda convencerse cabalmente de lo diminu­ tos que parecerían esos objetos lejanos si la imaginación, a partir del conocimiento de sus magnitudes reales, no los expandiera y dilatara.

Del mismo modo, para las pasiones egoístas y prima­ rias de la naturaleza humana, la pérdida o ganancia del más pequeño de nuestros intereses nos parece de una im­ portancia vastamente superior, da lugar a un regocijo o una aflicción mucho más apasionados, un deseo o una aversión mucho más ardientes, que la máxima preocupa­ ción de alguna otra persona con la que no tenemos ningu­ na relación especial. Sus intereses, en tanto sean pondera­ dos desde esa perspectiva, jamás podrán equilibrarse con los nuestros, nunca podrán impedir que hagamos cual­ quier cosa que promueva los nuestros, aunque sea ruino­ so para los suyos. Antes de poder formular una compara­ ción apropiada entre estos intereses opuestos debemos cambiar de lugar. Debemos enfocarlos no desde nuestra po­ sición ni desde la de la otra persona, no con nuestros ojos ni con los suyos, sino desde la posición y con los ojos de un tercero, que no mantenga ninguna conexión particular con ninguno de nosotros y que nos juzgue con imparcia­ lidad. Aquí también el hábito y la experiencia nos han adiestrado para hacer esto de forma tan sencilla y pronta que apenas nos damos cuenta de que lo hacemos; asimis- ílio, en este caso se requiere algún grado de deliberación, incluso de filosofía, para convencernos del pequeño inte­ rés que tomaríamos en los más graves problemas de nues­ tro vecino, de lo poco que nos afectaría cualquier cosa que le ocurriese, si el sentido de la propiedad y la justicia no corrigiera la desigualdad natural de nuestros senti- nlientos.

Supongamos que el enorme imperio de la China, con

US miríadas de habitantes, súbitamente es devorado por un terremoto, y analicemos cómo sería afectado por la noticia de esta terrible catástrofe un hombre humanitario de Europa, sin vínculo alguno con esa parte del mundo.

SSreo que ante todo expresaría una honda pena por la tra­ gedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas reflexiones

Éüelancólicas sobre la precariedad de la vida humana y la lenidad de todas las labores del hombre, cuando puede ü r así aniquilado en un instante. Si fuera una persona analítica, quizá también entraría en muchas disquisiciones acerca de los efectos que el desastre podría provocar en el comercio europeo y en la actividad económica del mundo

6b general. Una vez concluida esta hermosa filosofía, una mz manifestados honestamente esos filantrópicos senti­ mientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo

© su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como íi ningún accidente hubiese ocurrido. El contratiempo filas frívolo que pudiese sobrevenirle daría lugar a una perturbación mucho más auténtica. Si fuese a perder su

Ütedo meñique mañana, no podría dormir esta noche; siempre que no los haya visto nunca, roncará con la

SEtás profunda seguridad ante la ruina de cien millones de semejantes y la destrucción de tan inmensa multitud cla-

HWfnente le parecerá algo menos interesante que la mez- jpaina desgracia propia. Entonces, para prevenir esa mise­ra desdicha ¿sería capaz un hombre benévolo de sacrificar las vidas de cien millones de sus hermanos, siempre que no los hubiese visto nunca? La naturaleza humana siente un escalofrío de terror ante la idea y el mundo, en su ma­ yor depravación y corrupción, jamás albergó a un villano tal que fuera capaz de sostenerla. Pero ¿cuál es la diferen­ cia? Cuando nuestros sentimientos pasivos son casi siem­ pre tan sórdidos y egoístas ¿cómo pueden ser nuestros principios activos frecuentemente tan nobles y desintere­ sados? Cuando estamos invariablemente mucho más ínti­ mamente afectados por lo que nos pasa que por lo que le pasa a los demás ¿qué es lo que impele a los generosos siempre y a los mezquinos muchas veces a sacrificar sus propios intereses a los intereses más importantes de otros? N o es el apagado poder del humanitarismo, no es el tenue destello de la benevolencia que la naturaleza ha encendido en el corazón humano lo que es así capaz de contrarrestar los impulsos más poderosos del amor pro­ pio. Lo que se ejercita en tales ocasiones es un poder más fuerte, una motivación más enérgica. Es la razón, el prin­ cipio, la conciencia, el habitante del pecho, el hombre in­ terior, el ilustre juez y árbitro de nuestra conducta. El es quien, cuando estamos a punto de obrar de tal modo que afecte la felicidad de otros, nos advierte con una voz ca­ paz de helar la más presuntuosa de nuestras pasiones que no somos más que uno en la muchedumbre y en nada mejor que ningún otro de sus integrantes, y que cuando nos preferimos a nosotros mismos antes que a otros, tan vergonzosa y ciegamente, nos transformamos en objeti­ vos adecuados del resentimiento, el aborrecimiento y la execración. Sólo por él conocemos nuestra verdadera pequeñez y la de lo que nos rodea, y las confusiones na­ turales del amor propio sólo pueden ser corregidas por la mirada de este espectador imparcial. El es quien nos indi­ ca la corrección de la liberalidad y la deformidad de la in­ justicia, la propiedad de renunciar a los mayores intereses propios en aras de los intereses aún más relevantes de los demás, y la monstruosidad de perpetrar el quebranto más pequeño a otra persona con objeto de cosechar el máxi­ mo beneficio para nosotros mismos. Lo que nos incita a lá práctica de esas virtudes divinas no es el amor al próji- frio, no es el amor a la humanidad. Lo que aparece en ta­ les ocasiones es un amor más fuerte, un afecto más pode­ roso: el amor a lo honorable y noble, a la grandeza, la dignidad y eminencia de nuestras personalidades.

Cuando la felicidad o la desdicha de otros dependen en algún sentido de nuestra conducta, no preferimos el inte­ rés de uno al de muchos, como el amor propio podría su­ gerir. El hombre interior inmediatamente nos amonesta porque nos valoramos demasiado a nosotros mismos y demasiado poco a las demás personas, y que al hacerlo

«tos convertimos en el objetivo idóneo del menosprecio e indignación de nuestros semejantes. Tampoco está dicho sentimiento limitado sólo a las personas de magnanimi­ dad y virtud extraordinarias. Está profundamente graba- f e en cualquier soldado aceptablemente bueno, que per­ cibe que sería motivo de escarnio por parte de sus iompañeros si lo supusieran capaz de huir del peligro, o de titubear ante la alternativa de exponer o sacrificar su srida cuando el bien del ejército lo requiriese.

Un individuo jamás debe preferirse a sí mismo tanto mas que a otro individuo de forma que ofenda o hiera a este otro en beneficio propio, aunque la ventaja del pri­ mero fuese muy superior al detrimento o daño del segun­ do. El pobre no debe engañar ni robar al rico, aunque para el uno la adquisición resultase mucho más beneficio­ sa que el perjuicio sufrido por el otro a causa de la pérdi­ da. También en este caso el hombre interior le advierte que él no es mejor que su prójimo y que si establece tan injusta preferencia se vuelve el objetivo apropiado del desprecio y enojo del género humano, así como de la san­ ción que ese desdén y enfado debe naturalmente predis­ poner a infligir ante una tal violación de las reglas sagra­ das de cuya tolerable observancia depende toda la paz y la seguridad de la sociedad humana. N o hay persona nor­ malmente honesta que no tema la desgracia interior de una acción como esa, el estigma indeleble para siempre estampado en su mente, como la mayor calamidad exter­ na que podría sobrevenirle sin haber cometido falta algu­ na, y que no sienta íntimamente la verdad de la admirable máxima estoica según la cual si un hombre despoja a otro de alguna cosa, o injustamente promueve su propia ven­ taja a través de la pérdida o desventaja de otro, atenta más contra la naturaleza de lo que la muerte, la pobreza, el dolor y todas las miserias pueden afectarlo a él tanto en su cuerpo como en sus circunstancias externas.
Cuando la alegría o el infortunio de otros no depende en absoluto de nuestro proceder, cuando nuestros intere­ ses están totalmente separados y alejados de los suyos, de forma que no se entabla entre ellos conexión ni compe­ tencia alguna, no siempre pensamos que resulta tan necesario restringir nuestra natural y acaso impropia ansiedad sobre nuestros asuntos particulares, ni nuestra natural y acaso también impropia indiferencia sobre los de otras personas. La educación más elemental nos enseña a actuar en todas las ocasiones importantes con alguna suerte de imparcialidad entre nosotros y los demás, e incluso el co­ mercio ordinario del mundo es capaz de ajustar nuestros principios activos hasta un cierto nivel de corrección.

Pero se ha dicho que sólo la educación más elaborada y refinada puede corregir las desigualdades de nuestros sen­ timientos pasivos, y se pretende que para este objetivo debemos recurrir a la filosofía más grave y profunda. Dos grupos diferentes de filósofos han intentado ense­ ñarnos esta lección, la más difícil, de la moral. Un grupo ha procurado incrementar nuestra sensibilidad con res­ pecto a los intereses ajenos; el otro ha buscado disminuir­ la con respecto a los propios. El primero pretende que sintamos hacia los demás lo que naturalmente sentimos hacia nosotros mismos. El segundo, que sintamos hacia nosotros mismos lo que naturalmente sentimos hacia los demás. Es probable que ambos grupos hayan llevado sus doctrinas bastante más allá del justo criterio de h» Jtatmal y lo correcto.

Los primeros son esos moralistas quejumorosos y uses lancólicos, que perpetuamente nos reprochin que siamés felices cuando tantos de nuestros semejante¿qgoi^d¿é^. chados, que consideran impío el regocijo naturál ante, fa

¡prosperidad8, que no piensa en los muchos desv®fl«raa- dos que en ese mismo instante están sometidos, a toda

Suerte de calamidades, en la postración de la pobreza, en la agonía de la enfermedad, en el horror de la muerte, bajo los ultrajes y la opresión de sus enemigos. Ellos creen oue la conmiseración por los males que nunca vimos, de los que nunca hemos oído, pero que podemos estar se­ guros de que en todos los tiempos infestan a numerosos semejantes, debería ahogar los placeres de los afortunados y hacer que un cierto melancólico desaliento sea la norma de todos los hombres. Pero ante todo esa simpatía extre­ ma con desgracias que desconocemos es totalmente ab­ surda e irrazonable. Si tomamos todo el mundo en consi­ deración, por cada persona que sufre dolor o aflicción, encontraremos veinte cuyas circunstancias son o bien aceptables, o bien de prosperidad y alborozo. Es evidente que no hay razón por la que deberíamos llorar con la una

J? no alegrarnos con las veinte. Esta conmiseración artifi­cial, además, no sólo es absurda sino por completo inal­ canzable, y los que pretenden tal personalidad sólo po­ seen normalmente una tristeza afectada y sentimental que sin llegar hasta el corazón sirve solamente para convertir su semblante y su trato en algo impertinentemente lúgu­ bre y desapacible. Y finalmente si esta disposición de la mente fuera alcanzable, resultaría totalmente inútil y no serviría más que para hacer desgraciada a la .persona que la poseyese. Todo el interés que nos tomemos en la suerte de quienes no conocemos y con quienes no estamos rela­ cionados, y que están ubicados completamente fuera de nuestro campo de actividad, generará exclusivamente an­ gustia en nosotros sin dar lugar a beneficio alguno para ellos. ¿Qué sentido tiene preocuparnos de lo que sucede en la Luna? Todos los seres humanos, incluso los más re­ motos, tienen indudablemente derecho a nuestros buenos deseos, y naturalmente se los damos. Pero si a pesar de todo son desgraciados, no parece que nuestro deber estri­ be en cargar por ello nosotros con la congoja. Por consi­ guiente, el que estemos escasamente interesados en la suerte de aquellos que no podemos ayudar ni perjudicar, y que se hallan en todos los aspectos tan lejos de noso­ tros, parece sabiamente ordenado por la naturaleza, y si fuera posible alterar en este aspecto la constitución origi­ nal de nuestro ser no ganaríamos nada con el cambio.

Jamás se nos critica por tener escasa solidaridad con la alegría del éxito. Siempre que no lo obstaculice la envidia, el favor que concedemos a la prosperidad más bien tiende a ser exagerado, y los mismos moralistas que nos acusan de carecer de simpatía hacia los miserables nos reprochan por la ligereza con la que tanto propendemos a admirar y casi a idolatrar a los afortunados, los poderosos y los ricos.

Entre los moralistas que se afanan por corregir la natu­ ral desigualdad de nuestros sentimientos pasivos median­ te la disminución de nuestra sensibilidad hacia lo que particularmente nos concierne se encuentran todas las intiguas escuelas filosóficas, y especialmente los antiguos estoicos. El hombre según los estoicos debe considerarse a sí mismo no como algo separado y distinto sino como un ciudadano del mundo, miembro de la vasta comuni­ dad de la naturaleza. En interés de esta amplia comunidad él debe estar constantemente dispuesto a sacrificar su re­ ducido interés personal. Cualquier cosa que le concierna no debe afectarlo más que cualquier otra cosa que con­ cierta a otra parte igualmente importante de ese inmenso sistema. N o deberíamos contemplamos a la luz bajo la que nos sitúan nuestras propias pasiones egoístas sino en la perspectiva desde la que nos vería cualquier otro ciuda­ dano del mundo. Debemos ponderar lo que nos acontece igual que lo que le sucede a nuestro prójimo, o, lo que es lo mismo, igual que nuestro prójimo pondera lo que nos Ocurre a nosotros. Dice Epicteto: «Cuando nuestro veci- jao pierde a su mujer o a su hijo no hay nadie que no sien­ ta que se trata de una calamidad humana, un aconteci­ óme nto natural perfectamente de acuerdo con el curso normal de las cosas; pero cuando nos ocurre lo mismo a nosotros, entonces nos lamentamos como si hubiésemos'Sufrido la desgracia más pavorosa. Deberíamos, sin em­ bargo, recordar cómo nos afectó este accidente cuando le Sobrevino a otro y deberíamos ser en nuestro caso tal como fuimos en el suyo».

Los infortunios privados en los que nuestros senti­ mientos tienden a superar las fronteras de la corrección son de dos clases distintas. O bien nos afectan sólo indi­ rectamente, al referirse primero a otras personas especial­ mente cercanas a nosotros, como nuestros padres, hijos, hermanos y hermanas, amigos íntimos; o bien nos afectan inmediata y directamente, en nuestro cuerpo, nuestra for­ tuna o nuestra reputación, como el dolor, la enfermedad, a cercanía de la muerte, la pobreza, la deshonra, etc.

En los infortunios de la primera clase es indudable que nuestras emociones pueden exceder con mucho lo que la estricta propiedad admite, pero también pueden quedarse cortas y frecuentemente así lo hacen. El hombre que no siente más por la muerte o la miseria de su propio padre o hijo que por las del padre o hijo de cualquier otro no pa­ recerá ser un buen hijo ni un buen padre. Tan antinatural indiferencia no estimularía nuestro aplauso sino que in­ curriría en nuestra mayor desaprobación. Pero de tales afectos domésticos hay algunos que tienden a ofender por su exceso y otros por su defecto. Con sabios propósitos, la naturaleza ha hecho que en la mayoría de las personas, y quizá en todas, la ternura parental sea un afecto más in­ tenso que la piedad filial. La continuidad y propagación de la especie depende totalmente de la primera, no de la segunda. En circunstancias normales, la existencia y pre­ servación del niño depende por completo del cuidado de los padres. Rara vez la de los padres depende del cuidado del hijo. La naturaleza, en consecuencia, ha vuelto al pri­ mer afecto tan poderoso que generalmente no requiere ser avivado sino amortiguado; y los moralistas general­ mente tratan de instruirnos sobre cómo restringir y rara vez sobre cómo dar rienda suelta a nuestro cariño, nues­ tro excesivo apego, la injusta preferencia que tendemos a dar a nuestros propios hijos por encima de los de otras personas. N os exhortan, por el contrario, a que atenda­ mos solícitamente a nuestros padres y compensemos apropiadamente en su vejez el cariño que nos brindaron en nuestra infancia y juventud. Los Mandamientos nos ordenan honrar a nuestros padres y nuestras madres.

Nada se dice de amar a nuestros hijos. La naturaleza nos ha preparado suficientemente para el cumplimiento de este último deber. Es poco común que las personas sean acusadas de aparentar querer a sus hijos más de lo que en realidad los quieren. Pero a veces se ha sospechado de


 
CAPÍTULO IV. SOBRE LA NATURALEZA DEL ENGAÑO DE SI MISMO, Y DEL ORIGEN Y UTILIDAD DE LAS REGLAS GENERALES
DOS SON las ocasiones en que examinamos la propia conducta y nos esforzamos por verla a la luz con que el imparcial espectador la vería. Primero, cuando estamos a punto de actuar; segundo, después de haber actuado. En ambos casos es muy fácil que nuestros juicios sean parciales; pero mucho más propenderán a serlo cuando más importa que sean dé otro modo.

Cuando estamos a punto de actuar, la avidez de la pasión raramente nos permitirá considerar lo que hacemos con el desapasionamiento de una persona indiferente. Las emociones violentas que en esos momentos nos agitan, nublan nuestros juicios sobre las cosas, aun cuando nos esforcemos por ocupar el lugar de otro y considerar los objetos de nuestro interés a la luz en que él naturalmente los consideraría. El ímpetu de nuestras pasiones nos hace volver repetidamente a nuestro propio sitio, donde a causa del amor propio, todo aparece amplificado y desfigurado. Del modo como aquellos objetos serían vistos por otra persona, de los juicios que sobre ellos se formaría, solamente podemos ofrecer, si se nos permite la expresión, atisbos fugaces que en un momento desaparecen y que, aun mientras perduran, no son del todo justos. No nos es posible, ni por esos momentos, despojarnos completamente del calor y vehemencia que nos inspira nuestra peculiar situación, ni tampoco considerar con la imparcialidad de un juez recto lo que estamos a punto de hacer. Por este motivo las pasiones, como dice el P. Malebranche, siempre se justifican a sí mismas, y parecen razonables y proporcionadas a sus objetos mientras continuemos experimentándolas.

Una vez agotada la acción y una vez que las pasiones que la instigaron se han apaciguado, podemos, ciertamente, penetrar con mayor frialdad los sentimientos del espectador indiferente. Lo que antes tanto nos interesó, se ha convertido en algo tan indiferente para nosotros como siempre lo fue para él, y podemos entonces examinar nuestra conducta con su mismo desapasionamiento e imparcialidad. El hombre de hoy ya no está agitado por las mismas pasiones que perturbaron al hombre de ayer; y no bien ha pasado el paroxismo de la emoción —así como el paroxismo de la aflicción— cuando, como quien dice, podemos ya identificarnos con ese hombre ideal que el pecho encierra, y, por nuestra cuenta, ver, así como en un caso nuestra situación, en el otro, nuestra conducta, con la severa mirada del más imparcial espectador. Mas ahora nuestros juicios son por lo general de escasa importancia en comparación con lo que antes fueron, y con frecuencia no acarrean sino vanos remordimientos e inútil compunción, sin que esto nos asegure de no incurrir en iguales errores en lo porvenir.

Así son de parciales los juicios de los hombres en lo que se refiere a la conveniencia de su propia conducta, tanto en el momento de actuar como después; y así de difícil es que la juzguen a la luz bajo la que cualquier espectador indiferente la consideraría. Pero si fuese por una facultad especial, tal como se supone que es el sentido moral, por la que juzgasen de su propia conducta, si estuviesen dotados de un especial poder de percepción que sirviese para distinguir entre la belleza y la deformidad de las pasiones y afectos, como sus propias pasiones estarían más inmediatamente expuestas a la vista de esa facultad, resultaría que las juzgaría con más precisión que las de los otros hombres, de las que sólo tendría una más lejana perspectiva.

Este engaño de sí mismo, esta fatal flaqueza de los hombres, es causa de más de la mitad de los desórdenes de la vida humana. Si pudiéramos vernos al modo que nos ven los otros o al modo como nos verían si lo supieran todo, sería inevitable una reforma general. De otro modo no podríamos sostener la lucha.

Sin embargo, la Naturaleza no ha dejado esa humana flaqueza, que es de tanta importancia, sin algún remedio, y tampoco nos ha abandonado por completo a los engaños del amor propio. Nuestra constante observación de la conducta ajena, insensiblemente nos lleva a la formación de ciertas reglas generales relativas a lo que es debido y conveniente ya sea hacer o evitar. Algunas acciones de los otros escandalizan todos nuestros sentimientos naturales. Advertimos que todos los que nos rodean manifiestan igual aversión por tales actos. Esto, de nuevo confirma y hasta agrava nuestro natural sentido de su deformidad. Quedamos satisfechos de haberlos juzgado de un modo conveniente cuando advertimos que las otras gentes los juzgan del mismo modo. Tomamos la resolución de no hacernos culpables de semejantes actos, ni, de ese modo, convertirnos jamás, por ningún motivo, en objeto de universal reprobación. De esta manera es como naturalmente nos proponemos la regla general de que todos los tales actos deben evitarse en cuanto que tienden a hacernos odiosos despreciables o acreedores al castigo, y objeto de todos aquellos sentimientos que nos inspiran el mayor temor y aversión. Otros actos, por lo contrario, provocan nuestra aprobación, y de todos cuantos nos rodean oímos la misma favorable opinión respecto a ellos. Todo el mundo está deseoso de honrarlos y premiarlos. Estimulan todos aquellos sentimientos que por naturaleza más deseamos: el amor, la gratitud, la admiración del prójimo. Surge en nosotros la ambición de emularlos, y así es como naturalmente sentamos una regla general distinta: que toda oportunidad de obrar de ese modo debe cuidadosamente buscarse.

Así es como se forman las reglas generales de la moralidad. Están en última instancia fundadas en la experiencia de lo que, en casos particulares, aprueban o reprueban nuestras facultades morales o nuestro sentido del mérito y de la conveniencia. Originariamente no aprobamos o condenamos los actos en particular porque al examinarlos resulten estar de acuerdo o no con alguna regla general. Por lo contrario, la regla general se forma a través de la experiencia, lo cual nos descubre que se aprueban o reprueban todos los actos de determinada especie o circunstanciados en cierta manera. El hombre que por vez primera presenció un asesinato inhumano cometido por avaricia, envidia o por un injusto resentimiento, siendo la víctima alguien que amaba y confiaba en el asesino; que además contempló la postrera agonía del moribundo, y que oyó cómo con su último aliento se dolía más bien de la perfidia e ingratitud del falso amigo que de la violencia cometida en su persona; para ese espectador no habría necesidad de advertir, a fin de concebir el horror de ese acto, que una de las más sagradas reglas de conducta es la que prohíbe privar de la vida a un inocente, que en el caso hubo una flagrante violación de la regla y que, por consiguiente, se trata de una acción altamente reprobable. Es evidente que su aborrecimiento por este crimen, surgiría instantáneamente y con anterioridad a que el espectador se formulase semejante regla general. Por lo contrario, la regla general que pudiera después formularse, estaría fundada en el aborrecimiento que necesariamente sentiría en su pecho al pensar en éste y en cualquier otro caso de la misma especie.

Ciertamente, cuando ya están formadas estas reglas generales, cuando universalmente están aceptadas y establecidas por la concurrencia de los sentimientos de todos los hombres, es frecuente que apelemos a ellas como normas de juicio para determinar el grado de encomio o de reproche que merecen ciertos actos complicados o dudosos. En casos como éstos, se las cita como última fundamentación de lo que es justo e injusto en la conducta humana, y que este hecho parece haber descarriado a varios muy eminentes autores, al erigir sus sistemas bajo el supuesto de que originariamente los juicios humanos respecto al bien y al mal, se formaban como las sentencias judiciales, es decir, considerando primero la regla general y después, en segundo lugar, si el acto particular que se examina queda dentro de su comprensión.

Esas reglas generales de conducta, una vez fijadas en nuestra mente por una reflexión habitual, son de gran utilidad para corregir las tergiversaciones del amor propio, respecto a lo que adecuada y convenientemente debe hacerse en nuestra particular situación. El hombre de violento resentimiento, si escuchase los dictados de esa pasión, probablemente consideraría la muerte de su enemigo como escasa compensación del daño que se imagina haber recibido, el que, sin embargo, quizá no pase de ser una leve provocación. Pero su observación sobre la conducta de los otros le ha enseñado lo horrible que son las venganzas sanguinarias. A no ser que su educación haya sido muy especial, se ha propuesto a sí mismo, como ley inviolable, la total abstención de tales venganzas. Esta regla ejerce su autoridad sobre él y lo incapacita para hacerse culpable de esa violencia. Sin embargo, la furia de su temperamento puede ser tanta, que de haber sido ésa la primera vez que meditaba la ejecución de tal acto, es indudable que lo habría calificado de muy justo y apropiado y digno de la aprobación de todo espectador imparcial. Mas el acato a la regla que la experiencia pasada le ha inculcado, detiene la impetuosidad de su pasión y le ayuda a corregir los juicios demasiado parciales que de otro modo le habría sugerido el amor propio, respecto de lo que sería conveniente hacer en su situación.


 
5. De la influencia y autoridad de las reglas generales, que son justamente consideradas como leyes divinas
La observancia de las reglas generales de conducta ya mencionadas es lo que recibe el apropiado nombre de sentido del deber, un principio de sobresaliente impor tancia en la vida humana y el único principio por el cual la mayoría de la humanidad puede orientar sus acciones.

Muchas personas se han comportado de modo sumamen te decente y durante toda su vida han evitado cualquier grado apreciable de culpa, y sin embargo quizá no han experimentado nunca el sentimiento sobre cuya correc ción nosotros fundamos nuestra aprobación de su con ducta sino que actuaron siguiendo meramente lo que detectaron que eran las reglas de comportamiento esta blecidas. El individuo que ha recibido grandes favores de otra persona puede sentir, por la frialdad natural de su temperamento, sólo un nivel muy pequeño del sentimien to de la gratitud. Pero si ha recibido una educación vir tuosa se le habrá llamado la atención con frecuencia sobre cuán abominables resultan las acciones que denotan una falta de ese sentimiento y cuán afables son las opuestas.

Entonces, aunque su corazón carezca de la calidez de ese afecto agradecido, él tratará de obrar como si lo poseyera y procurará conferir a su patrono todas las consideracio nes y atenciones que indicaría la más viva gratitud. Lo vi sitará con regularidad, se conducirá ante él respetuosa mente, jamás se referirá a él sino con expresiones de la mayor estima y apuntará los numerosos favores que le debe. Y por añadidura aprovechará cuidadosamente cual quier oportunidad para retribuir apropiadamente los ser vicios prestados. Puede hacer todo esto sin ninguna hipo cresía ni reprobable disimulo, sin ninguna pretensión egoísta de obtener nuevos favores y sin ninguna intención de embaucar ni a su benefactor ni al público. La motiva ción de sus actos puede no ser otra que la reverencia hacia la norma establecida de conducta, un deseo serio y fervo roso de conducirse en todos los aspectos de acuerdo con la ley de la gratitud. Del mismo modo, puede que una mujer no siempre sienta hacia su marido ese tierno apre cio que corresponde a la relación que existe entre ambos.

Pero si ha sido virtuosamente educada, se afanará por ac tuar como si lo sintiera, por ser diligente, solícita, fiel y sincera, sin dejar de mostrar ninguna de las atenciones que el sentimiento del afecto conyugal le habría impulsa do a prestar. Un amigo así, una esposa así, no son eviden temente los mejores de su clase, y aunque ambos puedan tener el mismo deseo formal y celoso de cumplir cabal mente su deber, fallarán sin embargo en muchas atencio nes hermosas y delicadas, dejarán pasar muchas oportuni dades de complacer que jamás habrían descuidado si hubiesen poseído el sentimiento que es propio de su si tuación. Mas aunque no sean los primeros de su clase, son sin embargo quizá los segundos, y si el respeto a las pau tas generales de la conducta ha sido enérgicamente gra bado en ellos, ninguno fallará en las partes más fundamentales de su deber. Sólo las personas de carácter más afortunado son capaces de adecuar con exacta perfección sus sentimientos y conducta a las diferencias mínimas de contexto y de actuar en todas las ocasiones con la correc ción más delicada y precisa. El tosco barro con que está formado el grueso de la humanidad no puede ser labrado hasta una cumbre tan perfecta. Pero no hay persona a la que mediante la disciplina, la educación y el ejemplo no se le pueda inculcar un respeto a las reglas generales de forma tal que actúe en toda circunstancia con una acepta ble decencia y que evite durante toda su vida cualquier grado considerable de reproche.

Sin’ este respeto sagrado a las normas generales, no se podría confiar demasiado en la conducta de nadie. Ahí ra dica la diferencia más esencial entre una persona de prin cipios y de honor y el individuo más indigno. La primera se adhiere, en todas las ocasiones, firme y resueltamente a sus máximas, y mantiene durante toda su vida un mismo tenor de conducta. El segundo procede de forma cam biante y accidental, según que prevalezca el humor, la propensión o el interés. En realidad, son tales las des igualdades de humor a que están sometidos todos los seres humanos, que en ausencia de este principio la persona que en sus momentos de serenidad hace gala de la sensibi lidad más delicada liacia la corrección de la conducta pue de llegar a obrar absurdamente en las situaciones más frívolas, cuando no es posible atribuir su proceder a ninguna motivación seria. Supongamos que usted recibe la visita de un amigo cuando su humor hace que el reci birlo le resulte desagradable. En ese contexto la buena educación de su amigo puede parecer una impertinente intrusión, y si fuera a dar rienda suelta a lo que es enton ces su visión de las cosas, aunque su temperamento es cortés usted se comportaría con él de forma fría y desde ñosa. Lo que hace que sea usted incapaz de tamaña grosería es sólo el respeto a las reglas generales de urbanidad y hospitalidad, que la prohíben. La reverencia habitual que su experiencia pasada le ha enseñado a prestarles le per mite actuar en todas las ocasiones de ese tipo con una co rrección prácticamente idéntica, e impide que esas altera ciones temperamentales, a las que todas las personas están sujetas, influyan sobre su conducta de manera muy apre- ciable. Pero si hasta los deberes de la cortesía, tan senci llos de cumplir, y que uno difícilmente tiene ningún mo tivo grave para violar, serían tan repetidamente violados si no se atendiera a esos criterios generales ¿qué sucedería con los deberes de la justicia, la verdad, la castidad o la fi delidad, que a menudo son tan difíciles de cumplir y que puede haber motivos tan fuertes para violar? De la tolera ble observancia de esos deberes depende la existencia misma de la sociedad humana, que se desmoronaría hecha añicos si el género humano no tuviese normalmente gra bado un respeto hacia esas importantes reglas de conducta.

Este respeto es ampliado por una opinión obtenida pri mero por la naturaleza y confirmada después por el ra ciocinio y la filosofía: que dichas reglas importantes de moralidad son mandamientos y leyes de la Deidad, que finalmente premiará a quienes las obedezcan y castigará a quienes las transgredan.

Pienso que esta opinión o idea parece grabada primero por la naturaleza. Los seres humanos llegan naturalmente a adscribir todos sus sentimientos y pasiones a esos entes misteriosos, sean lo que fueren, que en cualquier país re sulten ser los objetos de temor religioso. N o tienen forma de ni pueden atribuirlos a ninguna otra cosa. Esas inteligen cias desconocidas, que imaginan pero no ven, deben nece sariamente estar formadas en algún sentido a semejanza de las inteligencias que ellos conocen. Durante la igno rancia y oscuridad de la superstición pagana, el género humano formó las ideas sobre sus divinidades con tan poca delicadeza que les atribuyó indiscriminadamente to das las pasiones de la naturaleza humana, sin exceptuar las que menos honran a nuestra especie, como la lujuria, la codicia, la avaricia, la envidia, la venganza. N o podían dejar, por ende, de asignar a esos seres, la excelencia de cuya naturaleza seguían admirando, los sentimientos y cualidades que constituyen los grandes adornos de la hu manidad y que parecen elevarla hacia la perfección divina: el amor a la virtud y la beneficencia y el aborrecimiento del vicio y la injusticia. La persona ultrajada invocaba a

Júpiter para que fuese testigo del agravio sufrido, y no dudaba de que dicho ser divino lo contemplaría con la misma indignación que animaría al peor de los hombres que asistiera a la perpetración de una injusticia. El indivi duo autor del ultraje se sentía el objetivo idóneo de la ira y el rencor de los seres humanos, y sus temores naturales lo llevaban a imputar los mismos sentimientos a esos se res majestuosos cuya presencia no podía eludir y cuyo poder no podría resistir. Esos temores, esperanzas y sos pechas naturales fueron propagados por la simpatía y confirmados por la educación, y así los dioses fueron uni versalmente representados y se los creyó los remunerado- res del humanitarismo y la misericordia, y los vengadores de la perfidia y la injusticia. De ese modo la religión, in cluso en su forma más ruda, sancionó las reglas de la mo ralidad mucho antes de la era del razonamiento elaborado y la filosofía. El que los pavores religiosos promulgaran así el sentido natural del deber resultaba demasiado im portante para la felicidad de la humanidad como para que la naturaleza abandonara el asunto a la lentitud e incerti- dumbre de las disquisiciones filosóficas.

Cuando esas disquisiciones tuvieron lugar, confirma ron aquellas primitivas anticipaciones de la naturaleza.

Dondequiera que supongamos se fundan nuestras fa cultades morales, si sobre una cierta modificación de la razón, algún instinto original llamado sentido moral, o sobre algún otro principio de nuestra naturaleza, es in dudable que las tenemos para orientar nuestro com portamiento en esta vida. Portan las señales más nítidas de esta autoridad, que denota que fueron establecidas en nosotros para ser árbitros supremos de nuestros actos, vigilar todos nuestros sentidos, pasiones y apetitos, y juz gar en qué medida cada uno de ellos debe ser complacido o restringido. Nuestras facultades morales no son en ab soluto, como algunos han pretendido, iguales en este sen tido a las demás facultades y apetitos de nuestra natu raleza, sin más derecho a limitar a estos últimos que el de éstos a limitarlas a ellas. Ninguna facultad o principio de acción juzga a ningún otro. El amor no juzga al rencor, ni éste al amor. Ambas pasiones serán opuestas pero no se puede decir con propiedad que se aprueban o desaprue ban recíprocamente. El oficio particular, empero, de las facultades que estamos considerando es juzgar, conferir aplausos o críticas sobre todos los demás principios de nuestra naturaleza. Pueden ser consideradas como una suerte de sentido cuyos objetos son esos principios. Todo sentido es supremo sobre sus propios objetos. N o hay apelación al ojo con respecto a la belleza de los colores, ni al oído con relación a la armonía de los sonidos, ni al gus to en lo tocante a lo agradable de los sabores. Cada uno de esos sentidos juzga en última instancia sobre sus pro pios objetos. Todo lo que satisface al gusto es sabroso, lo que place al ojo es bonito y lo que conforta al oído es ar monioso. La esencia misma de cada una de esas cualida des radica en que están preparadas para complacer el sen tido al que se dirigen. De la misma manera corresponde a nuestras facultades morales el determinar cuándo el oído ha ser confortado, cuándo el ojo deberá ser complacido, cuándo el gusto habrá de ser satisfecho, cuándo y en qué medida a cualquier otro principio de nuestra naturaleza se le debe dar rienda suelta o hay que constreñirlo. Lo que es grato a nuestras facultades morales es justo, recto y apropiado que se haga; y lo contrario es incorrecto, in justo e inapropiado. Los sentimientos que aprueban son honorables y decentes; los contrarios son deshonrosos e indecentes. Las propias palabras: bien, mal, correcto, in correcto, honroso, deshonroso, sólo refieren lo que agra da o desagrada a dichas facultades.

Como es claro que se pretendió que ellas fueran los principios gobernantes de la naturaleza humana, las reglas que prescriben han de ser consideradas como manda mientos y leyes divinas, promulgadas por esos vicegeren tes' que han establecido dentro de nosotros. Todas las normas generales son comúnmente denominadas leyes; así, las reglas generales que siguen los cuerpos en la co municación del movimiento se llaman leyes motrices.

Pero las pautas generales que siguen nuestras facultades morales al aprobar o condenar cualquier sentimiento o acción que se someta a su examen pueden ser considera das leyes con mucha más propiedad. Se parecen mucho más a las leyes propiamente dichas, las normas generales que el soberano promulga para orientar el proceder de sus súbditos. Igual que ellas, son reglas que dirigen la li bre actuación de las personas: con mayor certeza son prescritas por un superior legítimo y también vienen acompañadas de premios y castigos. Esos vicegerentes de

Dios que tenemos dentro de nosotros jamás dejan de cas tigar su quebrantamiento con los tormentos de la ver güenza interior y la autocondena, y en cambio siempre retribuyen la obediencia con la paz de espíritu, el conten to y la autosatisfacción.

Otras innumerables consideraciones sirven para confir mar la misma conclusión. La felicidad de los seres huma nos, así como la de todas las demás criaturas racionales, parece haber sido el propósito original del Autor de la naturaleza que les dio el ser. Ningún otro fin es digno de esa sabiduría suprema y benignidad divina que necesaria mente le asignamos; esta opinión, a la que arribamos por la abstracta consideración de sus infinitas perfecciones, es aún más confirmada por el examen de las obras de la na turaleza, cuya intención parece siempre la promoción de la felicidad y la protección frente a la desgracia. Al obrar conforme a los dictados de nuestras facultades morales, necesariamente buscamos los medios más efectivos para promover la felicidad de la humanidad y por ello cabe ar gumentar que en algún sentido cooperamos con la Dei dad y ayudamos en la medida de nuestras posibilidades al plan de la providencia. Si actuamos de otra manera en al guna medida obstaculizamos la estrategia que el Autor de la naturaleza ha diseñado para la felicidad y perfección del mundo, y en alguna medida nos declaramos, por así decirlo, enemigos de Dios. De ahí que naturalmente espe ramos su favor y recompensa extraordinarios en un caso, y nos espanta su venganza y castigo en el otro.

Existen además muchas otras razones y muchos otros principios naturales que tienden a confirmar e inculcar la misma sana doctrina. Si consideramos los criterios gene rales por los cuales la prosperidad y la adversidad exterio res son habitualmente distribuidas en esta vida, compro baremos que a pesar del desorden que parece reinar entre las cosas de este mundo, incluso aquí cada virtud encuen tra naturalmente su retribución correspondiente, con la recompensa más idónea para estimularla y animarla; y esto es tan evidente que se requiere una confluencia muy extraordinaria de acontecimientos para frustrarla total mente. ¿Cuál es la remuneración más adecuada para esti mular el trabajo, la prudencia y la circunspección? El éxi to en las empresas. ¿Y es acaso posible que en toda una vida esas virtudes fracasen en conseguirlo? La riqueza y los honores externos son su premio más apropiado, y es una recompensa que difícilmente dejen de adquirir. ¿Cuál es la retribución más adecuada por impulsar la práctica de la verdad, la justicia y el humanitarismo? La confianza, estima y afecto de quienes nos rodean. El humanitarismo no desea ser insigne sino ser amado. La verdad y la justi cia no se regocijan en las riquezas sino en ser confiadas y creídas, recompensas que tales virtudes casi siempre con siguen. Por circunstancias muy extraordinarias e infelices una buena persona puede ser sospechosa de un delito del que es totalmente incapaz, y ser por ello muy injustamen te expuesta durante el resto de su vida al horror y aver sión de la humanidad. Por un accidente de este tenor pue de decirse que lo pierde todo, pese a su integridad y su justicia, de igual manera que una persona cautelosa, a pe sar de su máxima circunspección, puede hundirse en la ruina a causa de un terremoto o una inundación. Los ac cidentes del primer tipo, empero, son quizá más raros y aún más opuestos al curso normal de las cosas que los del segundo, y sigue siendo válido que la práctica de la ver dad, la justicia y el humanitarismo es un método seguro y casi infalible para adquirir las virtudes a las que básica mente apuntan: la confianza y el aprecio de quienes nos rodean. Una persona puede ser muy fácilmente tergiver sada en lo que respecta a un acto concreto, pero no es po sible que lo sea con relación al tenor general de su com portamiento. Puede creerse que un inocente ha hecho algo malo, aunque no es frecuente que ocurra. Por el con trario, la opinión establecida sobre la inocencia de su pro ceder nos llevará a menudo a absolverlo cuando en reali dad es culpable, a pesar de una fuerte presunción en su contra. De la misma forma, un truhán puede eludir la crí tica o incluso granjearse el aplauso por una bellaquería en la que su proceder no es comprendido. Pero una persona no puede comportarse sistemáticamente de una manera sin ser universalmente reconocida por ello, y no será con frecuencia sospechosa de culpa cuando en realidad es por completo inocente, Y en la medida en que el vicio y la virtud pueden ser sancionados o premiados por los senti mientos y opiniones de los seres humanos, resulta que en el curso normal de las cosas ambos tropiezan incluso aquí con algo más que una justicia precisa e imparcial.

Aunque las reglas generales por las que la prosperidad y la adversidad resultan comúnmente distribuidas, cuan do son consideradas de esta manera desapasionada y filo sófica, parecen perfectamente ajustadas a la situación de la humanidad en esta vida, no son en absoluto ajustadas a algunos de nuestros sentimientos naturales. Nuestro ape go natural y admiración hacia algunas virtudes es tal que nos gustaría derramar sobre ellas toda suerte de honores y recompensas, incluso los que admitimos que corres ponden a otras cualidades que no siempre acompañan a esas virtudes. Por otro lado, nuestro rechazo a algunos vicios es tal que deseamos arrojar sobre ellos toda suerte de desgracias y desastres, sin exceptuar aquellas que son consecuencia natural de cualidades muy dispares. La magnanimidad, la liberalidad y la justicia atraen tanta ad miración que deseamos verlas coronadas con riqueza, po der y honores de toda clase, que son efectos naturales de la prudencia, la laboriosidad y la dedicación, cualidades éstas con las que dichas virtudes no están inseparable mente conectadas. El fraude, la falsedad, la brutalidad y la violencia, por otra parte, avivan en cada pecho humano tanto desprecio y aborrecimiento que nuestra indignación se revuelve al comprobar que poseen los beneficios que en algún sentido puede decirse que merecen por la dili gencia y el esfuerzo que a veces los acompañan. El truhán laborioso cultiva la tierra; la buena persona indolente la deja sin cultivar. ¿Quién debe quedarse con la cosecha, quién pasará hambre y quién nadará en la abundancia? El curso natural de las cosas decide en favor del truhán, mientras que los sentimientos naturales de la humanidad apoyan a la persona virtuosa. Según la opinión humana las buenas cualidades del primero son muy exagerada mente recompensadas con las ventajas que tienden a pro curarle, mientras que las omisiones de la segunda son muy exageradamente penalizadas por la miseria que natu ralmente tienden a producirle. Y las leyes humanas, las consecuencias de los sentimientos humanos, confiscan la vida y las propiedades del traidor laborioso y prudente, y premian con extraordinarias recompensas la fidelidad y el espíritu cívico del buen ciudadano imprevisor y negligen te. Así dirige la naturaleza al hombre para que en alguna medida corrija la distribución de los bienes que ella mis ma habría realizado en otras circunstancias. Las reglas que para este propósito lo impulsa a cumplir son distintas de las que ella misma observa. Ella confiere a cada virtud y a cada vicio el premio o castigo más apropiado para ani mar la primera y desanimar el segundo. Está orientada por esa exclusiva consideración y presta escasa atención a los diversos grados de mérito y de demérito que parezcan poseer para los sentimientos y pasiones del género huma no. El hombre, por el contrario, sólo atiende a esto últi mo, y procura hacer que el estado de cada virtud guarde una proporción exacta con el grado de aprecio y estima, y el de cada vicio con el grado de desdén y aborrecimiento, con el que él mismo los juzga. Las reglas que sigue la na turaleza son apropiadas para ella y las que sigue el hom bre lo son para él, pero ambas están calculadas para pro mover el mismo gran fin, el orden del mundo y la perfección y felicidad de la naturaleza humana.

Pero aunque el ser humano altera de ese modo la distri bución de las cosas que los acontecimientos naturales ha brían producido por sí solos, aunque, como los dioses de los poetas, él se interpone constantemente por medios ex traordinarios para favorecer la virtud y conspirar contra el vicio, y como ellos intenta desviar la flecha que apunta a la cabeza del probo y acelerar la espada destructora que se alza en contra del malvado, no puede en absoluto hacer que la suerte de ambos resulte adecuada a sus propios sentimientos y deseos. El curso natural de las cosas no puede ser totalmente controlado por los impotentes afa nes del hombre: la corriente es demasiado rápida y dema siado poderosa como para que pueda interrumpirla, y aunque las reglas que la dirigen fueron estipuladas con los mejores y más sabios propósitos, a veces generan efectos que escandalizan todos sus sentimientos naturales. El que un grupo numeroso de personas prevalezca sobre uno re ducido, el que quienes acometen una empresa con previ sión y toda la preparación necesaria prevalezcan sobre quienes se les oponen sin haberlo hecho así, y el que cada fin deba ser alcanzado sólo por los medios que la natura leza ha establecido para lograrlo, parece una regla no sólo necesaria e inevitable en sí misma sino incluso útil y ade cuada para suscitar la laboriosidad y la consideración de la especie humana. Pero cuando, como consecuencia de esta regla, la violencia y los ardides prevalecen sobre la sinceridad y la justicia ¡cuánta indignación excita en el pecho de cada espectador, cuánta aflicción y compasión por los sufrimientos del inocente, cuán furioso enojo contra el éxito del opresor! Estamos a la par dolidos y en colerizados por el mal que se ha hecho, pero a menudo comprobamos que no está en nuestra mano el repararlo.

Cuando perdemos por ello la esperanza de encontrar una fuerza en la tierra que pueda poner coto a la victoria de la injusticia, naturalmente apelamos al cielo y confiamos en que el gran Autor de nuestra naturaleza ponga en práctica de ahí en adelante todo lo que los principios que nos ha dado para dirigir nuestra conducta nos compelían a aco meter aquí, que pueda completar el plan que él mismo nos ha enseñado a comenzar y que en una vida futura dará a cada uno según lo que haya hecho en este mundo.

De tal manera llegamos a creer en un estado futuro, no sólo por las esperanzas y temores de la naturaleza huma na sino por los mejores y más nobles principios que le corresponden, por el amor a la virtud y por la execración del vicio y la injusticia.

El elocuente y filosófico obispo de Clermont, con esa apasionada y exageradora fuerza de la imaginación que a veces parece vulnerar las fronteras del decoro, dice lo si guiente: «¿Es propio de la grandeza de Dios el dejar al mundo qué ha creado en un desorden tan universal, el ver que el perverso domina casi siempre al justo, que el ino cente es destronado por el usurpador, que el padre se convierte en víctima de la ambición de un hijo desnatura lizado, que el marido expira bajo el golpe de una esposa bárbara e infiel? ¿Debería Dios contemplar estos tristes acontecimientos desde las cumbres de su grandeza como si fueran una fantástica diversión y no entrometerse para nada en ellos; porque es grande, debería ser débil, injusto o bárbaro; porque los hombres son insignificantes, debe ría permitirse que fueran disolutos sin sanción o virtuo sos sin recompensa? ¡Oh, Señor! Si tal es la naturaleza de tu Ser Supremo, si eres realmente tú a quien adoramos bajo estas pavorosas ideas, no puedo reconocerte ya como padre, protector, confortador de mi pesar, soporte de mi flaqueza y recompensador de mi fidelidad. En tal caso no serías más que un tirano indolente y mítico, que sacrifica la raza humana a su insolente vanidad y que la ha extraído de la nada sólo para entretener su ocio o su ca pricho».

Cuando las reglas generales que determinan el mérito y el demérito de los actos llegan de ese modo a ser conside radas como las leyes de un Ser todopoderoso, que vigila nuestra conducta y que en una vida del porvenir retribui rá su observancia y penalizará su incumplimiento, necesañámente adquieren merced a esta consideración una nue va santidad. Nadie que crea en la existencia de la Deidad dudará de que nuestro respeto a su voluntad debería ser la norma suprema de nuestro comportamiento. La sola idea de desobedecer parece implicar la incorrección más espantosa. ¡Qué vano y absurdo sería para el ser humano oponerse o ignorar los mandamientos que le fueron dic tados por la Sabiduría Infinita y el Poder Infinito! Qué antinatural, qué impíamente ingrato sería no reverenciar los preceptos que le fueron prescritos por la bondad in finita de su Creador, incluso aunque su violación no comportara castigo alguno. Aquí también el sentido de la corrección está bien amparado por las más intensas motivaciones del propio interés. La idea de que por más que escapemos de la mirada humana o estemos fuera del alcance de la sanción humana, perpetuamente estamos bajo la mirada y expuestos al castigo de Dios, el egregio vengador de la injusticia, es un motivo capaz de domeñar las pasiones más obstinadas, al menos en quienes por una constante reflexión se han familiarizado con esa idea.

Así es como la religión refuerza nuestro sentido natural del deber y por esa razón los seres humanos están gene ralmente dispuestos a confiar mucho en la honradez de quienes parecen sumamente imbuidos de sentimientos re ligiosos. Imaginan que esas personas actúan con una res tricción añadida a las que regulan la conducta de los de más. Piensan que la atención a la corrección de los actos además de a la reputación, la atención al aplauso de su propio pecho además del de los otros, son impulsos que tienen idéntica influencia sobre la persona religiosa que so bre la seglar. Pero la primera tiene un freno adicional y nunca actúa voluntariamente sino como si estuviese en presencia de ese Gran Superior que finalmente la recom pensará de acuerdo con lo que haya hecho. Por eso se de posita una mayor confianza en la regularidad y rectitud de su proceder. Y el mundo indudablemente juzga con acierto en este respecto al asignar una doble confianza en la rectitud del proceder de la persona religiosa, siempre y cuando los principios naturales de la religión no sean co rrompidos por el celo faccioso y partidista de alguna in digna conspiración, siempre que el primer deber que exi jan sea el cumplimiento de todas las obligaciones morales, siempre que no se instruya a las personas para que con sideren que las observancias frívolas son deberes más perentorios de la religión que los actos de justicia y bene ficencia, y que imaginen que mediante sacrificios, cere monias y fútiles súplicas pueden negociar con la Deidad a cambio de la trapacería, la perfidia y la violencia.


 
6. En qué casos el sentido del deber ha de ser el único principio de nuestra conducta y en qué casos han de concurrir también otras motivaciones
La religión proporciona motivos tan vigorosos para el ejercicio de la virtud, y nos protege de las tentaciones del vicio con frenos tan poderosos, que muchos supusieron que los principios religiosos eran las únicas motivaciones laudables de la conducta. N o deberíamos, aseguraban, re tribuir por gratitud ni castigar por resentimiento, no de beríamos por afecto natural proteger el desamparo de nuestros hijos ni asistir a nuestros padres cuando están enfermos. Todos los afectos hacia objetivos concretos de berían ser extinguidos en nuestro corazón y un solo gran afecto tomaría el lugar de todos ellos: el amor a la Dei dad, el deseo de ser admisibles para ella y de orientar nuestro comportamiento en todos los aspectos de acuer do a su voluntad. N o deberíamos ser agradecidos por gratitud, ni caritativos por humanitarismo, no debería mos tener espíritu cívico por amor a nuestro país ni ser desprendidos y justos por amor a la humanidad. El único principio y motor de nuestra conducta en el cumplimien to de todos esos deberes ha de ser la noción de que Dios nos ha mandado cumplirlos. N o inspeccionaré aquí esta doctrina minuciosamente; sólo observaré que no cabría esperar que la encontrásemos siendo defendida por nin guna secta que profesara una religión en la cual el primer precepto es amar a Dios nuestro Señor con todo nuestro corazón, toda nuestra alma y toda nuestra fuerza, y el se gundo es amar a nuestro prójimo como a nosotros mis mos; y nos amamos a nosotros mismos por nuestra cuen ta, no meramente porque alguien nos lo ordene. El que el sentido del deber haya de ser el único principio de nues tro comportamiento no es en ningún caso el precepto del cristianismo, sino que debería ser el principio rector y di rector, como lo indica la filosofía y en realidad el sentido común. Puede plantearse, entonces, en qué casos nuestras acciones han de provenir fundamental o exclusivamente de un sentido del deber, o del respeto a las reglas genera les, y en qué casos otro sentimiento o afecto ha de concu rrir y ejercer una influencia sobresaliente.

La decisión sobre esta cuestión, que quizá no pueda es tablecerse con mucha precisión, dependerá de dos cir cunstancias distintas; primera, de lo naturalmente agra dable o desagradable del sentimiento o afecto que nos impulsaría a una acción independientemente de cualquier consideración a reglas de carácter general; y segundo, de la precisión y exactitud, o de la imprecisión e inexactitud de las reglas mismas.

I. Dependerá en primer lugar, entonces, de lo natu ralmente grato o ingrato del afecto mismo el grado en que nuestras acciones procederán de él o lo harán por entero del cumplimiento de la regla general.

Todos los actos honorables y admirados a los que nos compelen los afectos benevolentes deben proceder tan to de las propias pasiones como de cualquier consideración de los criterios generales del comportamiento. Un be nefactor no creerá que se le paga con la misma moneda cuando el individuo al que ha conferido sus buenos ofi cios lo recompensa meramente por un frío sentido del de ber y sin afecto alguno hacia su persona. Un marido está insatisfecho con la más sumisa de las esposas si piensa que su conducta está animada sólo por el principio del respe to que su posición exige. Aunque el hijo no falle en nin guno de los oficios del deber filial, si carece de la afectuo sa reverencia que tan propio resulta que sienta, el padre puede con justicia quejarse por su indiferencia. Tampoco estaría un hijo satisfecho con un padre que cumpliese con todos los deberes de su posición pero que no tuviese nada de ese cariño paternal que cabría esperar de él. Con rela ción a todos estos afectos benévolos y sociales es agrada ble ver al sentido del deber más bien frenándolos que ani mándolos, más bien impidiendo que hagamos demasiado que empujándonos a hacer lo que debiéramos. Nos com place ver a un padre obligado a controlar su propia ternu ra, un amigo forzado a limitar su generosidad natural, una persona que ha recibido un favor obligada a restrin gir la gratitud demasiado pletórica de su temperamento.

La máxima contraria rige con respecto a las pasiones malévolas y antisociales. Debemos premiar por la grati tud y generosidad de nuestros corazones, sin renuencia alguna y sin ser forzados a deliberar sobre cuán correcto es recompensar. Pero siempre debemos ser remisos a cas tigar, y hacerlo más por un sentido de la corrección del castigo que por ninguna salvaje predisposición a la ven ganza. Nada es más honroso que el comportamiento de una persona que resiente los mayores ultrajes más por un sentido de que merecen y son los objetos propios del enojo que porque ella misma experimente las furias de esa inaceptable pasión; una persona que, igual que un juez, sólo atiende a la regla general, que determina qué venganza Cs menester para cada agravio en particular; que, al eje cutar esa regla, siente menos por lo que ha sufrido que por lo que el culpable está a punto de sufrir; que, aunque iracunda, no olvida la misericordia y está dispuesta a in terpretar la regla de la manera más suave y favorable, y a permitir todos los eximentes que la más sincera humani dad podría admitir, de modo coherente con el buen sentido.

Ya ha sido observado (parte I, sec. II, cap. 5) que las pasiones egoístas se ubican en otros aspectos en una especie de posición intermedia entre los afectos sociales y los an tisociales, y lo mismo les sucede aquí. La persecución de los objetivos del propio interés en todos los casos norma les, pequeños y vulgares, debería fluir de un respeto a las reglas generales que prescriben tal conducta, más que de ninguna pasión por los objetivos mismos, pero en ocasio nes más relevantes y extraordinarias seríamos torpes, insí pidos e indecorosos si los objetivos mismos no nos ani maran con un grado de pasión notable. El anhelar o el urdir tramas para conseguir o ahorrar un solo chelín de gradaría al empresario más vulgar a los ojos de todos sus vecinos. Aunque sus circunstancias fueran miserables, no debe aparecer en su conducta ninguna atención a tan in significantes asuntos por los asuntos mismos. Puede que su situación demande la administración más severa y la aplicación más estricta, pero cada ejercicio concreto de esa organización y aplicación debe derivarse no de una atención a ese ahorro o beneficio en particular sino a la regla general que prescribe para él con el máximo rigor ese modo de actuar. Su parsimonia de hoy no debe pro venir de un deseo de los tres peniques concretos que aho rrará gracias a ella, ni su labor en su tienda de una pasión por los diez peniques que obtendrá por ella; tanto la una como la otra deberán proceder tan sólo del respeto a la regla general que prescribe con inexorable severidad ese estilo de comportamiento en todas las personas de su profesión. Ahí estriba la diferencia entre el carácter de un avaro y el de una persona de estricta economía y aplica ción. El uno está anhelante sobre pequeñas cosas por las cosas mismas; la otra les presta atención exclusivamente como consecuencia del esquema vital que se ha trazado.

El caso es bastante diferente con los objetos más extra ordinarios e importantes del propio interés. Una persona parecerá mezquina si no los persigue con algún ahínco por ellos mismos. Despreciamos al príncipe que no está ansioso por conquistar o defender una provincia. Poco respeto nos inspira el caballero que no se esfuerza por obtener una propiedad o incluso un puesto relevante, cuando puede lograrlos sin vileza ni injusticia. Un parla mentario que no muestre interés por su propia elección es abandonado por sus compañeros en tanto que indigno de su amistad. Incluso un empresario será considerado poca cosa por sus colegas si no se afana por conseguir lo que ellos llaman un trabajo extraordinario, o un beneficio fuera de lo común. Ese espíritu animoso constituye la di ferencia entre un hombre emprendedor y un hombre de sosa mediocridad. Las grandes metas del propio interés, cuya pérdida o adquisición modifica bastante el rango de la persona, son los objetivos de la pasión apropiadamente denominada ambición, una pasión que cuando se mantie ne dentro de las fronteras de la prudencia y la justicia es siempre admirada en el mundo, y a veces incluso ostenta una cierta grandeza irregular que deslumbra la imagina ción cuando traspasa los límites de ambas virtudes, y re sulta no sólo injusta sino extravagante. De ahí la admira ción general hacia los héroes y los conquistadores e incluso los estadistas cuyos planes han sido audaces y co losales, pero no han tenido nada de justicia, como los de los cardenales de Richelieu y de Retz. Los objetos de la avaricia y la ambición sólo difieren en su dimensión. Un avaro está tan furioso sobre medio penique como una persona ambiciosa lo está sobre la conquista de un reino.

II. En segundo lugar, el grado en que nuestra con

ducta ha de proceder por entero de un respeto a las reglas

generales dependerá en parte de la precisión y exactitud, o de la imprecisión e inexactitud de las reglas mismas.

Las normas generales de casi todas las virtudes, las pau tas generales que determinan cuáles son los oficios de la prudencia, la caridad, la liberalidad, la gratitud, la amis tad, son en muchos aspectos flexibles e imprecisas, están abiertas a numerosas excepciones y requieren tantas mo dificaciones que apenas es posible regular nuestra con ducta sólo en conformidad con ellas. Las proverbiales máximas comunes de la prudencia, fundadas en la expe riencia universal, son probablemente las mejores guías ge nerales que se puedan estipular sobre ella. Pero el preten der una adhesión muy estricta y literal a las mismas sería evidentemente la pedantería más absurda y ridicula. De todas las virtudes que acabo de mencionar, la gratitud es quizá la que tiene reglas más precisas y que admiten me nos excepciones. El retornar tan pronto como nos sea po sible un valor igual y si se puede superior al de los servi cios que nos han prestado parece una pauta bastante sencilla, y no susceptible de casi ninguna excepción. Pero un examen superficial demuestra que esta pauta resulta en sumo grado indefinida e imprecisa, y abierta a diez mil excepciones. Si un benefactor de usted lo atendió cuando estaba enfermo ¿debe usted hacer lo propio cuando él su fra una enfermedad o puede cumplir con la obligación de la gratitud mediante una compensación de otro tipo? Si debe usted atenderlo ¿por cuánto tiempo debe hacerlo, durante el mismo lapso en que él lo atendió a usted o un lapso mayor, y si es así cuánto mayor? Si un amigo suyo le prestó dinero cuando usted estaba en un apuro ¿debe usted prestarle dinero cuando él lo necesite? ¿Cuánto debe prestarle y cuándo, hoy, mañana o el mes próximo, y por cuánto tiempo? Es evidente que no puede estable cerse una regla general a través de la cual se pueda ofrecer una respuesta exacta en todos los casos a todos esos inte rrogantes. La diferencia entre la personalidad del otro y la suya, entre sus circunstancias y las suyas, puede ser tal que usted resulte perfectamente agradecido y con justicia rehúse prestarle medio penique; y en cambio puede usted estar dispuesto a prestarle o incluso regalarle diez veces la suma que él le prestó y sin embargo ser justamente acusa do de la ingratitud más tenebrosa y de no haber cumplido ni la centésima parte de su obligación. Como los deberes de la gratitud son quizá los más sagrados de todos los que nos prescriben las virtudes benéficas, así también las pau tas generales que los determinan son, como apunté antes, las más precisas. Las que determinan las acciones deman dadas por la amistad, la humanidad, la hospitalidad, la ge nerosidad, son aún más vagas e indefinidas.

Existe empero una virtud cuyas normas generales esta blecen con la mayor exactitud todos los actos externos que requiere. Esta virtud es la justicia. Las reglas de la justicia son precisas en un altísimo grado y no admiten más excepciones o modificaciones que las que puedan ser determinadas de forma tan precisa como las reglas mis mas, y que en realidad generalmente fluyen de sus mis mos principios. Sí yo debo a una persona diez libras, la justicia exige que le devuelva exactamente diez libras, bien en el momento acordado o cuando esa persona lo demande. Lo que debo hacer, cuánto, cuándo y dónde debo hacerlo, toda la naturaleza y las particularidades de la acción prescrita, todo ello está precisamente fijado y determinado. Por consiguiente, aunque pueda ser torpe o pedante el pretender una adhesión demasiado estricta a las pautas comunes de la prudencia o la generosidad, no hay pedantería alguna en seguir fielmente los criterios de la justicia. Por el contrario, se les debe el respeto más sa crosanto, y los actos que esta virtud requiere nunca son realizados con mayor propiedad que cuando el motivo fundamental para acometerlos es un respeto reverencial y religioso hacia las reglas generales que los ordenan. En la práctica de las demás virtudes, nuestro proceder debe orientarse por una determinada idea de la corrección, una cierta predilección por un tenor particular de comporta miento, más que por la consideración a una máxima o norma específica, y debemos atender a la finalidad y fun damento de la regla más que a la regla misma. Pero con la justicia ocurre lo contrario: la persona que en este aspecto tiene menos miramientos y adhiere con la inmutabilidad más obstinada a las normas generales mismas es la más re comendable y la más confiable. Aunque la finalidad de las reglas de la justicia sea el impedir que dañemos a nuestro prójimo, puede ser a menudo un delito el violarlas aun que podamos argumentar algún pretexto según el cual esa violación particular no causaría lesión alguna. Un hombre se torna un villano en el momento en que empieza con argucias de esa guisa, aunque sólo lo haga en su corazón.

En el instante en que piensa en apartarse de la adhesión más firme y efectiva a lo que esos inviolables preceptos le prescriben, ya no se puede confiar en él y nadie puede predecir hasta qué extremos de iniquidad podrá llegar. El ladrón imagina que no hace nada malo cuando roba a los ricos lo que supone no echarán de menos y que posible mente ni siquiera se enteren de que les ha sido sustraído.

El adúltero no piensa que hace mal cuando corrompe a la mujer de su amigo, siempre que ponga su intriga a buen recaudo de las sospechas del marido y no perturbe la paz de la familia. Una vez que empezamos a entregarnos a ta les sutilezas, no hay monstruosidad tan brutal que no po damos perpetrar.

Las reglas de la justicia pueden ser comparadas con de la gramática; las reglas de las demás virtudes, con las que los críticos formulan para alcanzar una redacción sublime y elegante. Las primeras son precisas, exactas e indispen sables. Las otras, flexibles, vagas e indeterminadas, y más bien nos presentan un panorama general de la perfección que deberíamos alcanzar, sin suministrarnos unos conse jos claros e infalibles para alcanzarla. Una persona puede aprender a escribir cumpliendo las normas gramaticales con la infalibilidad más absoluta y probablemente tam bién pueda aprender a actuar con justicia. Pero iTO'íiajr criterios cuya observancia nos lleve inexorabí&íjietíte a exhibir una pluma elegante o sublime, aunque hay a l a nos que nos pueden ayudar en alguna medida a corregir y delimitar las nebulosas ideas que en otro cüasc» podríamos haber tenido sobre tales perfecciones literarias. Y t a n d eo hay reglas cuyo conocimiento nos pueda instruir sobre cómo actuar infaliblemente en todo moment'e con pjfii- dencia, con justa magnanimidad o apropiada beneficen cia, aunque hay algunas que nos permiten corregir y deli mitar, en muchos aspectos, las ideas imperfectas que en otro caso podríamos haber tenido sobre tales virtudes.

En ocasiones puede ocurrir que con el deseo más serio y diligente de obrar para merecer aprobación nos equivo quemos sobre las reglas de conducta apropiadas y seamos así confundidos por el mismo principio que debería orientarnos. Es inútil esperar que en este caso las perso nas aprobarán totalmente nuestro comportamiento. No podrán asumir la absurda noción del deber que nos influ yó, ni aceptarán los actos que de ella se derivaron. Pero hay sin embargo algo respetable en el carácter y proceder de alguien que va así descarriado hacia el vicio a causa de un sentido equivocado del deber o lo que se denomina una falsa conciencia. Podrá ser fatalmente descaminado por ella, pero a pesar de todo es, con los generosos y humanitarios, objeto más de conmiseración que de odio o animadversión. Ellos deploran la debilidad de la naturale za humana, que nos expone a tan desgraciados espejis mos, incluso aunque sinceramente persigamos la perfec ción y procuremos actuar conforme al mejor principio que pueda orientarnos. Las falsas nociones religiosas son casi las únicas causas que pueden dar lugar a una profun da perversión de nuestros sentimientos naturales por esa vía, y el principio que confiere la máxima autoridad a las pautas del deber es el único que puede distorsionar nues tras ideas al respecto en un grado apreciable. En todos los demás casos el sentido común es suficiente para dirigir nos, si no a la corrección más exquisita de la conducta, al menos a algo no demasiado distinto; y si abrigamos un sincero deseo de hacer las cosas bien, nuestro proceder será siempre, en conjunto, laudable. Todo el mundo está de acuerdo en que obedecer la voluntad de la Deidad es la primera regla del deber. Pero en cuanto concierne a los mandamientos particulares que esa voluntad nos puede imponer, las diferencias entre las personas son abismales.

Por tanto, en este punto lo que corresponde es la mayor indulgencia y tolerancia recíprocas, y aunque la defen sa de la sociedad requiere que los delitos sean castiga dos, cualesquiera puedan ser las motivaciones de las que procedan, una buena persona invariablemente será reacia a sancionarlos cuando es evidente que proceden de falsas nociones del deber religioso. Jamás sentirá hacia quienes los cometen la indignación que siente contra otros delin cuentes, sino que más bien lamentará y a veces incluso admirará su infortunada perseverancia y magnanimidad, al mismo tiempo que sanciona su delito. En la tragedia

Mahomet, una de las mejores del Sr. Voltaire, se muestra con claridad lo que deberían ser nuestros sentimientos ante faltas que se originan en tales impulsos. En dicha pieza teatral, una pareja de jóvenes, de la índole más ino cente y virtuosa y sin ninguna otra debilidad salvo la que nos mueve a quererlos más, una ternura mutua, son insti gados por las motivaciones más poderosas de una falsa religión a cometer un terrible asesinato que choca contra todos los principios de la naturaleza humana. Un anciano venerable, que ha expresado el afecto más cariñoso hacia ellos, a quien ellos reverenciaban y estimaban a pesar de ser el enemigo declarado de su religión, y que en realidad era su padre aunque ellos no lo sabían, les es señalado como un sacrificio que Dios había expresamente requeri do de sus manos y se les ordena matarlo. Cuando ejecutan el crimen están torturados por todas las agonías que pue den surgir de la puja entre, por un lado, la idea de la in dispensabilidad del deber religioso, y por otro lado la compasión, gratitud, respeto por la edad y amor por la hu manidad y virtud de la persona que van a exterminar. La representación de esto constituye uno de los más inte resantes y quizá más instructivos espectáculos que se han visto jamás en un teatro. El sentido del deber, empero, vence finalmente sobre todas las afables debilidades de la naturaleza humana. Ejecutan el crimen que les ha sido impuesto, pero inmediatamente descubren el error y el fraude en que han caído, y los enloquece el espanto, la compunción y el resentimiento. Igual que sentimos hacia los infelices Seid y Palmira deberíamos sentir hacia cual quier persona que resulta así descarriada por la religión, cuando estamos seguros de que es realmente la religión lo que la ha extraviado y no una pretensión de la misma que disfraza alguna de las peores pasiones humanas.

Si una persona puede obrar mal al seguir un erróneo sentido del deber, también la naturaleza puede en ocasio nes preponderar y conducirla a actuar de manera contra ria al mismo. N o podemos en este caso estar disgustados al comprobar que predomina el motivo que pensamos debe predominar, aunque la persona misma sea tan necia como para pensar lo contrario. Como su conducta, empe ro, es el efecto de la debilidad, no de un principio, esta mos lejos de concederle nada que se aproxime a la total aprobación. Un católico fanático que durante la masacre de San Bartolomé fue tan abrumado por la compasión que salvó a algunos infelices protestantes aunque pensó que su deber era matarlos no parece que tenga derecho al aplauso que le habríamos otorgado si hubiese ejercido idéntica generosidad con una completa autoaprobación.

Puede que nos complazca la humanidad de su tempera mento, pero de todas maneras lo contemplaríamos con una suerte de piedad que es del todo incompatible con la admiración debida a la virtud perfecta. Lo mismo sucede con todas las otras pasiones. N o nos desagrada el,ver que son ejercidas apropiadamente, incluso cuando una falsa noción del deber impulsa a la persona a restringirlas. Un cuáquero sumamente devoto que al ser golpeado en una mejilla, en lugar de poner la otra, olvida completamente la interpretación literal del precepto de nuestro Salvador y propina un buen castigo al bruto que lo ha afrentado, no nos resultaría desagradable. Reiríamos de buena gana y nos divertiría su temple, y lo apreciaríamos más por ello. Pero en ningún caso lo miraríamos con el respeto y estima debidos a quien, en un contexto similar, actuó adecuadamente a partir de un sentido justo de lo que era correcto hacer. Ninguna acción puede con propiedad ser denominada virtuosa si no está acompañada por el senti miento de la autoaprobación.


 
CUARTA PARTE. DE LOS EFECTOS DE LA UTILIDAD SOBRE EL SENTIMIENTO DE APROBACIÓN

 
CAPÍTULO I. DE LA BELLEZA QUE LA APARIENCIA DE UTILIDAD CONFIERE A TODAS LAS PRODUCCIONES ARTÍSTICAS, Y DE LA GENERALIZADA INFLUENCIA DE ESTA ESPECIE DE BELLEZA
QUE LA utilidad es una de las principales fuentes de la belleza, es algo que ha sido observado por todo aquél que con cierta atención haya considerado lo que constituye la naturaleza de la belleza. La comodidad de una casa da placer al espectador, así como su regularidad, y asimismo le lastima advertir el defecto contrario, como cuando ve que las correspondientes ventanas son de formas distintas o que la puerta no está colocada exactamente en medio del edificio. Que la idoneidad de cualquier sistema o máquina para alcanzar el fin de su destino, le confiere cierta propiedad y belleza al todo, y hace que su sola imagen y contemplación sean agradables, es algo tan obvio que nadie lo ha dejado de advertir.

También la causa por la que nos agrada lo útil ha sido señalada en últimas fechas por un ingenioso y ameno filósofo, que aúna gran profundidad de pensamiento a la más consumada elegancia de expresión, y que posee el singular y feliz talento de tratar los asuntos más abstrusos, no solamente con la mayor lucidez, sino con la más animada elocuencia. Según él, la utilidad de cualquier objeto agrada al dueño, porque constantemente le sugiere el placer o comodidad que está destinado a procurar. Siempre que lo mira, le viene a la cabeza ese placer y de ese modo el objeto se convierte en fuente de perpetua satisfacción y goce. El espectador comparte por simpatía el sentimiento del dueño, y necesariamente considera al objeto bajo el mismo aspecto de agrado. Cuando visitamos los palacios de los encumbrados, no podemos menos que pensar en la satisfacción que nos daría ser dueños y poseedores de tan artística como ingeniosa traza de comodidades. Igual razón se da para explicar la causa de por qué la sola apariencia de incomodidad convierte a cualquier objeto en desagradable, tanto para su dueño como para el espectador.

Pero, que yo sepa, nadie antes ha reparado en que esa idoneidad, esa feliz disposición de toda producción artificiosa es con frecuencia más estimada que el fin que esos objetos están destinados a procurar; y asimismo que el exacto ajuste de los medios para obtener una comodidad o placer, es con frecuencia más apreciado que la comodidad o placer en cuyo logro parecería que consiste todo su mérito. Sin embargo, que así acontece a menudo, es algo que puede advertirse en mil casos, tanto en los más frívolos como importantes asuntos de la vida humana.

Cuando una persona entra a su recámara y encuentra que todas las sillas están en el centro del cuarto, se enoja con su criado, y antes que seguir viéndolas en ese desorden, se toma el trabajo, quizá, de colocarlas en su sitio con los respaldos contra la pared. La conveniencia de esta situación surge de la mayor comodidad de dejar el cuarto libre y sin estorbos. Para lograr esa comodidad, se impuso voluntariamente más molestias que las que le hubiera ocasionado la falta de ella, puesto que nada era más fácil que sentarse en una de las sillas, que es lo que con toda probabilidad hará una vez terminado el arreglo. Por lo tanto, parece que, en realidad, deseaba, no tanto la comodidad cuanto el arreglo de las cosas que la procuran. Y, sin embargo, es esa comodidad lo que en última instancia recomienda ese arreglo y lo que le comunica su conveniencia y belleza.

Mas no solamente respecto de cosas tan frívolas influye este principio en nuestra conducta: es muy a menudo el motivo secreto de las más serias e importantes ocupaciones de la vida, tanto privada como pública.

El hijo del desheredado, a quien el cielo castigó con la ambición, cuando comienza a mirar en torno suyo admira la condición del rico.

En su imaginación ve la vida de éste como la de un ser superior, y para alcanzarla se consagra en cuerpo y alma y por siempre a perseguir la riqueza y los honores. A fin de poder lograr las comodidades que estas cosas deparan, se sujeta durante el primer año, es más, durante el primer mes de su consagración, a mayores fatigas corporales y a mayor intranquilidad de alma que todas las que pudo sufrir durante su vida entera si no hubiese ambicionado aquéllas. Estudia, a fin de descollar en alguna ardua profesión. Con diligencia sin descanso, trabaja día y noche para adquirir merecimientos superiores a los de sus competidores. Después procura exhibir esos merecimientos a la vista pública, y con la acostumbrada asiduidad solicita toda oportunidad de empleo. Para ese fin le hace la corte a todo el mundo, sirve a los que odia y es obsequioso con los que desprecia. Durante toda su vida persigue la idea de una holgura artificiosa y galana, que quizá jamás logre, y por la que sacrifica una tranquilidad verdadera que en todo tiempo está a su alcance; holgura que, si en su más extrema senectud llega por fin a realizar, descubrirá que en modo alguno es preferible a esa humilde seguridad y contentamiento que por ella abandonó. Es hasta entonces, en los últimos trances de su vida, el cuerpo agotado por la fatiga y la enfermedad y el alma amargada con el recuerdo de mil injurias y desilusiones que se imagina proceden de la injusticia de sus enemigos o de la perfidia e ingratitud de sus amigos, cuando comienza por fin a caer en la cuenta de que las riquezas y los honores son meras chucherías de frívola utilidad, en nada más idóneas para procurar el alivio del cuerpo y la tranquilidad del alma, que puedan serlo las tenacillas de estuche del amante de fruslerías, y que, como ellas, resultan más enfadosas para la persona que las porta, que cómodas por la suma de ventajas que puedan proporcionarle.

Si examinamos, sin embargo, por qué el espectador singulariza con tanta admiración la condición de los ricos y encumbrados, descubriremos que no obedece tanto a la holgura y placer que se supone disfrutan, cuanto a los innumerables artificiosos y galanos medios de que disponen para obtener esa holgura y placer. En realidad, el espectador no piensa que gocen de mayor felicidad que las demás gentes; se imagina que son poseedores de mayor número de medios para alcanzarla. Y la principal causa de su admiración estriba en la ingeniosa y acertada adaptación de esos medios a la finalidad para que fueron creados. Pero en la postración de la enfermedad y en el hastío de la edad provecta, desaparecen los placeres de los vanos y quiméricos sueños de grandeza. Para quien se encuentre en tal situación, esos placeres no tienen ya el suficiente atractivo para recomendar los fatigosos desvelos que con anterioridad lo ocuparon. En el fondo de su alma maldice la ambición y en vano añora la despreocupación e indolencia de la juventud, placeres que insensatamente sacrificó por algo que, cuando lo posee, no le proporciona ninguna satisfacción verdadera. Tal es el lastimoso aspecto que ofrece la grandeza a todo aquel que, ya por tristeza, ya por enfermedad, se ve constreñido a observar atentamente su propia situación y a reflexionar sobre lo que, en realidad, le hace falta para ser feliz. Es entonces cuando el poder y la riqueza se ven tal como en verdad son: gigantescas y laboriosas máquinas destinadas a proporcionar unas cuantas insignificantes comodidades para el cuerpo, que consisten en resortes de lo más sutiles y delicados que deben tenerse en buen estado mediante una atención llena de ansiedades, y que, a pesar de toda nuestra solicitud, pueden en todo momento estallar en mil pedazos y aplastar entre sus ruinas a su desdichado poseedor. Son inmensos edificios que para levantarlos requieren la labor de toda una vida, y que en todo momento agobian a quien los habita y que mientras permanecen en pie, si bien pueden ahorrarle algunas de las más pequeñas incomodidades, en nada pueden protegerlo contra las más severas inclemencias de la estación. Lo defienden del chubasco veraniego, no de la borrasca invernal; pero en todo tiempo lo dejan igualmente y a veces aún más expuesto que antes, a la ansiedad, al temor y al infortunio; a las enfermedades, a los peligros y a la muerte.

Mas aunque esta melancólica filosofía, para nadie extraña en tiempos de enfermedad y desdicha, menosprecia de un modo tan absoluto esos máximos objetos del deseo humano, cuando disfrutamos, en cambio, de mejor salud o de mejor humor, entonces jamás dejamos de considerarlos bajo un aspecto más placentero. Nuestra imaginación, que mientras sufrimos un dolor o una pena parece quedar confinada y encerrada dentro de los límites de nuestra propia persona, en época de holgura y prosperidad se extiende a todo lo que nos rodea. Es entonces cuando nos fascina la belleza de las facilidades y acomodo que reina en los palacios y economía de los encumbrados, y admiramos la manera como todo concurre al fomento de su tranquilidad, a obviar sus necesidades, a complacer sus deseos y a divertir y obsequiar sus más frívolos caprichos. Si consideramos por sí sola la verdadera satisfacción que todas estas cosas son susceptibles de proporcionar, separada de la belleza de disposición calculada para suscitarla, siempre aparecerá en grado eminente despreciable e insignificante. Empero, muy raras son las veces en que la miramos bajo esta abstracta y filosófica luz. De suyo la confundimos en nuestra imaginación con el orden, con el movimiento uniforme y armonioso del sistema, con la máquina o economía por cuyo medio se produce. Los placeres de la riqueza y de los honores, considerados desde este punto de vista ficticio, hieren la imaginación como si se tratase de algo grandioso, bello y noble por cuyo logro bien vale todo el afán y desvelo que tan dispuestos estamos a emplear en ello.


 
CAPÍTULO II. DE LA BELLEZA QUE LA APARIENCIA DE UTILIDAD CONFIERE AL CARÁCTER Y A LOS ACTOS DE LOS HOMBRES; Y HASTA QUE PUNTO LA PERCEPCIÓN DE ESA BELLEZA DEBE CONSIDERARSE COMO UNO DE LOS PRINCIPIOS APROBATORIOS ORIGINALES
LA ÍNDOLE de los hombres, así como los artefactos o las instituciones del gobierno civil, pueden servir o para fomentar o para perturbar la felicidad, tanto del individuo como de la sociedad. El carácter prudente, equitativo, diligente, resuelto y sobrio, promete prosperidad y satisfacción, tanto para la persona como para todos los que están en relación con ella. Por el contrario, la arrebatada, la insolente, la perezosa, afeminada y voluptuosa, presagia la ruina al individuo y la desgracia a todos los que con él tengan tratos. La primera de estas maneras de ser tiene, por lo bajo, toda la belleza que pudiera adornar a la máquina más perfecta que jamás se haya inventado para el fomento del fin más deseable; la segunda, toda la deformidad del más desmañado y torpe artefacto. ¿Acaso puede existir otra institución de gobierno más adecuada para fomentar la felicidad humana que la preponderancia de la sabiduría y de la virtud? Todo gobierno no es sino un remedio imperfecto a la falta de éstas. Por tanto, la belleza que pueda corresponder al gobierno civil a causa de su utilidad, necesariamente deberá corresponder en mucho mayor grado a la sabiduría y a la virtud. Por lo contrario, ¿qué otro sistema político puede ser más ruinoso y destructivo que los vicios de los hombres? La única causa de los efectos fatales que acarrea un mal gobierno, es que no imparte suficiente protección contra los daños a que da lugar la maldad de los hombres.

La belleza y deformidad que los distintos caracteres, por lo visto, derivan de su utilidad o falta de ella, propenden a impresionar de un modo peculiar a quienes en abstracto y filosóficamente consideran los actos y la conducta de los hombres. Cuando un filósofo examina por qué los sentimientos humanitarios reciben nuestra aprobación o por qué condenamos la crueldad, no siempre forma en su mente de un modo claro y preciso el concepto de un acto en particular, ya sea de humanitarismo, ya de crueldad, sino que comúnmente se conforma con la noción vaga e indeterminada que la general designación de esas cualidades le sugiere. Sin embargo, solamente en casos específicamente determinados es donde la propiedad o impropiedad, el merecimiento o desmerecimiento de los actos resultan cosas obvias y discernibles. Únicamente cuando se dan ejemplos particulares podemos percibir con distinción la concordia o la desavenencia entre nuestros propios afectos y los del agente, o bien sentir, en un caso, que brota una gratitud de solidaridad hacia él, o de resentimiento, en el otro. Cuando consideramos a la virtud y al vicio de un modo general y abstracto, aquellas cualidades que provocan esos diversos sentimientos parece que, en buena parte, desaparecen, y los sentimientos mismos se vuelven menos obvios y discernibles. Por lo contrario, los felices efectos, en un caso, y las fatales consecuencias, en el otro, parece que se yerguen ante nuestra mirada, y como quien dice se destacan y separan de todas las demás cualidades de uno y otro.

El mismo ingenioso y ameno autor que por vez primera explicó la causa del agrado de lo útil, se ha impresionado tanto con ese modo de ver las cosas, que ha reducido todo el sentimiento aprobatorio de la virtud a la simple percepción de esa especie de belleza que resulta de la apariencia de la utilidad. Ninguna cualidad espiritual, dice, es aprobada como virtuosa, sino aquéllas que son útiles o placenteras, ya sea para la persona misma, ya para los otros, y ninguna cualidad da lugar a ser reprobada por viciosa, sino aquéllas de contraria tendencia. Y, en verdad, al parecer la Naturaleza ha ajustado tan felizmente nuestros sentimientos de aprobación y reprobación a la conveniencia tanto del individuo como de la sociedad, que, previo el más riguroso examen, se descubrirá, creo yo, que se trata de una regla universal. Sin embargo, afirmo que no es el darse cuenta de la utilidad o perniciosidad aquello en que consiste la primera o principal fuente de nuestra aprobación o reprobación. Sin duda, estos sentimientos están realzados y avivados por la percepción de la belleza o deformidad que resulta de la utilidad o perniciosidad; pero, a pesar de ello, digo que son distintos original y esencialmente de tal percepción.

Ante todo, parece imposible que la aprobación de la virtud sea un sentimiento de la misma especie que aquel por medio del cual aprobamos un cómodo y bien trazado edificio; o que no tengamos otro motivo para encomiar a alguien que no sea el mismo por el cual alabamos un armario.

En segundo lugar, si se reflexiona, se descubrirá que el provecho de cualquier disposición de ánimo rara vez constituye la primera causa de nuestra aprobación, y que el sentimiento aprobatorio siempre implica un sentido de lo propio muy distinto a la percepción de lo útil. Fácil es observar esto en relación con todas aquellas cualidades que, como virtuosas, reciben nuestra aprobación, tanto con las que conforme a esa doctrina se consideran originalmente útiles a nosotros mismos, como con las que se estiman a causa de su utilidad para los otros.

Las cualidades más útiles para nosotros son, en primer lugar, la razón en grado superior y el entendimiento, que nos capacitan para discernir las consecuencias remotas de todos nuestros actos y prever el provecho o perjuicio que con probabilidad pueda resultar de ellos; y, en segundo lugar, el dominio de sí mismo, que permite abstenernos del placer del momento o soportar el dolor de hoy, a fin de obtener un mayor placer o evitar un dolor más grande en lo futuro. En la unión de esas dos cualidades consiste la virtud de la prudencia, de todas las virtudes la más útil al individuo.

En relación a la primera de esas cualidades, ya se ha advertido antes que la razón en grado superior y el entendimiento, motivan, en cuanto tales, nuestra aprobación como cosa justa y debida y exacta, y no meramente como útil y provechosa. Es en las ciencias más abstrusas, particularmente en las altas matemáticas, donde los mayores y más admirables esfuerzos de la razón humana se han desplegado; pero el provecho de esas ciencias, para el individuo o para el público, no es obvio y requiere una demostración que no siempre es fácilmente comprendida. No fue, por tanto, su utilidad lo que primero las hizo acreedoras a la admiración pública. Poco se insistía en esa cualidad, hasta que fue forzoso contestar de algún modo los reproches de quienes, no gustando de tan sublimes especulaciones, se esforzaban en despreciarlas por inútiles.

Y del mismo modo, aprobamos el dominio de sí mismo, que sirve para refrenar nuestros apetitos presentes, a fin de poder satisfacerlos mejor en otra ocasión, tanto bajo el aspecto de propiedad, como bajo el de utilidad. Cuando obramos de ese modo, los sentimientos que dirigen nuestra conducta parece que coinciden exactamente con los del espectador. Éste no experimenta la incitación de nuestros apetitos presentes; para él, el placer que vamos a disfrutar de aquí a una semana o un año, es igualmente importante que el que vamos a disfrutar en este momento. Por lo tanto, cuando acontece que en beneficio del presente sacrificamos el futuro, nuestro comportamiento le parece absurdo y en alto grado extravagante, y queda incapacitado para compartir los principios que lo norman. Por lo contrario, cuando nos abstenemos de gozar un placer presente, a fin de asegurar un mayor placer por venir, cuando nos comportamos como si el objeto remoto nos interesase tanto como el que de un modo inmediato apremia los sentidos, como nuestros afectos corresponden exactamente a los suyos, no puede menos que aprobar nuestro comportamiento, y como sabe por experiencia que muy pocos son capaces de ese dominio de sí mismo, mira nuestra conducta con no poca extrañeza y admiración. De ahí surge esa alta estimación con que los hombres consideran naturalmente la firme perseverancia en el ejercicio de la frugalidad, industria y consagración, aunque no vaya dirigido a otro fin que la adquisición de fortuna. La denodada firmeza de la persona que así se conduce y que, para obtener una grande, aunque remota ventaja, no solamente renuncia a todo placer presente, sino soporta los mayores trabajos tanto mentales como corporales, necesariamente impone nuestra aprobación. La perspectiva de su interés y felicidad que parece ordenar su conducta, cuadra exactamente con la idea que naturalmente nos hemos formado de ella. Existe la más perfecta correspondencia entre sus sentimientos y los nuestros, y, al mismo tiempo, por lo que enseña la experiencia de la común flaqueza de la naturaleza humana, es una correspondencia que razonablemente no era de esperarse. No solamente aprobamos, pues, sino hasta cierto punto admiramos su conducta y la tenemos como merecedora de no escaso aplauso. Es precisamente la consciencia de esta merecida aprobación y estima lo único capaz de sostener al agente en la observancia de una conducta de ese estilo. El placer que hemos de disfrutar de aquí a diez años nos interesa tan poco en comparación con el que podamos saborear hoy, la pasión que el primero despierta es, naturalmente, tan débil en comparación con la violenta emoción que el segundo tiende a provocar, que jamás el uno podría compensar el otro, a no ser por el sustento de ese sentido de propiedad, de esa consciencia de merecer la estimación y aprobación de todo el mundo al conducirnos de un modo, y a no ser porque nos convertimos, al conducirnos del otro, en objetos propios de su desprecio y escarnio.

Humanidad, justicia, generosidad y espíritu público, son las cualidades de mayor utilidad para los demás. Más atrás se ha explicado en qué consiste la propiedad de la humanidad y justicia; ahí se mostró hasta qué punto nuestra estimación y aprobación de esas cualidades dependen de la conformidad entre los afectos del agente y los de los espectadores.

La propiedad de la generosidad y del espíritu público se funda en el mismo principio que en el caso de la justicia. La generosidad es distinta de la humanidad. Esas dos cualidades que a primera vista parecen tan semejantes, no siempre pertenecen a la misma persona. La humanidad es virtud propia de la mujer; la generosidad, del hombre. El bello sexo, que por lo común tiene mucha más ternura que el nuestro, rara vez tiene igual generosidad. La legislación civil sabe que las mujeres pocas veces hacen donaciones de alguna consideración [1]. La humanidad consiste meramente en el exquisito sentimiento hacia el prójimo, que el espectador abriga respecto del sentimiento de las personas principalmente afectadas, de tal modo que llora sus penas, resiente sus injurias y festeja sus éxitos. Los actos más humanos no exigen abnegación ni dominio sobre sí mismo, ni un gran esfuerzo del sentido de lo apropiado. Consisten simplemente en hacer lo que esa exquisita simpatía por sí sola nos incita a llevar a cabo. Otra cosa es la generosidad. Jamás se es generoso sino cuando de algún modo preferimos otra persona a nosotros mismos, y sacrificamos algún grande e importante interés propio a otro igual interés de un amigo o de alguien que es nuestro superior. Quien renuncia a las pretensiones a un empleo, codiciado objeto de su ambición, sólo porque se imagina que los servicios de otro le dan mejor derecho; quien expone la vida para defender la de su amigo que estima más valiosa que la suya, éstos, en ambos casos, no obran por humanidad o porque sientan con mayor exquisitez lo que toca a la otra persona que lo que a ellos concierne. Ambos consideran esos opuestos intereses, no a la luz de lo que a ellos naturalmente pueda parecerles, sino de aquélla en que a los otros aparecen. Para cualquier circunstante, el éxito o conservación de esta otra persona puede, en justicia, ser de mayor interés que el éxito o conservación suyos; pero es imposible que así sea para ellos. Por lo tanto, cuando en interés de esta otra persona sacrifican la propia, es que acomodan sus sentimientos a los del espectador, y por un esfuerzo de magnanimidad actúan de conformidad con la opinión que ellos saben deberá naturalmente ser la de un tercero cualquiera. El soldado que sacrifica su vida para salvar la de su oficial, quizá resultaría muy poco afectado por la muerte de éste si ocurriese sin culpa suya, y cualquier pequeña desgracia que le hubiese acaecido quizá hubiera provocado en él un dolor más vivo. Pero cuando se esfuerza por obrar de tal modo que merezca el aplauso y obligue al espectador imparcial a penetrar en los motivos de su conducta, siente que, para todo el mundo menos para él, su propia vida es una bagatela comparada con la de su oficial, y que al sacrificar la una por la otra, está obrando muy propiamente y conforme a lo que sería la natural comprensión de cualquier circunstante imparcial.

Y acontece lo mismo en los casos en que se hace gala de un excesivo espíritu público. Cuando un joven oficial expone la vida para aumentar los dominios de su soberano en una insignificancia, no es porque, para él, la adquisición de ese nuevo territorio sea algo más deseable que la conservación de su propia vida. Para él, su vida es infinitamente más valiosa que la conquista de un reino entero por el Estado a quien presta sus servicios. Mas al establecer la comparación entre ambas cosas, prescinde del punto de vista normal para él, y acepta el de la nación por la que está guerreando. Para ésta, es de la mayor importancia el éxito de la empresa y de poca consecuencia la muerte de un individuo particular. Cuando el oficial hace suyo este punto de vista, inmediatamente comprende que difícilmente puede ser pródigo en demasía de su propia sangre, si, derramándola, contribuye a tan alto fin. El heroísmo de su conducta consiste, debido al sentido del deber y de lo que es propio, en ahogar el más fuerte de todos los impulsos naturales. Muchos son los honrados ingleses a quienes en lo particular les dolería más la pérdida de una guinea que la pérdida de Menorca, pero que, sin embargo, mil veces preferirían, en caso de estar en su poder la defensa de esa fortaleza, sacrificar la vida antes de verla caer por su culpa en manos del enemigo. Cuando el primer Bruto condujo a sus propios hijos al cadalso porque habían conspirado contra la naciente libertad de Roma, sacrificó lo que, de haberlo consultado tan sólo consigo mismo, resultaría ser el afecto más fuerte en aras del más débil. Normalmente, Bruto debió sentir en mucho mayor grado la muerte de sus hijos que todos los posibles males que habría padecido Roma por falta de tan egregio ejemplo. Pero él los miró, no con los ojos de su padre, sino con los de un ciudadano romano. Tan estrechamente compartió los sentimientos propios de esta condición, que en nada tuvo el lazo que lo unía a sus hijos; y para un ciudadano romano, los hijos de Bruto, puestos en la balanza con el menor de los intereses públicos de Roma, resultaban cosa despreciable. En éste, como en todos los demás casos de la misma especie, nuestra admiración está fundada, no tanto en la utilidad cuanto en lo insólito, y de ahí deriva la grandiosa, noble y sublime propiedad de tales actos. Ciertamente, cuando consideramos esa utilidad comprendemos que les comunica una belleza adicional que nos los hace aún más recomendables a nuestra aprobación; pero tal belleza es principalmente perceptible a los hombres reflexivos y especulativos, y en manera alguna es la cualidad que primero recomienda esos actos a los naturales sentimientos del núcleo de los hombres.

Conviene advertir que la parte en que la aprobación obedece a la percepción de la belleza de lo útil, no tiene relación alguna con los sentimientos ajenos. Por lo tanto, si fuese factible que una persona llegase a la edad adulta en total incomunicación social, sus actos, a pesar de todo, podrían serle agradables o desagradables, según tendiesen hacia su felicidad o desventaja. Podría percibir cierta belleza de esa especie en la prudencia, en la templanza y en la buena conducta, y una deformidad en el comportamiento opuesto; podría, en un caso, considerar su propio temperamento y carácter con esa especie de satisfacción con que acostumbramos ver una bien dispuesta máquina, o, en el otro, con esa especie de disgusto e insatisfacción con que contemplamos un aparato embarazoso y torpe. Sin embargo, como estas percepciones son meramente cuestión de gusto y participan de la debilidad y fragilidad de las percepciones de esa especie —sobre cuya exactitud se funda lo que con propiedad se llama el gusto—, es muy probable que quien se encontrase en su solitaria y desdichada condición, no les prestaría gran atención. Y aun cuando se le ocurriesen, en modo alguno le afectarían de la misma manera antes de su incorporación a la sociedad que a consecuencia de esa incorporación. La sola idea de su propia deformidad no le ocasionaría una interna postración de bochorno, ni la consciencia de la opuesta belleza le produciría la exaltación de un secreto triunfo del alma. La noción de merecer recompensa, en un caso, no lo llenaría de júbilo, ni, en el otro caso, temblaría ante la perspectiva de un merecido castigo. Todos los sentimientos de esa clase implican la noción de otro sujeto que es el juez natural de la persona que los experimenta, y solamente por simpatía con los laudos de este árbitro de su conducta, puede concebir, ya sea el triunfo de la propia alabanza, ya la vergüenza de la condenación de sí mismo.


 
Parte V. DE LA INFLUENCIA DE LA COSTUMBRE Y LA MODA SOBRE LOS SENTIMIENTOS DE LA APROBACIÓN Y LA DESAPROBACIÓN MORAL



 
1. De la influencia de la costumbre y la moda sobre nuestras nociones de belleza y fealdad
Hay otros principios, además de los ya enumerados, que ejercen una amplia influencia sobre los sentimientos morales de la especie humana, y son causa fundamental de las múltiples opiniones irregulares y discordantes que prevalecen en épocas y naciones diferentes sobre lo que es reprobable y laudable. Estos principios son la costumbre y la moda, principios que extienden su dominio sobre nuestros juicios en lo tocante a todas las clases de belleza.

Cuando dos objetos han sido vistos frecuentemente juntos, la imaginación adquiere el hábito de pasar fácil mente de uno al otro. Si aparece el primero, estamos se guros de que el segundo lo seguirá. Por sí mismos nos hacen pensar en el otro y la atención se desliza cómoda mente entre ellos. Aunque no hubiese belleza alguna en su unión, independientemente de la costumbre, una vez que el hábito los ha conectado de ese modo recíproca mente sentimos que no es propio que estén separados.

Pensamos que el uno queda desgarbado cuando aparece sin su compañero habitual. Echamos de menos algo que esperábamos encontrar y el orden normal de nuestras ideas se ve perturbado por el chasco. Un traje, por ejem plo, parece incompleto si le falta el adorno más insignifi cante que suele acompañarlo, y detectamos una bajeza o torpeza en la ausencia incluso de un botón trasero. Cuan do existe una propiedad natural en la unión, la costumbre incrementa nuestro sentido de la misma y hace que una disposición diferente resulte aún más desagradable de lo que parecería en otras circunstancias. A quienes se han habituado a ver las cosas con un buen gusto les causa una repugnancia mayor todo lo chapucero y chabacano. Cuan do la conjunción es impropia, la costumbre disminuye o suprime por completo nuestro sentido de la incorrección. Quienes se han habituado a un desaseado desorden pier den todo el sentido de la limpieza o la elegancia. Los esti los de mobiliario o vestido que semejan ridículos a los extraños no ofenden en absoluto a la gente acostumbrada a ellos.
La moda no difiere de la costumbre y más bien es una especie particular de la misma. Lo que está de moda no es lo que usa todo el mundo sino lo que usan las personas importantes o distinguidas. Los modales graciosos, senci llos e imponentes de los grandes personajes, junto a la ri queza y magnificencia usuales de sus vestidos, confiere.un donaire a la forma misma que les den. Mientras sigan utilizando esa forma, queda conectada en nuestra imagi nación con la idea de algo que es gentil y espléndido y, aunque en sí mismo debería ser indiferente, por esa rela ción parece tener algo que también es gentil y espléndido.Tan pronto como la abandonan deja de tener toda la gra cia que parecía ostentar con anterioridad, y al pasar a ser utilizada sólo por la gente de las clases inferiores parece compartir algo de su bajeza y chabacanería.
Todo el mundo reconoce que los vestidos y los muébles caen totalmente bajo el dominio de la costumbre y la moda. Pero la influencia de esos principios no está en ab soluto limitada a una esfera tan estrecha sino que se ex tiende a todo lo que sea en algún sentido un objeto del gusto: a la música, la poesía y la arquitectura. Los estilos en ropajes y mobiliario cambian todo el tiempo y como lo que parece ridículo hoy era admirado hace cinco años quedamos convencidos por la experiencia de que debió su auge básica o totalmente a la costumbre y la moda. Ni los vestidos ni los muebles son hechos de materiales muy du rables. Una vistosa chaqueta no durará más de doce me ses y no podrá seguir propagando el diseño de moda conforme al cual fue hecha. Los estilos de los muebles cambian menos rápido que los de la ropa, porque común mente los muebles son más durables. Pero, por regla ge neral, en cinco o seis años se produce un cambio radical y cada persona comprueba durante su vida que la moda en este aspecto cambia en muchas maneras distintas. Las producciones de las demás artes son mucho más perdura bles y cuando su realización ha sido buena pueden seguir propagando su estilo durante un lapso bastante más pro longado. Un edificio bien proyectado puede durar siglos, una hermosa melodía puede ser transmitida por una suer te, de tradición a través de numerosas generaciones sucesi vas, un poema bien escrito puede durar lo que el mundo, y todos ellos durante mucho t;iempo siguen manteniendo la moda del estilo concreto, del gusto o modo particular en que cada uno de ellos fue compuesto. Pocas personas han tenido la oportunidad de ver en su vida cambios su mamente considerables en ninguna de esas artes. Pocas personas tienen tanta experiencia y tanto conocimiento de las modas que han dominado en épocas y naciones re motas como para decidir entre ellas o juzgar imparcial- mente entre ellas y lo que rige en su propio tiempo y país.

Por eso pocas personas están dispuestas a admitir que la costumbre o la moda ejercen mucha influencia sobre sus juicios acerca de lo que es bello o no en las producciones de ninguna de esas artes, sino que imaginan que todas las reglas por las cuales deben regirse se basan en la razón y la naturaleza, y no en el hábito o el prejuicio. Una refle xión somera, empero, podría convencerlos de lo contra rio y demostrarles que la influencia de la costumbre y la moda sobre la ropa o los muebles no es más categórica que la que ejercen sobre la arquitectura, la poesía o la mú sica.

¿Qué razón puede haber, por ejemplo, para que el ca pitel dórico sea el adecuado a una columna cuya altura equivale a ocho veces su diámetro, la voluta jónica a uno de nueve veces y la frondosidad corintia a uno de diez?

La corrección de tales correspondencias sólo se funda en el hábito y la costumbre. El ojo se ha acostumbrado a una determinada proporción conectada a un ornamento con creto, y se ofendería si no los viese juntos. Cada uno de los cinco órdenes tiene sus adornos particulares que no pueden ser cambiados por otros sin atentar contra todos los que saben algo de las reglas de la arquitectura. De he cho, según algunos arquitectos, es tan exquisito el juicio con que los antiguos han asignado a cada orden sus ador nos apropiados que no puede haber otros igualmente convenientes. Parece, no obstante, algo difícil el concebir que esas formas, aunque sin duda extremadamente agra dables, son las únicas adecuadas para esas proporciones, y que no podría haber otras quinientas que antes de esta blecerse la costumbre no habrían valido exactamente igual. Pero una vez que la costumbre estipula unas reglas específicas para la construcción, salvo que sean comple tamente irrazonables, es absurdo pensar en cambiarlas por otras que sólo son igualmente buenas, o incluso por otras que en punto a elegancia y belleza ostentan natural mente una pequeña ventaja sobre ellas. Una persona re sultaría ridicula si apareciese en público con un traje muy distinto del que se usa normalmente, aunque sus nuevas ropas fuesen por sí mismas sumamente agraciadas y có modas. Parece que es análogamente absurdo el amueblar una casa en un estilo muy diferente del prescrito por la costumbre y la moda, aunque los nuevos adornos fueran en sí mismos superiores a los habituales.
De acuerdo a los antiguos retóricos, una cierta métrica era por naturaleza apropiada para cada tipo de escritura, en tanto que naturalmente expresiva del carácter, senti miento o pasión que debía predominar en él. Aseguraban que una métrica era ajustada a las obras serias y otra a las alegres, y no podían ser intercambiadas sin la máxima fal ta de corrección. La experiencia de los tiempos moder nos, empero, parece contradecir este principio, aunque en sí mismo parece bastante verosímil. Lo que resulta un verso burlesco en inglés, es un verso épico en francés. Las tragedias de Racine y Henriade de Voltaire tienen la mis ma métrica que

Aconsejadme en un asunto importante.

Los versos burlescos franceses, en cambio, coinciden bas tante con los versos épicos de diez sílabas en inglés. La costumbre ha hecho que una nación asocie las ideas de gravedad, sublimidad y seriedad con la misma métrica que la otra ha conectado con lo festivo, ligero y cómico.

Nada sería más absurdo en inglés que una tragedia escrita en los versos alejandrinos franceses, o en francés que una obra del mismo tipo en versos decasílabos.

Un artista eminente provocará una alteración conside rable en los estilos establecidos en cada una de esas artes e introducirá una nueva moda en la literatura, la música o la arquitectura. Así como el vestido de una persona agra dable y de alto rango es atractivo, y por más extraño o fantástico que sea pronto resulta admirado e imitado, las excelencias de un maestro eminente recomiendan sus peculiaridades, y su estilo se convierte en la moda del arte que practica. El gusto de los italianos en música y arqui tectura ha registrado un cambio muy acusado en los últi mos cincuenta años merced a la imitación de los rasgos de algunos ilustres maestros en esas artes. Quintiliano acusa a Séneca de haber corrompido el gusto de los romanos y de haber introducido un frívolo preciosismo en lugar de la razón mayestática y la elocuencia viril. Salustio y Táci to han sido acusados de lo mismo, aunque de una forma dispar. Se arguye que confirieron reputación a un estilo que aunque sumamente conciso, elegante, expresivo e in cluso poético, carecía en cambio de sosiego, sencillez y naturalidad, y era evidentemente el producto de una afec tación muy elaborada y estudiada. ¡Cuántas cualidades debe atesorar el escritor que puede transformar así sus propias faltas en agradables! Después de la alabanza por haber refinado el gusto de una nación, quizá el mayor elogio que pueda pronunciarse sobre cualquier autor es afirmar que lo ha corrompido. En nuestra lengua, el

Sr. Pope y el Dr. Swift han introducido cada uno de ellos un estilo diferente del utilizado antes en todas las obras escritas en verso, el uno con versos largos, el otro con cortos. El exquisito arcaísmo de Butler ha dejado su lugar a la franqueza de Swift. La divagación libre de Dryden y la correcta pero a menudo tediosa y prosaica languidez de

Addison han dejado de ser objetos a imitar, y los versos extensos son escritos hoy a la manera de la nerviosa pre cisión del Sr. Pope.

La costumbre y la moda no ejercen su impacto exclusi vamente sobre las producciones de las artes. Del mismo modo, influyen sobre nuestros juicios con respecto a la belleza de los objetos naturales. ¡Qué formas diversas y opuestas son catalogadas como hermosas en las diferentes especies! Las proporciones que son admiradas én un ani mal son del todo distintas de las apreciadas en otro. Cada clase de cosas tiene su conformación peculiar, que es aprobada, y una belleza propia, diferente de la de cual quier otra especie. Por tal razón un erudito jesuita, el pa dre Buffier, sostiene que la belleza de cualquier objeto consiste en la forma y color más usuales entre las cosas de la categoría a la que pertenece. Así, en la forma humana, la hermosura de cada faceta se ubica en un cierto medio, igualmente alejado de una variedad de otras formas que son feas. Por ejemplo, una nariz primorosa es una ni muy larga ni muy corta, ni muy recta ni muy torcida, sino que se halla en el medio de esos extremos, menos alejada de ninguno de ellos de lo que éstos lo están entre sí. Es la forma que la naturaleza parece haber pretendido en todos los casos, aunque se desvía de ella en una amplia variedad de modos y rara vez la presenta con exactitud, pero a la que todas esas desviaciones a pesar de todo se asemejan.

Cuando se realizan muchos dibujos de un mismo mode lo, aunque todos puedan diferir de éste en algún aspecto, todos se le parecerán más de lo que se parecerán entre sí; el esquema general del modelo estará presente en todos, los más singulares y extraños serán los que más se aparten de él, y aunque muy pocos serán una copia perfecta, los tra zos más precisos guardarán un parecido mayor con los más descuidados que lo que estos últimos se parecen en tre sí. Análogamente, en cada especie de criaturas lo más bello ostenta los rasgos más claros del patrón general de la especie y guarda una mayor semejanza con el grueso de los individuos junto a los que está clasificado. Por el con trario, los monstruos, o lo que es absolutamente deforme, son siempre lo más singular y extraño y lo que tiene un menor parecido con la generalidad de la especie a la que pertenecen. Y así sucede que la belleza de cada especie, aunque en un sentido es lo más raro, porque pocos indi viduos se aproximan exactamente al punto intermedio, en otro sentido es lo más común, porque todas las desviaciones se le asemejan más de lo que se asemejan mutuamen te. Según él, entonces, la forma más acostumbrada de cada especie es la más bonita. Y por ello el requisito pre vio para que podamos juzgar la belleza, o conocer dónde se sitúa la forma intermedia y más habitual, es una cierta práctica y experiencia en la observación de cada especie.

El juicio más concienzudo con respecto a la hermosura de la especie humana no nos ayudará a evaluar la de las flores, los caballos o cualquier otro tipo de cosas. La mis ma razón explica por qué en climas diferentes, y donde rigen costumbres y modos de vida diversos, en la medida en que la generalidad de cualquier especie reciba en tales circunstancias una conformación desigual, prevalecerán diferentes ideas sobre su belleza. La hermosura de un ca ballo árabe no es exactamente igual que la de un caballo inglés. ¡Cuán diversas son las nociones que se forman en las distintas naciones acerca de la belleza de la forma y el semblante humanos! En la costa de Guinea una tez clara es una horrible deformidad. Allí los labios gruesos y la nariz achatada son bonitos. En algunas naciones unas orejas largas que cuelgan sobre los hombros despiertan una enorme admiración. Si en China el pie de una dama es tan grande como para que pueda andar con él, se la considera un monstruo de fea. Algunas de las naciones salvajes de América del Norte atan cuatro tablillas en las cabezas de los niños y así, cuando sus huesos son suaves y cartilaginosos, los estrujan hasta lograr una forma que es casi perfectamente cuadrada. Los europeos quedan azorados ante la absurda barbaridad de tal práctica, que algunos misioneros han imputado a la singular estupidez de las naciones entre las que prevalece. Pero cuando con denan a esos salvajes no piensan que las damas de Euro pa, hasta hace muy pocos años, han procurado durante un siglo prensar la hermosa redondez de su figura natural en una forma cuadrada del mismo tipo. Y que a pesar de las numerosas distorsiones y enfermedades que se sabe ha ocasionado esta práctica, la costumbre la ha transformado en aceptable en algunas de las naciones probablemente más civilizadas que el mundo haya visto jamás.

Tal la doctrina sobre la naturaleza de la belleza de este sacerdote instruido e ingenioso; según él, todo su encanto surge de que encaja con los hábitos que la costumbre ha impreso en la imaginación con respecto a cada tipo con creto de cosas. Sin embargo, no puedo ser inducido a creer que nuestro sentido de la belleza exterior se base exclu sivamente en la costumbre. La utilidad de cualquier for ma, su adecuación a los propósitos útiles para los que está destinada, evidentemente la vuelven aconsejable y nos la hacen agradable, independientemente de la costumbre.

Hay ciertos colores más gratos que otros y que deleitan más a los ojos cuando los ven por vez primera. Una su perficie lisa es más agradable que una áspera. La variedad es más placentera que una uniformidad tediosa y pareja.

La variedad interconectada, en la que cada nueva apari ción parece ser introducida por la que vino antes, y en donde todas las partes contiguas guardan recíprocamente alguna relación natural, es más agradable que una asam blea despareja y desordenada de objetos inconexos. Pero aunque no puedo admitir que la costumbre es el único principio de la belleza, sí puedo aceptar tanto la verdad de este ingenioso sistema como para conceder que apenas hay una forma externa tan hermosa que pueda complacer si es acentuadamente contraria a la costumbre y no se pa rece en nada a lo que hayamos estado habituados en esa especie particular de las cosas; o tan fea como para no ser aceptable si la costumbre la sostiene uniformemente y nos habitúa a verla en todos los individuos de su misma clase.


 
2. De la influencia de la costumbre y la moda sobre los sentimientos morales
Dado que nuestros sentimientos sobre la belleza de cualquier tipo son tan influidos por la costumbre y la mo da, no cabe esperar que los relativos a la belleza de la conducta estén completamente exentos del dominio de ta les principios. Su influencia en este campo, empero, es mucho menor que en todos los demás. N o existe quizá forma en los objetos externos, por absurda y fantástica que sea, con la cual la costumbre no pueda reconciliarnos o que la moda no pueda convertir incluso en agradable.

Pero ninguna costumbre nos reconciliará jamás con el ca rácter y la conducta de un Nerón o un Claudio, y ningu na moda nos los convertirá en gratos; serán siempre obje to de temor y odio en un caso, y de burla y escarnio en el otro. Los principios de la imaginación de los que depende nuestro sentido de la belleza son de naturaleza sutil y de licada, y con facilidad son modificados por el hábito y la educación. Pero los sentimientos de aprobación y desa probación moral se fundan en las pasiones más profundas y vigorosas de la naturaleza humana, y aunque pueden ser torcidos no pueden ser pervertidos por completo.

Sin embargo, aunque la influencia de la costumbre y la moda sobre los sentimientos morales no es tan grande, es perfectamente similar aquí a lo que es en otras partes.

Cuando la costumbre y la moda coinciden con los princi pios naturales del bien y el mal, acentúan la delicadeza de nuestros sentimientos e incrementan nuestro aborreci miento hacia cualquier cosa que se acerque a lo que está mal. Aquéllos educados en lo que se denomina con pro piedad una buena compañía, no lo que comúnmente reci be ese nombre, que se han acostumbrado a ver en las per sonas que estiman y con quienes conviven nada más que justicia, modestia, humanidad y buena conducta, resultan más escandalizados con lo que parece contradictorio con las reglas que dichas virtudes prescriben. En cambio, quienes han tenido la desgracia de crecer en medio de la violencia, el libertinaje, la falsedad y la injusticia, aunque no pierdan todo el sentido de la impropiedad de tal pro ceder, sí lo pierden de su tremenda atrocidad o de la ven ganza o sanción que merecen. Se han familiarizado con todo eso desde la infancia, la costumbre lo ha tornado ha bitual para ellos y propenden a considerarlo como lo que se denomina la conducta del mundo, algo que puede o debe ser practicado para evitar que seamos víctimas de nuestra propia integridad.

A veces también la moda otorgará reputación a un cier to grado de desorden y, por el contrario, desaprobará cualidades que merecen estima. Durante el reinado de

Carlos II se consideraba que una cierta dosis de libertina je era característica de una educación liberal. Se pensaba en aquellos tiempos que estaba conectada con la generosi dad, la sinceridad, la magnanimidad y la lealtad, y que probaba que el individuo que actuaba de esa manera era un caballero y no un puritano. La severidad de los modales y la regularidad de la conducta, por otro lado, no esta

ban de moda y en la imaginación de esa época se asocia

ban con la gazmoñería, marrullería, hipocresía y malos

modos. En todos los tiempos los vicios de los personajes importantes han sido aceptables para las mentes superfi ciales. Los asocian no sólo con el esplendor de la fortuna sino con muchas virtudes relevantes que atribuyen a sus superiores, con el espíritu de libertad e independencia, con la franqueza, la liberalidad, la humanidad y la corte sía. En cambio, las virtudes de las clases inferiores del pueblo, su parsimoniosa frugalidad, su esforzada laborio sidad y su rígida adhesión a las reglas, les parecen mez quinas y desagradables. Las asocian tanto con la modestia de la posición a la que esas cualidades comúnmente co rresponden, sino con muchos graves vicios que suponen que usualmente las acompañan, con una personalidad ab yecta, cobarde, aviesa, mentirosa y ratera.

Los asuntos de que se ocupan los seres humanos en las diversas profesiones y estados de la vida son tan variados y los habitúan a pasiones tan distintas que naturalmente forman en ellos caracteres y modales muy diferentes. En cada rango y profesión esperamos encontrar el grado de esos modales que la experiencia nos ha enseñado que co rresponde a cada uno. Pero igual que sucede con las espe cies de las cosas, nos complace particularmente la confor mación intermedia que en cada sección y faceta coincide más exactamente con el patrón general que la naturaleza parece haber estipulado para los objetos de cada clase; y así en cada rango o, por utilizar esta expresión, en cada especie de personas nos agrada singularmente comprobar que no tienen ni mucho ni demasiado poco de las carac terísticas que normalmente acompañan a su condición y situación específica. Decimos que un hombre debe tener el aspecto de su negocio y profesión, pero la pedante ría en cualquier profesión es desagradable. Por la misma razón, a los diversos períodos de la vida les corresponden modales distintos. Esperamos encontrar en la vejez la se riedad y compostura que sus achaques, su amplia expe riencia y su desgastada sensibilidad vuelven algo natural y respetable; y damos por supuesto que hallaremos en la ju ventud la sensibilidad, alegría y animada vivacidad que la experiencia nos enseña a esperar de las enérgicas impre siones que todos los objetos interesantes tienden a susci tar en los tiernos e inexpertos sentidos de esa temprana etapa de la vida. Ambas edades, empero, pueden fácil mente acumular en exceso las peculiaridades que les co rresponden. La flirteadora ligereza de la juventud es tan desagradable como la inconmovible insensibilidad de la vejez. Se dice comúnmente que los jóvenes son más agra dables cuando su conducta tiene algo de los modales de los ancianos, y los ancianos cuando retienen algo del al borozo juvenil. Pero cualquiera de ellos puede también tener demasiado de los modales de los otros. La frialdad extrema y la insulsa formalidad que son perdonadas en la vejez resultan ridiculas en la juventud. La veleidad, la ne gligencia y la vanidad que son excusadas en la juventud, resultan despreciables en la vejez.

Las características y modales que por hábito tendemos a asignar a cada rango y profesión presentan a veces una corrección que es quizá independiente de la costumbre, y es algo que aprobaríamos por sí mismo si consideráramos todos los diferentes pormenores que afectan naturalmen te a las personas en cada estación de la vida. La propiedad de la conducta de un individuo no depende de su adecua ción a una circunstancia cualquiera de su situación sino a todas las circunstancias que, cuando asumimos su caso, pensamos que deberían naturalmente llamarle la atención.

Si está tan ocupado en una sola de ellas que descuida to talmente las restantes, reprobamos su proceder como algo que no podemos asumir por completo, porque no está apropiadamente ajustado a todas las particularidades de su situación, y ello a pesar de que quizá la emoción que expresa por el objeto que principalmente le interesa no excede aquello con lo que podríamos simpatizar por en tero y aprobar en alguien cuya atención no fuese reque rida por ninguna otra cosa. En la vida privada, un pa dre que pierde a su único hijo puede sin culpa manifestar una cuantía de aflicción y ternura que sería imperdonable en un general a la cabeza de su ejército, cuando la gloria y la seguridad pública demandan una parte muy considera ble de su atención. Y así como son dispares los objetos que en ocasiones normales deben ocupar la atención de las personas en las distintas profesiones, también son di ferentes las pasiones que naturalmente se convierten en habituales en ellos. Y cuando nos identificamos con su si tuación en ese aspecto concreto debemos ser conscientes de que cada acontecimiento naturalmente les afectará más o menos de acuerdo a que la emoción que suscite coinci da o no con el hábito y temperamento fijado en sus men tes. N o cabe esperar idéntica sensibilidad hacia los gratos placeres y entretenimientos de la vida en un clérigo que en un oficial. El hombre cuya ocupación específica es re cordar al mundo el tremendo futuro que le aguarda, que anuncia las fatales consecuencias de cualquier desviación de las reglas del deber, y que debe él mismo dar el ejem plo de la más cabal conformidad con ellas, parece ser el portador de nuevas que no pueden en propiedad ser rela tadas con ligereza o indiferencia. Se supone que su mente está continuamente ocupada en lo que es demasiado augus to y solemne como para dejar lugar alguno a las impre siones de los frívolos objetos que absorben la atención de los crápulas y los calaveras. De ahí que independiente mente de la costumbre pensamos que hay una corrección en las maneras que la costumbre ha asignado a esta profe sión, y que nada puede ser más apropiado para la personalidad de un clérigo que la grave, austera y abstraída severidad que estamos habituados a esperar en su compor tamiento. Estas consideraciones son tan obvias que no habrá persona tan irreflexiva como para no haberlas he cho alguna vez y haberse explicado de ese modo su apro bación del carácter usual de esa orden.

La base del carácter habitual de algunas otras profesio nes no es tan evidente y nuestra aprobación del mismo se funda por entero en la costumbre, sin ser confirmada ni reforzada por ninguna reflexión de este tipo. Por ejem plo, estamos acostumbrados a adjuntar a la profesión mi litar las características de alegría, ligereza y desenvuelta li bertad, así como alguna dosis de disolución. Sin embargo, si considerásemos qué modo o tenor de temperamento es más adecuado para esta posición, quizá concluiríamos que un espíritu serio y pensativo encajaría mejor con aquellos cuyas vidas están continuamente expuestas a un peligro extraordinario, y que por ello deberían estar más insistentemente ocupados que otras personas en razona mientos acerca de la muerte y sus consecuencias. Pero es precisamente esta circunstancia lo que probablemente ex plique por qué el espíritu opuesto es lo que predomina entre los hombres de esa profesión. Es tan colosal el es fuerzo que exige dominar el miedo a la muerte, cuando la analizamos con profundidad y atención, que quienes es tán todo el tiempo expuestos a ella pueden con facilidad apartar su mente de la misma por completo, arroparse en una descuidada tranquilidad e indiferencia y lanzarse con tal objetivo a toda suerte de diversiones y disipaciones.

Un cuartel no es el elemento de un hombre pensativo o melancólico. Es verdad que hay personas de ese tipo que son lo suficientemente resueltas y son capaces con un gran esfuerzo de marchar con inflexible decisión hacia la más segura de las muertes. Pero el estar expuesto a un riesgo continuo, aunque no tan inminente, el estar obligado a ejercer durante mucho tiempo un nivel de ese esfuer zo, agota y deprime la mente y la convierte en incapaz de ninguna felicidad o disfrute. Los alegres y despreocupa dos, que no hacen esfuerzo alguno, que deciden franca mente no prever nada sino liberarse de cualquier angustia sobre su situación mediante placeres y diversiones peren nes, aguantan con más facilidad esas condiciones. Toda vez que por cualquier circunstancia específica un oficial no tenga motivos para dar por sentado que se expondrá a un peligro fuera de lo corriente, tenderá a perder la ale gría y el relajado atolondramiento de su personalidad. El capitán de una guardia urbana es normalmente un animal tan sobrio, cauteloso y cicatero como el resto de sus con ciudadanos. Por idéntica razón, una paz prolongada cie rra la brecha entre el carácter civil y el militar. Pero el contexto normal de los hombres de esa profesión hace que la alegría y una cierta disipación sean rasgos tan usua les de su carácter, y la costumbre ha conectado en nuestra imaginación tan intensamente este carácter con ese modo de vida, que despreciamos a cualquier hombre cuyo hu mor o situación específicos lo vuelvan incapaz de expre sarlas. Nos reímos ante los semblantes serios y solícitos de los guardias urbanos, que tan poco se asemejan a los de su profesión. Ellos mismos se avergüenzan muchas ve ces de la regularidad de sus modales y para no desentonar con el estilo de su actividad gustan de aparentar una lige reza que no les es en absoluto natural. Cualquiera sea la conducta que nos hemos acostumbrado a ver en una clase respetable de personas, llega a estar tan asociada en nues tra mente con esa clase, que siempre que nos encontra mos con la una damos por descontado que nos encon traremos también con la otra, y cuando no sucede así, echamos de menos algo que esperábamos ver. Nos senti mos incómodos, paralizados, no sabemos cómo dirigir nos a una personalidad que claramente pretende ser de una especie distinta de aquéllos con. los que estábamos preparados para clasificarla.

De la misma forma, los contextos diversos de épocas y países diferentes tienden a imprimir caracteres distintos en la generalidad de quienes en ellos habitan, y sus sen timientos sobre el nivel específico de cada cualidad que es reprobable o laudable varían conforme al punto que es habitual en su propio país y su propia época. El grado de cortesía más apreciado quizá sería considerado una adula ción afeminada en Rusia y una grosería y una barbaridad en la corte de Francia. La dosis de circunspección y fru galidad que en un noble polaco sería considerada una parsimonia excesiva, parecería una extravagancia en un ciudadano de Amsterdam. En cada tiempo y lugar se con sidera que la cuantía de cada cualidad que comúnmente se encuentra en la gente allí estimada es el justo medio de ese talento o virtud particular. Y a medida que ese justo medio cambia según las distintas circunstancias van ha ciendo más o menos habituales las diferentes cualidades, sus sentimientos acerca de la estricta corrección del carác ter y la conducta varían en conformidad con él.

En las naciones civilizadas, las virtudes basadas en la humanidad son más cultivadas que las basadas en la abne gación y el dominio de las pasiones. En las naciones rudas y bárbaras sucede lo contrario: las virtudes de la abnega ción son más cultivadas que las de la humanidad. La se guridad y felicidad generales que prevalecen en épocas de civilidad y cortesía brindan escasas oportunidades para despreciar el peligro o soportar pacientemente el trabajo, el hambre y el dolor. La pobreza puede ser eludida con más facilidad y el menospreciarla casi deja de ser una vir tud. La abstinencia de los placeres resulta menos necesa ria y la mente está más libre para relajarse y abandonarse a sus inclinaciones naturales en todos esos aspectos.

El panorama es muy diferente entre los salvajes y los bárbaros. Todo salvaje se somete a una suerte de disci plina espartana y por necesidad de su situación se habitúa a toda clase de penalidades. Está en constante peligro, a menudo expuesto a los rigores más estrictos del hambre y con frecuencia muere de pura indigencia. Sus circunstan cias no sólo lo acostumbran a todo tipo de apuros sino que le enseñan a no ceder ante ninguna de las pasiones a que puedan dar lugar esos apuros. N o puede esperar de sus paisanos ninguna simpatía o indulgencia ante tal debi lidad. Antes de que podamos sentir mucho por los demás tenemos que estar nosotros mismos en cierta medida de sahogados. Si nuestra propia miseria nos aguijonea seve ramente, no tendremos el sosiego necesario para auxiliar a la de nuestro prójimo, y todos los salvajes están dema siado preocupados por sus propias necesidades y priva ciones como para prestar demasiada atención a las de otra persona. Un salvaje, por consiguiente, cualquiera sea la naturaleza de su infortunio, no espera simpatía alguna de quienes lo rodean y por eso desdeña exponerse y exhibir la menor debilidad. A sus pasiones, por furiosas y violen tas que sean, no se les permite alterar la serenidad de su semblante o la compostura de su porte y su conducta. Se nos cuenta que los salvajes de América del Norte mues tran en todas las ocasiones la mayor indiferencia y se sen tirían degradados si apareciesen subyugados por el amor, la aflicción o el encono. Su magnanimidad y continencia casi superan en este aspecto lo que los europeos puedan concebir. En un país donde todos los hombres fueran del mismo nivel en lo tocante a rango y fortuna, cabría espe rar que la preferencia de las dos partes fuera lo único a considerar en los matrimonios, que deberían celebrarse sin ninguna clase de control. Sin embargo, en ese país to dos los matrimonios, sin excepción, son organizados por los padres, y un joven se sentiría deshonrado para siem pre si manifestase la menor preferencia por una mujer o no expresase la más absoluta indiferencia tanto sobre el momento como sobre la persona con la que se va a casar.

La fragilidad del amor, que tanta indulgencia recibe en tiempos de humanitarismo y cortesía, es considerada por los salvajes como el afeminamiento más imperdonable.

Incluso después del matrimonio los cónyuges parecen avergonzados de una relación fundada en una obligación tan sórdida. N o viven juntos. Sólo se ven a hurtadillas. Si guen en las casas de sus padres respectivos y la abierta co habitación entre los dos sexos, que es permitida sin re proches en todos los demás países, es allí considerada la sensualidad más indecente e indigna. Y no ejercen tan ab soluta continencia sólo sobre esta pasión agradable. A menudo soportan ante la mirada de todos sus coterráneos injurias, reproches y los insultos más gruesos con la má xima insensibilidad y sin expresar el menor resentimien to. Cuando un salvaje es hecho prisionero de guerra y re cibe de sus captores, como es usual, una sentencia de muerte, la escucha sin exhibir emoción alguna y después se somete a las torturas más espantosas sin exhalar nunca una queja ni revelar otra pasión que el menosprecio hacia sus enemigos. Cuando es colgado de los hombros sobre un fuego lento se mofa de sus torturadores y les cuenta con cuánto más ingenio él mismo atormentó a los compa triotas suyos que habían caído en sus manos. Después de haber sido abrasado y quemado y lacerado en todas las partes más tiernas y sensibles de su cuerpo durante varias horas seguidas, se le suele conceder un breve respiro, con objeto de prolongar su agonía, y se le baja de la picota. Él dedica este intervalo a hablar sobre cualquier tema, se in teresa por las noticias del país y parece preocupado por todo menos por lo que le sucede a él. Los espectadores

expresan idéntica insensibilidad, la visión de algo tan ho

rroroso no les causa impresión alguna y apenas miran al prisionero, salvo cuando colaboran en su tormento. En otras ocasiones fuman tabaco y se entretienen con cual

quier cosa, como si no pasara nada. Se cuenta que cada

salvaje se prepara desde su juventud para este pavoroso

final; con tal fin compone lo que llaman la canción de la

muerte, una música que deberá cantar cuando caiga en poder de sus enemigos y esté a punto de expirar bajo las

torturas que le inflijan. La canción consiste en insultos

contra sus torturadores y manifiesta el máximo desprecio por la muerte y el dolor. Entona esta melodía en las oca siones extraordinarias, cuando marcha a la guerra, cuando

Se topa con sus enemigos en el campo de batalla o cada vez que desea demostrar que se ha familiarizado en su imaginación con las desgracias más terribles y que ningún acontecimiento humano podrá intimidar su resolución o hacer que cambie sus propósitos. El mismo desdén hacia la muerte y el suplicio predomina en todas las otras na ciones salvajes. N o hay negro de la costa de África que no posea en este sentido un nivel de magnanimidad que el alma de su sórdido patrón demasiado a menudo es inca paz de concebir. Nunca ejerció la fortuna más cruelmente su imperio sobre la humanidad como cuando sometió a esas naciones de héroes a los desechos de las cárceles de

Europa, unos miserables que no poseen ni las virtudes de los países de los que proceden ni las de los países a donde llegan, y cuya ligereza, vileza y brutalidad con tan ta justicia los exponen al menosprecio de los vencidos.

Esa entereza heroica e inconquistable, que la costum bre y la educación de su tierra demandan a todo salvaje, no es necesaria en quienes son educados para vivir en so ciedades civilizadas. Si estos últimos se quejan cuando su fren dolor, si se afligen ante la desdicha, si se permiten abandonarse al amor o ser descompuestos por la ira, son fácilmente perdonados. N o se cree que tales flaquezas afecten secciones esenciales de su carácter. En tanto no lleguen a enajenarse y a cometer actos contrarios a la justicia o la humanidad la reputación que pierden es peque ña, aunque la serenidad de su porte o la compostura de su discurso o su comportamiento resulten algo encrespadas y agitadas. Un pueblo humanitario y refinado, más sensi bilizado hacia las pasiones ajenas, puede asumir con más prontitud una conducta animada y apasionada, y puede perdonar con más facilidad un pequeño exceso. La perso na principalmente concernida es consciente de esto, y al contar con la equidad de sus jueces se permite más enér gicas manifestaciones de pasión, y tiene menos temor a exponerse a su menosprecio por la vehemencia de sus emociones. Podemos aventurarnos a mostrar más emo ción en presencia de un amigo que en la de un extraño, porque esperamos más indulgencia del uno que del otro

(parte III, cap. III). Y del mismo modo las reglas del de coro en las naciones civilizadas admiten un comporta miento más animado que el aprobado entre los bárbaros.

El primer caso es compatible con la franqueza de los ami gos; el segundo, con la reserva de los extraños. La emo ción y vivacidad con que franceses e italianos, los dos pueblos más cultos del continente, se expresan en ocasio nes de alguna entidad sorprenden en primera instancia a los extranjeros que están entre ellos de paso y que al ha ber sido educados entre gente de sensibilidad más obtusa no pueden asumir ese apasionado proceder, del que jamás han visto ningún ejemplo en su propio país. Un joven no ble francés llorará en presencia de toda la corte si se le niega un regimiento. Asegura el abate Du Bos que un ita liano muestra mayor emoción al ser multado con veinte chelines que un inglés al ser condenado a muerte. Cice rón, en la era de la máxima cortesía romana, pudo sin deshonrarse llorar con toda la amargura de la pena a la vista de todo el senado y todo el pueblo, como es eviden te que debió hacer al final de casi todos sus discursos. Los oradores de los tiempos más primitivos y rudos de Roma probablemente no habrían podido, en conformidad con los modales de la época, expresarse con tamaña emoción.

Supongo que exponer tanta ternura a la luz pública ha bría sido considerado una violación de la naturaleza y la corrección en los Escipiones, los Lelios y en Catón el

Censor. Esos antiguos guerreros podían expresarse con orden, gravedad y buen juicio, pero se cuenta que estaban lejos de esa elocuencia sublime y apasionada que fue in troducida en Roma, no muchos años antes del nacimiento de Cicerón, por los dos Gracos, por Craso y Sulpicio.

Esta viva elocuencia, que con mayor o menor éxito ha sido practicada desde hace mucho en Francia e Italia, está apenas empezando a extenderse en Inglaterra. Así de am plia es la diferencia entre los grados de autocontrol re queridos en las naciones civilizadas y bárbaras y así de di versos son los patrones mediante los cuales juzgan la propiedad de la conducta.

Esta diferencia da lugar a muchas otras que no son me nos esenciales. Un pueblo culto, al estar acostumbrado a ceder en alguna medida ante los movimientos de la natu raleza, se vuelve franco, abierto y sincero. Los bárbaros, por el contrario, al verse obligados a sofocar y disimular cualquier apariencia de pasión, necesariamente adquieren lo? hábitos de la falsedad y el encubrimiento. Todos los que han estudiado a las naciones salvajes, en Asia, África o América, observan que todas son igualmente impene trables y que cuando deciden ocultar la verdad ninguna inspección será capaz de arrancársela. El interrogatorio más sutil no podrá trepanarlos. Ninguna tortura será ca paz de hacerles confesar lo que han resuelto no decir.

Pero las pasiones del salvaje, aunque nunca se expresan mediante una emoción exterior sino que yacen escondi das en el pecho del paciente, están preparadas para el ma yor extremo de furia. Aunque rara vez revele síntoma al guno de odio, su venganza, cuando llega a darle riendasuelta, es invariablemente sanguinaria y terrible. La menor afrenta lo sume en la desesperación. Su semblante y sus palabras pueden ciertamente seguir siendo sobrios y com puestos, y expresar sólo la más absoluta paz de espíritu, pero sus actos suelen ser feroces y violentos en grado sumo. Entre los norteamericanos no es raro que personas de la más tierna edad y temeroso sexo se ahoguen cuan do reciben sólo una ligera reprimenda de sus madres, y lo hacen sin exhibir pasión alguna y sin decir nada salvo no tendrás más una hija. En las naciones civilizadas las pasiones de las personas no son normalmente tan furiosas y desesperadas. A menudo son clamorosas y ruidosas pero en contadas ocasiones resultan muy dañinas, y con frecuencia no parecen apuntar más que a convencer al es pectador de la bondad de que estén tan movilizadas, y a procurar su simpatía y aprobación.

Pero todos estos efectos de la costumbre y la moda so bre los sentimientos morales son de escasa consideración comparados con los que provocan en algunas otras cir cunstancias; tales principios producen la mayor perver sión del juicio no en lo tocante al estilo general del carác ter y la conducta sino en lo relativo a la propiedad o impropiedad de usos específicos.

Los diversos modales que la costumbre nos enseña a aprobar en las distintas profesiones y estados de la vida no atañen a las cosas de notable importancia. Esperamos la verdad y la justicia de un anciano tanto como de un jo ven, de un sacerdote tanto como de un oficial, y es sólo en cuestiones de poca monta que nos fijamos en las seña les distintivas de sus respectivas personalidades. Con res pecto a éstas existe también a menudo alguna particulari dad inobservada que, de ser advertida, nos mostraría que independientemente de la costumbre había algo correcto en la personalidad que la costumbre nos ha enseñado a asignar a cada profesión. En este caso no podemos que jarnos, por tanto, de que la perversión del sentimiento

natural es muy abultada. Aunque los modales de las di

versas naciones requieren dosis desiguales de la misma

cualidad en el carácter que creen es digno de estimación,

lo peor que puede decirse que ocurre es que los deberes

de una virtud en ocasiones son extendidos de forma tal

que invaden ligeramente el distrito de alguna otra. La rús

tica hospitalidad que es costumbre entre los polacos inva

de quizás un poco la economía y la buena administración, y la frugalidad que es apreciada en Holanda invade la ge nerosidad y confraternidad. El rigor demandado a los sal vajes disminuye su humanitarismo, y acaso la delicada sensibilidad exigida en las naciones civilizadas destruya a veces la firmeza viril del carácter. En general, puede de cirse normalmente que el tipo de modales que prevalece en cualquier nación es en conjunto el más adecuado a sus condiciones. La dureza es la personalidad más apropiada para las condiciones de un salvaje; la sensibilidad, para quien viva en una sociedad muy civilizada. Incluso en este sentido, por consiguiente, no podemos lamentarnos de que los sentimientos morales de las personas resulten muy groseramente pervertidos.

En consecuencia, no es en el estilo general de la actitud y la conducta que la costumbre autoriza la mayor desvia ción de lo que es la corrección natural de la acción. Con respecto a usos particulares, su influencia suele ser mucho más destructiva de la buena moral, y es capaz de estable cer que son legítimos e irreprochables unos actos que chocan con los principios más obvios del bien y el mal.

Por ejemplo: ¿puede haber mayor barbaridad que da ñar a un niño? Su desamparo, su inocencia, su dulzura, llaman a la compasión, incluso de un enemigo, y no com padecerse de esa tierna edad es considerado el arrebato más rabioso de un conquistador iracundo y cruel. ¿Cómo' habrá de ser entonces el corazón de un padre capaz de herir esa fragilidad que incluso un enemigo furioso teme violar? Y sin embargo el abandono, es decir, el asesinato de niños recién nacidos era una práctica permitida en casi todos los estados de Grecia, incluso entre los cultos y ci vilizados atenienses: siempre que las circunstancias del padre hacían inconveniente la crianza del niño, entonces el abandonarlo a la inanición o las bestias salvajes era considerado libre de culpa y crítica. Probablemente esta práctica se remonta a los tiempos de la barbarie más sal vaje. Las imaginaciones de los hombres se familiarizaron primero con ella en ese período primitivo de la sociedad y la uniforme prosecución de la costumbre les impidió des pués percibir su monstruosidad. En la actualidad vemos que la práctica se extiende a todas las naciones salvajes, y en ese estadio rudo e inferior de la sociedad es indudable* mente más excusable que en ningún otro. La extrema in digencia de un salvaje es a menudo tal que se halla ex puesto al peligro del hambre, muchas veces muere y con frecuencia le es imposible mantenerse él junto con su hijo. N o debería asombrarnos, por tanto, que en este contexto lo abandone. Una persona que escapa de un enemigo que es imposible rechazar y que deja a su hijo porque retarda su huida sería disculpable, porque si in tentara salvarlo sólo podría esperar el consuelo de morir con él. Por consiguiente, que en este estadio de la socie dad un padre pueda ser autorizado a juzgar si puede criar o no a su hijo es algo que no debería sorprendernos de* masiado. En los últimos tiempos de Grecia, empero, ello fue permitido con vistas a intereses o conveniencias re motas, lo que no es excusable en absoluto. El hábito inin terrumpido había entonces permitido tanto la práctica que no sólo las máximas del mundo en su lenidad tolera ban tan bárbara prerrogativa sino que incluso la doctrina de los filósofos, que debería haber sido más justa y estric ta, fue confundida por la costumbre establecida y en esta ocasión como en tantas otras en vez de censurar amparó este horrible abuso con desmesurados argumentos de uti lidad pública. Aristóteles se refiere a ello como algo que el magistrado debería fomentar en muchos casos. El com pasivo Platón coincide, y a pesar del amor a la humanidad que parece animar a todos sus escritos, en parte alguna señala esta práctica con desaprobación. Cuando la cos tumbre puede ratificar una violación de la humanidad tan espantosa cabe imaginar que no hay ninguna práctica tan brutal que no sea capaz de autorizar. Todos los días oímos a gente que afirma que una cosa se hace comúnmen te, y parecen pensar que ello es una apología suficiente de lo que en sí mismo es un comportamiento de lo más in justo e irrazonable.

Existe una razón evidente por la cual la costumbre nunca debería pervertir nuestros sentimientos en lo rela tivo al estilo y características generales del talante y la conducta en el mismo grado que en lo referido a la co rrección o ilicitud de usos particulares: jamás podría exis tir esa costumbre, ninguna sociedad podría subsistir du rante un instante si la norma habitual de la actitud y comportamiento de los hombres fuera del mismo tenor que la horrible práctica que acabo de mencionar.


 
Parte VI. DEL CARÁCTER DE LA VIRTUD



 
Introducción
Cuando consideramos el carácter de cualquier indivi* dúo, lo enfocamos naturalmente bajo dos aspectos dife rentes: primero, en lo que puede afectar a su propia felici dad, y segundo, en lo que puede afectar a la de otras personas.


 
Sección I. Del carácter del individuo en tanto que afecta a su propia felicidad, o de La prudencia
Los objetos que la naturaleza encomienda primero al cuidado de cada individuo parecen ser la preservación y buen estado de salud de su cuerpo. Los apetitos del ham bre y la sed, las sensaciones gratas e ingratas del placer y el dolor, etc., pueden ser consideradas como lecciones dicta das por la voz de la propia naturaleza, que con tales pro pósitos le indica lo que debe escoger y lo que debe evitar.

Las primeras lecciones que recibe de aquéllos a quienes ha sido confiada su infancia tienden en su mayoría al mismo fin. Su objetivo principal es enseñarle a eludir él daño.

A medida que va creciendo, pronto aprende que algún cuidado y previsión son necesarios para suministrarle los medios de satisfacer esos apetitos naturales, para procurar el placer y eludir el dolor, para conseguir las temperaturas agradables del calor y el frío y soslayar las desagradables.

El arte de conservar e incrementar lo que se denomina su fortuna externa consiste en lograr la dirección adecuada de ese cuidado y previsión.

Aunque las ventajas de la fortuna externa nos atraen originalmente con objeto de cubrir las necesidades y co modidades del cuerpo, no viviremos mucho en el mundo sin percibir que el respeto de nuestros pares, nuestra reputación y posición en la sociedad en la que vivimos, dependen mucho del grado en el que poseamos esas ven tajas, o se suponga que las poseemos. El deseo de conver tirnos en objetivos apropiados de ese respeto, de merecer y obtener esa reputación y posición entre nuestros iguales es quizá el más intenso de todos nuestros deseos, y nues tra ansiedad por alcanzar los beneficios de la fortuna es consiguientemente mucho más estimulada y exacerbada por este deseo que por el de satisfacer todas las necesida des y conveniencias del cuerpo, que siempre son muy fá cilmente cubiertas.

Nuestro prestigio y posición entre nuestros pares de pende también bastante de algo de lo que quizá una per sona virtuosa pretendería que dependiesen por entero: nuestro carácter y nuestra conducta, o la confianza, esti ma y buena voluntad que ellos naturalmente suscitan en las personas con las que convivimos.

El cuidado de la salud, la fortuna, la posición y la repu tación del individuo, objetivos de los que se supone que depende fundamentalmente su comodidad y felicidad en esta vida, es considerado el cometido propio de la virtud comúnmente denominada prudencia.

Ya ha sido observado (parte I, sec. III, cap. 1) que cuando caemos de una situación mejor a una peor sufri mos más de lo que nunca disfrutamos al pasar de una peor a otra mejor. La seguridad, por consiguiente, es el primer y principal objetivo de la prudencia. Es aversa a exponer nuestra salud, fortuna, rango o reputación a nin guna clase de riesgo. Es más cautelosa que emprendedora, y más ansiosa por preservar las ventajas que ya tenemos que activa para impulsamos a adquirir ventajas aún mayores. Los métodos que principalmente recomienda para ampliar nuestra fortuna son los que no comportan pérdi da o peligro alguno: conocimiento genuino y destreza en nuestro negocio o profesión, aplicación y laboriosidad en su ejercicio, frugalidad y hasta algún grado de parsi monia en todos nuestros gastos.

El individuo prudente siempre estudia seria y celosa mente para comprender aquello que profese comprender, y no meramente para persuadir a los demás de que lo en tiende, y aunque sus talentos no siempre son sumamente brillantes, sí son siempre totalmente auténticos. N o pre tenderá embaucarlo a usted con los solapados ardides de un astuto impostor, ni las ínfulas arrogantes de un pedan te presuntuoso, ni las confiadas aseveraciones de un pre tencioso superficial e imprudente. N o hace ostentación ni siquiera de las habilidades que realmente posee. Su con versación es sencilla y modesta, y rechaza todos los artifi cios de la charlatanería mediante los cuales otras personas tan repetidamente se abren camino hacia la notoriedad y la fama. Para obtener reconocimiento en su profesión está dispuesto a recurrir fundamentalmente a la solidez de sus conocimientos y capacidades, y no piensa siempre en cul tivar el favor de esos pequeños clubes o grupos maquina- dores que en las artes y las ciencias más elevadas se erigen tan a menudo en jueces supremos del mérito, y que se de dican a celebrar sus talentos y virtudes y a desvalorizar todo lo que entre en competencia con ellos. Si alguna vez se conecta con alguna sociedad de este tipo es meramente en defensa propia, no con el designio de engañar al públi co sino para impedir que el público sea engañado y perju dicado por los clamores, las murmuraciones o las intrigas de esa sociedad en concreto o de alguna otra de la misma clase.

El hombre prudente es siempre sincero y le horroriza la sola idea de exponerse a la deshonra que siempre acompaña la detección de la mentira. Pero aunque siempre sea sincero no es invariablemente franco y abierto, y pese a que sólo dice la verdad no siempre piensa, si no ha sido convenientemente exhortado, que está obligado a decir toda la verdad. Así como es cauteloso en sus actos, es re servado en sus palabras y jamás entromete de manera precipitada o innecesaria su opinión sobre las cosas o las personas.

Aunque no siempre distingue al hombre prudente la sensibilidad más exquisita, siempre es muy capaz de cul tivar la amistad. N o es, empero, su amistad ese afecto ardiente y apasionado, aunque en demasiadas ocasiones fugaz, que tan delicioso parece a la generosidad de los jóvenes e inexpertos. Es una relación sosegada, pero firme y fiel, con un reducido grupo de compañeros bien proba dos y seleccionados; no los elige guiado por la admiración atolondrada de los logros brillantes sino por la sobria es timación de la modestia, la discreción y el buen compor tamiento. Aunque capaz de hacer amigos, no siempre está muy dispuesto a la sociabilidad. Rara vez frecuenta y me nos aún integra esos grupos amables caracterizados por la jovialidad y alegría de sus tertulias. El modo de ser de és tos puede interferir demasiado con la regularidad de su templanza, puede interrumpir la constancia de su laborio sidad o quebrar el rigor de su frugalidad.

Pero aunque su conversación no sea desenvuelta o di vertida, siempre es totalmente inofensiva. Le repugna la idea de ser culpable de ninguna petulancia o grosería. Ja más presume impertinentemente ante nadie, y en la ma yoría de las ocasiones prefiere colocarse por debajo de sus pares antes que por encima. Tanto en su proceder como en su discurso cumple rigurosamente la decencia y respeta con escrupulosidad casi religiosa todo el decoro y ceremonial establecido en la sociedad. En este aspecto da un ejemplo mucho mejor que el brindado frecuente mente por personas de talentos y virtudes mucho más es pléndidos, que en todos los tiempos, desde el de Sócrates y Aristipo hasta el del Dr. Swift y Voltaire, y desde el de Filipo y Alejandro Magno hasta el del gran zar Pedro de

Moscovia, demasiado a menudo se han caracterizado por el desdén más impropio y hasta insolente de todo el pu dor normal en la vida y el habla, y han dado así el ejem plo más pernicioso a todos los que ansiaban parecerse a ellos, y que con demasiada frecuencia se contentan con imitar sus desatinos sin siquiera intentar alcanzar sus fa cetas más perfectas.

En la constancia de su laboriosidad y frugalidad, en su incesante sacrificio de la paz y el disfrute del presente en aras de la expectativa probable de una holgura y gozo mayores en un período de tiempo más distante pero más duradero, la persona prudente siempre resulta apoyada y recompensada por la aprobación total del espectador im parcial, y del representante del espectador imparcial, el hombre dentro del pecho. El espectador imparcial no se siente agotado por el esfuerzo presente de aquellos cuya conducta analiza, y tampoco requerido por los importu nos llamamientos de sus apetitos presentes. Para él su si tuación actual y lo que probablemente sea su situación futura son casi idénticas: las contempla a la misma distan cia y es afectado por ellas casi de la misma manera. Pero él sabe que para las personas principalmente concernidas están lejos de ser idénticas y naturalmente les afectan a ellas de formas muy distintas. Por consiguiente, no puede sino aprobar e incluso aplaudir el ejercicio correcto de la continencia que les permite a ellas actuar como si sus si tuaciones presente y futura les afectaran casi del mismo modo en que lo afectan a él.

El hombre que no gasta más de lo que gana está natu ralmente contento con su posición, que mejora día a día merced a incesantes aunque pequeños ahorros. Gradualmente puede relajarse, tanto en el rigor de su parsimonia como en la severidad de su dedicación, y siente una doble satisfacción ante ese incremento paulatino en la paz y los disfrutes, al haber pasado antes por los sinsabores que comportó su ausencia. N o anhela en absoluto cambiar un panorama tan confortable y no va en busca de nuevas em presas y aventuras que puedan poner en peligro y que quizás no aumenten la segura tranquilidad de que goza hoy. Si acomete nuevos proyectos o empresas, muy pro bablemente estarán bien concertadas y preparadas. Nun ca las abordará apresuradamente ni será impulsado hacia ellas por ninguna necesidad, sino que siempre cuenta con tiempo y ocio para deliberar sobria y fríamente acerca de sus eventuales resultados.

El hombre prudente no está dispuesto a someterse a ninguna responsabilidad que su deber no le imponga. No actúa como un chisgarabís en negocios que no le concier nen, no se entromete en los asuntos de los demás, no es un consejero o asesor declarado, que se inmiscuye con sus opiniones donde nadie las ha pedido. Se constriñe en todo lo que su deber lo permita a sus propios asuntos y no le atrae esa importancia boba que muchas personas pretenden obtener dando la impresión de que ejercen al guna influencia en el manejo de los asuntos de otra gente.

Es averso a entrar en disputas partidarias, odia lo faccioso y no siempre tiene mucha afición a escuchar la voz ni si quiera de la ambición noble y eminente. Cuando se le re quiera abiertamente, no declinará servir a su patria, pero no conspirará para forzar esa situación y le complacerá más que los asuntos públicos sean administrados por otra persona antes de que él deba pasar por la dificultad e in currir en la responsabilidad de administrarlos. En el fon do de su corazón prefiere disfrutar apaciblemente de una tranquilidad segura antes no sólo que el esplendor vano de la ambición triunfadora sino también que la gloria genuina y sólida de ejecutar las acciones más egregias y magnánimas.

La prudencia, en suma, cuando se orienta meramente al cuidado de la salud, de la fortuna y del rango y reputación de la persona, aunque es apreciada como una virtud de lo más respetable y también en alguna medida afable y agra dable, nunca es estimada como una de las virtudes más queridas o ennoblecedoras. Impone una cierta fría esti mación, pero no parece digna de un amor o una admira ción demasiado ardientes.

La conducta sabia y juiciosa, cuando se dirige a propó sitos más insignes y nobles que el cuidado de la salud, la fortuna, el rango y la reputación del individuo, es con fre cuencia y mucha propiedad denominada prudencia. Ha blamos de la prudencia del gran general, el gran estadista, el gran legislador. En todos estos casos la prudencia se combina con muchas virtudes más ilustres y espléndidas, con el valor, la intensa y generalizada benevolencia, un sacro respeto hacia las reglas de la justicia, todo ello sos tenido por un grado adecuado de autocontrol. Esta pru dencia superior, cuando llega al máximo nivel de perfec ción, necesariamente supone el arte, el talento y el hábito o disposición a obrar con la más completa corrección en cada circunstancia y contexto posibles. Supone necesaria mente la mayor perfección de todas las demás virtudes intelectuales y morales. Es la mejor cabeza unida al mejor corazón. Es la sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal. Se aproxima mucho a la personalidad del sabio académico o peripatético, así como la de la pru dencia inferior se acerca a la del sabio epicúreo.

La mera imprudencia, o la falta de capacidad para cui dar de uno mismo, es objeto de compasión por parte de los generosos y humanitarios; quienes tienen sentimien tos menos delicados la ignoran o en el peor de los casos la desprecian, pero nunca es objeto de odio o indignación.

Ahora bien, cuando se combina con otros vicios, agrava sumamente la infamia y deshonra que en otro caso les co rrespondería. El astuto bribón, cuya maña y destreza no lo eximen de las sospechas fundadas pero sí del castigo y la flagrante detección, es demasiado a menudo recibido en el mundo con una indulgencia que en absoluto se me rece. El torpe y tonto, que por falta de esa maña y destre za es capturado y castigado, es objeto de odio, desdén y escarnio generalizados. En los países donde los grandes delitos suelen quedar sin sanción, los actos más atroces se vuelven algo casi familiar y dejan de impresionar a la gen te con el horror que se siente por regla general en los paí ses donde tiene lugar una más estricta administración de la justicia. En ambos tipos de países la injusticia es la mis ma, pero la imprudencia a menudo es muy diversa. En el segundo caso los delitos graves son obviamente grandes desatinos. En el primero no siempre son así calificados.

Parece que en Italia, durante buena parte del siglo XVI, los crímenes, los asesinatos e incluso los asesinatos por en cargo fueron algo usual entre las clases altas de la pobla ción. César Borgia invitó a cuatro príncipes vecinos, que poseían pequeños estados y mandaban ejércitos reduci dos, a un encuentro amistoso en Senigaglia. Tan pronto como llegaron los mató a los cuatro. Esta acción infame, aunque ciertamente no fue aprobada ni siquiera en esa era criminal, parece haber contribuido muy poco al descrédi to y nada en absoluto a la ruina de quien la perpetró. Esa ruina sobrevino finalmente algunos años después, y por causas completamente desvinculadas de este crimen. Ma- quiavelo, que en absoluto era un hombre de moral muy escrupulosa, ni siquiera para su tiempo, residía en la corte de César Borgia —en tanto que ministro de la república de Florencia— cuando el crimen fue cometido. Escribió un relato muy especial sobre el mismo, en ese lenguaje claro, elegante y sencillo que distingue todas sus obras.

Habla de él muy fríamente, le complace la destreza con que César Borgia lo abordó, muestra mucho desdén por la ingenuidad y torpeza de las víctimas, pero ninguna compasión por su muerte miserable e intempestiva y nin guna clase de indignación ante la crueldad y falsedad de su asesino. La violencia e injusticia de los grandes con quistadores son vistas a menudo con asombro y admira ción insensatos; las de rateros, ladrones y asesinos, con menosprecio, repugnancia e incluso horror en todos los casos. Las primeras son cien veces más nocivas y destruc tivas, pero cuando son coronadas por el éxito pasan a me nudo por las hazañas de la magnanimidad más heroica.

Las segundas son siempre contempladas con odio y aver sión, como los desatinos, además de los delitos, de lo más bajo y despreciable de la especie humana. La injusticia de los primeros es ciertamente como mínimo tan abultada como la de los segundos, pero la locura e imprudencia no es tan llamativa. Un hombre talentoso pero malvado e in digno con frecuencia va por el mundo con mucho más crédito que el que merece. Un tonto malvado e indigno siempre parece el más odioso y despreciable de los mor tales. Así como la prudencia, combinada con otras virtu des, es el carácter más noble, la imprudencia, combinada con otros vicios, es el más vil.


 
Sección II. Del carácter del individuo, en tanto que afecta a la felicidad de otras personas



 
Introducción
La personalidad de cualquier individuo, en la medida en que puede afectar a la felicidad de otras personas, debe hacerlo por su predisposición a perjudicarlas o benefi ciarlas.

A los ojos del espectador imparcial, el único motivo que puede justificar que dañemos o perturbemos en algún sentido la felicidad de nuestro prójimo es el resentimiento correcto ante un conato o una efectiva comisión de una injusticia. El hacerlo por cualquier otro motivo es en sí mismo una violación de las leyes de la justicia y la fuerza debe ser empleada para impedirlo o castigarlo. La sabidu ría de cada estado o comunidad procura en todo lo que puede emplear la fuerza de la sociedad para impedir que los súbditos de su autoridad dañen o alteren la felicidad de los demás. Las reglas que estipula a tal efecto constitu yen el derecho civil y penal de cada estado o país. Los principios sobre los que dichas reglas se basan o deben basarse son el tema de una ciencia particular, la más importante pero quizá la menos cultivada de todas las cien cias: la de la jurisprudencia natural, en la que no podemos entrar en detalle en la presente obra. Un miramiento sa grado y religioso para no dañar o perturbar en ningún as pecto'la felicidad de nuestro prójimo, incluso en los casos en los que ninguna ley puede protegerlo adecuadamente, representa el carácter de una persona perfectamente ino cente y justa, un carácter que cuando es llevado hasta una atención delicada resulta siempre sumamente respetable e incluso venerable por sí mismo, y casi nunca deja de estar acompañado de muchas otras virtudes, de una gran sensi bilidad hacia los demás, un gran humanitarismo y una gran benevolencia. Se trata de una personalidad suficien temente comprendida y que no requiere ninguna explica ción ulterior. En esta sección sólo trataré de explicar el fundamento del orden que la naturaleza parece haber dis puesto para la distribución de nuestros buenos oficios, o para la orientación y utilización de nuestros muy limita dos poderes de beneficencia: en primer lugar hacia los in dividuos y en segundo lugar hacia los grupos.

Podrá comprobarse que la misma sabiduría infalible que regula todas las partes de la conducta preside también aquí la ordenación de las recomendaciones, que siempre son más fuertes o más débiles en proporción a que nues tra beneficencia sea más o menos necesaria, o pueda ser más o menos útil.


 
1. Del orden en que los individuos son encomendados por la naturaleza a nuestro cuidado y atención
Como decían los estoicos, cada hombre debe cuidar primero y principalmente de sí mismo, y cada hombre está en este sentido mejor y más adecuadamente prepara do para cuidar de sí mismo que ninguna otra persona.

Cada hombre siente sus propios placeres y dolores más intensamente que los de otras personas. En el primer caso se trata de las sensaciones originales; en el segundo, de las imágenes reflejas o simpatizadoras de esas sensaciones.

Puede decirse que el primer caso es la sustancia y el se gundo la sombra.

Después de sí mismo, los objetos naturales de sus afec tos más cálidos son los miembros de su familia, los que viven normalmente en su misma casa, sus padres, sus hi jos, sus hermanos y hermanas. Son natural y normalmen te las personas sobre cuya felicidad o infelicidad más in fluencia puede ejercer su conducta. Él está más habituado a identificarse con ellos. Conoce mejor el modo en que cada cosa puede eventualmente afectarlos y su simpatía hacia ellos es más precisa y definida de lo que puede ser con el grueso de las demás personas: se acerca más, en suma, a lo que él siente con respecto a sí mismo.

Esta simpatía y los afectos que sobre ella se fundan son también por naturaleza dirigidos más vigorosamente ha cia sus hijos que hacia sus padres, y su ternura hacia aquéllos parece por regla general un principio más activo que su reverencia y gratitud hacia éstos. En el estado na tural de las cosas, como ya ha sido señalado (parte III, cap. 3), la existencia del niño durante un tiempo después de su llegada al mundo depende totalmente del cuidado del padre, mientras que la del padre no depende natural mente de la atención del hijo. Parece que a los ojos de la naturaleza un niño es un objeto más importante que un anciano, y suscita una simpatía más viva y más generali zada. Y así debe ser. De un niño se puede esperar cual quier cosa, o al menos confiar en que se produzca. En cir cunstancias normales, muy poco cabe esperar de un anciano. La debilidad de la infancia hace vibrar los afectos de las personas más brutales y de corazón más duro. Sólo para los virtuosos y humanitarios las enfermedades de la vejez no son objeto de menosprecio y aversión. En oca siones normales un anciano muere sin que nadie lo sien ta mucho, pero es extraño que un niño muera sin que a alguien se le parta el corazón.

Las primeras amistades, las que se anudan naturalmen te cuando el corazón es más susceptible de ese sentimien to, son entre hermanos y hermanas. Su buena avenencia, mientras permanezcan en la misma familia, es necesaria para su tranquilidad y felicidad. Tienen la capacidad de causarse mutuamente más placer o dolor que a la mayoría de las demás personas. Su contexto hace que su simpatía recíproca sea de la máxima importancia para su felicidad común, y por la sabiduría de la naturaleza el contexto mismo, al obligarlos a acomodarse unos con otros, vuelve a dicha simpatía más habitual y por eso más viva, clara y definida.

Los hijos de los hermanos y hermanas están natural mente conectados por la amistad que, tras dividirse en fa milias diferentes, continúa viva entre sus padres. Su buena relación amplía el gozo de esa amistad y cualquier desa cuerdo la perturbaría. De todas formas, aunque rara vez viven en la misma familia, aunque son más importantes recíprocamente que con respecto a la mayoría del resto de la gente, lo son mucho menos que los hermanos y her manas. Como su simpatía mutua es menos necesaria, también es menos habitual y por lo tanto proporcional mente más débil.

Los hijos de los primos, al estar aún menos conectados, son de una importancia recíproca todavía menor, y el afecto disminuye paulatinamente a medida que la relación se hace más y más remota.

Lo que se llama afecto no es en realidad más que sim patía habitual. Nuestra preocupación por la felicidad o infelicidad de quienes son los objetivos de lo que deno minamos nuestros afectos, nuestro deseo de promover la una e impedir la otra, son o bien la sensación efectiva de esa simpatía habitual o la consecuencia necesaria de esa sensación. Como los lazos familiares se entablan normal mente en contextos que crean naturalmente esa simpatía habitual, se espera que un grado apropiado de afecto ten ga lugar en ellos. Vemos generalmente que ocurre así y por consiguiente damos naturalmente por descontado que así debería ser; y de ahí que nos sobresalte más el ver que no es el caso. Se ha establecido la regla general de que las personas unidas en cierto grado por vínculos familia res deben siempre mantener algún afecto recíproco, y siempre resulta sumamente incorrecto, y en ocasiones im pío, el que sea de otra manera. Un padre sin ternura paternal, un niño desprovisto de toda reverencia filial, pare cen monstruos, objetos no sólo de odio sino de horror.

Si en casos especiales las circunstancias que usualmente producen esos llamados afectos naturales pueden por al gún accidente estar ausentes, el respeto por la regla gene ral con frecuencia las suplirá y dará lugar a algo que aun que no será idéntico sí guardará un apreciable parecido con esos afectos. Un padre estará menos apegado a un hijo si por algún accidente han permanecido separados desde su infancia y si no regresa hasta que ya es un hom bre. El padre tendrá menos ternura paternal hacia el hijo y el hijo menos veneración filial hacia el padre. Los her manos y hermanas que han sido educados en países leja nos tienden a experimentar una disminución similar en sus afectos. Pero en el caso de los concienzudos y los vir tuosos el respeto hacia la norma general a menudo pro ducirá algo que aunque no sea exactamente igual se aseme jará bastante a esos afectos naturales. Incluso durante la separación el padre y el hijo, los hermanos y las herma nas, no resultan recíprocamente indiferentes. Todos se consideran mutuamente como personas que deben y a las que se deben ciertos afectos, y viven con la esperanza de poder en algún momento estar en posición de disfrutar la amistad que naturalmente debe existir entre personas tan íntimamente relacionadas. Hasta que se encuentran, el hijo o el hermano ausentes suelen ser el hijo o el hermano favoritos. Jamás han perpetrado ofensa alguna, o si lo han hecho ha pasado tanto tiempo que el agravio ha sido olvi dado, como alguna travesura infantil que no vale la pena recordar. Todos los comentarios que han escuchado unos acerca de otros, si los han transmitido gentes mediana mente bondadosas, han sido sumamente halagadores y fa vorables. El hijo ausente, el hermano ausente, no son los hijos y hermanos normales sino dechados de perfección, y se alientan las más románticas esperanzas sobre la felicidad a ser disfrutada con la amistad y el trato con tales personas. Cuando se produce el encuentro, a menudo es tan vehemente la predisposición a concebir la simpatía habitual que constituye el lazo familiar que tienden a fan tasear que de hecho la han concebido y se comportan mutuamente como si tal fuera el caso. Temo, sin embar go, que el tiempo y la experiencia a menudo los sacan de su error. Con el trato más familiar van descubriendo unos en otros hábitos, humores y preferencias diferentes de los esperados, y a los cuales, por falta de una simpatía habi tual y del principio y fundamento auténticos de lo que apropiadamente se denomina afecto familiar, no pueden fácilmente adaptarse. Nunca han vivido en el contexto que casi necesariamente fuerza esa fácil adaptación, y aunque puedan ahora sinceramente desear darlo por su puesto, en la práctica no pueden hacerlo. Sus diálogos y tratos familiares se transforman en menos placenteros para ellos y, por tal razón, menos habituales. Pueden con tinuar viviendo juntos e intercambiando todos los buenos oficios esenciales y con todas las demás señas externas de un decente respeto. Pero rara vez sucederá que puedan gozar cabalmente de esa satisfacción cordial, esa deliciosa simpatía, ese sosiego y franqueza confidentes que natu ralmente tienen lugar en el trato entre quienes han vivido juntos en familia durante mucho tiempo.

La regla general sólo puede ejercer esta ligera autoridad en el caso de los respetuosos y los virtuosos. Los disolu tos, los libertinos, los vanidosos la ignoran por completo.

Están tan lejos de respetarla que en contadas ocasiones se refieren a ella sin el escarnio más indecente, y una separa ción temprana y prolongada de ese tipo nunca deja de apartarlos totalmente entre sí. En tales personas el respe to por la norma general sólo producirá en el mejor de los casos una urbanidad fría y afectada (una muy superficial semblanza de un respeto genuino), y además sólo bastará una débil ofensa, la más pequeña contradicción de intere ses, para terminarla por completo.

La educación de los niños en ilustres escuelas remotas,

de los jóvenes en colegios distantes, de las muchachas en conventos o internados lejanos, parece haber dañado fun damentalmente la moral familiar, y consiguientemente la felicidad familiar, tanto en Francia como en Inglaterra.

¿Desea usted educar a sus hijos para que obedezcan a sus padres y para que sean amables y cariñosos con sus her manos y hermanas? Haga que les resulte necesario ser ni ños obedientes y hermanos y hermanas amables y cariño sos: edúquelos usted en su propia casa. Será correcto y beneficioso que salgan de la residencia familiar todos los días para ir al colegio, pero ocúpese usted de que vivan siempre en casa. El respeto hacia usted siempre impondrá una útil restricción en la conducta de ellos, y el respeto hacia ellos podrá a menudo imponer una limitación no inútil en la conducta de usted. Está claro que ningún co nocimiento que se pueda obtener de la llamada educación pública es capaz de compensar en ningún sentido lo que casi con certeza y necesidad se pierde con ella. La edu cación familiar es la institución de la naturaleza; la educa ción pública, un artificio humano. Es innecesario aclarar cuál tiene más probabilidades de ser la más sabia.

En algunas tragedias y novelas encontramos bastantes escenas tan bellas como interesantes basadas en la deno minada fuerza de la sangre, o el afecto maravilloso que los parientes cercanos supuestamente conciben unos de otros, incluso antes de ser conscientes de la existencia de una tal conexión. Temo, sin embargo, que esta fuerza de la sangre sólo existe en el teatro y los libros. Incluso en las tragedias y novelas nunca se supone que existe salvo entre familiares que naturalmente crecen en la misma casa, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas. El imaginar un afecto así de misterioso entre primos o entre tías o tíos, sobrinos o sobrinas, sería demasiado ridículo.

En países de pastores y en todos aquellos donde la auto ridad de la ley no es suficiente por sí sola para garanti zar una total seguridad a cada miembro del estado, todas las diferentes ramas de una misma familia viven común mente en vecindad. Su asociación es a menudo necesaria para su defensa común. Todos ellos son, del más al menos encumbrado, de alguna importancia unos para otros. Su consenso fortalece su necesario vínculo; su disensión siempre lo debilita y puede destruirlo. Tienen más trato entre ellos que con los miembros de ninguna otra tribu.

Los miembros más apartados de la misma tribu mantie nen alguna relación recíproca, y cuando todas las demás circunstancias son iguales esperan ser tratados con una consideración más distinguida que la debida a quienes no tienen tales pretensiones. N o hace muchos años, en las

Tierras Altas de Escocia, el caudillo solía tratar al más modesto de su clan como su primo o pariente. Se dice que el mismo generalizado respeto por el parentesco tiene lu gar entre los tártaros, los árabes y los turcoa*a*®s, ^ erad que entre todas las demás naciones cuya^settedadés,:*® acercan al estado que tenían los montanesffs íescoceses'a comienzos del siglo actual.

En los países comerciales, donde la iutaridad. fegaí es siempre plenamente suficiente para protsgeoa ía Uétsona más humilde del estado, los descendientes de "la fa milia, al no tener motivos para permanecer ’Jtwtos, se se- paran y dispersan naturalmente, según lo sugiera el inte rés o las inclinaciones. Pronto dejan de ser importantes unos para otros, y en pocas generaciones no sólo pierden toda preocupación mutua sino toda memoria de su origen común y de la conexión que se entabló entre sus antepa sados. El aprecio por los parientes lejanos se vuelve cada vez menor en todos los países, según ese estadio de la civilización resulte establecido de manera más prolongada y completa. Así ha sucedido más en Inglaterra que en Es cocia, y de ahí que los parientes lejanos son más estima dos en el segundo país que en el primero, aunque en este aspecto la diferencia entre ambos es cada día menor. Es verdad que los grandes señores en todos los países se enorgullecen de recordar y reconocer sus mutuas cone xiones, por remotas que sean. La evocación de tan ilustres parientes halaga en no poca medida el orgullo familiar de todos ellos, pero este recuerdo se mantiene con tanto es mero no por afecto ni por nada que se le parezca sino por la más frívola y pueril de las vanidades. Si algún pariente más pobre, aunque quizás más cercano, se atreve a recor dar a estos preclaros varones su lazo familiar con ellos, nunca dejan de alegar que son pésimos genealogistas y que sus conocimientos sobre la historia familiar son pau pérrimos. Temo que no será en esa clase en la que poda mos esperar una extensión extraordinaria del llamado afecto natural.

Pienso que el afecto natural es más la consecuencia de la conexión moral que del supuesto nexo físico entre pa dres e hijos. Un marido celoso a menudo siente rechazo y aversión hacia el niño infeliz que él sospecha fruto de la infidelidad de su mujer, a pesar de la relación moral y a pesar de que el niño es criado en su propia casa. Es el mo numento perdurable de una aventura de lo más desagra dable, de su propio descrédito y de la deshonra de su fa milia.

Entre gente bien predispuesta, la necesidad o conve niencia de la mutua adaptación muy frecuentemente ge nera una amistad no desigual a la que se entabla entre quienes viven en el seno de la misma familia. Los colegas en el trabajo o los socios en los negocios se llaman her manos y a menudo sienten unos por otros como si real mente lo fueran. Su cordial avenencia es una ventaja para todos, y si son personas medianamente razonables, están naturalmente dispuestas a ponerse de acuerdo. Esperamos que lo hagan y su desacuerdo es una suerte de pequeño escándalo. Los romanos expresaban este tipo de vínculo con la palabra necessitude, que etimológicamente parece denotar algo impuesto por la necesidad de la situación.

Incluso el dato insignificante de vivir en el mismo ve cindario tiene algún efecto del mismo tenor. Respetamos el semblante de una persona que vemos todos los días, siempre que no nos haya ofendido. Los vecinos pueden ser muy convenientes unos para otros, y también muy molestos. Si son buena gente están naturalmente predis puestos al consenso. Esperamos su buena avenencia y el ser un mal vecino equivale a un mal carácter. Hay por consiguiente ciertos pequeños buenos oficios que por re gla general se considera que son debidos a un vecino con preferencia a cualquier otra persona que carezca de esa conexión.

Esta disposición natural a adaptar y asimilar en todo lo que podamos nuestros propios sentimientos, principios y sensaciones a los que vemos fijados y enraizados en las personas con las que estamos obligados a vivir y tratar durante mucho tiempo es la causa de los efectos conta giosos de las buenas y las malas compañías. La persona que se junta básicamente con los sabios y los virtuosos, aunque ella misma pueda no convertirse en sabia y vir tuosa, inevitablemente concebirá al menos un cierto res peto por la sabiduría y la virtud. Y la persona que se mez cla fundamentalmente con los libertinos y los disolutos, aunque ella misma no lo sea, pronto perderá al menos su aborrecimiento original hacia las costumbres libertinas y disolutas. Los parecidos de las personalidades familiares, que tan frecuentemente vemos transmitidos de genera ción en generación, pueden quizá deberse a esta disposi ción a asimilarnos a aquellos con quienes debemos vivir y tratar durante bastante tiempo. El carácter familiar, sin embargo, como los rasgos familiares, no parece obedecer exclusivamente al nexo moral sino en parte también al nexo físico. Es evidente que las facciones familiares se de ben totalmente a este último.

De todos los lazos afectivos del individuo, el más res petable es el basado sólo en el aprecio de sus buenos mo dales y conducta, confirmado mediante una abundante experiencia y un prolongado conocimiento. Las amista des que no surgen de una simpatía limitada ni de una sim patía que ha sido asumida y convertida en habitual en aras de la conveniencia y la adaptación, sino de una sim patía natural, de una sensación involuntaria de que las personas con las que nos vinculamos son objetos natura les y apropiados de la estima y la aprobación, sólo pue den existir entre seres humanos virtuosos. Sólo las perso nas virtuosas pueden sentir una confianza total en su actitud y proceder mutuos, lo que en todo momento les brinda la garantía de que no pueden ofender a ni ser ofen didos por nadie. El vicio es siempre caprichoso: sólo la virtud es sistemática y ordenada. El vínculo fundado en el amor a la virtud es ciertamente el más virtuoso de todos y es asimismo el más feliz, el más permanente y el más se guro. Tales amistades no tienen que estar confinadas en una sola persona sino que pueden sin dificultades abarcar a todos los sabios y virtuosos a quienes conocemos ínti mamente y hemos conocido durante mucho tiempo, y por ello estamos convencidos de su sabiduría y su virtud.

Los que limitarían la amistad a dos personas parecen con fundir la sabia seguridad de la amistad con los celos y la insensatez del amor. Las precipitadas, enternecedoras y disparatadas amistades íntimas de los jóvenes, normal mente basadas en alguna semejanza superficial del carác ter completamente desconectada del buen comporta miento, en el gusto quizá por los mismos estudios, las mismas diversiones, o en el acuerdo sobre algún principio u opinión singular, que por regla general no es llevado a la práctica, esas intimidades que un capricho inicia y a las que un capricho pone fin, por gratas que puedan parecer mientras duran, no merecen de ninguna manera el sagra do y venerable nombre de amistad.

De todas las personas que la naturaleza subraya para nuestra beneficencia, a nadie parece apuntar con más pro piedad como a aquéllos cuya beneficencia hemos experi mentado nosotros antes. La naturaleza, que formó a los seres humanos para la amabilidad recíproca tan necesaria para su felicidad, hace de cada persona el objeto particu lar de la bondad de los individuos con quienes ella ha sido bondadosa. Aunque puede que su gratitud no se co rresponda con su beneficencia, el sentido de su mérito, la gratitud simpatizadora del espectador imparcial, siempre se corresponden con ella. La indignación generalizada de otros contra la mezquindad de su ingratitud incrementará a veces el sentido de su mérito. Ninguna persona benevo lente pierde jamás por completo los frutos de su bene volencia. Si no siempre los recoge de las personas que de bieran dárselos, rara vez deja de hacerlo, y multiplicados por diez, de otras personas. La bondad engendra bondad, y si el ser queridos por nuestros semejantes es la meta principal de nuestra ambición, la forma más segura de lo grarlo es mostrar mediante nuestra conducta que real mente los queremos.

Después de los individuos que están encomendados a nuestra beneficencia, sea por su relación con nosotros, por sus cualidades personales o sus servicios pasados, vie nen aquellos que no son en verdad objeto de nuestra amistad sino de nuestra atención benevolente y buenos oficios, los marcados por una situación extraordinaria, los muy afortunados y muy desafortunados, los ricos y po derosos, y los pobres y míseros. La distinción entre rangos, la paz y el orden de la sociedad, están en buena me dida basados en el respeto que naturalmente concebimos hacia los primeros. El alivio y consuelo del infortunio hu mano dependen totalmente de nuestra compasión hacia los segundos. La paz y el orden de la sociedad son incluso más importantes que el alivio de los desdichados. De ahí que nuestro respeto por los grandes personajes es más propenso a ofender por su exceso, y nuestra solidaridad con los infelices, por su defecto. Los moralistas nos ex hortan a la caridad y la compasión, y nos previenen con tra la fascinación de la pompa. Esta fascinación es verda deramente tan avasalladora que los ricos y los poderosos son demasiado a menudo preferidos a los sabios y los vir tuosos. La naturaleza ha sido prudente al dictaminar que la distinción entre rangos, la paz y el orden de la socie dad, descansaran con más seguridad sobre la nítida y pal pable diferencia de cuna y fortuna, que sobre la invisible y muchas veces incierta diferencia de sabiduría y virtud.

Los ojos indiscriminadores de la gran muchedumbre de seres humanos pueden percibir claramente la primera, pero sólo con dificultad el esmerado discernimiento de los sabios y virtuosos puede detectar adecuadamente la segunda. La benevolente sabiduría de la naturaleza es igualmente evidente en la ordenación de todas esas prefe rencias.

Probablemente será innecesario observar que la combi nación de dos o más de esas causas estimulantes de la bondad la incrementan. El favor y la parcialidad que, cuando no se interpone la envidia, abrigamos natural mente hacia los personajes importantes resultan muy am pliados cuando tienen además sabiduría y virtud. Si a pe sar de esa sabiduría y esa virtud el conspicuo personaje se hunde en una de esas desgracias, esos peligros y zozobras a las que se hallan a menudo muy expuestos los niveles más encumbrados, estamos mucho más profundamente inquietos por su suerte de lo que lo estaríamos en el caso de una persona igualmente virtuosa pero de un nivel más modesto. Los temas más interesantes de las tragedias y las novelas son los reveses de reyes y príncipes virtuosos y magnánimos. Si por la sabiduría y arrojo de sus esfuerzos pueden liberarse de esos contratiempos y recuperar ple namente su anterior grandeza y seguridad, no podemos evitar contemplarlos con la más entusiasta e incluso ex travagante admiración. El pesar que sentimos por su in fortunio, el gozo que nos embarga por su prosperidad, parecen combinarse y extender la admiración que natu ralmente concebimos con respecto a su posición y su ca rácter.

Cuando esos diferentes afectos benéficos apuntan en direcciones diversas, es quizá imposible determinar me diante criterios precisos en qué casos debemos obrar de acuerdo con uno o con otro. En qué casos la amistad de berá ceder ante la gratitud, o la gratitud ante la amistad; en qué casos el más fuerte de todos los afectos naturales debe ceder ante una consideración acerca de la seguridad de aquellos superiores de cuya incolumidad muchas veces depende la de toda la sociedad, y en qué casos el afecto natural puede sin impropiedad prevalecer sobre esa con sideración; todo ello deberá ser dejado a la decisión del hombre dentro del pecho, el supuesto espectador impar cial, el ilustre juez y árbitro de nuestra conducta. Si nos situamos completamente, en su posición, si realmente nos miramos a través de sus ojos, como nos ve él, y escucha mos con atención diligente y reverencial lo que nos reco mienda, su voz jamás nos defraudará. No necesitaremos reglas casuísticas para dirigir nuestro comportamiento. A éstas es a menudo imposible adaptarlas a todos los dife rentes matices y gradaciones relativos a la circunstancia, el carácter y el contexto, a las diferencias y distinciones que, aunque no imperceptibles, son por su finura y delicadeza frecuentemente indefinibles. En la hermosa tragedia de Voltaire L ‘ Qrpbelin de la Chine, al tiempo que admi ramos la magnanimidad de Zamti, dispuesto a sacrificar la vida de su propio hijo para preservar la del único enfer mizo descendiente de sus antiguos soberanos y patronos, no sólo perdonamos sino amamos la ternura maternal de

Idame, que a riesgo de revelar el importante secreto de su marido reclama a su hijo de las crueles manos de los tár taros a quien había sido entregado.


 
2. Del orden en que los grupos son encomendados por la naturaleza a nuestra beneficencia
Los mismos principios que dirigen el orden en que los

individuos son encomendados a nuestra beneficencia, di rigen también el orden en que los grupos son encomen dados a la misma. Aquéllos para los cuales es o puede ser de la mayor importancia le son encomendados primero y principalmente.

, El estado o poder soberano en el que hemos nacido y donde nos hemos educado, y bajo cuya protección vivi mos, es en condiciones normales el grupo más extenso sobre cuya felicidad o infelicidad puede tener influencia nuestra buena o mala conducta. En consecuencia, nos es por naturaleza muy firmemente encomendado. Nos in cluye no sólo a nosotros sino a todos los objetivos de nuestros afectos más cariñosos, nuestros hijos, nuestros padres, nuestros familiares, amigos y benefactores, todos

¿aquellos a quienes naturalmente más amamos y veneramos; su prosperidad y seguridad depende en alguna medida de la prosperidad y seguridad del estado. Por naturaleza, en tonces, lo apreciamos, no sólo por nuestras emociones egoístas sino por todos nuestros afectos privados benevo lentes. Debido a nuestra conexión con él, su prosperidad y gloria parecen reflejar una suerte de honor sobre noso tros mismos. Cuando lo comparamos con otras entidades del mismo tipo nos enorgullece su superioridad, y nos irrita en cierta medida si en algún aspecto está por debajo de ellas. Todas las ilustres personalidades que ha produci do en el pasado (porque la envidia puede quizá interpo ner un prejuicio contra nuestros contemporáneos), sus guerreros, sus estadistas, sus poetas, sus filósofos y hom bres de letras de todas las clases, a todos ellos estamos dispuestos a contemplarlos con la admiración más parcial y a clasificarlos (a veces muy injustamente) por encima de los de todas las demás naciones. El patriota que da su vida por la seguridad e incluso por la vanagloria de esta socie dad parece actuar con la más absoluta corrección. El se ve a sí mismo como natural y necesariamente lo ve el espec tador imparcial: a los ojos de ese equitativo juez él es sólo uno entre la multitud, no más importante que ninguno de los otros y preparado en todo momento para sacrificarse y entregarse a la seguridad, al servicio e incluso a la gloria del mayor número. Pero aunque este sacrificio parece perfectamente justo y correcto, sabemos lo difícil que es realizarlo y cuán pocas personas son capaces de hacerlo.

Su conducta, por ello, no sólo provoca nuestra total apro bación sino nuestro mayor asombro y admiración, y pa rece merecer todo el aplauso que puede deberse a la vir tud más heroica. Por el contrario, el traidor que en alguna ocasión concreta fantasea con que puede promover su pe queño interés particular revelando al enemigo público el interés de su país natal, el que haciendo caso omiso del juicio del hombre dentro del pecho se prefiere en este as pecto tan vergonzosa y mezquinamente a sí mismo antes que a codos aquéllos con los que mantiene alguna cone xión, semeja el más detestable de los villanos.

El amor a nuestra nación a menudo nos predispone a mirar con los celos y la envidia más malignos la prosperi dad y grandeza de cualquier nación cercana. Las naciones independientes y vecinas, al carecer de un superior co mún que dirima sus disputas, viven en continuo temor y sospecha unas de otras. Cada estado, al esperar poca jus ticia de sus vecinos, está dispuesto a tratarlos con tan poca como la que espera de ellos. El respeto por el dere cho de las naciones, o por aquellas reglas que los estados independientes declaran o pretenden observar en sus rela ciones, a menudo no es más que una mera pretensión y declaración. En aras del más minúsculo interés, merced a la más ligera provocación, todos los días vemos que esas reglas son o bien eludidas o bien directamente violadas sin vergüenza o remordimiento. Cada nación prevé, o imagina que prevé, su propia subyugación a partir del po der y grandeza crecientes de cualquiera de sus vecinos, y el mezquino principio del prejuicio nacional se apoya muchas veces en el noble principio del amor a nuestro país. La frase con la que se decía que Catón el Censor ter minaba todos los discursos que pronunciaba en el senado, cualquiera fuese el tema, «Es asimismo mi opinión que

Cartago debe ser destruida», era la expresión natural del patriotismo salvaje de una mente vigorosa pero tosca, en colerizada casi hasta la locura en contra de una nación ex tranjera por causa de la cual la suya propia había sufrido tanto. La frase, más humanitaria, con la que parece que

Escipión Nasica concluía todos sus discursos, «Es asimis mo mi opinión que Cartago no debe ser destruida», era la expresión liberal de una mente más amplia e ilustrada, que no sentía aversión alguna ni siquiera hacia la prospe ridad de un antiguo enemigo, una vez reducido a un esta do en el que ya no resultaba formidable para Roma. Puede que haya alguna razón para que Francia e Inglaterra teman el incremento de su mutuo poderío naval y militar, pero es ciertamente indigno de unas naciones tan ilustres como ellas el que sientan envidia de la felicidad y prospe ridad interna de la otra, del cultivo de sus tierras, el pro greso de sus manufacturas, la expansión de su comercio, la seguridad y cantidad de sus puertos y radas, el adelanto de sus artes y ciencias liberales. Todos ellos representan mejorías genuinas del mundo en que vivimos. La huma nidad se beneficia y la naturaleza humana se ennoblece gracias a ellos. En todos esos progresos cada nación debe ría no sólo esforzarse por sobresalir sino, en aras del amor a la especie humana, también por promover y no obstruir la excelencia de sus vecinos. En todos los casos se trata de objetos apropiados para la emulación nacional, y no para la envidia o el prejuicio nacional.

No parece que el amor hacia nuestro país derive del amor a la humanidad. El primer sentimiento es totalmen te independiente del segundo y en ocasiones nos predis pone a actuar de forma contradictoria con éste. En Fran cia puede que haya tres veces más habitantes que en Gran

Bretaña. En la gran sociedad de la raza humana, entonces, la prosperidad de Francia debería aparecer como un obje tivo de mucha mayor importancia que la de Gran Breta ña. Pero el súbdito británico que por esa razón prefiriese en todos los casos la prosperidad del primer país antes que la del segundo no sería considerado un buen ciudada no de Gran Bretaña. N o queremos a nuestro país mera mente porque es una fracción de la gran sociedad huma na: lo queremos por sí mismo e independientemente de toda reflexión de ese tipo. La sabiduría que diseñó el sis tema de los afectos humanos, así como todas las demás secciones de nuestra naturaleza, parece haber pensado que el interés de la amplia sociedad de los seres humanos sería mejor promovido al dirigir la atención de cada indimdvo principalmente hacia aquella porción particular de Ja misma que más se aproxima a la esfera tanto de sus cá- pacidades como de su entendimiento.

Los prejuicios y odios nacionales rara vez se extienden más allá de las naciones cercanas. Nosotros, de forma quizá deleznable y tonta, llamamos a los franceses nues tros enemigos naturales; y ellos, de forma quizá igual mente deleznable y tonta, nos consideran del mismo modo. N i ellos ni nosotros sentimos ninguna envidia de la prosperidad de la China o el Japón. Asimismo, en con tadas ocasiones ocurre que nuestra buena voluntad hacia países tan distantes pueda ser eficazmente ejercida.

La más amplia benevolencia pública que comúnmente puede ser practicada con alguna consecuencia apreciable es la del estadista, que proyecta y entabla alianzas con na ciones cercanas o no muy lejanas, para la preservación de lo que se denomina el equilibrio del poder o para la paz y tranquilidad generales de los estados que integran el círcu lo de sus negociaciones. Pero los políticos que planean y ejecutan tales tratados rara vez prestan atención a nada que no sea el interés de sus países respectivos. Es verdad, sin embargo, que en ocasiones su visión es más amplia. El conde d’Avaux, embajador plenipotenciario de Francia en el tratado de Münster, estaba dispuesto a sacrificar su vida (según el cardenal de Retz, un hombre no demasiado crédulo con las virtudes de los demás) con objeto de res taurar mediante ese tratado la paz en Europa. El rey Gui llermo fue muy celoso de la libertad e independencia de la mayor parte de los estados soberanos de Europa, algo gue quizás bien pudo ser estimulado por su aversión par ticular hacia Francia, el estado que en su época constituía„el principal peligro de dicha libertad e independencia.'Una fracción del mismo espíritu parece haber sido here dada por el primer gobierno de la reina Ana.

Cada estado independiente se divide en muchas clases y grupos diferentes, cada uno de los cuales tiene sus po deres, privilegios e inmunidades particulares. Cada indi viduo está naturalmente más vinculado a su propia clase o grupo que a ningún otro. Su propio interés, su propia va nidad, el interés y la vanidad de numerosos amigos y compañeros, están normalmente sumamente conectados con ese grupo. Ambiciona ampliar sus privilegios e inmu nidades. Está celoso por defenderlos contra las usurpa ciones de cualquier otra clase de la sociedad.

Lo que se llama la constitución de cualquier estado de pende de la manera en que se halla dividido en los diver sos grupos y clases que lo componen, y de la distribución concreta de sus respectivos poderes, privilegios e inmuni dades.

La estabilidad de cada constitución depende de la capa cidad de cada clase o grupo para mantener sus propios poderes, privilegios e inmunidades contra la usurpación de cualquier otro. Esa constitución será necesariamente más o menos alterada siempre que cualquiera de sus par tes subordinadas es elevada o deprimida con respecto a lo que había sido antes su rango y condición.

Todos esos grupos y clases distintas dependen del esta do al que deben su seguridad y protección. Que todos son subordinados de ese estado, y son establecidos sólo al servicio de su prosperidad y preservación, es una ver dad aceptada incluso por el miembro más parcial de cual quiera de ellos. Será con frecuencia arduo, empero, con vencerlo de que la prosperidad y preservación del estado exigen una reducción de los poderes, privilegios e inmu nidades de su grupo en particular. Esta parcialidad, aun que puede a veces ser injusta no será por ello inútil. Sirve para frenar el espíritu de innovación. Tiende a mantener cualquiera sea el equilibrio establecido entre los diversos grupos y clases en que se divide la sociedad, y aunque a veces parece obstruir algunos cambios administrativos principios distintos: primero, un cierto respeto y reveren cia hacia la constitución o forma de gobierno establecida; y segundo, un ferviente deseo de hacer, en la medida de nuestras posibilidades, que la condición de nuestros con ciudadanos sea segura, respetable y feliz. Quien no está dispuesto a respetar las leyes y a obedecer al magistrado no es un ciudadano, y quien no aspira a promover, por todos los medios a su alcance, el bienestar del conjunto de sus compatriotas no es ciertamente un buen ciuda dano.

; En épocas de paz y quietud ambos principios por regla gfeneral coinciden y llevan a una misma conducta. El apo yo al gobierno establecido es evidentemente el mejor ex pediente para mantener la situación segura, respetable y feliz de nuestros conciudadanos, siempre que veamos que el gobierno de hecho preserva dicha situación. Pero en tiempos de descontento público, facción y desorden, esos dös principios diferentes pueden ser contradictorios e in cluso una persona sabia puede estar dispuesta a pensar

<§ue algún cambio es necesario en esa constitución o for ma de gobierno que en su condición actual es claramente incapaz de mantener la tranquilidad pública. Esos casos son los que a menudo requieren quizá el máximo ejercicio de sabiduría política para determinar cuándo un verdade ro patriota debe apoyar y procurar restablecer el viejo sistema, y cuándo debe ceder ante el más atrevido pero a menudo peligroso espíritu innovador.

Las guerras extranjeras y las banderías políticas son los dos contextos que proporcionan las mayores oportunida des para el despliegue del espíritu cívico. El héroe que sir ve a su país con éxito en guerras frente al extranjero cumpie con las aspiraciones de toda la nación, y por tal causa es objeto de gratitud y admiración generalizadas. En tiempos de disturbios civiles, los líderes de las partes con tendientes, aunque sean admirados por la mitad de sus conciudadanos, son comúnmente execrados por la otra mitad. Sus personalidades y el mérito de sus servicios res pectivos son normalmente dudosos. La gloria adquirida en guerras extranjeras es por ello casi siempre más pura y más espléndida que la adquirida en las facciones civiles.

El líder de la facción ganadora, sin embargo, si posee suficiente autoridad como para imponerse a sus propios partidarios y lograr que actúen con temperamento y mo deración adecuados (lo que frecuentemente no es el caso), a veces podrá rendir a su país un servicio mucho más esen cial e importante que las mayores victorias y las más extensas conquistas. Puede restablecer y mejorar la cons titución, y desde el carácter dudoso y ambiguo de líder de una facción puede pasar a asumir el carácter más insigne y noble de todos: el del reformador y legislador de un gran estado, y por la sabiduría de sus instituciones garantizar la paz interior y la felicidad de sus compatriotas durante muchas generaciones.

Entre la turbulencia y el desorden faccioso un cierto espíritu doctrinario tiende a mezclarse con el civismo que se funda en el amor a la humanidad, en la genuina solida ridad con los sinsabores y amarguras a los que algunos de nuestros conciudadanos pueden quedar expuestos. Este espíritu sistemático normalmente adopta la misma direc ción que el más gentil espíritu cívico, siempre lo anima y a menudo lo inflama incluso hasta la insania del fanatis mo. Los líderes del partido descontento rara vez dejan de plantear algún razonable plan de reforma que según ellos no sólo suprimirá todos los inconvenientes y aliviará to dos los problemas sino que además impedirá definitiva mente que reaparezcan en el futuro. Con tal motivo sueien proponer remodelar la constitución y alterar algunas de las partes más fundamentales del sistema de gobierno Jjájo el cual los súbditos de un gran imperio han disfruta do quizá de paz, seguridad y hasta gloria durante varios siglos consecutivos. La gran masa del partido resulta ge neralmente intoxicada con la belleza imaginaria de este sistema ideal, del que no tienen ninguna experiencia pero que les ha sido representado con los colores más deslum brantes con que ha podido pintarlo la elocuencia de sus líderes. Esos mismos líderes, aunque originalmente pu dieron no haber pretendido otra cosa que su propia exal tación, terminan en muchos casos siendo víctimas de su propia sofistería, y anhelan tanto esa magna reforma cómo el más mentecato y bobo de sus seguidores. Incluso cuando los líderes mantienen sus mentes al margen de este fanatismo, lo que en realidad normalmente hacen, no siempre osan frustrar las expectativas de sus partidarios, y a menudo, en contra de sus principios y de su conciencia,Sé ven obligados a obrar como si estuvieran bajo la ilu sión común. La vehemencia del partido que rehúsa todo paliativo, toda templanza, toda razonable adaptación, al exigir demasiado con frecuencia no obtiene nada, y las molestias y dificultades que con un poco de moderación odrían haber sido eliminadas y aliviadas, quedan ya sin esperanza de remedio.
La persona cuyo espíritu cívico es incitado exclusiva- mente por la humanidad y la benevolencia respetará los poderes y privilegios establecidos incluso de los indivi duos y más aún de los principales grupos y clases en los que se divide el estado. Aunque considere que algunos de

;éllos son en cierto grado abusivos, se contentará con mo derar lo que muchas veces no podrá aniquilar sin gran violencia. Cuando no pueda vencer los enraizados prejui cios del pueblo a través de la razón y la persuasión, no in- tentará someterlo mediante la fuerza sino que observará religiosamente lo que Cicerón llamó con justicia la divina máxima de Platón: no emplear más violencia contra el país de la que se emplea contra los padres. Adaptará lo mejor que pueda sus planes públicos a los hábitos y pre juicios establecidos de la gente y arreglará en la medida de sus posibilidades los problemas que puedan derivarse de la falta de esas reglamentaciones a las que el pueblo es rea cio a someterse. Cuando no puede instituir el bien, no des deñará mejorar el mal; pero, como Solón, cuando no pue da imponer el mejor sistema legal, procurará establecer el mejor que el pueblo sea capaz de tolerar.

El hombre doctrinario, en cambio, se da ínfulas de muy sabio y está casi siempre tan fascinado con la su puesta belleza de su proyecto político ideal que no sopor ta la más mínima desviación de ninguna parte del mismo.

Pretende aplicarlo por completo y en toda su extensión, sin atender ni a los poderosos intereses ni a los fuertes prejuicios que puedan oponérsele. Se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que las piezas del aje drez carecen de ningún otro principio motriz salvo el que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la so ciedad humana cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente del que la legislación arbitrariamente elija imponerle. Si ambos principios coin ciden y actúan en el mismo sentido, el juego de la socie dad humana proseguirá sosegada y armoniosamente y muy probablemente será feliz y próspero. Si son opues tos o distintos, el juego será lastimoso y la sociedad pade cerá siempre el máximo grado de desorden.

Para dirigir la visión del estadista puede indudablemen te ser necesaria una idea general, e incluso doctrinal, so bre la perfección de la política y el derecho. Pero el insis tir en aplicar, y aplicar completa e inmediatamente y a pesar de cualquier oposición, todo lo que esa idea parez ca exigir, equivale con frecuencia a la mayor de las arro gancias. Comporta erigir su propio juicio como norma suprema del bien y el mal. Se le antoja que es el único hombre sabio y valioso en la comunidad, y que sus con ciudadanos deben acomodarse a él, no él a ellos. Esta es la razón por la cual los príncipes soberanos son con diferen cia los más peligrosos de los teóricos políticos. Dicha arrogancia les es totalmente familiar. N o abrigan dudas sobre la inmensa superioridad de sus opiniones. Por con siguiente, cuando estos reformadores imperiales y regios condescienden a contemplar la constitución del país con fiado a su gobierno, rara vez descubren en ella nada peor que los obstáculos que en ocasiones opone a la ejecución de su propia voluntad. Menosprecian la divina máxima de

Platón y consideran que el estado está hecho para ellos, no ellos para el estado. De ahí que el principal objetivo de íftls reformas sea remover dichos obstáculos, reducir la autoridad de la nobleza, eliminar los privilegios de ciuda des y provincias, y lograr que tanto los individuos y los grupos más importantes del estado como los más débiles

6 insignificantes sean igualmente incapaces de oponerse a

£Í)S dictados.


 
3. De la benevolencia universal
Aunque nuestros buenos oficios efectivos en muy con tadas ocasiones pueden extenderse a una sociedad más amplia que la de nuestro propio país, no hay fronteras que circunscriban nuestra buena voluntad y puede abar car la inmensidad del universo. N o podemos hacernos a la idea de algún ser inocente y sensible cuya felicidad no debamos desear o por cuya desgracia, cuando seamos ní tidamente conscientes de ella, no debamos sentir una de terminada aversión. La noción de un ser sensible pero malévolo ciertamente despierta nuestro rechazo, pero la mala voluntad que en este caso sentimos por él es en rea lidad consecuencia de nuestra benevolencia universal. Es el efecto de la simpatía que experimentamos hacia la mi seria y el resentimiento de los otros seres inocentes y sen sibles cuya felicidad es perturbada por su malicia.

Esta benevolencia universal, por noble y generosa que sea, no puede representar la fuente de una felicidad verda dera para ninguna persona que no esté profundamente convencida de que todos los habitantes del mundo, los

más ruines y los más insignes, están bajo el inmediato cuidado y protección del magno, benevolente y omnis ciente Ser que dirige todos los movimientos de la natura leza y que está decidido, por sus propias inalterables per fecciones, a mantener en ella siempre la mayor cantidad posible de felicidad. En cambio, para esta benevolencia universal la mera sospecha de un mundo huérfano debe ser la más melancólica de las reflexiones: pensar que todas las ignotas regiones del espacio infinito e incomprensible puedan contener nada más que desgracia y miseria ilimi tadas. Todo el esplendor de la mayor prosperidad jamás podrá iluminar las tinieblas con que una idea tan pavo rosa debe necesariamente ensombrecer la imaginación; y en una persona sabia y virtuosa todo el pesar de la más acongojante adversidad nunca podrá neutralizar la jovia lidad que necesariamente brota de la convicción sistemá tica y cabal de la verdad de la doctrina opuesta.

El individuo sabio y virtuoso está siempre dispuesto a que su propio interés particular sea sacrificado al interés general de su estamento o grupo. También está dispuesto en todo momento a que el interés de ese estamento o gru po sea sacrificado al interés mayor del estado, del que es lina parte subordinada. Debe por tanto estar igualmente dispuesto a que todos esos intereses inferiores sean sacri- ificados al mayor interés del universo, al interés de la gran

Sociedad de todos los seres sensibles e inteligentes, de los que el mismo Dios es inmediato administrador y direc tor. Si está en él profundamente arraigada la sistemática y

Cabal convicción de que este Ser benevolente y omnis ciente no admite en su sistema de gobierno ningún mal parcial que no sea necesario para el bien universal, debe ponderar todos los infortunios que pueden sobrevenirle a el a sus amigos, su grupo o su país, en tanto que necesa rios para la prosperidad del universo, y por consiguiente como algo a lo que no sólo debe someterse con resigna ción sino algo que él mismo, de haber sido consciente de todas las conexiones e interdependencias de las cosas, de bió sincera y devotamente haber deseado.

Tan magnánima resignación ante la voluntad del insig ne Director del universo no se halla en ningún aspecto por encima de la capacidad de la naturaleza humana. Los buenos soldados, que aman a su general y confían en él, muchas veces marchan con más ufanía y alacridad a una misión desesperada, de la que no cabe soñar en regresar, que a una desprovista de dificultad y riesgo. Al empren der el camino hacia esta última, no pueden sentir más que la pesadez del deber cotidiano; al marchar hacia aquélla sienten que realizan el esfuerzo más noble que puede aco meter el hombre. Saben que su general no les habría or denado esa misión si no fuese indispensable para la segu ridad del ejército, para la victoria en la guerra. De buena gana sacrifican sus pequeñas realidades a la prosperidad de una realidad más importante. Se despiden afectuosa mente de sus camaradas, deseándoles felicidad y éxitos, y marchan después no sólo con sumisa obediencia sino a menudo con gritos de la más alborozada exultación hacia esa misión fatal, pero espléndida y honorable, para la que han sido designados. Ningún conductor de ejércitos pue de merecer una confianza más ilimitada, un afecto más ar diente y fervbroso, que el gran Conductor del universo.

En los mayores desastres tanto públicos como privados, un hombre sabio debe considerar que él mismo, sus ami gos y compatriotas, han recibido la orden de acometer la misión desesperada del universo, una orden que nunca habrían recibido si no fuese indispensable para el bien del conjunto, y que su deber no sólo radica en someterse con humilde resignación a su suerte sino abrazarla con preste za y regocijo. Está claro que una persona sabia tiene queser capaz de hacer lo que un buen soldado siempre está dispuesto a hacer.

La idea del Ser divino, cuya benevolencia y sabiduría desde toda la eternidad ha planeado y conducido la in mensa maquinaria del universo de forma de producir en todo momento la mayor cantidad posible de felicidad, es sin duda el más sublime de los objetos de la contempla ción humana. Cualquier otro pensamiento necesariamente parece inferior en comparación. La persona que creemos principalmente ocupada en esa sublime contemplación rara vez deja de ser objeto de nuestra máxima veneración, y aunque su vida resulte exclusivamente contemplativa, casi siempre la juzgamos con una especie de respeto reli gioso muy superior a aquél con el que evaluamos al más diligente y útil servidor de la comunidad. Las Meditacio nes de Marco Antonino (Marco Aurelio), que giran sobre todo en torno a este tema, han contribuido quizá más a la admiración generalizada de su personalidad que todas las medidas de su justo, compasivo y benéfico reinado.

Pero la administración del gran sistema del universo, el cuidado de la felicidad universal de todos los seres racio nales y sensibles, es la labor de Dios, no del hombre, Al ser humano le corresponde un distrito mucho más humil de, pero mucho más adecuado a la debilidad de sus pode res y la estrechez de su comprensión: el cuidado de su propia felicidad, de la de su familia, sus amigos, su país; y el estar ocupado en la contemplación del distrito más su blime nunca puede servir de excusa para que abandone el más modesto. Jamás debe exponerse a la acusación que

Avidio Casio lanzó contra Marco Antonino: que mien tras se abocaba a especulaciones filosóficas y contem plaba la prosperidad del universo, se olvidaba de la del

Imperio Romano. La teoría más sublime del filósofo contemplativo no puede compensar la inobservancia del menor de los deberes activos.


 
Sección III. De la continencia
Puede decirse que es perfectamente virtuoso el hombre que actúa conforme a las reglas de la perfecta prudencia, de la justicia estricta y de la correcta benevolencia. Pero el conocimiento más riguroso de esas reglas no será sufi ciente para permitirle actuar de esa forma: sus propias pasiones muy bien pueden desorientarlo, e impulsarlo a veces a violar o a veces seducirlo con objeto de que viole todas las reglas que él mismo aprueba en sus momentos de sobriedad y serenidad. Si el conocimiento más perfec to no es apoyado por la continencia más perfecta, no siempre le permitirá cumplir con su deber.

Algunos de los mejores moralistas del pasado dividie ron esas pasiones en dos clases distintas: primero, aque llas cuya represión, aunque sea por un momento, exige un considerable ejercicio de continencia; y segundo, aquellas que es fácil reprimir por un instante o incluso un lapso breve de tiempo, pero que por sus demandas conti nuadas y casi incesantes pueden, en el transcurso de una vida, llevar a graves extravíos.

En la primera clase están el miedo y la ira, junto con al

gunas otras pasiones conectadas con ellos. En la segunda están el ansia de comodidad, placer, aplauso y muchas

otras complacencias egoístas. Es casi siempre difícil do minar ni siquiera por un momento el miedo extravagante y el odio frenético. En cuanto al apego a la comodidad, al placer, al aplauso y otras satisfacciones egoístas, siempre es sencillo controlarlos durante un momento e incluso en un período corto de tiempo, pero sus reclamos continuos a menudo nos desvían hacia numerosas debilidades de las que tendremos abundantes motivos para avergonzarnos más tarde. Puede decirse que el primer conjunto de pasio nes nos arrastra y el segundo nos seduce para que no cumplamos con nuestro deber. El control del primero era llamado por los antiguos moralistas fortaleza, valentía y vigor espiritual; y el control del segundo era denominado templanza, decencia, modestia y moderación.

El dominio de cada uno de esos dos conjuntos de pa siones, independientemente de la belleza que se deriva de su utilidad, de permitirnos en toda ocasión obrar en con formidad con los dictados de la prudencia, la justicia y la apropiada benevolencia, posee una belleza propia y pare ce merecer por sí mismo un cierto grado de estima y ad miración. En un caso es la energía y la grandeza del es fuerzo lo que provoca ese nivel de estima y admiración; en el otro caso es la uniformidad, la igualdad y la incesan te constancia de dicho esfuerzo.

El individuo que en peligro, bajo tortura, ante la inmi nencia de la muerte, conserva su serenidad inalterada y no permite que se le escapen ni una palabra ni un gesto que no estén absolutamente a la par con las sensaciones del espectador más indiferente, necesariamente atrae admira ción en sumo grado. Si padece por la causa de la libertad y la justicia, por la humanidad y el amor a su patria, en tonces la más enternecedora compasión por su sufrimiento, la más viva indignación contra la injusticia de sus per seguidores, la más cálida gratitud simpatizadora por sus benéficas intenciones, el mayor sentido de su mérito, todo ello se une y mezcla con la admiración por su mag nanimidad y a menudo inflama ese sentimiento hasta la ve neración más entusiasta y arrebatada. Los héroes de la historia antigua y moderna que son recordados con espe cial predilección y afecto son en muchos casos los que por causa de la verdad, la libertad y la justicia han pereci do en el patíbulo y se han comportado allí con la sereni dad y dignidad que les eran propias. Si los enemigos dé

Sócrates le hubiesen permitido morir apaciblemente en su cama, puede que incluso la gloria de ese insigne filósofo nunca hubiese adquirido el deslumbrante esplendor que la ha iluminado desde entonces. En la historia inglesa, cuando miramos los bustos ilustres grabados por Vertue y Houbraken, pienso que nadie dejará de opinar que el hacha, el emblema de los decapitados que aparece debajo de algunos de los más distinguidos —Sir Thomas More,

Raleigh, Russell, Sidney, etc.—, confiere a las personali dades que la llevan una genuina dignidad e interés muy superiores a los que pueden derivar de todos los fútiles adornos de la heráldica que a veces las acompañan.

Esta magnanimidad no sólo otorga brillo a los caracte res de las personas inocentes y virtuosas. También atrae una cierta consideración favorable sobre los de los mayo res criminales; cuando un ladrón o un salteador de cami nos es llevado al patíbulo y se comporta allí con decencia y entereza, aunque aprobamos totalmente su castigo, a menudo no podemos evitar lamentar que un hombre po seedor de capacidades tan egregias y nobles haya podido ser capaz de atrocidades tan sórdidas.

La gran escuela para adquirir y ejercitar esta especie de magnanimidad es la guerra. Según reza el dicho: la muerte es la reina de los miedos, y no es probable que la persona que ha conquistado el terror a la muerte pierda su presen cia de ánimo frente a ningún otro mal natural. En la gue rra la gente se familiariza con la muerte y por tal razón inevitablemente se cura de ese pánico supersticioso con el que es observada por los débiles e inexpertos. La juzgan meramente como la pérdida de la vida y ya no más como el objeto de tanta aversión como la vida pueda serlo de deseo. Por experiencia aprenden asimismo que muchos peligros presuntamente avasalladores no son tan graves como parecen y que con coraje, esfuerzo y presencia de ánimo tienen una alta probabilidad de salir honrosamente de situaciones que en un principio les parecían desespera das. De esa forma el pavor a la muerte queda apreciable- mente reducido y crece la confianza o esperanza en esca par de ella. Aprenden a arrostrar peligros con menos renuencia. Están menos ansiosos por liberarse de ellos y menos predispuestos a perder su serenidad cuando los afrontan. Este desdén habitual hacia el riesgo y la muerte es lo que ennoblece la profesión del soldado y le confiere en la estimación natural de los seres humanos un rango y dignidad superiores a los de cualquier otra profesión. El ejercicio diestro y victorioso de esta profesión al servicio de su país ha sido la faceta más característica de la perso nalidad de los héroes populares en todos los tiempos.

Las grandes hazañas bélicas, aunque emprendidas en contra de todos los principios de la justicia y acometidas sin consideración humanitaria alguna, a veces nos intere san y atraen incluso cierto grado de una especie de estima por las mismas despreciables personas que las encabezan.

Nos interesan incluso las proezas de los bucaneros, y lee mos con una suerte de aprecio y admiración las historias de los hombres más indignos que con los objetivos más criminales soportaron mayores privaciones, superaron mayores dificultades y enfrentaron mayores peligros que quizá ningún otro de los que informa la historia habitual.

El control de la ira es en muchas ocasiones no menos generoso y noble que el del miedo. La expresión correcta de la indignación justa conforma muchos de los más es pléndidos y admirados pasajes de la elocuencia antigua y moderna. Las Filípicas de Demóstenes y las Catilinarias de Cicerón derivan toda su belleza de la noble corrección con la que expresan esa pasión. Pero esta justa indigna ción no es más que ira contenida y adecuadamente tem plada hasta el nivel en el que puede asumirla el espectador imparcial. La pasión fanfarrona y estrepitosa que va más allá es siempre repugnante y ofensiva y hace que nos inte resemos no en la persona enfadada sino en la persona con la que está enfadada. La nobleza del perdón parece en muchas ocasiones superior incluso a la más absoluta co rrección del enojo. Cuando se han presentado las excusas apropiadas a la parte ofendida o, incluso sin ellas, cuando el interés público requiere que los más mortales enemigos se unan para el cumplimiento de un deber importante, la persona que puede abandonar toda animosidad y actuar con confianza y cordialidad hacia quien la ha agraviado del modo más cruel parece merecer con justicia nuestra máxima admiración.

El dominio de la ira, empero, no siempre luce tan visto sos colores. El temor es contrario al enfado y es a menu do el motivo que lo contiene, y en tales casos la mezquin dad del móvil elimina toda la nobleza de la restricción.

El encono impulsa a atacar y el darle rienda suelta a veces equivale a mostrar una suerte de coraje y superioridad so bre el miedo. La complacencia con la ira es en ocasiones un objeto de la vanidad, pero con el miedo no lo es nun ca. Cuando están entre sus inferiores o entre quienes no se atreven a rechazarlos, los hombres envanecidos y fa tuos gustan de aparentar ser ostentosamente impetuosos, y fantasean con que así exhiben lo que se llama espíritu.

Un bocón cuenta muchas insolentes baladronadas, que no son ciertas, pero él se imagina que así se transforma ante su audiencia, si no en más afable y respetable, al me nos en más formidable. Las costumbres modernas, que al favorecer la práctica de los duelos puede decirse que en algunos casos fomentan la venganza privada, contribuyen bastante quizá a hacer que la contención de la ira merced al miedo sea en nuestros días más despreciable de lo que sería en otras circunstancias. Siempre hay algo digno en el dominio sobre el miedo, cualquiera sea el motivo que lo suscita. N o sucede así con el control sobre la ira: salvo que se funde exclusivamente en un sentido de la decencia, de la dignidad y la corrección, nunca resulta perfectamen te agradable.

El comportarse conforme a los dictados de la pruden cia, la justicia y la adecuada beneficencia no representa un mérito muy notable si no existe la tentación de no hacer lo. Pero el actuar con fría decisión en medio de los mayo res peligros y dificultades, el observar religiosamente las sagradas reglas de la justicia a pesar tanto de los podero sos intereses y los graves ultrajes que podrían tentarnos e impulsarnos a quebrantarlas, el nunca permitir que la be nevolencia de nuestro temperamento resulte sofocada o desanimada por la malignidad de los individuos hacia los que fue ejercitada, todo ello caracteriza a la sabiduría y la virtud más eminentes. La continencia no sólo es una gran virtud en sí misma, sino que todas las demás virtudes pa recen derivar de ella su mayor lustre.

El control del miedo y el dominio de la ira son atribu tos siempre egregios y nobles. Cuando son dirigidos por la justicia y la benevolencia, no sólo resultan grandes vir tudes sino que incrementan además, el esplendor de estas otras virtudes. Pero pueden ocasionalmente ser dirigidos por motivaciones muy distintas, y en este caso, aunque siguen siendo grandiosos y respetables, pueden ser suma mente peligrosos. El valor más intrépido puede ser utilizado en pro de la mayor injusticia. En un contexto de acusadas provocaciones, una tranquilidad aparente y un buen humor pueden ocultar la más resuelta y cruel deci sión de venganza. La fortaleza mental necesaria para tales simulaciones, aunque siempre e inevitablemente está con taminada por la bajeza de la mentira, ha sido sin embargo muy elogiada por numerosas personas de juicio nada des deñable. El fingimiento de Catalina de Médicis es cele brado por el profundo historiador Davila; el de Lord

Digby, después conde de Brístol, por el serio y concien zudo Lord Clarendon, el del primer Ashley conde de

Shaftesbury, por el juicioso Sr. Locke. Hasta Cicerón considera que este carácter impostor, aunque no es cierta mente de la máxima dignidad, puede no obstante ser en conjunto tan agradable como respetable. Lo ejemplifica con las personalidades del Ulises de Homero, el ateniense

Temístocles, el espartano Lisandro y el romano Marco

Craso. Esta faceta del disimulo siniestro y sagaz prevalece sobre todo en tiempos de agudo desorden público, en medio de la violencia de las facciones y las guerras civiles.

Cuando la ley se ha vuelto en buena medida impotente, cuando la inocencia más absoluta no basta por sí sola para garantizar la seguridad, el cuidado de la defensa propia obliga a la mayoría de las personas a recurrir a la destreza, y a obsequiar y acomodarse a cualquiera que sea en cada momento la parte ganadora. Esta falsa personalidad viene también frecuentemente acompañada de la valentía más fría y resuelta. El ejercicio apropiado de la misma supone esa valentía, puesto que normalmente la consecuencia ineluctable de ser descubierto es la muerte. Puede ser em pleada bien para exasperar o bien para apaciguar las fu riosas animosidades de las facciones hostiles que son las que imponen la necesidad de asumirla; y aunque a veces puede ser útil, también es como mínimo igualmente sus ceptible de resultar excesivamente perniciosa.

La sujeción de las pasiones menos violentas y turbulen tas está mucho menos expuesta a ser abusada con propó sitos perniciosos. La templanza, la decencia, la modestia y la moderación son siempre afables y en contadas ocasio nes pueden ser dirigidas hacia un mal fin. De la incansa ble constancia de esos amables esfuerzos derivan su so brio brillo la virtud afable de la castidad y las virtudes respetables de la laboriosidad y la frugalidad. La conduc ta de todos los que se contentan con transitar los sende ros humildes de la vida privada y apacible deriva del mis mo principio la mayor parte de su belleza y su gracia, una belleza y una gracia que aunque mucho menos deslum brantes no siempre son menos placenteras que las que acompañan a las acciones más espléndidas del héroe, el estadista o el legislador.

Después de todo lo que se ha dicho en diversas partes de esta obra sobre la naturaleza de la continencia, creo in necesario abundar en más detalles a propósito de esas vir tudes. Sólo destacaré aquí que el punto de la corrección, el grado de cualquier pasión que el espectador imparcial aprueba, se sitúa en las distintas pasiones en lugares dife rentes. En algunas el exceso es menos desagradable que el defecto, y en ellas el punto de la corrección será alto o es tará más cerca del exceso que del defecto. En otras pasio nes el defecto es menos desagradable que el exceso, y en ellas el punto de la corrección será bajo o estará más cerca del defecto que del exceso. Las primeras son las pasiones con las que el espectador estará más —y las segundas me nos— dispuesto a simpatizar. Las primeras son también las pasiones cuya sensación inmediata es agradable para la persona principalmente concernida, sensación que en el caso de las segundas es desagradable. Puede formularse la regla general de que las pasiones con las que el espectador está más dispuesto a simpatizar y en las que por tal razón el punto de la corrección es alto son aquellas cuya sensación inmediata es más o menos grata para la persona prin cipalmente afectada; y, por el contrario, las pasiones con las ,que el espectador está menos dispuesto a simpatizar y en las que por ello el punto de la corrección es bajo son aquellas cuya sensación inmediata es más o menos ingrata o incluso dolorosa para la persona principalmente afecta da. Esta regla, en lo que yo he podido observar, no admi te excepción alguna. Unos pocos ejemplos bastarán al tiempo para explicarla y demostrar que es cierta.

La disposición a las emociones que tienden a unir a las personas en sociedad, al humanitarismo, la bondad, el ca riño natural, la amistad, la estima, puede a veces ser des mesurada. Pero hasta la exageración de esta disposición convierte a un individuo en interesante para todos los de más. Aunque nos parece reprochable, lo contemplamos con compasión y hasta con amabilidad, nunca con antipa tía. Sentimos por él más pena que ira. Para el hombre en cuestión, el abandonarse a esas emociones desmedidas es a menudo no sólo grato sino delicioso. Es verdad que a veces, especialmente cuando se dirigen, como sucede de masiado frecuentemente, hacia objetivos indignos, lo ex ponen a una angustia real y sincera. Pero incluso en ese caso una mente bien predispuesta lo compadece intensa mente y siente la mayor indignación contra quienes lo desprecian por su debilidad e imprudencia. En cambio el defecto de esa disposición, lo que se denomina dureza de corazón, así como convierte a un hombre en insensible ante las emociones y los apuros de los demás, hace que los demás se vuelvan igualmente insensibles ante los su yos; y al excluirlo de la amistad de todo el mundo, lo ex cluye de los mejores y más confortables placeres sociales.

Por el contrario, la disposición a las emociones que tienden a separar a las personas, que tienden por así de cirlo a cortar los lazos de la sociedad humana, la disposi ción al encono, el odio, la envidia, la malicia, la venganza, es mucho más susceptible de ofender por su exceso que por su defecto. El exceso transforma a un hombre en in feliz y miserable en su propia opinión, y en objeto de aversión y en ocasiones de horror en opinión de los de más. Son raras las quejas por su defecto, pero puede ser deficiente. La falta de una indignación apropiada es un defecto muy fundamental del carácter viril y muy fre cuentemente vuelve a un hombre incapaz de defenderse a sí mismo o a sus amigos del ultraje y la injusticia. Incluso puede ser deficiente el principio en cuya dirección desme dida e inapropiada estriba la odiosa y detestable pasión de la envidia. La envidia es aquella pasión que ve con malig na ojeriza la superioridad de quienes realmente merecen toda la superioridad que ostentan. Y el hombre que en asuntos de alguna entidad dócilmente acepta que otras personas, sin derecho alguno, lo superen o anticipen, es justamente condenado como ruin. Esta debilidad se funda comúnmente en la indolencia, a veces en el buen carácter, en una aversión al conflicto, al bullicio y las incitaciones, y a veces también en una suerte de magnanimidad equi vocada, que fantasea con que siempre podrá seguir des preciando la ventaja que en ese momento desprecia y a la que por ello tan fácilmente renuncia. N o obstante, dicha debilidad es generalmente seguida de muchas lamentacio nes y arrepentimiento, y lo que había parecido magnani midad al comienzo con frecuencia da lugar al final a la envidia más maligna y a un odio hacia esa superioridad, siendo así que quienes la han alcanzado pueden a menudo convertirse en auténticos merecedores de la misma por la propia circunstancia de haberla alcanzado. Para poder vi vir confortablemente en este mundo el defender nuestra dignidad y nuestro rango es en todo momento algo tan necesario como el defender nuestra vida y nuestra for tuna.

Nuestra sensibilidad ante el peligro o la desdicha personales, igual que ante la provocación personal, es más propensa a ofender por su exceso que por su defecto. N o hay carácter más despreciable que el de un cobarde, ni peísonalidad más admirada que la de la persona que afronta la muerte intrépidamente y conserva su tranquili dad y presencia de ánimo en medio de los peligros más espantosos. Estimamos al hombre que soporta el dolor y hasta la tortura con valentía y entereza, y abrigamos una escasa consideración por quien se derrumba ante ellos y se entrega a inútiles clamores y femeninas lamentaciones.

Un temperamento irritable que detecta con exagerada sensibilidad cualquier pequeño enojoso accidente hace desgraciada a una persona y la transforma en ofensiva para los demás. Un temperamento calmo, que no permite que su tranquilidad sea alterada ni por pequeños daños ni por contratiempos incidentales en el curso habitual de los asuntos humanos, y que en medio de los males naturales y morales que infestan el mundo, los da por sentados y admite sufrir sólo un poco a causa de ambos, es una ben dición para la persona y proporciona sosiego y seguridad a todos los que la rodean.

Aunque por regla general nuestra sensibilidad hacia nuestros perjuicios y desgracias es generalmente demasia do acusada, también puede ser demasiado débil. Quien se duela poco de sus propias desdichas siempre se dolerá menos de las ajenas y estará menos dispuesto a aliviarlas.

Quien se resienta poco por los males que se le hagan, se resentirá menos por los que se le hagan a los demás y es tará menos dispuesto a defenderlos o vengarlos. Una es túpida insensibilidad a los acontecimientos de la vida hu mana necesariamente extingue esa atención cuidadosa y aguzada a la corrección de nuestra conducta, que constitu ye la esencia verdadera de la virtud. Poca preocupación sen tiremos por la corrección de nuestros actos cuando so mos indiferentes a los -hechos que se pueden derivar de ellos. El individuo que siente plenamente la pena por la calamidad que le ha sobrevenido, que siente toda la vileza de la injusticia que se le ha perpetrado, pero que siente más agudamente lo que exige la dignidad de su propia personalidad; que no se abandona al gobierno de las pa siones indisciplinadas que su situación puede naturalmen te inspirar, que controla toda su actitud y proceder en conformidad con las emociones restringidas y corregidas que prescribe y aprueba el gran recluso, el egregio semi diós dentro del pecho; sólo ese individuo es verdadera mente una persona virtuosa, el único objetivo verdadero y apropiado para el amor, el respeto y la admiración. La insensibilidad y esa noble firmeza, esa magnífica conti nencia que se basa en el sentido de la dignidad y la co rrección, están tan lejos de coincidir, que en la medida en que esté presente la primera, el mérito de la segunda es en muchos casos anulado por completo.

Pero aunque la falta total de sensibilidad ante el daño personal, el peligro o el infortunio, suprimiría en tales contextos todo el mérito de la continencia, esa sensibili dad bien puede ser y a menudo es demasiado exquisita.

Cuando el sentido de la corrección, cuando la autoridad del juez dentro del pecho puede controlar esta sensibili dad extrema, dicha autoridad resulta sin duda muy noble y grandiosa. Pero ejercerla puede ser demasiado fatigoso y su labor resultar ímproba. El individuo, tras un esfuer zo agotador, puede comportarse de modo totalmente co rrecto, pero la puja entre ambos principios, la guerra den tro del pecho, quizá devenga demasiado violenta como para ser compatible con la serenidad y la felicidad inter nas. La persona sabia a quien la naturaleza ha dotado de esta sensibilidad exquisita, y cuyas reacciones exagerada mente enérgicas no han sido suficientemente calmadas y templadas por una educación precoz y una disciplina apropiada, evitará en la medida en que el deber y la corrección lo permitan aquellas situaciones para las que no está cabalmente preparada. El hombre cuya constitución endeble y delicada lo hace demasiado sensible al dolor, a las privaciones, a toda suerte de desgracias corporales, no adoptará con ligereza la profesión de soldado. El hombre demasiado sensible ante el daño no debería abalanzarse a tomar parte en la contienda entre facciones. Aunque el sentido de la corrección sea lo suficientemente fuerte como para controlar todas esas sensibilidades, la compos tura mental siempre será alterada por la tensión. En el desorden el juicio no siempre puede conservar su agudeza y precisión habituales, y aunque siempre pretenda obrar con propiedad, puede comportarse muchas veces temera ria e imprudentemente, de un modo del que él mismo es tará avergonzado durante el resto de su vida. Una cierta intrepidez, una determinada firmeza de nervios y solidez de constitución, naturales o adquiridas, son indudable mente la preparación óptima para los mayores esfuerzos de la continencia.

Aunque la guerra y la lucha facciosa son ciertamente las mejores escuelas para conformar en cada persona la fuerza y firmeza de su temperamento, aunque son los re medios más idóneos para curar sus debilidades opuestas, si el día de la puesta en práctica llega antes de que la per sona haya aprendido la lección, antes de que el remedio haya tenido tiempo de producir su efecto, puede que las consecuencias no sean agradables.

De la misma forma, nuestra sensibilidad ante los place res, diversiones y disfrutes de la vida humana pueden ofender, tanto por su exceso como por su defecto. De ellos el exceso parece menos desagradable que el defecto.

Para el espectador y para la persona principalmente afec tada, una aguda propensión al gozo es ciertamente más placentera que una embotada insensibilidad a los objetos de entretenimiento y diversión. Nos encanta la alegría de los jóvenes e incluso los retozos de los niños, pero pronto

nos hastía la monótona e insípida seriedad que tan fre cuentemente acompaña a la vejez. Cuando esta propen

sión no es restringida por el sentido de la corrección,

cuando es inapropiada para el tiempo o el lugar, para Ja edad o la posición de la persona, cuando para cultivarla

descuida sus intereses o sus deberes, recibe el justo repro che por desmesurada y dañosa tanto para el individuo como para la sociedad. En la mayoría de los casos, empe ro, lo que está fundamentalmente mal no es tanto la ener gía de la propensión al gozo como la debilidad del senti do de la propiedad y el deber. Un joven que no tenga apetencia alguna por las diversiones y entretenimientos que son propios y naturales de su edad, que no habla más que de sus libros o su trabajo, es rechazado por formal y pedante, y no le damos crédito alguno ni siquiera por su abstinencia de los excesos impropios, a los que parece te ner tan escaso apego.

El principio de la autoestima puede ser demasiado alto y también demasiado bajo. Es tan agradable pensar bien de nosotros mismos, y tan desagradable pensar mal, que no cabe dudar de que para la persona misma un cierto grado de exceso debe ser mucho menos desagradable que cualquier grado de defecto. Pero quizá pueda pensarse que al espectador imparcial las cosas le parecerán distintas y que para él el defecto ha de ser siempre menos desagra dable que el exceso. Y en cuanto a los individuos que nos rodean es indudable que nos quejaremos mucho más de éste que de aquél. Cuando ellos son altivos o nos impo nen su superioridad, su autoestima mortifica la nuestra.

Nuestro propio orgullo y vanidad nos impelen a acusar los de orgullosos y vanidosos, y dejamos de ser especta dores imparciales de su conducta. Cuando ellos mismos toleran que otro hombre se ufane ante ellos de una supe rioridad que no le corresponde, no sólo se lo reprochamos sino que a menudo los despreciamos por ruines. En cambio, cuando frente a terceros se pavonean un poco y suben hasta una posición que nos parece desproporcioná- da en relación a sus méritos, aunque no aprobamos total mente su proceder, a menudo nos parece en conjunto algo divertido; y si no se halla presente la envidia estamos casi siempre mucho menos' disgustados con ellos de lo que habríamos estado si se hubiesen dejado caer por de bajo de su posición apropiada.

Al calcular nuestros propios méritos, al juzgar nuestro carácter y comportamiento, los comparamos con dos pa trones dispares. Uno es la idea de la exacta propiedad y perfección, en la medida en que cada uno de nosotros sea capaz de percibir esta noción. El otro es el nivel de apro ximación a esta idea que es comúnmente alcanzado en el mundo y que de hecho ha sido alcanzado por el grueso de nuestros amigos y compañeros, y rivales y competido res. Rara vez (creo que nunca) intentamos juzgarnos sin conceder más o menos atención a estos dos patrones dis tintos. Pero la atención de personas diversas, e incluso de la misma persona en momentos diferentes, se divide a menudo de modo muy desigual, y a veces se dirige prin cipalmente al uno y otras veces al otro.

En la medida en que nuestra atención se oriente hacia el primer patrón, los mejores y más sabios de nosotros no verán en su propio carácter y conducta más que debilidad e imperfección, y comprenderán que no existe motivo al guno para la arrogancia y la presunción, y sí para la hu mildad, el remordimiento y la contrición. En la medida en que nuestra atención se oriente hacia el segundo pa trón, podremos ser afectados en un sentido o en otro y sentirnos o bien realmente por encima o realmente por debajo de la norma con la que nos comparamos.

La persona sabia y virtuosa dirige su atención princi palmente al primer patrón: la idea de la exacta propiedad y perfección. En cada ser humano late una noción de este tipo, formada gradualmente a partir de sus observaciones del carácter y proceder tanto de él mismo como de otros.

Es la obra lenta, gradual y progresiva del gran semidiós dentro del pecho, el ilustre juez y árbitro de la conducta.

Esta idea tiene en cada persona trazos más o menos preci sos, sus colores son más o menos ajustados, su contorno es dibujado con más o menos rigor, en conformidad con la delicadeza y agudeza de la sensibilidad con la que di chas observaciones fueron realizadas, y según el cuidado y atención desplegados en su realización. Cada día se me jora alguna faceta; cada día se corrige algún desperfecto.

Él ha estudiado esta idea más que otras personas, la en tiende más claramente, se ha formado una imagen de ella mucho más acertada, y está más profundamente enamo rado de su belleza exquisita y divina. Procura en todo lo que pueda asimilar su propio carácter a ese arquetipo de perfección. Pero lo que imita es la obra de un artista divi no, que nunca puede igualarse. Él percibe el éxito imper fecto de todos sus mejores esfuerzos y comprueba con pesar y aflicción en cuántas facetas distintas la copia mor tal se queda corta frente al original inmortal. Recuerda con inquietud y humillación cuántas veces por falta de atención o juicio o temperamento ha quebrantado las re glas precisas de la perfecta corrección en sus palabras y actos, en su conducta y su conversación, y cuánto se ha apartado del modelo de acuerdo con el cual aspiraba a di señar su propio carácter y comportamiento. Es verdad que cuando dirige su atención hacia el segundo patrón, el nivel de excelencia alcanzado normalmente por sus ami gos y conocidos, puede percatarse de su propia superiori dad, pero como siempre su atención se orienta principal mente hacia el primer patrón, él resulta necesariamente más humillado por una de las comparaciones de lo que nunca podrá ser exaltado por la otra. Jamás llega a ser tan engreído como para mirar con insolencia ni siquiera a quienes realmente son sus inferiores. Es tan consciente de sus propias imperfecciones, sabe tan bien la dificultad que le ha costado llegar a su propia distante aproximación a la rectitud, que no puede contemplar con desdén las imper fecciones mayores de otros seres humanos. Lejos de in sultar su inferioridad, la pondera con la conmiseración más indulgente, y está siempre dispuesto mediante el consejo y también el ejemplo a promover su progreso ul terior. Si en alguna característica específica ellos resultan superiores a él (¿quién es tan perfecto como para carecer de bastantes superiores en muchos aspectos diferentes?), en vez de envidiar su superioridad, como él sabe lo arduo que es sobresalir, aprecia y honra su excelencia y nunca deja de conferirle todo el aplauso que merece. Todo su ánimo, en suma, está profundamente impresionado, todo su porte y actitud está nítidamente marcado por el carác ter de la auténtica modestia, de una muy moderada esti mación de su propio mérito y al mismo tiempo un senti do cabal del mérito de los demás.

En todas las artes liberales e ingeniosas, en la pintura, la poesía, la música, la elocuencia, en la filosofía, el gran ar tista siempre percibe la imperfección real de sus mejores creaciones y es más consciente que nadie de hasta qué punto están lejos de esa perfección ideal que él de alguna forma ha concebido, que imita lo mejor que puede pero que ha perdido toda esperanza de igualar. Sólo el artista menor está plenamente satisfecho con sus logros. Apenas tiene una noción de la perfección ideal, y apenas la ha em pleado en sus pensamientos, y sólo se digna compararse con otros artistas, de categoría acaso aún inferior. Boi- ieau, el insigne poeta francés (en algunos de sus escritos quizá no inferior a los mejores poetas de su género, anti guos o modernos), solía decir que ningún gran hombre quedaba nunca plenamente satisfecho con sus obras. Un conocido, Santeul (autor de versos latinos que merced a esa proeza de colegial fue tan mentecato como para fanta sear que era un poeta), le aseguró que él estaba siempre totalmente satisfecho con las suyas propias. Boileau res pondió, quizá con socarrona ambigüedad, que él era sin duda el único gran hombre que quedaba así satisfecho.

Cuando Boileau juzgaba su propio trabajo, lo comparaba con el patrón de la perfección ideal, que en su rama espe cífica del arte poético pienso que había meditado tan pro fundamente, y concebido tan claramente como es huma namente posible hacerlo. Pero cuando Santeul juzgaba sus creaciones, supongo que las comparaba esencialmente con las de otros poetas latinos contemporáneos, con res pecto a la mayoría de los cuales él ciertamente estaba lejos de ser inferior. Pero el sustentar y por así decirlo rematar la conducta y tratos de toda una vida para que guarden alguna semejanza con ese ideal de perfección es sin duda mucho más complicado que llegar a un análogo parecido en el caso de las producciones concretas de cualquiera de las artes ingeniosas. El artista se pone a trabajar de modo apacible y sosegado, en plena posesión y control de todas sus facultades, experiencias y conocimientos. El sabio debe sostener la corrección de su conducta en la salud y en la enfermedad, en el éxito y el fracaso, en momentos de fatiga y de amodorrada indolencia y en los de la aten ción más vigilante. Las más violentas e inesperadas em bestidas de los problemas y las desgracias nunca deben sorprenderlo. La injusticia de los demás no puede inci tarlo jamás a la injusticia. La violencia facciosa en ningún caso puede confundirlo. Todas las privaciones y peligros de la guerra nunca pueden desanimarlo ni consternarlo.

De las personas que al estimar su propio mérito, al juz gar su propio carácter y comportamiento, se orientan bá sicamente hacia el segundo patrón, el nivel común de ex celencia que es habitualmente alcanzado por otros, hay algunas que verdaderamente y con justicia sienten que lo superan ampliamente, y que cualquier espectador impar cial e inteligente admitiría que es así. Como la atención de tales personas no está principalmente dirigida hacia el pa trón ideal sino hacia la perfección ordinaria, tienen un es caso sentido de sus propias carencias e imperfecciones; son poco modestas, y a menudo altivas, arrogantes y pre suntuosas, entusiastas admiradoras de sí mismas y severas despreciadoras de los demás. Aunque sus personalidades son mucho menos correctas y su mérito muy inferior al de la persona de genuina y modesta virtud, a pesar de ello su exagerada presunción, basada en su excesiva autoadmi- ración, encandila a la multitud y a menudo embauca in cluso a quienes están muy por encima del nivel de las ma sas. El éxito frecuente y muchas veces portentoso de los charlatanes e impostores más ignorantes, tanto civiles como religiosos, es prueba más que suficiente de la facili dad con que el vulgo es engañado con las pretensiones más extravagantes e infundadas. Pero cuando tales pre tensiones aparecen avaladas por un mérito sobresaliente, real y consistente, cuando son exhibidas con todo el es plendor que puede conferirles la ostentación, cuando las sostienen los rangos conspicuos y los mayores poderes, cuando han sido planteadas muchas veces con éxito y son por ello recibidas con sonoras aclamaciones por la multi tud, incluso la persona de juicio más moderado se rinde muchas veces a la admiración general. La gritería misma de esas tontas aclamaciones contribuye a menudo a con fundir el entendimiento de dicha persona, y mientras ve a esos grandes hombres sólo a una cierta distancia está dis puesta a venerarlos con sincera admiración, incluso más de lo que ellos mismos parecen admirarse. Cuando no se interpone la envidia, a todos nos gusta admirar a quienes son muy dignos de encomio, y por tal razón estamos na turalmente dispuestos a imaginar que sus caracteres son cabales y perfectos en todos los sentidos. Quienes son ca paces de comprender bien y con cierto grado de burla ver a través de la exagerada autoadmiración de esos grandes personajes son las personas sabias que están familiariza das con ellos, y que secretamente sonríen ante las excelsas pretensiones que tan a menudo son contempladas con re verencia e incluso adoración por quienes se mantienen distantes. Con todo, así han sido siempre la mayoría de los hombres que han conseguido la fama más clamorosa, la reputación más vasta, fama y reputación que muchas veces también han perdurado hasta la más remota poste ridad.

En contadas ocasiones puede alcanzarse una autoridad de peso sobre los sentimientos y opiniones de la humani dad sin un determinado grado de esa autoadmiración des medida. Las personalidades más espléndidas, las gentes que han realizado los actos más preclaros, que han gene rado las mayores revoluciones tanto en la realidad como en las ideas de los seres humanos, los guerreros más vic toriosos, los más grandes estadistas y legisladores, los fundadores y líderes elocuentes de las sectas y partidos más numerosos y exitosos, se han distinguido en muchos casos no tanto por sus muchos méritos como por un gra do de presunción y autoadmiración completamente des proporcionado incluso para sus abundantes méritos. Esta arrogancia fue quizá necesaria no sólo para impulsarlos hacia empresas que una mente más sobria jamás habría concebido sino para forzar la sumisión y obediencia de sus seguidores de modo que los secundasen en tales em presas. Una vez coronados por el éxito, dicha presunción a menudo los arrastra a una vanidad que casi equivale a la insania y el desatino. Parece que Alejandro Magno no sólo deseaba que los demás pensaran que era un dios sino que estaba dispuesto a fantasear él mismo con que lo era.

En su lecho de muerte, el más impropio de los escenarios para un dios, solicitó a sus amigos que en la respetable lis ta de deidades, en la que él mismo había sido insertado hacía mucho tiempo, su anciana madre Olimpia tuviese el honor de ser añadida. Rodeado por la reverente admira ción de sus seguidores y discípulos, entre el aplauso gene ral del público, una vez que el oráculo, que probablemen te había seguido el eco de dicho aplauso, lo declaró el más sabio de los hombres, la enorme sabiduría de Sócrates, aunque no le permitió la fantasía de ser un dios, no fue suficiente para impedir que creyese que había recibido in sinuaciones frecuentes y secretas de un ser invisible y di vino. La incólume cabeza de César no resultó tan per fectamente incólume como para evitar que estuviera sumamente complacido con su genealogía divina remon tada hasta la diosa Venus, o que ante el templo de esta su puesta bisabuela recibiera sin ponerse de pie al senado romano, cuando este ilustre cuerpo acudió a presentarle unos decretos que le conferían los honores más extrava gantes. Tamaña insolencia, unida a otros episodios de va nidad casi pueril, que no cabía esperar de una inteligencia al tiempo tan penetrante y tan comprensiva, al exasperar el celo popular envalentonó a sus asesinos y aceleró la puesta en práctica de su conspiración. La religión y ma neras de los tiempos modernos animan escasamente a nuestros grandes hombres para que fantaseen con que son dioses, y ni siquiera profetas. Sin embargo, el éxito, junto a una arrolladora popularidad, a menudo ha tras tornado a los más ilustres y ha hecho que se atribuyan una relevancia y una capacidad muy superiores a las que efectivamente poseían, y a través de tal presunción se pre cipitaron a numerosas aventuras temerarias y en ocasio nes funestas. Es una característica casi única del notable duque de Marlborough el que diez años de victorias más continuadas y espléndidas de las que prácticamente nin gún otro general podría vanagloriarse jamás lo arrastra ron a ninguna acción precipitada y ni siquiera a una pala bra o expresión imprudentes. Creo que no cabe adscribir idéntica templada frialdad y continencia a ningún otro guerrero sobresaliente de los tiempos que siguieron: no al príncipe Eugenio, no al fallecido rey de Prusia, no al gran príncipe de Condé, ni siquiera a Gustavo Adolfo. Quien más se le ha aproximado parece haber sido Turena, pero diversos acontecimientos de su vida demuestran suficien temente que esa característica no era en él en absoluto algo tan perfecto como en el insigne duque de Marlbo rough.

En los humildes proyectos de la vida privada, así como en los ambiciosos y majestuosos empeños de los puestos más encumbrados, las grandes capacidades y los éxitos iniciales han estimulado empresas que necesariamente lle varon al final a la bancarrota y la ruina.

La estima y admiración que cualquier espectador im parcial concibe hacia el mérito real de esas personas ani mosas, magnánimas y de elevados propósitos, así como es un sentimiento justo y fundado, también es firme y per manente, y por completo independiente de su buena o mala fortuna. Lo contrario sucede con la admiración que tiende a concebir hacia su autoestima y presunción exage radas. Mientras tienen éxito, es a menudo totalmente con quistado y subyugado por ellas. El éxito oculta a sus ojos no sólo la abultada imprudencia sino frecuentemente la flagrante injusticia de sus empresas; y así, lejos de repro charles esta parte defectuosa de su carácter, a menudo la evalúa con la admiración más entusiasta. Pero cuando no tienen éxito, entonces las cosas cambian de color y de nombre. Lo que antes era heroica magnanimidad, recupe ra su apropiado nombre de temeridad e insensatez extra vagante, y la oscuridad de esa codicia e injusticia, antes oculta tras el esplendor de la prosperidad, es claramente visible y mancha todo el lustre de su empresa. Si César hubiese perdido la batalla de Farsalia en vez de ganarla, su personalidad se ubicaría hoy apenas por encima de la de Catilina, y el hombre más débil pintaría su aventura en contra de las leyes de su país en colores más lúgubres de los que entonces nunca utilizó ni siquiera Catón, con toda la animosidad de una persona parcial. Su mérito ver dadero, la justeza de su gusto, la sencillez y elegancia de sus escritos, la corrección de su elocuencia, su destreza en la guerra, sus recursos ante la adversidad, su juicio frío y sosegado ante el peligro, su lealtad a los amigos, su gene rosidad sin precedentes para con los enemigos, todo ello habría sido admitido, de igual modo que el mérito real de

Catilina, que tenía muchas cualidades relevantes, es reco nocido hoy. Pero la insolencia e injusticia de su ilimitada ambición habría tapado y extinguido la gloria de todo ese mérito genuino. La fortuna tiene aquí, como en algunos otros aspectos ya mencionados (parte II, sec. III, caps. 1 y

2), una acentuada influencia sobre los sentimientos mora les de la humanidad, y conforme sea propicia o adversa puede transformar a la misma personalidad en objeto de amor y admiración generalizados o de odio y menospre cio universales. Pero este marcado desorden en nuestros sentimientos morales no se halla en absoluto carente de utilidad, y podemos en este punto igual que en muchas otras circunstancias maravillarnos ante la sabiduría de

Dios presente incluso en la flaqueza y locura del hombre.

Nuestra admiración hacia el éxito se basa en el mismo principio que nuestro respeto hacia la riqueza y la gran diosidad, y es igualmente necesario para establecer la dis tinción entre rangos y la jerarquía de la sociedad. Por esta admiración del éxito aprendemos a someternos más fácil mente a los superiores que el curso de los asuntos huma nos nos pueda asignar, a contemplar con reverencia y a veces incluso con una especie de afecto respetuoso esa violencia afortunada que no podemos ya resistir, no sólo marchado excepto Platón, siguió leyendo y afirmó que el solitario Platón era suficiente auditorio para él.

El caso es distinto con la persona de autoestima exage rada: los sabios que lo ven más de cerca son quienes me nos lo admiran. Entre la intoxicación de la prosperidad, su estimación sobria y justa queda tan lejos de la extrava gancia de su propia autoadmiración, que él la juzga mera malignidad y envidia. Recela de sus mejores amigos. Su compañía llega a resultarle ofensiva. Los aparta de su pre sencia y a menudo retribuye sus servicios no sólo con in gratitud sino con crueldad e injusticia. Entrega su confian za a aduladores y traidores, que pretenden que idolatran su vanidad y presunción; y la personalidad que al co mienzo, aunque defectuosa en algunos aspectos, era en conjunto afable y respetable, se convierte al final en des preciable y odiosa. Intoxicado por el éxito, Alejandro mató a Clito por haber preferido las hazañas de su padre

Filipo a las suyas, torturó a Calístenes hasta la muerte, porque rehusó adorarlo a la manera persa, y asesinó al amigo íntimo de su padre, el venerable Parmenión, des pués de haber enviado a la tortura primero y al patíbulo después, bajo las sospechas más infundadas, al único hijo que le quedaba a aquel anciano, puesto que todos los de más habían muerto luchando a su lado. Este era el Parme nión del que Filipo solía decir que los atenienses eran afortunados por encontrarse con diez generales por año, mientras que él durante toda su vida sólo pudo encontrar uno: Parmenión. Bajo la vigilancia y atención de este Par menión descansó siempre con confianza y seguridad, y en sus horas de júbilo y regocijo gustaba proclamar: «Beba mos, amigos míos, y podemos hacerlo seguros, porque

Parmenión no bebe jamás». Se decía que éste era el mis mo Parmenión gracias a cuya presencia y consejo Alejan dro había cosechado todas sus victorias, y que sin su pre sencia y consejo nunca habría podido ganar ninguna. Los humildes, admiradores y lisonjeros amigos que tras él dejó Alejandro en el poder se repartieron su imperio, y una vez que robaron así la herencia a su familia y paren tela, procedieron a continuación a matarlos a todos, uno tras otro, hombres y mujeres por igual.

Con frecuencia no sólo perdonamos sino que nos iden tificamos y simpatizamos con la autoestima desmedida de las personalidades espléndidas en las que observamos una marcada y distinguida superioridad sobre el nivel normal de la raza humana. Llamamos a'tales individuos animo sos, magnánimos y nobles, términos todos ellos que de notan en su significado un alto grado de alabanza y admi ración. Pero no podemos compartir ni simpatizar con la autoestima excesiva de las personas en las que no detecta mos ninguna superioridad nítida. Nos disgusta y repug na, y con dificultad la perdonamos o toleramos. La deno minamos orgullo o vanidad, dos términos de los que el segundo siempre y el primero casi siempre denotan en su significado un alto grado de reproche.

Ambos vicios, empero, aunque en algunos aspectos son parecidos, en tanto que los dos son variaciones de la auto estima desmesurada, en muchos otros aspectos son bas tante distintos.

El hombre orgulloso es sincero, y en el fondo de su co razón está convencido de su superioridad, aunque pueda en ocasiones resultar arduo adivinar sobre qué se funda tal convicción. Ansia que usted lo vea exactamente como él realmente se ve a sí mismo cuando se coloca en su lu gar. N o le pide a usted nada más que lo que él cree que es justo. Si usted no lo respeta tanto como él se respeta a sí mismo, queda más ofendido que abochornado, y experi menta un indignado resentimiento, igual que si hubiese sufrido un agravio genuino. Pero ni siquiera entonces se digna explicar las bases de sus pretensiones. Desdeña cor tejar su estima. Hace ver incluso que la desprecia y trata de mantener su supuesta posición volviéndolo a usted consciente no tanto de su superioridad como de su propia mezquindad. Parece no desear tanto animar su estima por él como humillar su estima por usted.

El hombre vanidoso no es sincero, y en el fondo de su corazón está raras veces convencido de la superioridad que ambiciona que usted le atribuya. Aspira a que usted lo vea con colores mucho más espectaculares que aquellos con los que él mismo se ve realmente cuando se coloca en su lugar y supone que usted sabe todo lo que sabe él. Por consiguiente, cuando usted lo ve de un color distinto, quizás del color verdadero, queda más abochornado que ofendido. Aprovecha cualquier oportunidad para mostrar las bases de la reivindicación de aquel carácter que quiere que usted le atribuya, tanto por medio de la exhibición más ostentosa e innecesaria de las buenas cualidades y lo gros que posee en un grado aceptable, como a veces in cluso por la falsa pretensión de que tiene los que o bien no tiene o bien posee en un grado tan insignificante que bien cabría decir que no los posee en absoluto. Lejos de desdeñar su estima, la corteja con la asiduidad más anhe lante. Lejos de desear humillar su autoestima, prefiere alimentarla, con la esperanza de que a cambio usted ali mente la suya. Adula para ser adulado. Estudia cómo complacer y procura sobornarlo a usted mediante corte sías y complacencias para que tenga una buena opinión de él; a veces lo hace incluso mediante buenos oficios rea les e importantes, aunque a menudo expuestos con osten tación quizá innecesaria.

El hombre vanidoso observa el respeto que se brinda al rango y la fortuna y desea usurpar ese respeto, así como el que merecen los talentos y las virtudes. En consecuen cia, su vestimenta, sus bienes, su modo de vida, todos proclaman un rango más elevado y una fortuna más cau dalosa que la realidad, y con objeto de sostener esta tonta impostura durante algunos años al comienzo de su vida, a menudo queda reducido a la pobreza y la miseria mucho antes del final de la misma. Pero mientras pueda seguir gastando, su vanidad se deleita porque él no se ve a la luz a la que usted lo vería si usted supiera todo lo que sabe él, sino a la que él imagina que con sus subterfugios lo ha in ducido a usted a verlo. De todas las ilusiones de la vani dad, esta es probablemente la más común. Los extranje ros desconocidos que viajan por el mundo, o que visitan durante una breve temporada la capital de su propio país, tratan de ponerla en práctica muy a menudo. La insensa tez del proyecto es siempre abultada e indigna de una persona sensata, pero en tales ocasiones quizás no sea en conjunto tan grande como en otras. Si su estancia es corta pueden eludir cualquier revelación deshonrosa y tras ennada placenteros: sus inferiores, sus aduladores, la gente que depende de él. Pocas veces visita a sus superiores, y si lo hace es más para mostrar que tiene derecho a frecuen tar su compañía, que porque obtenga con ello una satis facción auténtica. Como dijo Lord Clarendon del conde de Arundel: en ocasiones acudía a la corte porque sólo allí había un hombre más importante que él, pero acudía con escasa frecuencia, porque allí había un hombre más importante que él.

El caso del vanidoso es diferente. Corteja la compañía de sus superiores tanto como el soberbio la rehuye. Pare ce pensar que su esplendor se refleja entre quienes están mucho con ellos. Ronda las cortes de los reyes y las re cepciones de los ministros, dándose aires de candidato a la riqueza y el poder, cuando en realidad atesora la felici dad mucho más preciosa, si" supiera disfrutarla, de no ser lo. Le encanta ser invitado a la mesa de los grandes perso najes, y le encanta aún más el magnificar ante otras personas la familiaridad con que es allí honrado. Se afana en todo lo que puede por estar cerca de la gente de moda, quienes se supone que dirigen la opinión pública, los in geniosos, los eruditos, los populares; y esquiva a sus me jores amigos cada vez que la muy incierta corriente del favor público fluye en algún aspecto en su contra. Al tra tar con las personas con las que desea congraciarse no siempre es muy delicado en cuanto a los medios que utili za para dicho propósito: ostentación innecesaria, preten siones infundadas, complacencia servil permanente, adu lación frecuente aunque una adulación generalmente placentera y despejada, no la lisonja vulgar y grosera del parásito. En cambio la persona orgullosa nunca halaga y a menudo no es cortés con nadie.

A despecho de sus insostenibles pretensiones, la vani dad es casi siempre una pasión alegre y desenvuelta, y a menudo afable. Pero el orgullo es siempre grave, adusto y severo. Incluso los embustes del envanecido son inocen tes: aspiran a ensalzarlo a él y no a humillar a otras perso nas. Para ser justos con el orgulloso, rara vez se rebaja a la vileza de la mentira, aunque cuando lo hace sus falsedades no son en absoluto tan inocentes. Todas resultan dañosas y buscan perjudicar a otros. Está lleno de indignación ante lo que cree que es la injusta superioridad a ellos con ferida. Los contempla con malignidad y envidia y cuando se refiere a ellos intenta en todo lo que puede atenuar y depreciar cualesquiera sean los fundamentos sobre los que se supone que se levanta su superioridad. Aunque en contadas ocasiones los acuña él mismo, a menudo disfru ta creyendo cualquier chisme que se cuente desfavorable mente sobre ellos, y no es nada reacio a repetirlo, incluso con un punto de exageración. Las peores falsedades de la vanidad son todas lo que se llama mentiras oficiosas; las del orgullo, cuando condesciende al embuste, son del ca rácter opuesto.

Nuestro rechazo al orgullo y la vanidad nos predispo ne por regla general a calificar a las personas a quienes acusamos de tales vicios más bien por debajo que por en cima del nivel normal. Pero creo que en este juicio esta mos casi siempre equivocados y que tanto el soberbio como el vanidoso están muchas (quizás la mayoría de las) veces bastante por encima, aunque no tan cerca como e l! uno realmente piensa que está ni como el otro desea que usted piense que está. Si los comparamos con sus propias pretensiones pueden aparecer como los justos objetos del menosprecio. Pero cuando los comparamos con lo que son en realidad el grueso de sus rivales y competidores sucederá lo contrario y parecerán muy por encima de lo común. Cuando existe realmente esa superioridad, el or gullo es a menudo acompañado de varias virtudes respe tables: la verdad, la integridad, un alto sentido del honor, la amistad cordial y firme y la entereza y resolución más inflexibles. A la vanidad la acompañan varias virtudes afa bles: la humanidad, la cortesía, el deseo de servir en todos los asuntos de poca monta y a veces una genuina genero sidad en los asuntos relevantes; aunque sea una generosi dad que se despliega con los colores más espectaculares posibles. En el último siglo los franceses fueron tachados de vanidosos por sus rivales y enemigos; los españoles, de orgullosos, y las naciones extranjeras consideraban al pri mer pueblo como sumamente afable y al segundo como extremadamente respetable.

Las palabras vanidoso y vanidad nunca tienen un senti do positivo. A veces decimos de un hombre, cuando ha blamos de él con buen humor, que su vanidad lo mejora, o que su vanidad es más divertida que ofensiva, pero en cualquier caso seguimos pensando que es una flaqueza y algo ridículo en su carácter.

Las palabras orgulloso y orgullo, en cambio, pueden te ner a veces un sentido positivo. Decimos que una persona es demasiado orgullosa, o que tiene un orgullo demasiado noble, como para permitirse hacer algo ruin. En este caso la soberbia es confundida con la magnanimidad. Aristóte les, un filósofo que sin duda era un buen conocedor del mundo, al retratar el carácter del hombre magnánimo lo pintó con muchas de las facetas que en los dos últimos si glos han sido comúnmente atribuidas al carácter español: era resuelto en sus decisiones; pausado y hasta lento en sus actos; su voz era grave, su discurso reflexionado y su paso y movimientos despaciosos; parecía indolente y has ta perezoso y nada dispuesto a agitarse por menudencias, pero en todas las ocasiones importantes se comportaba con la determinación más firme y vigorosa; no era amante del riesgo ni audaz para enfrentarse a peligros pequeños, sino sólo a los grandes, y cuando se exponía a un peligro lo hacía sin ninguna consideración hacia su vida.

El hombre orgulloso está habitúalmente tan contento consigo mismo que no piensa que su carácter requiere re forma alguna. El hombre que se cree un dechado de per fección desdeña naturalmente toda mejora ulterior. Su autosuficiencia y absurda presunción sobre su superiori dad normalmente lo acompañan desde la juventud hasta la edad más avanzada; y muere, como dice Hamlet, con todos los pecados sobre su cabeza, sin extremaunción, sin fortaleza.

El caso es con frecuencia distinto con el hombre vani doso. El deseo de estima y admiración de los demás, cuando se refiere a cualidades y talentos que son los obje tos naturales y apropiados de la estima y la admiración, es el apego genuino a la gloria verdadera, una pasión que si no es la óptima de la naturaleza humana, es ciertamente una de las mejores. La vanidad casi siempre consiste en un intento prematuro de usurpar dicha gloria antes de lo que corresponde. Aunque usted tenga un hijo de menos de veinticinco años que sea un petimetre, no debe por ello perder toda esperanza de que se transforme antes de los cuarenta en un hombre muy sabio e ilustre, un autén tico diestro en los talentos y virtudes de los que hoy pue de ser tan sólo un aparatoso y hueco pretensor. El gran secreto de la educación estriba en dirigir la vanidad hacia los objetivos apropiados. Jamás le permita valorarse con forme a logros triviales. Pero no siempre desanime sus as piraciones con respecto a los que son verdaderamente im portantes. Él nunca fingiría tenerlos si no los ansiase vehementemente. Anime usted esa ambición, proporció nele todos los medios que faciliten su consecución y no se ofenda demasiado si a veces él se da ínfulas de haberlos conseguido un poco antes de tiempo.

Tales son las características distintivas del orgullo y la vanidad, cuando cada uno de ellos opera en conformidad con su propia naturaleza. Pero el hombre orgulloso a me nudo es también vanidoso, y el vanidoso es orgulloso.

Nada es más natural que el hombre que piensa de sí mis mo mejor de lo que merece desee que los otros piensen aún mejor de él; o que el hombre que desea que los demás lo estimen más de lo que él mismo se estima, al tiempo piense-de sí mismo mejor de lo que merece. Como ambos vicios coinciden frecuentemente en la misma personali dad, sus características necesariamente se confunden y a veces encontramos la ostentación superficial e imperti nente de la vanidad unida a la insolencia más maligna y escarnecedora del orgullo. Por tal razón estamos en oca siones desconcertados y no sabemos cómo clasificar a un carácter específico, si entre los orgullosos o los vanidosos.

Los individuos cuyos méritos son muy superiores a lo común pueden a veces subestimarse tanto como sóbresti- marse. Tales personalidades, aunque no son muy dignas, en el trato privado están a menudo lejos de ser desagrada bles. Todos sus compañeros se sienten muy a gusto junto a una persona tan perfectamente modesta y sencilla. Pero si estos compañeros no tienen más discernimiento y gene rosidad que lo normal, aunque puedan ser amables con ella, rara vez la respetan mucho; y la calidez de su amabi lidad casi nunca es suficiente como para compensar la frialdad de su respeto. Los hombres de inteligencia no su perior a la media nunca aprecian a un individuo más de lo que éste se aprecia a sí mismo. Arguyen que él manifiesta dudas sobre su plena competencia para hacer frente a tal situación u ocupar tal puesto, e inmediatamente conceden su preferencia a un estúpido descarado que no abriga la más mínima duda sobre sus capacidades. Y aunque ten gan discernimiento, si les falta generosidad no dejan pasar la oportunidad de aprovecharse de su sencillez y de arro garse ante él una impertinente superioridad a la que no tienen ningún derecho. Su bondad puede permitirle so portar esto durante algún tiempo, pero al final se cansa y lo hace muchas veces cuando ya es tarde y el nivel que debería haber alcanzado se ha perdido irremediablemente y ha sido, como consecuencia de su negligencia, usurpado por alguno de sus compañeros más desenvueltos aunque mucho menos meritorios. Una persona con este carácter tiene que ser muy afortunada en la primera selección de sus compañeros si a su paso por el mundo tropieza exclu sivamente con la recta justicia, incluso por parte de quie nes por su propia amabilidad en el pasado puede tener al gún motivo para considerar como sus mejores amigos.

Una juventud demasiado modesta y demasiado carente de ambiciones es frecuentemente seguida por una edad adulta insignificante, quejosa e infeliz.

A veces sucede que los infortunados a quienes la natu raleza ha situado bastante por debajo de lo normal se ponderen aún más por debajo de lo que en realidad están.

Tamaña humildad parece sumirlos en ocasiones en la idiotez. Cualquiera que se tome la molestia de estudiar atentamente a los idiotas comprobará que las facultades intelectuales de muchos de ellos no son en absoluto más débiles que las de muchas otras personas que, aunque re conocidamente necias y estúpidas, no son consideradas idiotas por nadie. Hay muchos idiotas que mediante una educación corriente han aprendido a leer, escribir y con tar de manera aceptable. Y hay muchas personas, jamás calificadas de idiotas, que a despecho de la educación más esmerada y pese a que en su vejez han tenido el ánimo su ficiente para intentar aprender lo que su educación tem prana no les había enseñado,' no han podido alcanzar un dominio razonable de ninguno de esos tres campos. Mas por un instinto de orgullo se ponen al mismo nivel que sus pares en edad y posición y con coraje y firmeza man tienen su condición apropiada entre sus compañeros. Un instinto opuesto hace que el idiota se sienta inferior a cualquier otra compañía en donde usted pueda situarlo.

El maltrato, al que es extremadamente susceptible, puede encender en él los más violentos arranques de furor y có lera. Pero ningún trato bondadoso, ninguna amabilidad o indulgencia podrán lograr nunca que se relacione con us ted como su igual. Ahora bien, si consigue usted entablar algún tipo de vínculo con él, en muchos casos comproba rá que sus respuestas son bastante pertinentes e incluso sensatas. Pero siempre están grabadas con una marcada conciencia de su propia inferioridad. Parece eludir y por así decirlo retirarse de su vista y trato, y sentir, cuando se coloca en su posición, que a pesar de su visible condes cendencia no puede usted evitar considerarlo como al guien profundamente inferior a usted. Algunos idiotas, probablemente la mayoría, lo son por un cierto entume cimiento o embotamiento de las facultades intelectuales.

Hay otros, empero, cuyas facultades no parecen más tor pes o aletargadas que las de numerosas otras personas no calificadas de idiotas: el instinto de orgullo indispensable para mantenerlos en igualdad con sus semejantes está to talmente ausente en los unos y no en los otros.

Por consiguiente, el nivel de autoestima que contribuye más a la felicidad y contento de la persona misma parece de igual modo el más agradable para el espectador impar- cial. El hombre que se aprecia como debe, y no más, en contadas ocasiones deja de obtener de los demás la estima que él juzga apropiada. No ambiciona más de lo que me rece y está con ello totalmente satisfecho.

El hombre orgulloso y el vanidoso, por el contrario, viven siempre insatisfechos. El primero está atormentado por la indignación a causa de lo que él piensa que es la injusta superioridad de otros. El segundo sufre el pavor incesan te de la vergüenza que podría sobrevenirle si lo insosteni ble de sus pretensiones resulta descubierto. Las extrava gantes pretensiones de un hombre realmente magnánimo, cuando están amparadas por capacidades y virtudes es pectaculares y sobre todo por la buena suerte, embaucan al vulgo, cuyos aplausos valora en poco, pero no a los sabios, cuya aprobación es lo único que valora y cuya estima ansia con vehemencia. Le parece que ellos se dan cuenta de las cosas y sospecha que desprecian su desme dida arrogancia; y a menudo padece la cruel desdicha de convertirse al principio en tel enemigo celoso y secreto, y finalmente en el enemigo declarado, furioso y vengativo de las mismas personas en el disfrute de cuya amistad se gura y sin recelos habría cosechado la máxima felicidad.

Aunque nuestra antipatía hacia los soberbios y presun tuosos nos predispone con frecuencia a calificarlos por debajo de lo que merecen, rara vez los maltratamos, salvo que seamos provocados por una impertinencia concreta y personal. En circunstancias normales y para nuestra pro pia tranquilidad nos conformamos con acomodarnos lo mejor que podemos a su insensatez. Pero con el individuo que se subestima, excepto que tengamos más inteligencia y más generosidad de las que ostentan la mayoría de los hombres, rara vez dejamos de ser al menos tan injustos como él lo es consigo mismo, y a menudo lo somos mucho más. Él es no sólo más desgraciado en sus sentires que el soberbio o el vanidoso, sino que está mucho más expues to a la sevicia de los demás. En casi todas las circunstan cias, en cualquier aspecto, es mejor ser un poco demasia do orgulloso que un poco demasiado humilde. Y en el sentimiento de la autoestima un cierto grado de exceso resulta, tanto para la persona como para el espectador im parcial, menos desagradable que cualquier grado de de fecto.

Aquí, por tanto, como en cualquier otra emoción, pa sión y hábito, el nivel más agradable para el espectador imparcial es asimismo el más grato para la propia perso na, y conforme el exceso o el defecto sean menos ofensi vos para el primero, el uno o el otro resultan menos des agradables para la segunda.


 
Conclusión de la sexta parte
La preocupación por nuestra propia felicidad nos reco mienda la virtud de la prudencia; la preocupación por la de los demás, las virtudes de la justicia y la beneficencia, que en un caso nos impide que perjudiquemos y en el otro nos impulsa a promover dicha felicidad. Indepen dientemente de cualquier consideración a lo que son, o a lo que deberían ser, o a lo que podrían ser bajo ciertas condiciones los sentimientos de los demás, la primera de esas tres virtudes nos es originalmente recomendada por nuestros afectos egoístas, y las otras dos por nuestros afectos benevolentes. La consideración de los sentimien tos de los demás es algo que viene a continuación para ga rantizar el cumplimiento y dirigir la práctica de todas esas virtudes, y ninguna persona durante su vida o durante cualquier fracción de la misma ha recorrido con tesón y sin descanso los senderos de la prudencia, la justicia o la correcta beneficencia, sin que su conducta haya sido prin cipalmente orientada merced a una referencia a los sentimientos del supuesto espectador imparcial, el ilustre re cluso del pecho, el egregio juez y árbitro de la conducta.

Si en el transcurso del día nos hemos desviado en algún aspecto de las reglas que nos ha prescrito, si nos hemos excedido o relajado en nuéstra frugalidad o nuestra labo riosidad, si en algún aspecto hemos dañado por pasión o inadvertencia el interés o la felicidad de nuestro prójimo, si hemos dejado pasar una oportunidad patente y propia para promover dicho interés y felicidad, dicho recluso nos llama a capítulo por todas esas omisiones e infraccio nes, y sus reproches a menudo nos hacen sonrojar en nuestro interior tanto por nuestro desatino y descuido hacia nuestra propia felicidad como por nuestra quizá aún mayor indiferencia y desatención hacia la de los demás.

Pero aunque las virtudes de la prudencia, la justicia y la beneficencia nos son recomendadas igualmente por dos principios diferentes, las de la continencia nos son reco mendadas en la mayoría de los casos principal y casi ente ramente por uno solo: el sentido de la corrección, el res peto a los sentimientos del supuesto espectador imparcial.

Sin la represión que impone este principio, todas las pa siones en la mayoría de las circunstancias se precipitarían de cabeza, si se me permite decirlo, hacia su propia satis facción. La cólera seguiría las sugerencias de su propio furor, y el miedo los de sus propias violentas agitaciones.

Ninguna consideración de tiempo o lugar inducirá a la vanidad para que se contenga en su sonora y totalmente impertinente ostentación, ni a la voluptuosidad para que frene su rienda suelta descarada, indecente y escandalosa.

El respeto por lo que son, o por lo que deben ser, o por lo que bajo ciertas condiciones pueden ser los sentimien tos de otras personas es el único principio que en la ma yoría de los casos intimida todas las pasiones sediciosas y turbulentas, y las modera hasta el tono y humor que pue de asumir y con los que puede identificarse el espectador imparcial.

En algunas ocasiones, esas pasiones son restringidas no tanto por un sentido de su impropiedad como por consi deraciones prudenciales acerca de las consecuencias nega tivas que podrían derivarse de su satisfacción. En tales ca sos, aunque las pasiones están contenidas, no siempre están dominadas, y a menudo siguen acechando en el pe cho con toda su furia original. La persona cuya ira es re primida por el miedo no siempre abandona su cólera, sino que reserva su satisfacción para una oportunidad más segura. Pero el individuo que al relatar a un tercero el daño que ha sufrido siente de inmediato que el frenesí de su pasión es templado y calmado por la simpatía con los sentimientos más moderados de éste, que adopta esos sentimientos más moderados y llega a contemplar ese daño no en los colores tenebrosos y atroces con los que lo observó originalmente sino desde la perspectiva más indulgente y bonancible de su compañero, no sólo repri me su ira sino que en alguna medida la somete. La pasión verdaderamente se reduce y es menos capaz de empujarlo a la venganza violenta y sangrienta que en un principio quizá pudo pensar en infligir.

Las pasiones que son reprimidas por un sentido de la corrección, son todas en algún grado moderadas y domi nadas por el mismo. En cambio, las que sólo son reprimi das por consideraciones prudenciales de cualquier tipo resultan frecuentemente inflamadas por la represión y a veces (mucho después de la provocación y cuando nadie está pensando en ella) estallan de modo absurdo e inespe rado y con diez veces más furia y violencia.

La ira, como cualquier otra pasión, puede en numero sas ocasiones ser muy apropiadamente reprimida por consideraciones prudenciales. Se requiere un ejercicio de valor y autocontrol para esta especie de represión, y el es pectador imparcial puede verla con aquella suerte de fría estima debida al tipo de conducta que considera un mero asunto de prudencia vulgar, aunque nunca con la afectuo sa admiración con que analiza las mismas pasiones cuan do, por el sentido de la corrección, son moderadas y so juzgadas hasta donde él las puede asumir fácilmente. En la primera clase de restricción, puede que detecte algún nivel de corrección, e incluso quizá de virtud, pero se tra ta de una corrección y virtud de una categoría muy infe rior a lo que siempre experimenta con arrobo y admira ción en la segunda clase.

Las virtudes de la prudencia, la justicia y la beneficen cia no tienden a producir otra cosa que efectos sumamen te agradables. La consideración a estos efectos, así como originalmente las hace recomendables al actor, después las vuelve recomendables al espectador imparcial. En nuestra aprobación del carácter de la persona prudente, sentimos con peculiar complacencia la seguridad que debe disfrutar mientras actúa con la salvaguardia de esa virtud sosegada y cauta. En nuestra aprobación del carác ter del individuo justo, sentimos con idéntica complacen cia la seguridad que todos los que están relacionados con él, en el vecindario, la sociedad, los negocios, deben deri var de su escrupuloso afán por no dañar ni ofender jamás.

En nuestra aprobación del carácter del ser humano bené fico, adoptamos la gratitud de todos los que están dentro de la esfera de sus buenos oficios, y concebimos junto a ellos el sentido más elevado de su mérito. En nuestra aprobación de todas estas virtudes, nuestro sentido de sus consecuencias agradables, de su utilidad, para la persona que las ejercita o para otras, se une con nuestro sentido de su corrección, y constituye siempre una sección conside rable y con frecuencia la mayor parte de esa aprobación.

Pero en nuestra aprobación de las virtudes de la con tinencia, la complacencia con sus efectos a veces no constituye parte alguna de dicha aprobación, y frecuentemente sólo una muy pequeña. Tales efectos pueden ser unas ve ces agradables y otras veces desagradables, y aunque nuestra aprobación es sin duda más intensa en el primer caso, en absoluto resulta destruida en el segundo. El valor más heroico puede ser empleado indiferentemente en la causa de la justicia o de la injusticia, y aunque evidente mente es mucho más apreciado y admirado en el primer caso, sigue pareciendo una cualidad insigne y respetable incluso en el segundo. En ésa y en todas las demás virtu des de la continencia, la cualidad espléndida y deslum brante siempre es la grandeza y entereza del esfuerzo, y el agudo sentido de la corrección que es necesario para rea lizar y sostener dicho esfuerzo. Las consecuencias reciben a menudo una muy escasa atención.


 
SÉPTIMA PARTE. DE LOS SISTEMAS DE FILOSOFÍA MORAL



 
Sección I. De las cuestiones que deben ser examinadas en una teoría de los sentimientos morales
Si estudiamos las más famosas y notables teorías que han sido planteadas a propósito de la naturaleza y origen de nuestros sentimientos morales, comprobaremos que casi todas coinciden con alguna de las partes de la teoría que he intentado exponer aquí, y que si todo lo que ya se ha dicho es tomado en consideración, no tropezaríamos con dificultad alguna para explicar qué visión o aspecto de la naturaleza llevó a cada autor a edificar su doctrina particular. En última instancia, todos los sistemas morales que han alcanzado alguna reputación han derivado de al­ gunos de los principios que he procurado desarrollar.

Como todos se fundan en ese sentido en principios natu­ rales, todos son en alguna medida correctos, pero como muchos de ellos se derivan de una perspectiva parcial e imperfecta de la naturaleza, muchos están en algunos as­ pectos equivocados.

Al abordar los principios de la moral hay que conside­ rar dos problemas. Primero, en qué consiste la virtud, ocuál es el tono del temperamento y el tenor de la conduce ta que constituyen el carácter excelente y laudable, el ca­ rácter que es el objeto natural de la estima, la honra y la aprobación. Y segundo, mediante qué poder o facultad de la mente nos resulta recomendable dicho carácter, cual­ quiera que sea, o en otras palabras, cómo y a través de qué medios sucede que la mente prefiere una línea de conduc­ ta a otra, llama bien a la primera y mal a la segunda, con­ sidera a una objeto de aprobación, honra y recompensa, y a otra objeto de culpa, censura y castigo.

Estudiamos la primera cuestión cuando nos plantea­ mos si la virtud consiste en la benevolencia, como sugiere el

Dr. Hutcheson; o en actuar en conformidad con las diver­ sas relaciones que entablemos, como supone el Dr. Clar­ ke; o en la sabia y prudente búsqueda de nuestra felicidad real y plena, como han opinado otros.

Analizamos la segunda cuestión cuando nos pregunta­ mos si el carácter virtuoso, sea cual fuere, nos es reco­ mendado por el amor propio, que nos hace percibir que dicho carácter, tanto en nosotros mismos como en los de­ más, tiende a promover mejor nuestro propio interés par­ ticular; o por la razón, que nos subraya la diferencia entre un carácter y otro, del mismo modo que nos señala la di­ ferencia entre lo verdadero y lo falso; o por un poder de percepción especial, denominado sentido moral, que el carácter virtuoso satisface y agrada, mientras que el con­ trario disgusta y desagrada; o, finalmente, por algún otro principio de la naturaleza humana, como una alteración de la simpatía o algo similar.

Consideraré al principio los sistemas que han sido planteados a propósito de la primera cuestión, y después abordaré los referidos a la segunda.


 
Sección II. De las diferentes explicaciones que han sido planteadas acerca de la naturaleza de la virtud



 
Introducción
Las diversas explicaciones que han sido presentadas so­ bre la naturaleza de la virtud, o sobre la disposición del ánimo que constituye el carácter excelente y loable, pue­ den ser reducidas a tres grupos diferentes. Según unos, el temperamento virtuoso no estriba en una especie concre­ ta de afectos sino en el control y dirección adecuados de todos nuestros afectos, que podrán ser virtuosos o vicio­ sos según los objetivos que persigan y el grado de vehe­ mencia con que lo hagan. Para estos autores, por consi­ guiente, la virtud consiste en la corrección.

Según otros, la virtud radica en la búsqueda juiciosa de nuestro propio interés y felicidad, o en el gobierno y orientación adecuados de nuestros afectos egoístas que apuntan exclusivamente hacia tal finalidad. En su opi­ nión, por tanto, la virtud consiste en la prudencia.

Un tercer conjunto de autores piensa que la virtud es­ triba sólo en los afectos que apuntan hacia la felicidad de los demás, y no en los que apuntan a la nuestra. Según ellos, por consiguiente, la benevolencia desinteresada es ejj único motivo que puede imprimir sobre cualquier acción el carácter de la virtud.

Es evidente que el carácter de la virtud debe o bien ser atribuido indiferentemente a todos nuestros afectos, cuando se hallan bajo un control y una dirección adecua­ dos, o bien debe ser limitado a alguna clase o división de los mismos. La gran separación de nuestros afectos es en­ tre los egoístas y los benevolentes. Si el carácter de la vir­ tud, entonces, no puede ser adscrito indiferentemente a todos nuestros afectos, cuando están adecuadamente go­ bernados y orientados, habrá de ser restringido a los que pretenden directamente nuestra felicidad particular o a los que pretenden directamente la de los demás. Es decir; si la virtud no consiste en la corrección, deberá consistir en la prudencia o en la benevolencia. Aparte de estas tres, es prácticamente imposible imaginar alguna otra explica­ ción de la naturaleza de la virtud. Procuraré demostrar en las páginas que siguen que las demás explicaciones apa­ rentemente distintas de esas tres, en el fondo coinciden con alguna de ellas.


 
1. De los sistemas según los cuales la virtud consiste en la corrección
Según Platón, Aristóteles y Zenón, la virtud estriba en la corrección de la conducta, o en la conformidad entre el afecto desde el que actuamos y el objeto que lo anima.

I. En el sistema de Platón 11 el alma es considerad como un pequeño estado o república, compuesta por tres facultades u órdenes diferentes.

La primera es la facultad del juicio, que determina no sólo cuáles son los medios adecuados para alcanzar cualquier fin, sino también qué fines son los idóneos y qué grado de valor relativo debemos asignar a cada uno.

Platón denominó muy apropiadamente a esta facultad razón, y consideró que tenía derecho a ser principio rector del conjunto. Incluyó evidentemente bajo esta apelación no sólo la facultad por la cual juzgamos la verdad y la falsedad sino también aquélla mediante cual juzgamos la propiedad e impropiedad de los desed y los afectos.

Redujo a dos clases u órdenes las diversas pasiones 3 apetitos, sujetos naturales de dicho principio rector, perc muy propensos a rebelarse contra su amo. La primerí abarcaba las pasiones basadas en el orgullo y el resenti­ miento, o lo que los escolásticos denominaban la partí irascible del alma: la ambición, la animosidad, el amor a 1¡ honra y el pavor a la vergüenza, el deseo de victoria, su¡ perioridad y venganza; todas las pasiones, en suma, qu
Rara vez ocurre que nos topamos con el plan de con- ducta que prescribe el principio rector, y que en todaflj nuestras horas de sobriedad nos habíamos planteados como el más apropiado para nosotros, si no nos impulsa! alguno de esos dos conjuntos de pasiones, o bien la ambi­ ción y el resentimiento ingobernables o bien las importu­ nas incitaciones del ocio y el placer presentes. Aunque esas dos clases de pasiones pueden desorientarnos, son partes necesarias de la naturaleza humana: las primeras nos han sido dadas para protegernos de los daños, para hacer valer nuestro rango y dignidad en el mundo, para que aspiremos a lo que es noble y honorable, y para que dis­ tingamos a quienes actúan del mismo modo; y las segun­ das para proveer al sostenimiento y las necesidades del cuerpo.

En el vigor, la agudeza y la perfección del principio rector estribaba la virtud de la prudencia, que según Platon consistía en un discernimiento justo y claro, basado en nociones generales y científicas, de los fines que era apropiado perseguir y los medios apropiados para alcan­ zarlos.

Cuando las pasiones del primer conjunto, las de la par­ te irascible del alma, tenían tal grado de energía y firmeza que permitía que, bajo la dirección de la razón, se despre­ ciaran todos los peligros en la búsqueda de lo que fuese honorable y noble, ello constituía la virtud de la fortaleza y la magnanimidad. Este orden de pasiones, según dicho sistema, era de una naturaleza más generosa y noble que el otro. Eran consideradas en muchas ocasiones como las auxiliares de la razón, que frenaban y reprimían los apeti­ tos más bajos y brutales. Se observaba que a menudo es­ tamos enfadados con nosotros mismos, nos convertimos en objeto de nuestro propio resentimiento e indignación, cuando el amor al placer nos compele a hacer aquello que reprobamos, y la parte irascible de nuestra naturaleza es así convocada para que asista a la racional contra la con­ cupiscible.

Cuando las tres partes diferentes de nuestra naturaleza estaban en perfecto acuerdo recíproco, cuando ni las pa­ siones irascibles ni las concupiscibles pretendían ninguna satisfacción que la razón no aprobaba, y cuando la razón jamás demandaba nada que ellas no estuvieran por sí mis­ mas dispuestas a realizar, esta feliz composición, esta per­ fecta y completa armonía del alma constituía lo que en su lengua se expresa mediante una palabra que habitualmen­ te traducimos como templanza, aunque quizá sería más propio traducir como buen temperamento, o sobriedad y moderación del ánimo.

La justicia, la última y más importante de las cuatro virtudes cardinales, tenía lugar según esta doctrina cuan­ do cada una de esas tres facultades mentales se mantenía dentro de las fronteras de su propia actuación y no inten­taba inmiscuirse en ninguna de las otras, cuando la razón dirigía y la pasión obedecía, y cuando cada pasión acome­ tía la labor que le era propia y se esforzaba en el cumpli­ miento de su objetivo correcto de forma condescendiente y sin resistencia, y con el grado de vigor y energía apro­ piado al valor de lo que se pretendía alcanzar. En esto es­ tribaba la virtud cabal, la perfecta corrección de la con­ ducta, que Platón, siguiendo a algunos de los antiguos pitagóricos, denominó justicia.

Hay que destacar que la palabra justicia en griego tiene varios significados, y como por lo que yo sé ello ocurre también con la palabra correspondiente en todas las de­ más lenguas, tiene que existir alguna afinidad natural en­ tre todos esos significados. En un sentido se dice que so­ mos justos con nuestro prójimo cuando nos abstenemos de ocasionarle ningún daño efectivo, y no lo perjudica­ mos directamente ni en su persona, ni en su propiedad, ni en su reputación. Esta es la justicia a la que me he referi­ do antes (parte II, sec. II, cap. 1), cuya observancia puede ser exigida mediante la fuerza, y cuya violación expone al castigo. En otro sentido se afirma que no somos justos con nuestro prójimo si no concebimos'hacia él todo el amor, respeto y estima que su carácter, posición y rela­ ción con nosotros vuelve conveniente y apropiado que sintamos, y si no actuamos en consecuencia. En este sen­ tido se dice que cometemos una injusticia contra un indi­ viduo meritorio relacionado con nosotros si no nos esfor­ zamos en ayudarlo y en situarlo en la posición en la cual se complacería en verlo el espectador imparcial. El primer sentido de la palabra coincide con lo que Aristóteles y los escolásticos llaman justicia conmutativa, y que Grocio denomina justitia expletrix, que consiste en apartamos de lo ajeno y en hacer voluntariamente todo lo que con pro­ piedad se nos podría obligar a hacer. El segundo sentido de la palabra coincide con lo que algunos han llamado apropiado del elogio y la aprobación. Consiste según él en el estado mental en el cual cada facultad se limita a su propia esfera sin invadir la de ninguna otra, y realiza la labor que le es propia con el grado preciso de energía y vigor que le corresponde. Es obvio que su disquisición coincide en todos los aspectos con lo que se ha dicho acerca de la corrección de la conducta.

II. Según Aristóteles 13 la virtud consiste en el hábito de la mediocridad conforme a la recta razón. El piensa que cada virtud particular yace en una especie de inter­ medio entre dos vicios contrapuestos, de los que uno ofende por estar demasiado afectado por unos objetos concretos y el otro por estarlo demasiado poco. Así, la virtud de la fortaleza o el coraje se sitúa en el medio de los vicios opuestos de la cobardía y la presuntuosa teme­ ridad, de los que uno ofende por estar demasiado afecta­ do por los objetos del temor y el otro por estarlo dema­ siado poco. Así también, la virtud de la frugalidad se ubica en el medio de la avaricia y la profusión, de las que una estriba en un exceso y la otra en un defecto de la co­ rrecta atención a los objetos del propio interés. De igual forma, la magnanimidad yace en el medio del exceso de arrogancia y el defecto de pusilanimidad, de los que uno radica en un sentimiento demasiado extravagante y el otro en uno demasiado endeble de nuestro propio valor y dignidad. Es innecesario subrayar que esta explicación de la virtud se corresponde bastante exactamente con lo que se ha dicho sobre la propiedad e impropiedad de la con­ ducta.

Es verdad que de acuerdo con Aristóteles 14 la virtud no consiste tanto en esos afectos moderados y rectos como en el hábito de esa moderación. Para comprender esto

hay que observar que la virtud puede ser considerada como la cualidad de una acción o como la cualidad de una persona. En tanto que atributo de una acción consiste, in­ cluso para Aristóteles, en la razonable moderación del afecto del que procede la acción, sea esta disposición algo habitual en el individuo o no. En tanto que atributo de una persona consiste en el hábito de esa razonable mode­ ración, en haber llegado a ser la disposición acostum­ brada y usual del ánimo. Así, el acto que procede de un arrebato ocasional de generosidad es sin duda un acto generoso, pero la persona que lo realiza no es necesaria­ mente generosa, porque puede tratarse del único acto de esa guisa que ha realizado nunca. La motivación y dispo­ sición del corazón a partir de la cual se ha realizado la ac­ ción puede haber sido justa y apropiada, pero como este galante feliz puede haber sido más el efecto de un humor incidental que de nada afianzado o permanente en el ca- fácter, no puede representar un gran honor para el prota­ gonista. Cuando afirmamos que un carácter es generoso o

Caritativo o virtuoso en algún aspecto queremos decir que

disposición que expresa cada uno de esos apelativos es la disposición usual y acostumbrada de la persona. Pero las cciones individuales de cualquier tipo, por apropiadas y

Convenientes que sean, tienen una escasa capacidad para probarlo. Si una acción individual fuera suficiente para im- primir el carácter de cualquier virtud en la persona que la

¡realiza, el individuo más indigno podría reivindicar todas as virtudes, puesto que no hay ser humano que no haya obrado en algunas ocasiones con prudencia, justicia, tem­ planza y fortaleza. Ahora bien, aunque los actos indivi­ duales, por laudables que sean, arrojan una muy pequeña alabanza sobre la persona que los realiza, un solo acto vi­ cioso cometido por alguien cuya conducta es normal­mente recta, rebaja acusadamente y a veces destruye del todo nuestra opinión sobre su virtud. Un acto aislado de esa clase muestra suficientemente que sus hábitos no son perfectos y que no se puede contar con él tanto como ca­ bría haber imaginado a partir del tenor usual de su com­ portamiento.

El mismo Aristóteles 15, cuando declaró que la virtud consistía en hábitos prácticos, tenía probablemente la idea de oponerse a la doctrina de Platón, que opinaba que los sentimientos justos y los juicios razonables sobre lo que era propio hacer o evitar bastaban para constituir la vir­ tud más cabal. Según Platón, la virtud puede ser conside­ rada como una especie de ciencia, y él creía que ninguna persona podía ver clara y demostrativamente lo que esta­ ba bien y lo que estaba mal y no actuar en consecuencia.

La pasión podía lograr que nos opusiésemos a las opinio­ nes dudosas e inciertas, pero no a los juicios nítidos y evi­ dentes. Aristóteles, por el contrario, estimaba que no ha­ bía convicción intelectual capaz de extraer lo mejor de los hábitos inveterados, y que la buena moral brotaba no del conocimiento sino de la acción.

III. Según Zenón16, el fundador de la doctrina esto ca, cada animal estaba por naturaleza encomendado a su propio cuidado, y estaba dotado del principio del amor propio, con objeto de que se afanase por conservar no sólo su existencia sino todas las diversas partes de su na­ turaleza en el mejor y más perfecto estado que pudiese.

El amor propio del ser humano abrazaba, si se me per­ mite la expresión, su cuerpo y todos sus miembros, su mente y todas sus facultades y poderes, y anhelaba la conservación y mantenimiento de todos en su mejor y más perfecta condición. Por consiguiente, todo lo que tendía a apoyar ese estado de la existencia le era señalado por la naturaleza como propio para ser escogido, y todo lo que tendía a destruirlo, como propio para ser rechaza­ do. Así, la salud, el vigor, la agilidad y desenvoltura del

¡cuerpo y las comodidades externas que pudiesen promo­ verlos, la riqueza, el poder, los honores, el respeto y esti- ma de quienes nos rodean, nos eran naturalmente indica­ dos como las cosas elegibles y su posesión era preferible a

Su carencia. En cambio los achaques, las enfermedades, p s molestias, los dolores corporales y las inconveniencias jsxternas que tienden a ocasionarlos o a inducirlos, la po­ breza, la falta de autoridad, el menosprecio o el odio de

ÍJíiienes nos rodean, nos eran del mismo modo señalados como cosas a ser rehuidas y evitadas. En cada una de estas

(Jos clases opuestas, algunos objetos parecían ser más ele­ gibles o rechazables que otros en la misma clase. En la primera, por ejemplo, la salud parecía obviamente prefe­ rible al vigor, y éste a la agilidad, la reputación al poder y éste a la riqueza. Y en la segunda, las enfermedades de­ bían ser más evitadas que las molestias, la ignominia más f c e la pobreza y ésta más que la pérdida de poder. La vir- pid y la corrección de la conducta radicaban en la elec- ón y rechazo de todos los diversos objetos y circuns- ancias conforme fueran por naturaleza más o menos objetos de elección o rechazo, en seleccionar siempre de las diversas opciones que se nos presentaban aquélla más

^legible, siempre que no pudiésemos obtener todas las

¡elegibles y también en seleccionar entre los diversos obje­ tos rechazables el que lo fuera más, siempre que no pu­ diésemos rechazarlos a todos. Al escoger y desestimar con tal discernimiento justo y preciso, al prestar a cada objeto el grado exacto de atención que merece conforme

»1 sitio que ocupa en la escala natural de las cosas, mante­nemos según los estoicos la perfecta rectitud de compor­ tamiento que constituye la esencia de la virtud. Llamaban a esto vivir coherentemente, vivir de acuerdo con la natu­ raleza, y obedecer las leyes y directrices que la naturaleza, o el Autor de la misma, había prescrito para nuestra con­ ducta.

En esta medida la idea estoica de la corrección no difie­ re mucho de la de Aristóteles y los antiguos peripatéticos.

Entre los objetos primarios que la naturaleza nos había recomendado como elegibles se contaba la prosperidad de nuestra familia, de nuestros parientes y amigos, de nuestro país, la humanidad y el universo en general. La naturaleza también nos había enseñado que así como la prosperidad de dos era preferible a la de uno, la de mu­ chos o la de todos debía serlo infinitamente más. Cada uno de nosotros era sólo uno, y por consiguiente cada vez que nuestra prosperidad fuese incompatible con la del conjunto o la de una fracción considerable del mismo, de­ bería ceder, incluso desde la perspectiva de nuestra propia opción, ante lo que resultaba tan vastamente preferible.

Como todos los acontecimientos del mundo eran dirigi­ dos por la providencia de un Dios sabio, omnipotente y bondadoso, teníamos la seguridad de que todo lo que pu­ diese ocurrir tendía a la prosperidad y perfección del con­ junto. Así, si nosotros estábamos sumidos en la pobreza, la enfermedad o cualquier otra calamidad, debíamos ante todo realizar el máximo esfuerzo de que fuésemos capa­ ces para rescatarnos a nosotros mismos de tan desagrada­ ble contexto. Pero si después de todo lo que pudiésemos hacer veíamos que era.imposible, debíamos quedarnos contentos porque el orden y la perfección del universo requerían que en ese momento nosotros continuásemos en tal situación. Y como incluso para nosotros la prospe­ ridad del conjunto debía ser preferible a una parte tan in­ significante como nosotros, cualquiera fuese nuestra si­tuación debería desde ese instante transformarse en obje­ to de nuestro aprecio, si íbamos a mantener la completa propiedad y rectitud de sentimiento y proceder en que radicaba la perfección de nuestra naturaleza. Ciertamente, si aparecía una oportunidad para liberarnos del problema, era nuestro deber aprovecharla. En tal caso resultaría evi­ dente que el orden del universo ya no exigía que siguiése­ mos en esa situación y el gran Director del mundo, al se­ ñalar el camino que deberíamos seguir, claramente nos estaría convocando para que la abandonásemos. Lo mis­ mo sucedía con la adversidad de nuestros parientes, nues­ tros amigos y nuestro país. Si estaba en nuestra mano, sin violar ninguna obligación más sagrada, prevenir o termi­ nar con su calamidad, el hacerlo era indudablemente nuestro deber. La propiedad de la acción, la regla que Jú ­ piter nos había dado para dirigir nuestros actos, evidente­ mente nos lo conminaba. Pero si el realizarlo estaba total­ mente fuera de nuestro alcance, debíamos entonces considerar que esa eventualidad era la más afortunada po­ sible, puesto que teníamos la garantía de que era la que más tendía a la prosperidad y orden del conjunto, algo que nosotros mismos, si éramos sabios y equitativos, de­ bíamos desear más que ninguna otra cosa. Era nuestro in­ terés último considerado como parte de ese conjunto, cuya prosperidad debía ser no sólo nuestro principal sino nuestro único objeto de deseo.

Dice Epicteto: «¿En qué sentido se afirma que algunas cosas están de acuerdo con nuestra naturaleza y otras son contrarias a ella? En el sentido en que nosotros nos consi­ deramos separados y apartados de todas las demás cosas.

A.sí puede sostenerse que es conforme a la naturaleza del pie el estar siempre limpio. Pero si lo consideramos como pife y no como algo separado del resto del cuerpo, le co­ rresponderá a veces chapotear en el lodo, a veces andar sobre espinos y a veces incluso ser amputado para salvar el resto del cuerpo: si rehúsa hacerlo, deja de ser un pie. Y así también deberíamos analizarnos a nosotros mismos.

¿Qué es usted? Un hombre. Si se considera usted como algo separado y distinto, resulta grato a su naturaleza el vivir muchos años, con riqueza y salud. Pero si usted se considera un hombre en tanto que parte de un todo, en razón de ese todo le incumbirá a usted a veces estar enfer­ mo, a veces exponerse a las incomodidades de un viaje por mar, a veces estar en la indigencia, y quizá por último morir antes de tiempo. Y entonces ¿por qué se queja us­ ted? ¿No se da cuenta de que al hacerlo, igual que el pie deja de ser un pie, usted deja de ser un hombre?»17.

Un sabio nunca se lamenta por el destino de la provi­ dencia, ni piensa que el universo se halla sumido en la confusión porque él no está bien. N o se ve a sí mismo como un todo, separado y diferente de cualquier otra sec­ ción de la naturaleza, a ser cuidado individualmente y por sus méritos. Se mira a sí mismo como imagina que lo mira el gran genio de la naturaleza humana, y del mundo. Asu­ me, si se me permite decirlo así, los sentimientos de dicho

Ser divino, y se considera a sí mismo como un átomo, una partícula de un sistema inmenso e infinito, que tiene que ser y debe ser despreciada de acuerdo a la convenien­ cia del conjunto. Seguro de la sabiduría que dirige todos los hechos de la vida humana, acepta jovialmente cual­ quier suerte que le sobrevenga, contento porque es cons­ ciente de que si él conociera todas las conexiones e inter­ dependencias de las diversas partes del universo, tal es la suerte que él mismo habría anhelado. Si ha de vivir, le sa­ tisface vivir; si ha de morir, como la naturaleza no tiene ya motivos para su presencia aquí, voluntariamente va a donde es llamado. Un filósofo cínico de todos los seres racionales y sensibles; y segundo, en cumplir con su deber, en comportarse apropiadamente en los asuntos de esa vasta república, por pequeña que fuera la fracción que dicha sabiduría le había asignado. La pro­ piedad o impropiedad de sus esfuerzos tenían para él mu­ chísima importancia. Su éxito o frustración, en cambio, no tenían ninguna: no excitaban ningún regocijo o aflic­ ción apasionados, ningún deseo o aversión ardientes. Si prefería algunos hechos a otros, si algunas situaciones eran objeto de su elección y otras de su rechazo, no era porque consideraba a unos en sí mismos mejores en algún aspecto a los otros, o porque pensaba que su propia feli­ cidad sería más completa en lo que se llama una situación afortunada que en lo que se concibe como una situación mi­ serable, sino porque la propiedad de la acción, la regla que los dioses le habían dado para dirigir su conducta, exigía que seleccionase y desechase de esa forma. Todos sus afectos eran absorbidos y agotados en dos afectos principales: el del cumplimiento de su deber y el de la máxima felicidad de todos los seres racionales y sensibles.

Para la satisfacción de esta última emoción se apoyaba con la confianza más ciega en la sabiduría y poder del gran Superintendente del universo. Su única inquietud pasaba por la satisfacción de la primera emoción, no por el hecho mismo sino por la corrección de sus esfuerzos.

Fuese cual fuese el desenlace, dejaba en manos de un po­ der y una sabiduría superiores el lograr que promoviese el egregio fin que él mismo estaba extremadamente de­ seoso de que fuese promovido.

Esta corrección en la selección y el rechazo, aunque originalmente nos era indicada, y por así decirlo reco­ mendada y presentada por las cosas y en aras de las cosas elegidas y desechadas, cuando ya estábamos muy familia­ rizados con ella, el orden, la gracia, la belleza que detectá­ bamos en esa conducta, la felicidad que sentíamos que deriva de ella, necesariamente nos parecía de un valor mucho más cuantioso que el hecho mismo de obtener los

©Djetos elegidos, o de evitar los rechazados. La felicidad y ja gloria de la naturaleza humana surgían de contemplar ésa corrección, y de olvidarla surgían la miseria y la des­ gracia.

Para el sabio, cuyas pasiones se hallaban bajo la total

Sujeción de los principios rectores de su naturaleza, la o b ­ servancia minuciosa de dicha corrección era en todas las ocasiones igualmente sencilla. Si estaba próspero, daba gracias a Júpiter por haberlo situado en un contexto tan fácil de manejar y donde existían pocas tentaciones de ha-

®er el mal. Si estaba sumido en la adversidad, igual daba gracias al director del espectáculo de la vida humana, por haber hecho que se enfrente a un atleta vigoroso sobre el cual, aunque la puja sería más violenta, la victoria sería igualmente segura, y más gloriosa. ¿Puede haber vergüen­ za en la desgracia que nos sobreviene sin falta alguna por nuestra parte y ante la cual nos hemos comportado con toda propiedad? N o puede haber allí, por consiguiente, mal alguno y sí, en cambio, el máximo bien y provecho.

Un hombre valiente se alegra de los peligros en los que la suerte, sin temeridad alguna por su parte, lo envuelve.

Ellos proporcionan una oportunidad para practicar la he­ roica intrepidez cuyo ejercicio confiere el sublime deleite que fluye de la conciencia de la superior corrección y la adm iración m erecida. Q uien d om in a todos sus m ov i­ mientos no tiene aversión alguna a medir sus fuerzas y su actividad con el más vigoroso. Del mismo modo, quien domina todas sus pasiones, no teme ninguna circunstan­ cia en la que el Superintendente del universo tenga a bien colocarlo. La munificencia de ese Ser divino lo ha dotado de virtudes que lo convierten en el dueño de cualquier si­ tuación. Si es placer, cuenta con la templanza para conte­ nerse, si es dolor, tiene constancia para soportarlo, si es riesgo o muerte, posee la magnanimidad y la fortaleza para despreciarlos. Las eventualidades de la vida humana nunca lo encuentran de improviso, o desconcertado sobre cómo mantener esa corrección de sentimiento y conducta que en su estimación representa al tiempo su gloria y su felicidad.

Los estoicos creían que la vida humana era un juego de suma pericia, pero en el que había una dosis de azar, o de lo que vulgarmente se entiende por ello. En los juegos de azar la apuesta es normalmente una minucia y todo el placer del juego estriba en jugar bien, respetando las re­ glas y con destreza. Si a pesar de toda su habilidad el buen jugador pierde, por la influencia de la suerte, la pér­ dida debe ser causa más de diversión que de grave pesar.

N o ha hecho trampas ni nada de lo que habría de aver­ gonzarse, y ha disfrutado cabalmente de todo el placer del juego. Por el contrario, si el mal jugador gana, a pesar de todos sus desatinos, su éxito no puede proporcionarle más que una magra satisfacción. Lo mortifican los recuer­ dos de todos los errores que ha cometido. N i siquiera du­ rante el juego puede disfrutar nada del placer que éste es capaz de proporcionar. Cuando ignora las reglas, el te­ mor, la duda y la vacilación son los desagradables senti­ mientos que preceden a cualquier movimiento que haga; cuando sabe jugar, la humillación de hacerlo tan grosera­ mente mal habitualmente completa el desapacible círculo de sus sensaciones. Según los estoicos, la vida humana, con todas las ventajas que pueda acarrear, debería ser considerada como una mera apuesta mínimamente barata, como un asunto demasiado insignificante como para me­ recer ninguna angustiada preocupación. La única inquie­ tud que deberíamos tener no versaba sobre la apuesta sino sobre el modo correcto de jugar. Si hacíamos que nuestra felicidad dependiese de ganar la apuesta, la hacía­ mos depender de causas que estaban más allá de nuestro oder y que no podíamos manejar. Necesariamente nos exponíamos a un miedo y una zozobra perpetuos, y fre­ cuentemente a frustraciones crueles y vergonzosas. Si ha­ cíamos que dependiese de jugar bien, respetar las reglas y actuar con sabiduría y destreza, en suma: de la corrección

¡jie nuestra conducta, la hacíamos depender de lo que, me­ diante una apropiada disciplina, educación y vigilancia, estaba totalmente en nuestras manos y bajo nuestra direc­ ción. Nuestra felicidad estaba así plenamente garantizada f al margen de los vaivenes de la fortuna. El resultado de nuestras acciones, si no lo podíamos controlar, tampoco debía preocuparnos y no podíamos sentir temor o ansie­ dad por su causa, y jamás sufrir por ello ninguna frustra­ ción atroz y ni siquiera grave.

P Para ellos la vida humana misma, así como todos los beneficios o perjuicios que pueden acompañarla, puede íser según las circunstancias el objeto apropiado para nuestra elección o rechazo. Si en nuestro contexto hubie­ re más particularidades compatibles con la naturaleza que contradictorias con ella, la vida en tal caso resultaba en conjunto el objeto adecuado de la elección, y la correc­ ción de la conducta requería que nos mantuviésemos en

¿lia. En cambio, si en nuestra situación, y sin esperan­ zas probables de reforma, hubiese más particularidades

Opuestas a la naturaleza que en armonía con ella, más cir­ cunstancias que fuesen objeto de repulsa que de deseo, en tal caso la vida misma se convertía a los ojos del sabio en un objeto de repudio, y no sólo podía libremente supri­ mirla sino que la propiedad de la conducta, la regla que los dioses le habían dado para dirigir su comportamiento, así lo demandaba. Me ordenan, señala Epicteto, no vivir en Nicópolis y no vivo en Nicópolis, me ordenan no vi­ vir en Atenas y no vivo en Atenas, me ordenan no vivir en Roma y no vivo en Roma, me ordenan vivir en un is­ lote rocoso y diminuto en Gyaros y me voy a vivir allí; pero las casas se ahúman en Gyaros; si el humo es mode­ rado lo aguanto y me quedo, si es excesivo me voy a una casa de donde ningún tirano podrá echarme, siempre ten­ go presente que la puerta está abierta y puedo marcharme cuando quiera y retirarme a ese hogar hospitalario que siempre está abierto para todos; más allá de mi prenda más íntima, más allá de mi cuerpo, no hay hombre que tenga poder sobre mí. Los estoicos decían: si su situación es totalmente insatisfactoria, si su casa está demasiado ahumada para usted, váyase tranquilamente, pero váyase sin desconsuelo, sin murmuración y sin queja. Márchese en calma, satisfecho, jovial, dando gracias a los dioses que por su bondad infinita han despejado el apacible y seguro puerto de la muerte, en todo momento dispuesto para acogernos desde el océano tormentoso de la vida humana; los dioses que han preparado este gran asilo sagrado e in­ violable, siempre abierto, siempre accesible, totalmente fuera del alcance de la ferocidad y la injusticia humana, y suficientemente amplio como para albergar a todos los que quieren y los que no quieren hacer de él su retiro, un asilo que arrebata a todas las personas cualquier preten­ sión de queja, e incluso de fantasía de que pueda haber al­ gún mal en la vida humana, salvo el que cada uno pueda sufrir por su propia insensatez y debilidad.

Los estoicos, en los escasos fragmentos de su filosofía que han llegado hasta nosotros, hablan a veces de aban­ donar la vida con alegría e incluso con ligereza y, si con­ siderásemos esos párrafos fuera de contexto, ello podría inducirnos a creer que según los estoicos podíamos aban­ donarla con propiedad cuando quisiésemos, a nuestro arbitrio y capricho, tras el más superficial disgusto o con­ tratiempo. Comenta Epicteto: «Cuando cena usted con tal persona, se queja de los largos relatos que le cuenta sobre su participación en las guerras de Misia. ‘Y ahora, amigo mío -r-dice— una vez que le he informado sobre cómo conquisté los honores en ese lugar, le contaré có­ mo quedé sitiado en este otro lugar’. Pero si usted no quiere ser fastidiado con sus largas historias, no cene con él. Si acepta su cena, no puede usted lamentar sus exten­ sos relatos. Lo mismo sucede con lo que usted llama los males de la vida humana. Nunca se queje usted de lo que en todo momento está en su mano liberarse». A pesar de esta jovialidad e incluso ligereza de expresión, la alterna­ tiva de dejar la vida o de continuar en ella, era según los estoicos un asunto para la deliberación más seria e impor­ tante. Jamás debíamos abandonarla si no recibíamos la ní­ tida convocatoria para hacerlo de aquél poder supervisor que originalmente nos la dio. Pero no debíamos conside­ rarnos convocados meramente al término indicado e in­ eludible de la vida humana. En el instante en que la provi­ dencia de ese Poder supervisor volvía nuestra condición vital en conjunto un objeto apropiado más para la repulsa que para la elección, la egregia regla que nos había dado para dirigir nuestra conducta requería que la abandonáse­ mos. Entonces cabía decir que habíamos oído la voz ma­ jestuosa y benevolente de ese Ser divino conminándonos para hacerlo.

Por tal razón los estoicos pensaban que podía ser el de­ ber de un sabio el abandonar la vida aunque fuese plena­ mente feliz, mientras que por otro lado podía ser el deber de un mentecato continuar en ella, aunque fuera inevita­ blemente infeliz. Si en la situación del sabio había más circunstancias que eran objetos naturales de rechazo que de elección, toda la situación se convertía en objeto de repudio, y la regla que los dioses le habían dado para orientar su comportamiento requería que la abandonase tan rápidamente como lo aconsejasen sus circunstancias específicas. Pero él era plenamente feliz incluso durante el lapso en el que pensaba que era conveniente que conti­ nuase con vida. Para él la felicidad no consistía en obtener los objetos de su deseo ni en evitar los de su rechazo, sino en elegir y desestimar siempre toda propiedad; no en el éxito sino en la corrección de sus afanes y esfuerzos. En cambio, si en la situación del mentecato había más cir­ cunstancias que eran objetos naturales de elección que de rechazo, toda su situación se convertía en objeto de elec­ ción, y su deber era permanecer en ella. Era infeliz, empe­ ro, porque no sabía cómo sacar partido de tales circuns­ tancias. Por excelentes que fuesen sus cartas, no sabría cómo jugarlas y no podría disfrutar de ninguna satisfac­ ción genuina ni en el desarrollo ni en el desenlace de la partida, cualesquiera que fuesen,8.

La corrección de la muerte voluntaria en algunas oca­ siones, aunque fue quizá más subrayada por los estoicos que por ninguna otra escuela de filósofos antiguos, era sin embargo una doctrina común a todas ellas, incluso a los pacíficos e indolentes epicúreos. En la época del apogeo de los fundadores de las principales sectas de la filosofía antigua, durante la guerra del Peloponeso y bastantes años después de su finalización, todas las diferentes repúblicas de Grecia estuvieron perturbadas en el interior por las fac­ ciones más furiosas, y envueltas en el exterior en las gue­ rras más sanguinarias, en donde cada una nó buscaba sólo la victoria o el dominio sino el exterminio completo de to­ dos sus enemigos o, lo que no era menos cruel, reducirlos al más vil de los estados, el de la esclavitud doméstica, y venderlos, hombres, mujeres y niños, como rebaños de ganado, en el mercado al mejor postor. La pequeñez de la mayoría de esos estados, además, hacía que no fuese muy improbable que ellos mismos padeciesen la misma calami­ dad que tan frecuentemente habían infligido de hecho o al menos intentado infligir sobre algunos de sus vecinos. En contexto tan caótico, la inocencia más acrisolada junto al rango más alto y a los mayores servicios a la comunidad no podían garantizar a ningún individuo, aunque estuviera en su casa y rodeado de sus parientes y conciudadanos, que no iba en algún momento dado, merced al predomi­ nio de alguna facción hostil y furiosa, a ser condenado a la pena más cruel e ignominiosa. Si era hecho prisionero de guerra, o si era conquistada la ciudad de la que era miem­ bro, se exponía a ultrajes e insultos aún mayores, si era posible. Pero cada persona familiariza su imaginación de manera natural o más bien necesaria con los infortunios a que prevé que sus circunstancias frecuentemente puedan exponerla. Es imposible que un marinero no piense muchas veces en tormentas y naufragios, en irse a pique en alta mar, y en cómo se sentiría y actuaría ante tales incidencias.

De la misma forma, era imposible que un patriota o héroe griego no familiarizase su imaginación con todas las cala­ midades a las que era consciente que su situación frecuen­ te o más bien constantemente lo iba a exponer. Igual que un salvaje americano prepara su canción de la muerte (par­te V, cap. 2) y reflexiona sobre cómo comportarse cuando ha caído en poder de sus enemigos y ellos lo matan tras prolongadas torturas entre los insultos y el escarnio de los espectadores, un patriota o héroe griego no podía evitar pensar frecuentemente en cómo debía sufrir y portarse en el destierro, la cautividad, la esclavitud, la tortura y el patí­ bulo. Los filósofos de todas las escuelas con justicia repre­ sentaban la virtud —es decir, el proceder justo, firme y templado— como el camino no sólo con más probabilida­ des sino el más certero e infalible hacia la felicidad, incluso en esta vida. Pero esa conducta no siempre podía eximir de y a veces ihcluso podía exponer a la persona que la adoptaba a todas las calamidades derivadas de esa agitada coyuntura de los asuntos públicos. Procuraban, entonces, mostrar que la felicidad era totalmente o al menos en gran medida algo independiente de la fortuna: los estoicos creían que era así totalmente, mientras que los filósofos de la

Academia y los peripatéticos que era así en gran medida.

La conducta sabia, prudente y buena era en primer lugar la que más podría garantizar el éxito en cualquier empresa, y en segundo lugar, si no lo conseguía, la mente no queda­ ba sin consuelo. El ser humano virtuoso aún seguiría con­ tando con la aprobación completa de su propio corazón y seguiría sintiendo que por adversas que fueran las circuns­ tancias externas, en el interior reinaba la calma, la paz y la concordia. También podría reconfortarse con la seguridad de que poseía el aprecio y estima de todo espectador inte­ ligente e imparcial, que no dejaría de admirar su compor­ tamiento y de lamentar sus reveses.

Al mismo tiempo, esos filósofos trataron de demostrar que las mayores desdichas que podían abatirse sobre la vida humana eran más fácilmente tolerables de lo que co­ múnmente se pensaba. Destacaron las comodidades que un hombre podía tener cuando era reducido a la pobreza, empujado al destierro, expuesto a la injusticia del clamor popular, cuando sufría la ceguera, la sordera, la vejez, la cercanía de la muerte. Señalaron también las reflexiones que podían contribuir a mantener su constancia bajo las agonías del dolor e incluso la tortura, en la enfermedad, en la tristeza por la pérdida de los'hijos, por la muerte de amigos y parientes, etc. Los pocos fragmentos que han llegado hasta nosotros de lo que los primitivos filósofos escribieron sobre estos asuntos constituyen quizá uno de los vestigios más instructivos e interesantes de la antigüe­ dad. El arrojo y valentía de sus doctrinas marca un espec­ tacular contraste con el tono abatido, quejumbroso y pla­ ñidero de algunos de los sistemas modernos.

Y mientras esos filósofos antiguos se afanaban de ese modo para sugerir todas las ideas que pudiesen, al decir de Milton, armar de paciencia contumaz al pecho obsti­nado como con tres capas de acero, al mismo tiempo in­ tentaron sobre todo convencer a sus seguidores de que no había ni podía haber mal alguno en la muerte, y que si su situación se transformaba en cualquier momento deter­ minado en algo demasiado abrumador para ser soportado por su entereza, el remedio estaba siempre a mano, la puerta estaba abierta y podían cuando quisiesen marchar­ se sin temor. Afirmaban que si no había otro mundo des­ pués de éste, la muerte no podía ser nada malo, y si lo ha­ bía, allí también estarían los dioses, y una persona recta tampoco debía esperar nada malo mientras estuviese bajo su amparo. En resumen, esos filósofos prepararon, si se me permite decirlo, una canción de la muerte, que los pa­ triotas y héroes griegos podían entonar en las ocasiones apropiadas; y de todas las diferentes escuelas, creo que hay que reconocer que los estoicos compusieron con di­ ferencia la canción más animosa y denodada.

Sin embargo, el suicidio no era algo demasiado común entre los griegos. Salvo Cleomenes, no recuerdo ahora ningún patriota o héroe insigne de Grecia que se haya quitado la vida. La muerte de Aristómenes (Aristodemo) está mucho más allá del período de la historia genuina que la de Ajax. La conocida historia de la muerte de Te- místocles, aunque corresponde a ese período, tiene todas las características de la más romántica de las fábulas. De todos los héroes griegos cuyas vidas fueron relatadas por

Plutarco, Cleomenes es el único que pereció de esa mane­ ra. Terámenes, Sócrates y Foción, a los que ciertamente no les faltaba coraje, padecieron la prisión y se sometie­ ron pacientemente a la muerte a la que los condenó la in­ justicia de sus conciudadanos. El valeroso Eumenes se dejó llevar p o f sus propios soldados amotinados ante su enemigo Antígono: lo mataron de hambre y no opuso re­ sistencia alguna. El gallardo Filopemen también conllevó el ser tomado prisionero por los mesenios, y arrojado a una mazmorra y supuestamente envenenado. Se dice tam­ bién que varios filósofos murieron de esa forma, pero sus vidas han sido escritas de modo tan disparatado que se da muy poco crédito a la mayor parte de lo que refieren so­ bre ellos. Hay tres relatos dispares sobre la muerte de Ze- nón el Estoico. El primero cuenta que tras haber disfruta­ do durante noventa y ocho años de una salud de hierro, tropezó al salir de su escuela, y aunque no sufrió más daño que la rotura o dislocación de uno de sus dedos, golpeó la tierra con su mano y en palabras de la Niobe de

Eurípides, dijo: Ya voy ¿por qué me llamas?, y de inme­ diato se fue a su casa y se ahorcó. Cabe pensar que a esa edad podría haber tenido un poco más de paciencia. Otra historia sostiene que a la misma edad y como consecuen­ cia de un accidente similar, dejó de comer y murió de ina­ nición. Según el tercer relato murió de muerte natural a los setenta y dos años; es probablemente lo que sucedió y está avalado además por la autoridad de un contem­ poráneo que tenía todas las condiciones para estar bien informado: Perseo, primero esclavo y después amigo y dis­ cípulo de Zenón. La primera narración corresponde a Apo- lonio de Tiro, que vivió en el tiempo de César Augusto, unos doscientos o trescientos años después de la muerte de Zenón. Desconozco al autor del segundo relato. Apo- lonio, que era él mismo un estoico, probablemente pensó que el morir así por propia mano honraría al fundador de una secta que hablaba tanto de la muerte voluntaria. Los hombres de letras, aunque son después de su fallecimien­ to con frecuencia más nombrados que los mayores prín­ cipes y estadistas de su tiempo, por regla general son en vida tan oscuros e insignificantes que sus andanzas son rara vez registradas por los historiadores contemporá­ neos. Los de épocas ulteriores, para satisfacer la curiosi­ dad pública y al carecer de documentos auténticos para verificar o refutar sus narraciones, a menudo las modelan jde acuerdo a su propio capricho y casi siempre con una buena dosis de fantasía. En este caso concreto lo fantásti­ co, no avalado por autoridad alguna, ha prevalecido sobre lo probable, avalado por la mejor autoridad. Diógenes

Laercio concede claramente la preferencia a la versión de

Apolonio. Luciano y Lactancio también dan crédito a la historia de la edad provecta y la muerte violenta.

La moda de la muerte voluntaria parece haber predo­ minado mucho más entre los orgullosos romanos que en­ tre los animados, ingeniosos y acomodaticios griegos. Y ni siquiera entre los romanos esa costumbre se impuso en la era antigua, llamada virtuosa. La historia de la muerte de Régulo, aunque probablemente es una ficción, jamás habría sido inventada si se hubiese supuesto que podría caer alguna deshonra sobre dicho héroe por haberse so­ metido pacientemente a los suplicios que se decía le ha­ bían infligido los cartagineses. Creo que en las épocas posteriores de la república algún deshonor habría acom­ pañado a esa sumisión. En las diversas guerras civiles que precedieron a la destrucción de esa comunidad bastantes hombres eminentes de todas las partes contendientes es­ cogieron perecer por sus propias manos antes que caer en las de sus enemigos. La muerte de Catón, celebrada por

Cicerón y censurada por César, que se transformó en el tema de una grave controversia que enfrentó a los dos abogados quizá más ilustres que el mundo ha podido contemplar, estampó un sello de esplendor sobre dicho método de morir, que éste retuvo durante mucho tiempo.

La elocuencia de Cicerón era superior a la de César. Los admiradores ganaron ampliamente a los críticos, y los amantes de la libertad consideraron por siglos a Catón como el mártif más venerable del bando republicano. El jefe de una parcialidad, observa el cardenal de Retz, pue­ de hacer lo que le plazca; siempre que mantenga la con­ fianza de sus amigos no puede equivocarse; su Eminencia misma había tenido en bastantes ocasiones la oportuni­ dad de ratificar la veracidad de esta máxima. Parece que

Catón unía a sus otras virtudes la de ser un excelente compañero de la botella: sus adversarios lo acusaron de borracho, pero Séneca comenta que cualquiera que plan­ tease a Catón una objeción por tal vicio comprobaba que era mucho más sencillo demostrar que la embriaguez era una virtud que la adicción de Catón a ningún vicio.

Bajo los emperadores dicho método de morir estuvo muy de moda durante un extenso período. Leemos en las epístolas de Plinio narraciones sobre varias personas que escogieron esa forma de muerte más por vanidad y osten­ tación que por lo que a un estoico sobrio y juicioso le ha­ bría parecido una razón correcta y necesaria. Incluso las señoras, que rara vez se quedan cortas en seguir la moda, elegían a menudo, y del todo innecesariamente, morir así y acompañaban en algunas ocasiones a sus maridos a la tumba, como hacen las damas en Bengala. Está claro que la vigencia de esta moda provocó muchas muertes que no habrían tenido lugar en otras circunstancias. Sin embargo, los estragos que probablemente ocasionó este supremo ejercicio de la vanidad y la impertinencia humanas nunca fueron demasiado cuantiosos.

El principio del suicidio, el principio que nos enseña a considerar en algunos contextos que tan violenta acción es un objeto de aplauso y aprobación, es en todo un refi­ namiento filosófico. La naturaleza, en su estado recto y saludable, nunca nos impele al suicidio. Es verdad que exis­ te una especie de melancolía (una enfermedad a la que la naturaleza humana se halla, entre sus varias calamida­ des, desgraciadamente sujeta) que parece estar acompaña­ da por lo que cabría denominar un apetito irresistible de autodestrucción. Se sabe que en condiciones de suma prosperidad externa, y a veces también a despecho de los sentimientos religiosos más serios y más profundamente grabados, esta afección ha arrastrado a sus desventuradas

Víctimas hasta su extremo fatal. Las personas infelices que perecen de este modo tan desdichado no son objetivos propios de crítica sino de conmiseración. Pretender casti­ garlos cuando están ya fuera del alcance de cualquier san­ ción humana no es tan absurdo como injusto. El castigo sólo puede recaer sobre los amigos y familiares sobrevi­ vientes, que siempre son inocentes y para los cuales la pérdida de un ser querido de forma tan deshonrosa siem­ bre será de por sí una abrumadora catástrofe. La naturale­ za, en su estado recto y saludable, nos compele a eludir el infortunio en todas las ocasiones, y muchas veces a defen­ dernos contra él, aunque corramos el riesgo e incluso jiunque estemos seguros de perecer en la defensa. Pero guando no hemos sido capaces de defendernos ni hemos fallecido en el intento, no hay ningún principio natural, ilinguna atención a la aprobación del supuesto espectador imparcial, al juicio del hombre dentro del pecho, que nos mande escapar destruyéndonos. Lo que nos puede empu­ jar a esa decisión es sólo la conciencia de nuestra propia flaqueza, de nuestra incapacidad para aguantar la calami­ dad con valentía y entereza. N o recuerdo haber leído ni oído de ningún salvaje americano que al ser tomado pri­ sionero por una tribu hostil se haya quitado la vida para evitar ser después ejecutado bajo tortura y entre los insul­ tos y mofas de sus enemigos. Para él la gloria es soportar los tormentos con valor y devolver los insultos con diez veces más desdén y escarnio.

El desprecio por la vida y la muerte, y al mismo tiempo la más absoluta sumisión al orden de la providencia, la más completa satisfacción con cualquier eventualidad que la corriente de tes asuntos humanos pueda generar, son las dos doctrinas fundamentales sobre las que se apoyaba todo el sistema de la moral estoica. El independiente y animoso aunque a menudo áspero Epicteto puede ser considerado el gran apóstol de la primera de estas doctri­ nas; y el de la segunda es el manso, humanitario y bene­ volente Antonino (Marco Aurelio).

El esclavo emancipado de Epafrodito, que en su juven­ tud había estado sujeto a la insolencia de un amo brutal, que en su madurez fue por la envidia y el capricho de

Domiciano desterrado de Roma y Atenas y obligado a vi­ vir en Nicópolis, y que podía esperar que el mismo tirano lo enviase a Gyaros o quizás lo ordenase matar, podía preservar su tranquilidad sólo alentando en su mente el más supremo desprecio por la vida humana. Por consi­ guiente, nunca está tan exultante, su elocuencia nunca está tan animada como cuando manifiesta la futilidad e insignificancia de todos sus placeres y todos sus dolores.

El bondadoso emperador, el soberano absoluto de todo el mundo civilizado, que ciertamente carecía de mo­ tivo alguno para lamentar su suerte, se deleita en expresar su contento por el curso normal de las cosas, y en señalar la belleza de aquellas partes en donde los observadores vulgares no podían apreciar ninguna. Observa que hay una corrección e incluso una gracia encantadora en la ve­ jez tanto como en la juventud; la endeblez y decrepitud de un estado son tan conformes a la naturaleza como el florecimiento y el vigor del otro. La muerte es asimismo una conclusión tan propia de la edad avanzada como la juventud lo es de la infancia, o la vida adulta de la juven­ tud. En otra ocasión destaca que así como afirmamos que un médico manda a una persona montar a caballo o to­ mar baños de agua fría o andar descalza, así deberíamos decir que la naturaleza, la gran conductora y médica del universo, ha ordenado a tal persona una dolencia o la amputación de un miembro o la pérdida de un hijo. Por la receta de los médicos normales el paciente traga muchas pociones amargas y soporta muchas operaciones doloro- sas. Se somete a todo con la muy incierta esperanza de resuperar la salud. Del mismo modo, gracias a las recetas ítiás severas del gran médico de la naturaleza, el paciente puede contribuir a su propia salud, su prosperidad y feli­ cidad, con la más plena garantía de que no sólo contribu­ yen sino que son indispensables para la salud, la prosperi­ dad y la felicidad del universo, para el desarrollo y avance del egregio plan de Júpiter. Si así no lo fueran, el universo jamás las habría producido: su omnisciente arquitecto y conductor jamás habría permitido que tuviesen lugar. To­ das, incluso las más pequeñas de las partes que coexisten en el universo, se adaptan mutuamente a la perfección y todas contribuyen a componer un solo sistema inmenso e interconectado; y todos los acontecimientos que se suce­ den, incluso los más insignificantes, forman parte y parte necesaria de esa gran cadena de causas y efectos que no tuvo principio y no tendrá final, y así como todos derivan necesariamente de la organización y diseño original del conjunto, todos son esencialmente necesarios no sólo para su prosperidad sino también para su mantenimiento y preservación. Quien no abraza cordialmente todo lo que le sobrevenga, quien lamenta su destino, quien desea que no le hubiese tocado, pretende en la medida en que pueda detener el movimiento del universo, romper la gran cadena de sucesos cuya evolución es lo único que puede lograr que el sistema continúe y se preserve, y por alguna pequeña conveniencia propia desordenar y des­ componer toda la maquinaria del mundo. En otro lugar proclama: «¡Oh mundo! Todo lo que sea adecuado para ti lo es para mí. Nada resulta para mí temprano o tarde si para ti está en sazón. Todo lo que se cultiva en tus esta­ ciones es frutg para mí. Todas las cosas de ti provienen, están en ti y son para ti. Un hombre dice: ¡Oh bienamada ciudad de Cécrope! ¿No dirás tú: ¡Oh bienamada ciudad de Dios!?».

De estas muy sublimes doctrinas los estoicos, o al me­ nos algunos de ellos, dedujeron todas sus paradojas.

El sabio de los estoicos procuraba asumir la perspectiva del gran Superintendente del universo y ver las cosas como las veía ese Ser divino. Pero para el egregio Super­ intendente del universo todos los acontecimientos que el curso de su providencia podía generar, los que a nuestro juicio eran los mayores y los menores —como dice el

Sr. Pope: el estallido de una burbuja y el del mundo— eran perfectamente idénticos, eran igualmente eslabones de la gran cadena que había predestinado desde toda la eternidad, eran igualmente los efectos de la misma sabi­ duría infalible, de la misma benevolencia universal e infi­ nita. Para el sabio de los estoicos, análogamente, todos esos acontecimientos distintos eran perfectamente idénti­ cos. Era cierto que en el curso de esos hechos se le había asignado un pequeño departamento, en donde él ejercía una reducida administración y dirección. Él procuraba actuar en ese departamento con la mayor propiedad posi­ ble y comportarse conforme a las reglas que según su en­ tender le habían sido prescritas. Pero no tenía ninguna preocupación ansiosa o apasionada ni sobre el éxito ni so­ bre la frustración de sus más leales esfuerzos. La máxima prosperidad o la destrucción total de ese minúsculo de­ partamento, ese reducido sistema que en alguna medida estaba a su cargo, le resultaban absolutamente indiferen­ tes. Si de él dependiesen, habría escogido la una y recha­ zado la otra. Pero como no dependían de él, las dejaba en manos de una sabiduría superior y estaba plenamente convencido de que el desenlace, cualquiera que fuese, se­ ría el mismo que él habría deseado del modo más encare­ cido y devoto, si hubiese podido conocer todas las cone­ xiones e interdependencias de las cosas. Todo lo que hacía bajo el predicamento y dirección de esos principios era igualmente perfecto, y cuando estiraba un dedo, por poner el ejemplo al que comúnmente recurrían, ejecutaba ria acción en todo los aspectos tan meritoria, tan digna lie alabanza y admiración, como cuando entregaba su leída al servicio de su país. Así como para él magno Super­ intendente del universo, las mayores y menores muestras

¡de su poder, la creación y liquidación del mundo, la for­ ja c ió n y disolución de una burbuja, eran igualmente encillas, igualmente admirables e igualmente los efectos de 1i misma sabiduría y benevolencia divinas, así para la persona sabia de los estoicos lo que cabría llamar la gran accián no requería más denuedo que la pequeña, era

Igualmente sencilla, procedía de exactamente los mismos principios y no era en ningún sentido más meritoria ni digna de un grado mayor de aplauso y admiración.

Todos los que habían arribado a este estado de perfec­ ción eran igualmente felices y todos los que no lo alcan­ zaban, aunque fuese por una distancia mínima, eran igualmente infelices. Ellos creían que así como una perso­ na a una pulgada por debajo de la superficie del agua esta­ ba tan imposibilitada de respirar como una persona que estaba cien yardas por debajo, una persona que no había controlado totalmente sus pasiones privadas, parciales y egoístas, que abrigaba algún otro deseo vehemente que no fuese el de la felicidad universal, que no había emergi­ do por entero de la sima de miseria y desorden donde lo había arrastrado su anhelo de satisfacción de esas pasio­ nes privadas, parciales y egoístas, estaba tan imposibilita­ da de respirar el aire puro de la libertad y la independen­ cia, tan incapacitada para disfrutar de la seguridad y felicidad del sabio, como la persona que se hallaba más alejada de esa situación. Así como todos los actos del individuo sabio eran perfectos e igualmente perfectos, todos los del individuo que no había arribado a esa sa­ biduría suprema eran defectuosos y algunos estoicos argumentaban que igualmente defectuosos. Alegaban que así como una verdad no podía ser más verdadera ni una mentira más falsa que otra, así una acción honorable no podía ser más honorable que otra, ni una vergonzosa ser­ lo más que otra. Así como al disparar hacia un blanco, el hombre que fallaba por una pulgada dejaba igualmente de acertar como el que fallaba por cien yardas, el hombre que obraba impropiamente y sin razón suficiente en lo que nos parecía una acción insignificante estaba en falta al igual que quien lo había hecho en lo que nos parecía la acción más importante; por ejemplo, el hombre que ma­ taba un gallo impropiamente y sin motivo suficiente era igual al que asesinaba a su padre.

Si la primera de estás dos paradojas ya es suficiente­ mente violenta, es obvio que la segunda es demasiado ab­ surda como para merecer ninguna consideración seria. Es realmente tan absurda que resulta casi imposible dejar de sospechar que debe haber sido en alguna medida incom- prendida o confundida. En todo caso, no puedo creer que hombres como Zenón o Cleanto, personas cuya elocuen­ cia se dice que era la más sencilla y al tiempo la más subli­ me, puedan ser los autores de éstas o de la mayoría de las otras paradojas estoicas, que por regla general son meras sofisterías impertinentes que honran tan poco a su siste­ ma que no les prestaré más atención. Prefiero imputarlas más bien a Crisipo, discípulo y seguidor de Zenón y

Cleanto, pero que por todo lo que sobre él ha llegado hasta nosotros parece haber sido apenas un pedante dia­ léctico, sin gusto ni elegancia ninguna. Puede haber sido el primero que redujo sus doctrinas a un sistema escolásti­ co o técnico de definiciones, divisiones y subdivisiones arti­ ficiales, que es probablemente uno de los expedientes más eficaces para extinguir cualquier grado de buen sentido que pueda haber en cualquier doctrina moral o metafísi­ ca. Es muy posible que un hombre así haya interpretado de modo demasiado literal algunas expresiones impetuo­ sas de sus maestros al describir la felicidad de la persona perfectamente virtuosa y la infelicidad de quien no alcan­ zara dicho carácter.

Los estoicos en general admitieron que podía existir un grado de aprovechamiento en los que no habían evolucio­ nado hasta la virtud y felicidad absolutas. Distribuían a estas personas en dos clases diferentes según su grado de progreso, y a las virtudes imperfectas que suponían que eran capaces de ejercitar no las llamaron acciones rectas sino propias, adecuadas, decorosas y convenientes, accio­ nes a las que se podía asignar una razón plausible o pro­ bable, que Cicerón expresa con la palabra latina officia y

Séneca llama, creo que con más precisión, convenientia.

La doctrina de esas virtudes imperfectas pero alcanzables constituyó lo que podríamos denominar la moralidad práctica de los estoicos. Es el tema de De Officiis de Cice­ rón y se dice que también de otro libro escrito por Marco

Bruto, que se ha perdido.

El plan y sistema que para nuestra conducta ha trazado la naturaleza es completamente diferente del de la filoso­ fía estoica.

Por naturaleza los hechos que afectan inmediatamente ese pequeño departamento sobre el que ejercemos un poco de administración y dirección, que nos afectan in­ mediatamente a nosotros mismos, a nuestros amigos, nuestro país, son los hechos que más nos interesan y que fundamentalmente animan nuestros deseos y aversiones, esperanzas y temores, alegrías y pesares. Si esas pasiones se vuelven demasiado vehementes, algo a lo que son muy propensas, la naturaleza ha suministrado un adecuado re­ medio y correctivo. La presencia real o incluso imaginaria del espectador imparcial, la autoridad del hombre dentro del pecho, está siempre a mano para intimidarlas y reducirlas al tono y temperamento apropiados de moderación.

Si a pesar de nuestros más leales afanes todos los acóntecimientos que pueden influir sobre ese reducido depar­ tamento resultan sumamente infortunados y desastrosos, la naturaleza no nos ha dejado sin consuelo. Este consue­ lo puede obtenerse no sólo de la plena aprobación del hombre dentro del pecho sino, si fuera posible, de un principio aún más noble y generoso: una confianza infle­ xible y una sumisión reverente a la benévola sabiduría que dirige toda la realidad de la vida humana, y que pode­ mos estar seguros de que no habría tolerado la aparición de tales desgracias si no hubiesen sido indispensables para el bien del conjunto.

La naturaleza no ha ordenado que esta sublime con­ templación sea el gran oficio y ocupación de nuestras vi­ das. Sólo nos la señala como el consuelo de nuestras des­ dichas. La filosofía estoica sí la prescribe como el gran oficio y ocupación de nuestras vidas. Esta filosofía nos enseña a no interesarnos en ningún hecho aparte del buen orden de nuestras mentes, de la corrección de nuestras preferencias y rechazos, salvo en los relativos a un depar­ tamento sobre el que no ejercemos ni debemos ejercer ninguna administración ni dirección, el departamento del gran Superintendente del universo. Mediante la absoluta apatía que nos prescribe, al intentar no sólo moderar sino erradicar todas nuestras emociones privadas, parciales y egoístas, por exigir que no sintamos ante cualquier cosa que nos suceda o que suceda a nuestros amigos o a nues­ tro país ni siquiera las pasiones simpatizadoras y modera­ das del espectador imparcial, nos impulsa a volvernos del todo indiferentes y despreocupados acerca del éxito o fra­ caso en cualquiera de las cosas que la naturaleza nos ha prescrito en tanto que actividad y ocupación apropiada para nuestras vidas.

Cabe afirmar que los razonamientos de la filosofía, aunque pueden confundir y aturullar el entendimiento, jamás pueden quebrar la necesaria conexión que la naturaleza ha establecido entre causas y efectos. Las causas que naturalmente estimulan nuestros deseos y aversiones,

nuestras esperanzas y temores, nuestras alegrías y pesa­

res, sin duda y a despecho de todos los argumentos del

estoicismo, producirán en cada individuo sus efectos co­

rrespondientes y necesarios, de acuerdo con el grado de

su sensibilidad efectiva. Los juicios del hombre dentro

del pecho, empero, pueden ser muy influidos por esos ar­

gumentos, y el egregio recluso puede aprender con ellos a

intimidar hasta reducir a una tranquilidad más o menos perfecta a todos nuestros afectos privados, parciales y egoístas. El propósito principal de todos los sistemas mo­ tó les es orientar los juicios de este recluso. Es indudable

que la filosofía estoica ejerció una acusada influencia sobre el carácter y proceder de sus partidarios, y aunque a veces pudo incitarlos a una violencia innecesaria, su tendencia general fue a animarlos a realizar actos de la más heroica magnanimidad y la más amplia benevolencia.

IV. Además de estas doctrinas antiguas, hay sistemas

modernos según los cuales la virtud consiste en la correc­

ción, o en la conformidad entre el afecto desde el que ac­

tuamos y la causa u objeto que lo estimula. El sistema del

Dr. Clarke hace depender a la virtud de obrar en confor- midad con las relaciones entre las cosas, de regular nues­

tra conducta según la coherencia o incoherencia que pue­

da haber en la aplicación de ciertas acciones a cosas o a

relaciones determinadas; para el del Sr. Woolaston la vir­

tud es actuar conforme a la verdad de las cosas, de acuer­

do a su propia naturaleza y esencia, o en tratarlas como

son en realidad y no como no son; el de mi Lord Shaftes-

bury sitúa la virtud en mantener un correcto equilibrio

afectivo y en no permitir que ninguna pasión vaya más

allá de la esfera que le es propia. Todos estos sistemas son descripciones más o menos imprecisas de la misma idea fundamental.

Ninguno de estos sistemas aporta ni pretende aportar una medida precisa o definida a través de la cual discernir o evaluar esa propiedad o corrección del afecto. Tal medi­ da precisa y definida sólo puede hallarse en las sensacio­ nes simpatizadoras del espectador imparcial y bien infor­ mado.

Asimismo, la descripción de la virtud que presentan o al menos procuran e intentan presentar cada uno de esos sistemas -—porque algunos autores modernos no son de­ masiado afortunados en su forma de expresión— es bas­ tante ajustada, dentro de lo que cabe. No hay virtud sin corrección y siempre que haya corrección algún grado de aprobación es merecido. Pero la descripción es imperfec­ ta. Porque aunque la corrección es un ingrediente esencial de todo acto virtuoso, no siempre es el único ingrediente.

Las acciones benéficas incorporan otra cualidad por la cual no sólo merecen aprobación sino también recom­ pensa. Ninguno de esos sistemas dan cuenta de modo sencillo o suficiente de este grado superior de estima que parece deberse a dichos actos, o de la diversidad de senti­ mientos que naturalmente generan. Tampoco es completa la descripción del vicio. Análogamente, aunque la impro­ piedad es un ingrediente necesario de toda acción viciosa, no siempre es el único ingrediente; a menudo hay un alto grado de despropósito e impropiedad en actos comple­ tamente inofensivos e insignificantes. Las acciones de­ liberadas cuya tendencia es perniciosa para quienes nos rodean tienen, además de la impropiedad, una cualidad peculiar por la cual no sólo merecen desaprobación sino también castigo, y el ser los objetos no sólo del disgusto sino también del resentimiento y la represalia. Y ninguno de esos sistemas explica de forma simple y cabal el grado superior de enojo que sentimos hacia tales acciones.


 
2. De los sistemas según los cuales la virtud consiste en la prudencia
La más antigua de las doctrinas que defienden que la virtud consiste en la prudencia, y de la que han llegado

hasta nosotros vestigios de alguna consideración, es la de

Epicuro, del que se dice que tomó los principios funda­

mentales de su filosofía de algunos predecesores, en par­

ticular de Aristipo, aunque lo más probable es que, a pe­

sar de las alegaciones de sus enemigos, al menos la forma

de aplicar esos principios fuera una idea completamente uya.

Según Epicuro19, los únicos objetos naturales de deseo

y aversión eran en última instancia el placer y el dolor

corporales. Él pensaba que no era necesario demostrar

que eran siempre los objetos naturales de esas pasiones.

Era verdad que el placer era en ocasiones evitado, pero no

por ser placer sino porque al disfrutarlo o bien renunciá­bamos a un placer mayor o bien nos exponíamos a algún dolor al que había que evitar más de lo que había que an­ helar este placer en concreto. De la misma forma, el dolor podía ser en ocasiones elegido, pero no por ser dolor sino porque al soportarlo o bien eludíamos un dolor aún ma­ yor o conseguíamos un placer de más importancia. Por consiguiente, él pensaba que era sobradamente evidente que el dolor y el placer físicos eran siempre los objetos naturales del deseo y la aversión. Imaginaba asimismo que eran en última instancia los únicos objetos naturales de esas pasiones. Todo lo demás que era deseado o recha­ zado lo era según él en razón de su tendencia a producir una u otra sensación. La tendencia a procurar placer hacía deseables el poder y la riqueza, al igual que la tendencia contraria convertía la pobreza y la insignificancia en obje­ tos de aversión. El honor y la reputación eran valorados porque la estima y aprecio de quienes nos rodean resulta­ ban de suma importancia tanto para procurarnos placer como para defendernos del dolor. La ignominia y la mala fama, por el contrario, debían ser evitadas, porque el odio, el menosprecio y el resentimiento de quienes nos rodean destruían toda seguridad y necesariamente nos ex­ ponían a los máximos males corporales.

Todos los placeres y dolores de la mente se derivaban según Epicuro en última instancia de los del cuerpo. El espíritu era feliz al evocar los placeres físicos del pasado y al ansiar la llegada de los del futuro, y era desgraciarlo cuando recordaba los dolores que había padecido el cuer­ po y le aterraba k eventualidad de esos mismos u otros más intensos en el futuro.

Pero los placeres y dolores de la mente, aunque prove­ nían en última instancia de los del cuerpo, eran vastamen­ te más intensos que éstos. El cuerpo sólo experimentaba la sensación del presente, mientras que la mente podía también sentir la del pasado y la del futuro, una por mepioria y la otra por anticipación, y consecuentemente su­ fría y disfrutaba mucho más. Cuando nos hallamos bajo íjel más agudo dolor físico, decía, siempre comprobare­

mos, si prestamos atención, que no es el padecimiento del instante presente el que fundamentalmente nos atormen­

ta, sino la agónica remembranza del pasado o el más es­

pantoso pavor del futuro. El dolor de cada instante, to­

mado por sí mismo y separado de todo lo que vino antes

y vendrá después, es una menudencia que no merece ser

considerada. Y eso es todo lo que cabe asegurar que sufre

el cuerpo. Análogamente, cuando disfrutamos el placer iinas intenso, siempre comprobaremos que la sensación fí­ nica, la sensación del instante presente, es sólo una reduci­ d a fracción de nuestra felicidad y que nuestro disfrute urge principalmente de la gozosa evocación del pasado o a aún más jovial anticipación del futuro, y que la mente

¿siempre aporta con diferencia la mayor parte del festín.

Dado que nuestra felicidad e infelicidad, entonces, de- pendían básicamente del espíritu, si esta sección de nues­

Étra naturaleza estaba bien dispuesta, si nuestros pen-

nientos y opiniones eran los que debían ser, poco

portaba la forma en que nuestro cuerpo resultaba afec-

lo. Aún bajo un fuerte dolor físico podíamos disfrutar pe una cuota apreciable de felicidad, si nuestra razón y juicio mantenían su superioridad. Podíamos entretener­ l o s recordando placeres del pasado y confiando en los idel futuro, podíamos mitigar el rigor de nuestros padeci­ mientos al evocar, incluso en esa situación, lo que ocurría

«uando no teníamos necesidad alguna de padecer. Se tra­ taba meramente de una sensación física, el sufrimiento del instante presente, que por sí mismo nunca podía ser muy agudo. Cualquier agonía que padeciésemos merced al te­ rror por su continuación era el efecto de una opinión de la mente, que podía ser enmendada por sentimientos más ajustados, al reflexionar que si nuestros dolores eran vio­ lentos, probablemente serían de corta duración, que si eran prolongados, probablemente serían moderados, con bastantes intervalos de sosiego, y que en todo caso la muerte siempre estaba a mano y lista para liberarnos, porque según él la finalización de todas las sensaciones, dolorosas o placenteras, no podía ser calificada como algo malo. Decía: cuando existimos la muerte no existe y cuando la muerte existe, no existimos; por tanto, la muer­ te no significa nada para nosotros.

Si la sensación efectiva del dolor no debía ser por sí misma temida, la del placer tampoco debía ser deseada.

Naturalmente, la sensación del placer era mucho menos punzante que la del dolor (parte I, sec. III, cap. 1). Por consiguiente, si esta última podía arrebatar tan poca feli­ cidad a una mente bien dispuesta, aquélla apenas podía añadirle nada. Cuando el cuerpo estaba libre de dolor y la mente libre de temor y ansiedad, la sensación sobreañadi­ da de placer físico era de muy escasa relevancia, y aunque podía diversificarla no cabía decir que incrementaba la fe­ licidad de la situación.

El estado más perfecto de la naturaleza humana, la feli­ cidad más completa que podía disfrutar una persona, consistía según Epicuro en la comodidad del cuerpo y la seguridad o tranquilidad de la mente. El alcanzar esta gran meta del deseo natural era el único objetivo de todas las virtudes, que a su juicio no eran deseables por sí mismas sino en razón de su tendencia a producir esa situación.

Por ejemplo, la prudencia no era deseable por sí mis­ ma, pese a que de acuerdo a esta filosofía se trataba de la fuente y principio de todas las virtudes. Ese estado espiri­ tual cauteloso y laborioso y circunspecto, siempre vigi­ lante y siempre atento a las consecuencias más remotas de cada acción, no podía ser algo placentero o grato de por sí, sino en razón de su tendencia a procurar los mayores bienes y a evitar los mayores males.

Asimismo, el abstenerse del placer, el sujetar y reprimir

¿vuestras pasiones naturales por el gozo, que era el oficio

¡de la templanza, no podía ser nunca deseable por sí mismo.

Todo el valor de esta virtud brotaba de su utilidad, de que

nos permitía posponer el disfrute presente en aras de uno mayor en el futuro, o eludir un dolor más intenso que podría derivarse de él. La templanza, en suma, no era más que prudencia con respecto al placer. k Trabajar, soportar el dolor, ser expuestos al peligro o a la muerte, situaciones a las que a menudo nos conduce la fortaleza, eran todavía menos objeto de deseo natural. i$ólo eran escogidos para escapar de males mayores. Nos

¡sometíamos al trabajo para evitar la mayor vergüenza y

;dolor de la pobreza, y nos exponíamos al peligro y a la jjfnuerte en defensa de nuestra libertad y nuestra propie­ dad, los medios e instrumentos del placer y la felicidad, o sen defensa de nuestro país, cuya seguridad necesariamen­ te comprendía la nuestra. La fortaleza nos permitía hacer odo eso jovialmente, como lo mejor que cabía hacer en

Muestro contexto, y en realidad no era más que prudencia,

¡buen juicio y presencia de ánimo para apreciar con pro­ piedad el dolor, el esfuerzo y el peligro, y elegir siempre los menores para eludir los mayores. t Lo mismo sucede con la justicia. El abstenerse de lo

¡ajeno no era deseable por sí mismo, y ciertamente no era mejor para usted que yo poseyese lo que es mío antes que lo poseyese usted. Empero, usted debía privarse de cual­ quier cosa de mi propiedad porque si actuaba de otra for­ ma provocaría el resentimiento y la indignación de la gente. La seguridad y tranquilidad de su ánimo sería to­ talmente destruida. Lo invadiría el miedo y la consterna­ ción ante la idea del castigo que usted imaginaría que las personas estarían en todo momento prestas a infligirle, y ante el cual usted pensaría que ningún poder, artificio u ocultación serían suficientes para protegerlo. Idénticas ra­zones nos recomiendan esa otra especie de justicia que es­ triba en realizar buenos oficios para otras personas, según las diversas relaciones de vecinos, parientes, amigos, be­ nefactores, superiores o pares que entablemos con ellos.

El obrar con propiedad frente a todas esas relaciones di­ ferentes nos procura la estima y el aprecio de quienes nos rodean, y el no hacerlo provoca su menosprecio y enojo.

Mediante los primeros garantizamos necesariamente nuestra comodidad y tranquilidad, primeros y principales objetos de todas nuestras aspiraciones, y mediante los se­ gundos los ponemos en peligro. Por consiguiente, toda la virtud de la justicia, la más importante de las virtudes, no es más que una conducta discreta y prudente con respec­ to a nuestro prójimo.

Tal es la doctrina de Epicuro acerca de la naturaleza de la virtud. Puede parecer extraordinario que este filó­ sofo, descrito como una persona de modales sumamente afables, nunca haya observado que cualquiera fuese la tendencia de esas virtudes, o de sus vicios opuestos, con relación a nuestro sosiego y seguridad corporales, los sentimientos que naturalmente suscitan en los demás son objeto de un deseo o aversión mucho más apasionados que todas sus otras consecuencias; que el ser afable, res­ petable, el objeto adecuado de la estima, es valorado más por cualquier mente bien ordenada que toda la paz y la seguridad que el afecto, respeto y estima nos pueden pro­ porcionar; que por el contrario, el ser odioso, desprecia­ ble, el objeto adecuado de la indignación, es más terrible que todo lo que podemos sufrir en nuestro propio cuerpo a causa del odio, el desprecio o la indignación; y que en consecuencia nuestro deseo de un tipo de carácter y nues­ tra aversión hacia el otro no pueden surgir de ninguna consideración sobre los efectos que cualquiera de ellos puede producir en el cuerpo.

Este sistema es sin duda totalmente incompatible con el

Büe he procurado formular. N o es difícil, sin embargo, pescubrir de qué fase, por así decirlo, de qué enfoque o

«specto concreto de la naturaleza deriva su verosimilitud

«sta explicación de las cosas. Gracias al sabio plan del Au­ tor de la naturaleza, la virtud es en todas las ocasiones formales, incluso en lo tocante a esta vida, auténtica sabi­ duría, y el medio más certero y pronto de obtener seguri­ dad y provecho. El éxito o fracaso de nuestras empresas

depende muchísimo de la buena o mala opinión que se

tenga de nosotros y de la predisposición general de quie- ies nos rodean a asistirnos o enfrentamos. Y la mejor, la ptiás segura, sencilla y expeditiva forma de conseguir el tiicio favorable y evitar el juicio desfavorable de los de- imás es indudablemente el convertirnos en objetos apro­ piados de lo primero y no de lo segundo. Dijo Sócrates:

Deseas la reputación de buen músico? La única vía se-

ra de obtenerla es llegar a ser un buen músico. ¿ Anhe-

E del mismo modo que te crean capaz de servir a tu país

mo militar o político? También en este caso la mejor

Itianera es adquirir el arte y la experiencia de la guerra y el gobierno, y llegar a estar realmente preparado para ser un

¡general o un estadista. Análogamente, para ser considera- po sobrio, moderado, justo y ecuánime, el mejor camino para acceder a esa fama es ser sobrio, moderado, justo

*jr ecuánime. Si puedes verdaderamente volverte afable,

Respetable y el objeto propio de la estima, no hay riesgo de que no consigas pronto el afecto, respeto y estima de

¡quienes te rodean». Dado que, entonces, la práctica de la virtud es en general tan propicia para nuestros intereses, y la del vicio tan contraria, la reflexión sobre sus tendencias opuestas obviamente estampa una belleza y propiedad adicionales sobre la una, y una nueva fealdad e impropie­ dad sobre el otro. La templanza, la magnanimidad, la jus­ ticia y la beneficencia llegan así a ser aprobadas no sólo bajo su propio carácter sino bajo el carácter adicional de la máxima sabiduría y la más genuina prudencia. Del mis­ mo modo, los vicios opuestos de la intemperancia, la pu­ silanimidad, la injusticia y la malevolencia o el sórdido egoísmo llegan a ser desaprobados no sólo en su propio carácter sino en el carácter adicional de la más miope in­ sensatez y debilidad. Epicuro presta atención en cada vir­ tud sólo a esta suerte de corrección. Es la más probable que se les ocurra a quienes tratan de persuadir a otros para que se comporten con rectitud. Cuando los hombres en su práctica, y quizá también en sus máximas, demues­ tran manifiestamente que la belleza natural de la virtud no ejerce demasiado impacto sobre ellos ¿cómo será posi­ ble conmoverlos si no es indicándoles el desatino de su proceder y lo mucho que ellos mismos al final pueden su­ frir por ello?

Al reducir todas las distintas virtudes a esta suerte de corrección, Epicuro se entregó a una propensión que es natural en todas las personas, pero que los filósofos espe­ cíficamente tienden a cultivar con peculiar asiduidad, en tanto que herramienta principal para exhibir su ingenio: la propensión a explicarlo todo con el menor número po­ sible de principios. Es evidente que él llevó esta propen­ sión aún más allá, cuando remitió todos los objetos pri­ marios del deseo y la aversión naturales a los placeres y dolores corporales. El gran patrono de la filosofía atómi­ ca, a quien tanto gustaba deducir todas las capacidades y cualidades de los cuerpos a partir de lo más obvio y fami­ liar, la figura, movimiento y organización de las partes más pequeñas de la materia, experimentó sin duda una sa­ tisfacción similar cuando explicó del mismo modo todos los sentimientos y pasiones de la mente a partir de los más obvios y familiares.

El sistema de Epicuro concordaba con los de Platón,

Aristóteles y Zenón, porque hacía que la virtud estribara en actuar de la manera más apropiada para obtener los objetos primarios20 del deseo natural. Difería de todos ellos en dos aspectos: primero, en su explicación de di­ chos objetos del deseo natural, y segundo, en su explica­ ción de la excelencia de la virtud, o del motivo por el cual esa cualidad debía ser estimada.

Según Epicuro, los objetos primarios del deseo natural consistían en el placer y el dolor físicos y en nada más, mientras que los otros tres filósofos argüían que había muchos otros objetos, tales como el conocimiento, como la felicidad de nuestros parientes, de nuestros amigos, de nuestro país, que eran en última instancia deseables por sí mismos.

Además, para Epicuro la virtud no merecía ser perse­ guida por sí misma, ni era en sí misma uno de los objetos fundamentales del apetito natural, sino que sólo era elegi­ ble en razón de su tendencia a prevenir el dolor y procu­ rar el sosiego y el placer. En opinión de los otros tres, en ípambio, no sólo era deseable en tanto que medio para conseguir los otros objetos primarios del deseo natural sino como algo que en sí mismo era más valioso que to­ dos ellos. Pensaban que el ser humano había nacido para la acción, y que su felicidad debía consistir no sólo en el

Jjlacer de sus sensaciones pasivas sino también en la co­ rrección de sus labores activas.


 
3. De los sistemas según los cuales la virtud consiste en la benevolencia
El sistema según el cual la virtud consiste en la benevo­ lencia, aunque no es a mi juicio tan antiguo como los que ya he mencionado, es sin embargo de muy larga data. Pa­ rece haber sido la doctrina del grueso de los filósofos que, hacia los tiempos de Augusto y después, se llamaron a sí mismos eclécticos, y que pretendían seguir básicamente las opiniones de Platón y Pitágoras y que por tal razón son conocidos como los platónicos tardíos.

Según estos autores la benevolencia o el amor era el único principio activo de la divina naturaleza, y dirigía la actuación de todos los demás atributos. La sabiduría de la

Deidad se dedicaba a descubrir los medios para producir los fines que su bondad sugería, y su poder infinito era empleado para alcanzarlos. Pero la benevolencia era en todo caso el atributo supremo y rector, al que los demás se hallaban subordinados, y del que en última instancia se derivaba toda la excelencia de las operaciones divinas, o toda su moralidad, si se me permite la expresión. La per­fección y virtud del espíritu humano consistían en aseme­ jarse a o compartir algo de las perfecciones divinas y, consecuentemente, en incorporar el mismo principio de la benevolencia y el amor que determinaba todos los ac­ tos de la Deidad. Las acciones humanas que fluían desde esa motivación eran las únicas laudables o que podían rei­ vindicar mérito alguno a los ojos de la Deidad. Sólo me­ diante actos de caridad y amor podíamos imitar, en lo que nos cabía, la conducta de Dios y expresar nuestra hu­ milde y devota admiración por sus perfecciones infinitas, y al alentar en nuestras mentes el mismo principio divino podíamos hacer que nuestros afectos se pareciesen más a sus santos atributos y se transformasen por ello en obje­ tos más propios de su amor y estima; hasta que al final llegábamos al trato y comunicación inmediata con la Dei­ dad, elevación en la que radicaba el principal objetivo de esta filosofía.

El sistema, muy apreciado por bastantes de los anti­ guos padres de la Iglesia cristiana, fue adoptado después de la Reforma por varios ministros religiosos de piedad y erudición eminentes y de los modales más afables, espe­ cialmente el Dr. Ralph Cudworth, el Dr. Henry More y el Sr. John Smith, de Cambridge. Pero de todos los patro­ cinadores de esta doctrina, antiguos o modernos, el falle­ cido Dr. Hutcheson fue indudable e incomparablemente el más agudo, el más claro, el más filosófico y, lo que tie­ ne la máxima importancia, el más sobrio y juicioso.

El que la virtud estriba en la benevolencia es una noción avalada por muchos datos de la naturaleza humana. Ya ha sido observado que la correcta benevolencia es la más gra­ ta y placentera de las emociones, que nos es recomendada por una doblé simpatía, que su tendencia es necesariamen­ te benéfica y que es el objeto apropiado de la gratitud y la recompensa, y que por todo ello aparece ante nuestros sentimientos naturales como poseedora de un mérito su­perior a cualquier otra. También ha sido subrayado que incluso la debilidad de la benevolencia no nos es suma­ mente desagradable, mientras que la de cualquier otra pa­ sión es siempre extremadamente repugnante. ¿Quién no aborrece la malicia excesiva, el egoísmo desmesurado o el resentimiento exagerado? Pero la mayor lenidad incluso de una amistad parcial no es tan ofensiva. Sólo las pasiones benevolentes pueden ejercerse sin atención ni considera­ ción alguna a la corrección y sin embargo retener en ellas algo que es atractivo. Hay algo satisfactorio incluso en la mera buena voluntad instintiva que procede a hacer bue­ nos oficios sin pensar ni pof un momento en si esa con­ ducta es el objeto apropiado del reproche o la aprobación.

N o sucede así con las demás pasiones. En el instante en que quedan abandonadas y sin la compañía del sentido de la corrección, dejan de ser agradables.

Así como la benevolencia confiere a los actos que de ella proceden una belleza superior a todos los demás, la falta de benevolencia, y más aún la inclinación opuesta, transmite una fealdad específica a todo ló que muestre tal predisposición. Las acciones perniciosas son a menudo punibles por la sola razón de que revelan una falta de atención suficiente hacia la felicidad de nuestro prójimo.

Además, el Dr. Hutcheson21 apuntó que cuando en una acción que supuestamente procedía de afectos bene­ volentes se descubría otro móvil, nuestro sentido del mé­ rito de dicha acción disminuía en proporción a lo que se pensaba que había sido la influencia de dicho móvil. Si se descubría que una acción supuestamente derivada de la gratitud había surgido de la expectativa de un nuevo fayor, o que una acción que se pensaba procedía de la atención al bien común en realidad se originaba en la es­ peranza de obtener una retribución pecuniaria, tales revelaciones destruirían por entero cualquier noción de mérito o plausibilidad en tales acciones. Dado que la mezcla con alguna motivación egoísta, igual que la alea­ ción con un metal vil, disminuía o eliminaba el mérito que en otro caso habría correspondido a cualquier acción, él pensaba que era evidente que la virtud debía consistir sólo en la pura y desinteresada benevolencia.

En cambio, cuando se comprueba que aquellos áctos que se supone comúnmente que proceden de un impulso egoísta en realidad lo hacen de uno benévolo, ello reálza mucho nuestro sentido de su mérito. Si creíamos que una persona había amasado su fortuna con la sola intención de realizar oficios amigables y retribuir con propiedad a sus benefactores, ello sólo hacía que la apreciásemos y es­ timásemos más. Esta observación parecía ratificar la con­ clusión de que era exclusivamente la benevolencia la que podía imprimir sobre cualquier acto el carácter de la virtud.

Finalmente, lo que él consideraba una prueba evidente de la certeza de esta explicación de la virtud era que en todas las disputas casuísticas relativas a la rectitud de la conducta el patrón al que se hacía constante referencia era el bien común. Ello comportaba el reconocimiento gene­ ralizado de que cualquier cosa que tendiese a promover la felicidad de la humanidad era buena y loable y virtuosa, mientras que su opuesta era mala, reprobable y viciosa.

En los debates recientes sobre la obediencia pasiva y el derecho a la resistencia el único punto controvertido en­ tre las personas más sensatas fue si la sumisión universal sería probablemente acompañada o no de males mayores que las insurrecciones temporales producidas cuando los privilegios eran invadidos. El argumentaba que nunca se cuestionó ni una sola vez que todo lo que en conjunto tendiese más a la felicidad de la humanidad era también moralmente bueno.

Por consiguiente, dado que la benevolencia era el único motivo que podía conferir a cualquier acto el carácter de la virtud, cuanto mayor fuese la benevolencia revelada por cualquier acción, mayor sería la alabanza que debía merecer.

Las acciones que apuntaban a la felicidad de una amplia comunidad, en la medida en que demostraban una benevo­ lencia más copiosa que las que sólo apuntaban a la felicidad de un conjunto más reducido, eran también proporcional­ mente más virtuosas. El afecto más virtuoso de todos, en­ tonces, era el que aspiraba a la felicidad de todos los seres inteligentes. En cambio, aquél al que menos correspondía el carácter de la virtud era el que no pretendía más que la felicidad de un individuo, un hijo, un hermano, un amigo.

La perfección de la virtud consistía en dirigir todos nuestros actos hacia la promoción del mayor bien posi­ ble, en someter todos los afectos inferiores al anhelo de la felicidad general de la humanidad, en considerarse a sí mismo como uno de tantos, cuya prosperidad sólo cabía perseguir en la medida en que fuera compatible con o condujera a la felicidad del conjunto.

El amor propio era un principio que jamás podía ser virtuoso en ningún grado y en ningún sentido. Era vicio­ so siempre que obstruía el bien común. Cuando su único efecto era hacer que el individuo se ocupara de su propia felicidad, entonces era meramente inocente: no merecía alabanza alguna y tampoco incurría en ninguna culpa.

Por ello las acciones benevolentes que eran realizadas a despecho de alguna intensa motivación derivada del pro­ pio interés eran las más virtuosas: mostraban la fuerza y vigor del principio benevolente.

Tan lejos estaba el Dr. Hutcheson22 de permitir que el unor propio pudiese ser en algún caso un impulso de acos virtuosos, que incluso una consideración al placer de a autoaprobación, al aplauso reconfortante de nuestras propias conciencias, rebajaba el mérito de una acción be­ nevolente. Él creía que eso era un motivo egoísta, que en la medida en que contribuía a cualquier acción revelaba la flaqueza de esa benevolencia pura y desinteresada que era o único que podía imprimir sobre la conducta de los se­ res humanos el carácter de la virtud. Sin embargo, en el

Juicio normal de las personas esta consideración a la aprobación de nuestras propias mentes no sólo no es con­ cebida como algo que puede disminuir en algún aspecto la virtud de ninguna acción, sino que es contemplada más bien como la única motivación que merece el apelativo de virtuosa.

Tal la explicación de la naturaleza de la virtud según este sistema afable, un sistema que tiene una tendencia peculiar a nutrir y sostener en el corazón humano el más ioble y agradable de los afectos, y no sólo a frenar la in­ justicia del amor propio sino en alguna medida a desalen­ tar este principio totalmente, al representarlo como algo que jamás podrá transmitir honor alguno sobre quienes resultan influidos por el mismo.

Así como algunas de las demás doctrinas que he ex­ puesto no dan cuenta suficientemente del origen de la exce­ lencia especial que ostenta la virtud suprema de la be­

neficencia, este sistema adolece del defecto contrario: no explica suficientemente de dónde surge nuestra aproba­

ción de las virtudes internas de la prudencia, la vigilancia,

la circunspección, la templanza, la constancia, la entereza.

Las únicas cualidades a las que este sistema presta aten­

ción son la perspectiva y propósito de nuestros afectos,

las consecuencias benéficas y perjudiciales que tienden a

generar. Su propiedad e impropiedad, su adecuación e inadecuación con respecto a la causa que los excita, son

completamente pasados por alto.

Asimismo, la consideración a nuestra propia felicidad y

a nuestro interés particular resultan en muchas ocasiones principios activos muy loables. Se supone generalmente

que los hábitos de la frugalidad, la laboriosidad, la discre­ ción, la atención y aplicación intelectual son cultivados por móviles interesados, pero al mismo tiempo son califi­ cados de cualidades muy laudables, que merecen la estima y aprobación de todos. Es verdad que la existencia de un motivo egoísta a menudo parece empañar la belleza de las acciones que deben provenir de un afecto benevolente.

Pero la causa de esto no es que el amor propio nunca pueda ser la motivación de un acto virtuoso, sino que el principio benevolente parece en este caso carecer de su debido grado de energía, y de ser totalmente inadecuado para su objetivo. El carácter, en consecuencia, es eviden­ temente imperfecto y en conjunto parece merecer más re­ proche que alabanza. La presencia de una motivación be­ nevolente en una acción a la que el solo amor propio debería bastar para impulsarnos no tiende tanto a amorti­ guar nuestro sentido de su corrección, o de la virtud de la persona que la realiza. N o estamos prestos a sospechar que cualquier persona es deficiente en egoísmo. N o se trata en absoluto del flanco débil de la naturaleza huma­ na, y no tendemos a sospechar que va a ser insuficiente. Si realmente creyésemos de una persona que de no ser en atención a su familia y sus amigos no cuidaría adecuada­ mente de su salud, su vida o su fortuna, algo que la sola supervivencia debería bastar para impelerlo a hacer, eso sería indudablemente un fallo, aunque uno de esos fallos amables que transforman a una persona en objeto más de lástima que de menosprecio u odio. En algo disminuiría, en cualquier caso, la dignidad y respetabilidad de su ca­ rácter. La negligencia y la falta de frugalidad son univer­ salmente desaprobadas, pero no porque procedan de una falta de benevolencia sino de una falta de atención apro­ piada a los objetivos del propio interés.

Aunque el criterio mediante el cual los casuistas suelen discriminar entre lo bueno y lo malo en la conducta hu­ mana es su tendencia al bienestar o al desorden de la so­ ciedad, no se sigue que la consideración al bienestar social deba ser la única motivación virtuosa de los actos, sino sólo que en cualquier competencia debe equilibrarse fren­ te a todas las demás motivaciones.

La benevolencia puede ser quizá el único principio ac­ tivo de la Deidad, y hay bastantes argumentos, no impro­ bables, que tienden a persuadirnos de que es así. N o es fácil concebir desde qué otro móvil puede actuar un Ser independiente y plenamente perfecto, que no necesita nada externo y cuya felicidad es completa en sí mismo.

Pero sea lo que fuere en el caso de la Deidad, una criatura tan imperfecta como el hombre, el mantenimiento de cuya existencia requiere tantas cosas externas a él, tiene que actuar muchas veces a partir de numerosas otras mo­ tivaciones. La condición de la naturaleza humana sería particularmente hostil si los afectos que por la naturaleza misma de nuestro ser deben determinar frecuentemente

¡nuestro comportamiento no pudiesen ser virtuosos en ninguna ocasión, ni merecer estima ni encomio por parte de nadie.

Los tres sistemas mencionados, que sostienen, respecti­ vamente, que la virtud consiste en la corrección, la pru­ dencia y la benevolencia, comprenden las principales explicaciones que han sido planteadas acerca de la natura­ leza de la virtud. Es sencillo remitir a alguno de ellos to­ das las demás descripciones de la virtud, por desiguales que puedan parecer.

La doctrina según la cual la virtud es la obediencia a la voluntad de la Deidad puede ser integrada tanto entre las que alegan que la virtud consiste en la prudencia como entre las que defienden que la virtud estriba en la correc­ ción. Cuando se pregunta por qué razón debemos obede­ cer la voluntad divina, esta cuestión, que sería impía y ab­ surda en grado sumo si fuera formulada desde alguna duda de que debemos obedecerla, admite dos respuestas diferentes. O bien hay que decir que tenemos que acatar la voluntad de la Deidad porque es un Ser todopoderoso que nos recompensará eternamente si lo hacemos y nos castigará eternamente si no lo hacemos, o bien hay que afirmar que independientemente de toda referencia a nuestra propia felicidad o a retribuciones y sanciones de cualquier clase, es congruente y adecuado que una criatu­ ra obedezca a su creador, que un ser limitado e imperfec­ to se someta a uno cuyas perfecciones son infinitas e in­ comprensibles. Es imposible concebir una respuesta a esa cuestión que no sea alguna de estas dos. Si la primera es la que vale, la virtud consiste en la prudencia, o en la bús­ queda apropiada de nuestro interés y felicidad, puesto que es por tal razón que estamos obligados a obedecer la vo­ luntad divina. Si la segunda respuesta es la acertada, la virtud debe consistir en la corrección, puesto que el fun­ damento de nuestra obligación de obediencia es la con­ formidad o congruencia de los sentimientos de humildad y sumisión con la superioridad del objetivo que los pro­ mueve.

El sistema según el cual la virtud estriba en la utilidad coincide también con el que la hace consistir en la correc­ ción. Según ese sistema, todas las cualidades de la mente que son satisfactorias o beneficiosas, para la persona mis­ ma o para otros, son aprobadas en tanto que virtuosas, y las contrarias desaprobadas en tanto que viciosas. Pero la complacencia o utilidad de cualquier afecto depende del grado en el que se le permita desarrollarse. Todo afecto es útil cuando se halla limitado a un cierto grado de modera­ción, y todo afecto es desventajoso cuando supera las fronteras que le son propias. De acuerdo con esta doctri­ na, por consiguiente, la virtud no consiste en un afecto sino en el grado apropiado de todos los afectos. La única diferencia entre ella y lo que he procurado exponer aquí es que hace que la utilidad, y no la simpatía o el afecto co­ rrespondiente del espectador, sea la medida natural y ori­ ginal de dicho grado apropiado de los afectos.


 
4. De los sistemas licenciosos
Todas las doctrinas que he analizado con anterioridad suponen que existe una distinción real y fundamental en­ tre el vicio y la virtud, cualquiera sea el contenido de tales cualidades. Existe una diferencia genuina y esencial entre la propiedad y la impropiedad de cualquier afecto, entre la benevolencia y cualquier otro principio activo, entre la pru­ dencia verdadera y la insensatez miope o la temeridad precipitada. Además, en líneas generales todas contribu­ yen a alentar la disposición loable y a desalentar la repro­ chable.

Quizás sea cierto que algunas de ellas tienden en cierta medida a romper el equilibrio de los afectos y a conferir a la mente un sesgo particular hacia algunos principios acti­ vos más allá de la proporción que les es debida. Los siste­ mas antiguos, según los cuales la virtud consiste en la co­ rrección, parecen recomendar básicamente las virtudes egregias, eminentes y respetables, las virtudes del autocon­ trol y la continencia, la fortaleza, la magnanimidad, la in­ dependencia de la fortuna, el desprecio por todos los acci­ dentes exteriores, por el dolor, la pobreza, el exilio y la muerte. En estas magnas labores se despliega la más noble corrección de la conducta. Se insiste comparativamente poco en las virtudes moderadas, amables y gentiles, todas las virtudes del humanitarismo indulgente; antes bien, por el contrario, muchas veces son consideradas —en especial por los estoicos— como puras debilidades que no incum­ bía a una persona sabia alojar dentro de su pecho.

El sistema benevolente, por otro lado, aunque anima y estimula todas esas mansas virtudes en grado sumo, des­ cuida por completo las cualidades más majestuosas de la mente. Incluso les niega el apelativo de virtudes. Las lla­ ma capacidades morales y las trata como cualidades que no merecen el mismo tipo de estima y aprobación que co­ rresponde a lo que con propiedad se denomina virtud.

Aún peor, si fuera posible, trata los principios activos que sólo atienden a nuestro propio interés. Sostiene que lejos de poseer mérito propio alguno, reducen el mérito de la benevolencia cuando cooperan con ésta. Afirma que si la prudencia es empleada sólo en la promoción del interés privado, jamás podrá ni ser concebida como una virtud.

Y el sistema que hace que la virtud consista sólo en la prudencia, aunque confiere el máximo estímulo a los há­ bitos de la cautela, la vigilancia, la sobriedad y la juiciosa moderación, degrada las virtudes amables y las respeta­ bles a la par: arranca toda la belleza de las primeras y toda la grandeza de las segundas.

Pero a pesar de estos defectos, la inclinación general de los tres sistemas es a animar los hábitos mejores y más laudables de la mente humana, y sería bueno para la so­ ciedad si la-humanidad en general o incluso el puñado que pretende vivir en conformidad con alguna norma fi­ losófica regularan su conducta de acuerdo con los precep­ tos de cualquiera de ellos. De los tres podemos aprender algo valioso y especial. Si fuera posible inspirar en la mente, sólo mediante el precepto y la exhortación, la for­ taleza y la magnanimidad, los antiguos sistemas basados en la corrección bastarían. O si fuera posible, por idénti­ cos medios, moderar la mente hasta el humanitarismo y poner en pie los afectos de la amabilidad y el aprecio ge­ neral hacia quienes nos rodean, ello podría ser producido por algunas de las imágenes que nos presenta el sistema benevolente. Podríamos aprender de la doctrina de Epi- curo, aunque indudablemente la más imperfecta de las tres, en cuánto fomenta la práctica de las virtudes amables y respetables nuestro propio interés, nuestra comodidad y seguridad y quietud, incluso en esta vida. Como Epicuro definió la felicidad como la consecución del sosiego y la seguridad, se esforzó especialmente en demostrar que la virtud no sólo era el medio mejor y más seguro sino el único para adquirir esas invaluables posesiones. Otros filósofos han celebrado los buenos efectos de la virtud so­ bre nuestra tranquilidad interior y nuestra paz de espíri­ tu. Sin despreciar esta cuestión, Epicuro insiste básica­ mente en la influencia de dicha amable cualidad sobre nuestra prosperidad y seguridad exteriores. Ése es el mo­ tivo por el cual sus escritos fueron tan estudiados en el mundo antiguo por personas de todas las distintas parcia­ lidades filosóficas. De él extrae Cicerón, el gran enemigo del sistema epicúreo, sus mejores demostraciones de que la sola viftud es insuficiente para garantizar la felicidad.

Séneca, aunque era un estoico, perteneciente a la secta más contraria a la de Epicuro, cita a este filósofo más rei­ teradamente que a ningún otro.

Existe otro sistema que elimina por entero la distinción entre el vicio y la virtud, y cuya tendencia es por ello to­ talmente perniciosa: me refiero al sistema del Dr. Mande- ville. Aunque las ideas de este autor son en casi todos sus aspectos erróneas, hay algunas apariencias en la naturale­za humana que enfocadas de determinada manera pare­ cen certificarlas a primera vista. Esas apariencias, descritas y exageradas por la vivaz y humorística —aunque basta y rústica— elocuencia de) Dr. Mandeville, han transmitido a sus doctrinas un aire de certidumbre y verosimilitud muy susceptible de embaucar a los no diestros.

El Dr. Mandeville piensa que todo lo que se hace por un sentido de la corrección, por una consideración de lo que es recomendable y laudable, se hace por amor a la alabanza y el encomio o, como él dice, por vanidad. Ob­ serva que el hombre está naturalmente mucho más intere­ sado en su propia felicidad que en la de los demás, y es imposible que en su corazón pueda realmente preferir la prosperidad ajena a la propia. Cuando parece hacerlo, po- - demos estar seguros de que nos engaña y que tiene las mismas motivaciones egoístas de siempre. Entre sus pa­ siones egoístas una de las más poderosas es la vanidad, y siempre es fácil adularlo y obtiene un sumo deleite con los aplausos de quienes lo rodean. Si parece que sacrifica su propio interés al de sus compañeros, él sabe que su proceder será muy grato para el amor propio de ellos, y que no dejarán de expresar su satisfacción confiriéndole las loas más extravagantes. El placer que espera obtener de eso compensa con creces, a su juicio, el interés que abandona para procurarlo. Por consiguiente, su compor­ tamiento en este caso es realmente tan egoísta y se mani­ fiesta por un móvil tan mezquino como en cualquier otro caso. Es halagado, empero, y se halaga él a sí mismo, con la creencia de que es totalmente desinteresado; si no fuera supuesto así no parecería digno de encomio alguno, ni a sus ojos ni * los de nadie. Según Mandeville, entonces, todo espíritu cívico, toda preferencia por el interés públi­ co antes que el privado, es pura trampa y falsedad, y la virtud humana de la que tanto se alardea, y que da lugar a tanta emulación entre las personas, es meramente la prole

que la adulación engendra en el orgullo.

N o abundaré aquí en el tema de si los actos más genero­

sos y de mayor espíritu cívico pueden ser en algún sentido

considerados como procedentes del amor propio. La deci­

sión sobre este asunto no creo que sea relevante a los efec­ tos de establecer la realidad de la virtud, puesto que el amor propio puede ser muchas veces un motivo virtuoso para actuar. Sólo procuraré demostrar que el deseo de ha­ cer lo que es honroso y noble, de convertirnos en objetos propios de la estima y la aprobación, no puede correcta­ mente ser llamado vanidad, Incluso el apego a la fama y la reputación bien fundadas, el deseo de adquirir estima a través de lo que realmente es estimable, no merece ese nombre. El primero es el amor a la virtud, la mejor y más noble pasión de la naturaleza humana. El segundo es el amor a la gloria verdadera, una pasión sin duda inferior a la precedente, pero que en dignidad parece venir inmedia­ tamente después de ella. El culpable de vanidad es el que anhela el elogio por cualidades que o bien no son en abso­ luto elogiables o no lo son en el grado en el que él desea ser alabado por ellas, es el que adscribe su personalidad a los adornos frívolos de los vestidos y ajuares o a los logros igualmente frívolos de la conducta normal. Es culpable de vanidad quien desea la alabanza por algo'que sin duda lo merece, pero que él sabe perfectamente que no posee. Se puede acusar con "propiedad de está pasión al petimetre hueco que se da ínfulas de una importancia sobre la que no tiene derecho alguno, al necio embustero que se atribu­ ye el mérito de aventuras que jamás sucedieron, al insen­ sato plagiario que proclama ser el autor de aquéllo sobre lo que no puede tener pretensión alguna. También se dice que es culpable de vanidad quien no está contento con los sentimientos silenciosos de la estima y la aprobación, y que parece gustar más de sus ruidosas expresiones y acia Inaciones que de los sentimientos mismos, quien nunca está satisfecho sino cuando sus propias alabanzas tintinean en sus oídos, y que reclama con la importunidad más an­ siosa todas las señales externas del respeto, le encantan los títulos, las felicitaciones, el ser visitado y atendido, el ser la atracción en los lugares públicos con muestras de deferen­ cia y atención. Esta pasión frívola es totalmente distinta de las dos anteriores: aquélla es la pasión de lo más bajo e ín­ fimo de la humanidad, y éstas de lo más noble y eminente.

Aunque las tres pasiones, el deseo de convertirnos en objetos propios de honor y estima, o de volvernos hono­ rables y estimables, el deseo de adquirir honor y estima por merecer verdaderamente esos sentimientos, y el anhe­ lo frívolo de ser alabado a toda costa, son vastamente di­ ferentes, aunque las dos primeras son siempre aprobadas y la última nunca deja de ser despreciada, existe sin em­ bargo una cierta remota afinidad entre ellas que, exagera­ da por la elocuencia humorística y divertida de este vivaz autor, le ha permitido confundir a sus lectores. Hay una afinidad entre la vanidad y el amor a la gloria verdadera, puesto que ambas pasiones aspiran a adquirir estima y aprobación. Pero difieren en esto: la primera es una pa­ sión justa, razonable y equitativa, y la segunda es injusta, absurda y ridicula. El individuo que desea estima por lo que es realmente estimable no quiere más que aquello a lo que tiene justo derecho, y que no se le puede negar sin al­ guna clase de daño. En cambio, el que la desea en otras condiciones demanda aquello a lo que no tiene justo de­ recho. El primero queda fácilmente satisfecho y no tiende a ser celoso o suspicaz de que no lo estimemos suficiente­ mente, y rara vez reivindica muchos signos exteriores de nuestro aprecio. El otro, por el contrario, nunca está sa­ tisfecho, está lleno de celo y suspicacia porque no lo esti­ mamos tanto como él pretende, porque es secretamente consciente de que ansia más de lo que merece. Considera que una falta mínima de ceremonial equivale a una afren­ ta mortal y expresa el desdén más decidido. Es inquieto e impaciente, constantemente teme que le hayamos perdido todo el respeto y por tal razón está siempre preocupado en obtener nuevas manifestaciones de estima, y no puede estar tranquilo si no recibe continuas atenciones y lisonjas.

También existe una afinidad entre el deseo de volverse honorable y estimable y el deseo de honra y estima, entre el amor a la virtud y el amor a la gloria verdadera. Se pa­ recen no sólo en que ambas apuntan a ser realmente ho­ norables y estimables, sino también en esa faceta en la que el apego a la auténtica gloria se asemeja a lo que con propiedad se llama vanidad, en lo referido a los senti­ mientos de los demás. El ser humano de la mayor magna­ nimidad, que busca la virtud por la virtud misma, y es to­ talmente indiferente a lo que de hecho puedan ser las opiniones de las personas sobre él, está de todas maneras encantado al pensar en lo que deberían ser, al ser cons­ ciente de que aunque él pueda no ser honrado ni aplaudi­ do, sigue siendo el objeto propio del honor y el aplauso, y que si la humanidad fuera serena y sincera y coherente consigo misma, y estuviese adecuadamente informada so­ bre las motivaciones y condicionantes de su conducta, no dejaría de honrarlo y aplaudirlo. Aunque menosprecia las opiniones que efectivamente se tienen sobre él, valora mucho las que se deberían tener. La principal y más ele­ vada motivación de su comportamiento fue el llegar a pensar que él mismo era merecedor de tan honorables sentimientos y, cualquiera fuese la idea que otras perso­ nas podían abrigar sobre su carácter, que cuando él se pu­ siera en su lugar y considerara no lo que es su juicio sino lo que debería ser, siempre tendría la mejor opinión de sí mismo. Por consiguiente, como en el amor a la virtud hay alguna referencia no a lo que es sino a lo que con razón y propiedad debería ser la opinión de los demás, existe en te sentido una afinidad con el amor a la gloria verdade

El Dr. Mandeville no se limita a presentar la frívola motivación de la vanidad como la fuente de todas las ac­ ciones que normalmente se califican de virtuosas. Procura subrayar la imperfección de la virtud humana en muchos otros aspectos. Asegura que en todos ellos no alcanza esa completa abnegación que pretende, y en vez de una con­ quista de nuestras pasiones, normalmente no pasa de ser una indulgencia disfrazada de las mismas. Siempre que nuestra reticencia con respecto al placer no llegue a equi­ valer a la abstinencia más ascética, la trata como si fuera obscena lujuria y sensualidad. Según él, lujuria es todo lo que excede el mínimo necesario para la naturaleza huma­ na, con lo cual es vicioso hasta el uso de una camisa lim­ pia o una habitación cómoda. Considera que la indulgen­ cia en la inclinación sexual, en la unión más legítima, representa idéntica sensualidad que la satisfacción más nociva de esa pasión, y se mofa de la templanza y la casti­ dad que pueden ser practicadas a tan bajo coste. La sofis­ tería ingeniosa de su razonamiento, aquí como en tantas otras ocasiones, aparece cubierta con la ambigüedad del lenguaje. Algunas de nuestras pasiones tienen sólo los nombres indicativos de sus grados desagradables y ofen­ sivos. El espectador tenderá a observarlas más desde este ángulo que desde ningún otro. Cuando escandalizan a sus propios sentimientos, cuando le causan una suerte de an­ tipatía y disgusto, por necesidad se ve obligado-a prestar­ les atención y llega naturalmente a darles un nombre des­ de esa perspectiva. Cuando caen dentro del estado natural de su mente, puede pasarlas por alto y no darles nombre alguno, y si lo hace, es uno que indica más la sujeción y represión de la pasión que el grado en el que se le permite subsistir una vez que es así controlada y contenida. Por eso los nombres comunes23 del anhelo de placer y del an pelo de sexo denotan un grado vicioso y ofensivo de tales pasiones. En cambio las palabras templanza y castidad parecen resaltar su represión y sujeción más que el grado n el que se les permite subsistir. Por eso, cuando él pue­ ble demostrar que en algún grado siguen subsistiendo, imagina que ha demolido totalmente la realidad de las

Virtudes de la templanza y la castidad, y que ha demostra­ do que son meras imposturas que se aprovechan de la des­ atención y simpleza de la humanidad. Pero esas virtudes no exigen una insensibilidad absoluta ante las pasiones ue pretenden controlar. Sólo se proponen reprimir la

Vehemencia de dichas pasiones para que no dañen al indi- liduo y no perturben ni ofendan a la sociedad.

La gran falacia del libro del Dr. Mandeville24 estriba en ue representa cualquier pasión como plenamente vició­ la, en cualquier grado y cualquier sentido. Por ello trata lomo vanidad a todo lo que haga cualquier referencia a lo ue son o deberían ser los sentimientos de los demás, y por medio de esta sofistería establece su conclusión favo­ rita: los vicios privados son beneficios públicos. Si el an­ helo de la magnificencia, un gusto por las artes y los ade­ lantos elegantes de la vida humana, por cualquier cosa que sea agradable en el vestido, en muebles y ajuares, por la arquitectura, la escultura, la pintura y la música, va a ser calificado de lujuria, sensualidad y ostentación, indu­ jo en aquéllos cuya posición les permite, sin inconve­ niencia de ninguna clase, la indulgencia en tales pasiones, entonces es cierto que la lujuria, la sensualidad y la os­ tentación son beneficios públicos, puesto que sin las cualidades sobre las que él opta por arrojar esos nombres tan oprobioso, las artes refinadas jamás podrían ser fo­ mentadas y languidecerían por falta de empleo. El auténtico fundamento de este sistema licencioso se encuentra

en algunas doctrinas ascéticas populares que florecieron

antes de su época, según las cuales la virtud consistía en la completa extirpación y aniquilamiento de todas nuestras pasiones. Al Dr. Mandeville le resultó sencillo probar, primero, que esa conquista plena jamás tuvo lugar entre los seres humanos, y segundo, que si tenía lugar de mane­ ra universal sería perniciosa para la sociedad, porque pondría fin a toda industria y comercio, y en cierto senti­ do a toda la actividad de la vida humana. Mediante la pri­ mera proposición parecía haber demostrado que no exis­ tía realmente la virtud, y que lo que pretendía serlo no era más que pura trampa y engaño a la humanidad; y me­ diante la segunda, que los vicios privados eran beneficios públicos, puesto que sin ellos ninguna sociedad podía prosperar o florecer.

Tal el sistema del Dr. Mandeville, que en su tiempo provocó tanto alboroto en el mundo, y que aunque quizá nunca generó más vicio del que habría habido sin él, como mínimo hizo que el vicio, que surgía de otras cau­ sas, apareciese con más desvergüenza, y proclamó la co­ rrupción de sus motivaciones con una audacia disoluta que no se había conocido hasta entonces.

Pero por más destructivo que pueda parecer este siste­ ma, jamás habría podido engañar a tantas personas, ni ha­ bría ocasionado una alarma tan generalizada entre quie­ nes eran partidarios de principios mejores, si no hubiese bordeado en algunos aspectos la verdad. Un sistema de fi­ losofía natural puede parecer muy razonable y ser am­ pliamente acogido en el mundo, y sin embargo no tener base alguna en la naturaleza ni semejanza alguna con la verdad. Los vórtices de Descartes fueron considerados en una nación muy ingeniosa y durante casi un siglo como la explicación más satisfactoria del movimiento de los cuer­ pos celestes. Pero se ha demostrado y toda la humanidad está ya convencida de que esas supuestas causas de tan

(maravillosos efectos no sólo no existen sino que son ab­ solutamente imposibles, y que si existiesen no podrían producir los efectos que se les atribuyen. N o ocurre lo mismo con los sistemas de filosofía moral, y un autor que pretenda explicar el origen de nuestros sentimientos mo­ rales no podría engañarnos de manera tan crasa, ni alejar­ se tanto de cualquier parecido con la verdad. Cuando un viajero nos informa sobre un país lejano, puede abusar de nuestra credulidad y hacer pasar las ficciones más infun­ dadas y absurdas como los hechos más patentes. Pero cuando una persona pretende contarnos lo que sucede en jnuestro barrio y las actividades de la parroquia donde vi­ nimos, aunque en este caso también pueda embaucamos en algunos aspectos si somos tan descuidados como para po mirar las cosas con nuestros propios ojos, sin embargo las mayores falsedades que nos relate deben guardar algu­ na semejanza con la verdad y deben incluso tener una parte apreciable de verdad. Un autor que estudia la filo- iSofía natural y aspira a encontrar las causas de los grandes fenómenos del universo, intenta explicar lo que ocurre en un país muy distante, sobre el cual puede contarnos lo que quiera, y siempre que su narración se mantenga den­ tro de los límites de lo verosímil no debe perder la espe­ ranza de que le demos crédito. Pero cuando procura dar cuenta del origen de nuestros deseos y afectos, de nues­ tros sentimientos de aprobación y desaprobación, no sólo pretende describir la vida de nuestra propia parroquia sino la de nuestra propia casa. Aunque aquí también, como patronos indolentes que confían en un administra­ dor que los defrauda, podemos ser embaucados, no habrá posibilidad de-que nos cuente nada que no guarde una re­ lación mínima con la verdad. Al menos algo de lo que nos diga deberá ser cierto y hasta lo que nos exagere deberá tener algún fundamento, porque en otro caso el fraude será detectado incluso por la descuidada inspección que estamos dispuestos a hacer. El autor que adscriba como causa de cualquier sentimiento natural algún principio que no tiene conexión alguna con él, nrse parece a ningún otro principio que sí la tiene, resultará absurdo y ridículo hasta para el lector más imprudente e inexperto.


 
SECCIONE III. DE LOS DIVERSOS SISTEMAS QUE SE HAN ELABORADO RESPECTO DEL PRINCIPIO APROBATORIO

 
INTRODUCCIÓN
LA CUESTIÓN cuestión más importante en Filosofía Moral, después de la indagación acerca de la naturaleza de la virtud, es la relativa al principio aprobatorio, al poder o facultad mentales que hacen que ciertos caracteres nos resulten agradables o desagradables, nos obligan a preferir determinada manera de comportamiento a otra manera distinta, nos conducen a calificar de buena a la una y de mala a la otra y nos llevan a considerar: a la primera, como un objeto digno de aprobación, de honra y recompensa; de culpa, censura y castigo, a la segunda.

Se han dado tres explicaciones diferentes de ese principio aprobatorio. Según algunos, se aprueban o reprueban las propias acciones, así como las de los otros, solamente por amor a sí mismo o por cierto reconocimiento de su propensión a hacernos felices o desgraciados; según otros, la razón, aquella facultad que nos permite distinguir entre lo verdadero y lo falso, es la que nos habilita para distinguir entre lo conveniente e inconveniente, tanto en los actos como en los afectos; según otros, esa distinción depende totalmente de un inmediato sentimiento y una emoción, y obedece a la satisfacción o aversión que nos inspira la contemplación de ciertos actos y emociones. El amor a sí mismo, la razón y el sentimiento, por lo tanto, son los tres diferentes orígenes que se han señalado al principio aprobatorio.

Pero antes de que proceda a examinar estas distintas doctrinas, debo advertir que la elucidación de esa segunda cuestión, aunque de la mayor importancia especulativa, no tiene ninguna en la práctica. La cuestión relativa a la naturaleza de la virtud, necesariamente influye en nuestra noción del bien y del mal en muchos casos particulares. La relativa al principio aprobatorio, no puede tener el mismo efecto. Examinar de qué artificio o mecanismo interior proceden esas diversas nociones y sentimientos, es asunto de mera curiosidad filosófica.


 
CAPÍTULO I. DE LOS SISTEMAS QUE DERIVAN EL PRINCIPIO APROBATORIO DEL AMOR A SI MISMO
NO TODOS los que explican el principio aprobatorio por el amor a sí mismo lo hacen de la misma manera, y hay bastante confusión e inexactitud en los diversos sistemas. Según Mr. Hobbes y muchos de los que le siguen[2], el hombre se ve impulsado a refugiarse en la sociedad, no por ningún amor natural hacia sus semejantes, sino porque, faltándole la colaboración de los otros, es incapaz de subsistir holgadamente y al abrigo de todo peligro. Por este motivo, la sociedad se convierte en una necesidad para él, y cuanto propenda al sostén y bienestar sociales, es considerado como cosa que remotamente fomenta su propio interés; por lo contrario, todo aquello que amenaza con perturbar o destruir la sociedad, lo considera en cierta medida dañino y pernicioso a sí mismo. La virtud es el gran sostén y el vicio el gran perturbador de la sociedad humana. La primera, por lo tanto, es aceptable, y el segundo ofensivo para todos los hombres, puesto que de la una prevé la prosperidad y del otro la ruina y confusión de todo lo que tan necesario es para la comodidad y seguridad de su existencia.

Que la propensión de la virtud a fomentar, y del vicio a perturbar el orden social —cuando es examinada la cosa con calma y filosóficamente—, refleje una gran belleza sobre la una y una gran deformidad sobre el otro, es punto que, como ya lo he advertido anteriormente, no puede ser aducido en esta cuestión. La sociedad humana, considerada desde cierto punto de vista abstracto y filosófico, se nos presenta como una inmensa máquina cuyos ordenados y armoniosos movimientos producen innúmeros efectos agradables. Y así como en cualquier otra bella y noble máquina producida por el arte humano, de todo aquello que propendiese a facilitar sus movimientos haciéndolos parejos y fáciles derivaría cierta belleza a causa de ese efecto, y, por lo contrario, todo aquello que propendiese a obstruccionarlos desagradaría por ese motivo; así la virtud, que, como quien dice, es el fino acabado del engranaje social, forzosamente agrada, mientras que el vicio, cual vil orín que lo hace trepidar y rechinar, necesariamente ofende. Esta explicación, pues, del origen del principio aprobatorio o reprobatorio, en cuanto lo deriva de un respeto al orden social, se entronca con aquel principio que concede belleza a la utilidad y que ya expliqué en ocasión anterior; y de ahí es de donde esta doctrina saca toda esa plausibilidad que posee. Cuando esos autores describen las innumerables ventajas que la vida culta y social tiene sobre la salvaje y solitaria; cuando se extienden sobre la necesidad de la virtud y el orden como sostenes de la primera, y demuestran cuán infaliblemente propende el predominio del vicio y desobediencia a las leyes a implantar de nuevo la segunda, el lector se siente fascinado con la novedad y magnificencia del paisaje que ponen ante su vista: claramente ve una nueva belleza en la virtud, y una nueva deformidad en el vicio que nunca antes había advertido, y, por lo general, tan encantado está con el descubrimiento, que por rareza se detiene a reflexionar en que, si antes no había reparado en esta visión política, es imposible que sea el fundamento de la aprobación y reprobación con que siempre ha estado acostumbrado a considerar aquellas diversas cualidades.

Por otra parte, cuando esos autores derivan del amor a sí mismo el interés que sentimos por el bienestar social y el aprecio que por ese motivo testimoniamos a la virtud, no quieren decir que cuando en esta época aplaudimos la virtud de Catón y abominamos de la infamia de Catilina, nuestros sentimientos sean inducidos de la noción del beneficio que podamos recibir del uno, ni del menoscabo que soportemos a causa del otro. La forma como, según estos filósofos, apreciamos al virtuoso personaje y culpamos al desordenado, no es entendiendo que la prosperidad y el trastorno sociales en aquellas remotas edades y naciones sean influyentes sobre nuestra felicidad o desdicha presentes. Jamás pensaron que nuestros sentimientos estuviesen influidos por el posible beneficio o perjuicio que supusiéramos redundaría en nosotros, bajo el supuesto de haber vivido en aquellas lejanas edades y países; o bien, influidos por los que podrían redundar en nosotros, al pensar que en nuestra vida encontraríamos personas semejantes. En suma, la idea con que esos autores andaban a tientas, pero que no pudieron dilucidar, era esa simpatía indirecta que experimentamos hacia quienes reciben el beneficio o sufren el perjuicio proveniente de la índole tan opuesta de esos personajes, y eso era lo que confusamente señalaban cuando afirmaron que no era la idea del provecho o del sufrimiento lo que incitaba nuestro beneplácito o indignación, sino el concepto o imaginación del posible provecho o sufrimiento en el caso de tener que actuar en compañía de semejantes asociados.

Sin embargo, la simpatía no puede, en modo alguno, considerarse un principio egoísta. Cuando simpatizo con vuestra aflicción o vuestra indignación, puede sostenerse, ciertamente, que mi emoción se funda en amor a mí mismo, porque surge de ese hacer mío vuestro caso, de ese ponerme en vuestra situación y de ahí concebir lo que sentiría en tales circunstancias. Empero, aunque con mucha propiedad se dice que la simpatía surge de un cambio imaginario de situaciones con la persona principalmente afectada, con todo, tal cambio imaginario no se supone que me acontezca a mí, en mi propia persona y carácter, sino en la persona con quien simpatizo. Cuando me conduelo de la muerte de tu hijo, no considero, a fin de poder compartir tu aflicción, lo que yo, persona determinada por mi carácter y profesión, sufriría si tuviese un hijo, sino que considero lo que sufriría si en verdad yo fuera tú, y no solamente cambio contigo de circunstancias, sino de personas y sujetos. Mi aflicción, pues, es enteramente por tu causa y en absoluto por la mía. Por lo tanto, no es en nada egoísta. ¿Cómo puede considerarse que sea pasión egoísta aquélla que no responde a algo que ni siquiera en la imaginación me ha acontecido ni que se refiera a mí en mi propia persona y carácter, sino que en todo atañe a lo que a ti concierne? Un hombre muy bien puede simpatizar con una parturienta, aunque es imposible que se imagine sufriendo en su persona los dolores del parto. De cualquier modo, esta doctrina de la naturaleza humana que deriva todos los sentimientos y afectos del amor a sí mismo, y que tanto ruido ha metido en el mundo, pero que, hasta donde alcanzo, jamás ha sido cabal y distintamente explicada, me parece que ha salido de una confusa y falsa interpretación del mecanismo de la simpatía.


 
CAPÍTULO II. DE LOS SISTEMAS QUE HACEN DE LA RAZÓN EL PRINCIPIO DE LA APROBACIÓN
ES BIEN sabido que fue doctrina de Mr. Hobbes que el estado de naturaleza es un estado bélico, y que con anterioridad a la institución del gobierno civil no es posible la existencia entre los hombres de una vida social segura y pacífica. Por tanto, la conservación del orden social, según él, consiste en sostener las instituciones políticas, y destruirlas es tanto como dar fin a ese orden social. Mas la existencia del gobierno civil depende de la obediencia que se presta al supremo magistrado. En el preciso momento en que pierde su autoridad, todo gobierno ha cesado. Del mismo modo, pues, que la propia conservación enseña a los hombres a encomiar todo aquello que tienda al fomento del bienestar social y a censurar lo que promete lesionarlo, así ese mismo principio les debería enseñar, si en pensamiento y palabra fuesen consecuentes, a encomiar en toda ocasión la obediencia al magistrado civil y a censurar toda desobediencia y rebeldía. Las nociones mismas de lo laudable y censurable debieran ser idénticas a las de obediencia y desobediencia. Por tanto, las leyes del magistrado civil debieran ser consideradas como las últimas y absolutas normas de lo justo e injusto, del bien y del mal.

Al propagar estas ideas, Mr. Hobbes admitió que su intención fue la de sujetar la conciencia de los hombre de un modo inmediato al poder civil y no al eclesiástico, en cuya turbulencia y ambición aprendió a ver, por el ejemplo de su propia época, la causa principal de los desórdenes sociales. Por este motivo su doctrina era particularmente ofensiva a los teólogos, quienes, a su ve2, no anduvieron cortos en dar rienda suelta con mucha rudeza y encono a la indignación que sentían en su contra. Igualmente ofensiva resultó esa doctrina a los buenos moralistas, puesto que implicaba que no había una diferencia de naturaleza entre el bien y el mal, que éstos eran valores mudables y variables y que dependían de la simple voluntad arbitraria del magistrado civil. Por lo tanto, esta manera de explicar las cosas fue objeto de ataques procedentes de todas partes y con toda clase de armas: por juiciosas razones, así como por rabiosas peroratas.

Para poder refutar una doctrina tan odiosa, hacía falta demostrar que, con anterioridad a toda legislación o institución positiva, la mente estaba dotada por naturaleza de una facultad mediante la cual podía distinguir en determinados actos y afectos, las cualidades de lo bueno, lo laudable y lo virtuoso, y, en otros, las de lo malo, lo censurable y lo vicioso.

Con justicia advirtió el Dr. Cudworth[3] que la ley no podía ser la causa primera de esos distingos, puesto que, bajo el supuesto de tal ley, necesariamente, o bien era debido obedecerla e indebido desobedecerla, o bien indiferente el que la obedeciésemos o desobedeciésemos. Aquella ley cuya obediencia o desobediencia, por nuestra parte, era indiferente, no podía, sin duda, ser la causa de aquellos distingos; pero tampoco podía serlo la ley a la que era debido obedecer e indebido desobedecer, porque hasta en este caso iban implicadas como previas las nociones o ideas de lo bueno y lo malo, y las de ser la obediencia a la ley conforme a la idea de lo bueno y la desobediencia a la de lo malo.

Puesto que la mente posee, con prioridad a toda ley, una noción de esos distingos, parece necesaria consecuencia que esa noción procede de la razón, que es la que indica la diferencia entre el bien y el mal, así como lo hace entre la verdad y el error; y esta conclusión, verdadera en cierto sentido, aunque demasiado precipitada en otro, fue más fácilmente aceptada en esa época en que la ciencia abstracta de la naturaleza humana estaba en pañales, y antes de que las distintas facultades mentales hubiesen sido cuidadosamente examinadas y diferenciadas las unas de las otras. En los días en que se ventilaba con gran calor y vehemencia esta controversia con Mr. Hobbes, no se había pensado en ninguna otra facultad de donde se supusiese que tales ideas podían originarse. Por estos años, pues, vino a ser doctrina en boga que la esencia de la virtud y del vicio no consistía en la conformidad o inconformidad de las acciones humanas con la ley de un superior, sino en la conformidad o inconformidad con la razón, que de este modo fue considerada como primera causa y principio de la aprobación y reprobación.

En cierto sentido, es verdad que la virtud consiste en una conformidad con la razón, y con mucha justicia puede considerarse a esta facultad, en alguna medida, como causa y principio de la aprobación y la reprobación y de todo sano juicio relativo al bien y al mal. Es la razón la que descubre esas reglas generales de justicia según las cuales debemos normar nuestros actos, y por esta misma facultad formamos esas más vagas e indeterminadas ideas de lo que es prudente, de lo que es decoroso, de lo que es generoso y noble, ideas que siempre nos acompañan y a cuya conformidad procuramos modelar, en la medida en que mejor podemos, el tenor de nuestra conducta. Las sentencias morales generalmente admitidas se forman, como toda máxima general, por la experiencia y la inducción. Advertimos en una gran variedad de casos particulares lo que agrada o desagrada a nuestras facultades morales, lo que ellas aprueban o desaprueban, y de esta experiencia establecemos por inducción esas reglas generales. Mas la inducción siempre ha sido considerada como una operación de la razón, y por eso se dice con mucha propiedad que de la razón proceden todas esas sentencias generales e ideas. Éstas, en gran parte, norman nuestros juicios morales, los cuales serían sumamente inciertos y precarios si dependiesen totalmente de algo tan expuesto a variar como son las inmediatas emociones y sentimientos, que los diversos estados de salud y humor son capaces de alterar de un modo tan esencial. Por lo tanto, como nuestros mejores fundados juicios relativos a lo bueno y a lo malo se norman por máximas e ideas obtenidas por una inducción de la razón, puede, con mucha propiedad, decirse de la virtud que consiste en una conformidad con la razón, y, hasta este extremo, puede considerarse a esa facultad como causa y principio de aprobación y reprobación.

Pero aunque, ciertamente, la razón es la fuente de las reglas generales éticas y de todos los juicios morales que por esas reglas formamos, es completamente absurdo e ininteligible suponer que las percepciones primarias de lo bueno y malo procedan de la razón, hasta en aquellos casos particulares de cuya experiencia se sacan las reglas generales. Estas percepciones primarias, así como toda experiencia en que cualquier regla general se funda, no pueden ser objeto de la razón, sino de un inmediato sentido y emoción. La manera como se forman las reglas generales éticas, es descubriendo que en una gran variedad de casos un modo de conducta constantemente nos agrada de cierta manera, y que, de otro modo, con igual constancia, nos resulta desagradable. Empero, la razón no puede hacer que un objeto resulte por sí mismo agradable o desagradable; la razón sólo puede revelar que tal objeto es medio para obtener algo que sea placentero o no, y de este modo puede hacer que el objeto, por consideración a esa otra cosa, nos resulte agradable o desagradable. Mas nada puede ser agradable o desagradable por sí mismo, que no sea porque así nos lo presenta un inmediato sentido y sensación. Por lo tanto, si en todos los casos particulares necesariamente nos agrada la virtud por ella misma, y si del mismo modo el vicio nos causa aversión, no puede ser la razón, sino un inmediato sentido y sensación, lo que así nos reconcilie con la una y nos extraña del otro.

El placer y el dolor son los principales objetos del deseo y de la aversión; pero éstos no se disciernen racionalmente, sino que se distinguen por medio de un sentido inmediato y una emoción. Si la virtud, pues, es deseable por sí misma, y si, del mismo modo, el vicio es objeto de aversión, síguese que no puede ser la razón, sino el sentido inmediato y la emoción, lo que distingue esas diferentes cualidades.

Sin embargo, como con justicia puede considerarse que hasta cierto punto la razón es principio de aprobación o reprobación, pensóse, debido a una inadvertencia, que estos sentimientos procedían primariamente de una operación de aquella facultad. Corresponde al Dr. Hutcheson el mérito de haber sido el primero que distinguiera con cierto grado de precisión, hasta qué punto puede admitirse que todos los juicios morales proceden de la razón, y hasta qué punto se fundan en un sentido inmediato y una emoción. En sus Illustrations upon the Moral Sense (Ilustraciones sobre el sentido moral) ha explicado esto de un modo tan completo, y, a mi parecer, tan incontestable, que si el asunto todavía provoca controversia, solamente puedo imputarlo a falta de atención a lo que este caballero ha escrito, o bien a una supersticiosa adhesión a ciertas formas de expresión, debilidad no poco común entre los sabios, especialmente en materia tan profundamente interesante como la presente, en la que un hombre curioso no siempre está dispuesto a ceder ni siquiera en la justeza de una sola frase a la que ha estado acostumbrado.


 
CAPÍTULO III. DE AQUELLOS SISTEMAS QUE HACEN DEL SENTIMIENTO EL PRINCIPIO DE LA APROBACIÓN
LOS SISTEMAS que hacen del sentimiento el principio de la aprobación, pueden dividirse en dos distintas clases:

Según algunos, el principio de la aprobación se funda en un sentimiento de naturaleza peculiar; es un poder especial de percepción que la mente ejerce en presencia de ciertos actos o afectos; algunos de éstos impresionan esa facultad de un modo agradable y otros de un manera desagradable; los primeros quedan marcados con los caracteres del bien, de lo laudable y virtuoso; los segundos, con los del mal, lo censurable y vicioso. Tratándose de un sentimiento de naturaleza peculiar, diferente de todos los otros, y como efecto que es de un poder especial de percepción, le dan un nombre particular, llamándole el sentido moral.

Según otros, no hay necesidad, para explicar el principio de aprobación, de suponer la existencia de un nuevo poder de percepción del que hasta entonces no se tuviera noticia. Se imaginan que la Naturaleza obra en esto, como en todos los demás casos, con la más rigurosa economía, y que produce multitud de efectos de una sola y misma causa; y la simpatía, potencia de la que siempre se ha tenido debida cuenta y de la que la mente está manifiestamente dotada, es, piensan, suficiente para explicar todos los efectos atribuidos a aquella facultad especial.

El Dr. Hutcheson[4] se esmeró en probar que el principio de la aprobación no estaba fundado en el amor de sí mismo. También demostró que no podía proceder de una operación racional. Pensó, pues, que no había otro camino que suponer que se trataba de una facultad de especie peculiar con que la Naturaleza dotó a la mente humana, a fin de producir este importante y particular efecto.

Habiendo excluido el amor a sí mismo y a la razón, no se le ocurrió que podía haber alguna de las ya conocidas facultades mentales que pudiese en alguna manera satisfacer ese propósito.

Sin embargo, y a pesar de todo el esmero que este ingenioso filósofo ha puesto en probar que el principio de la aprobación se funda en un poder especial de percepción, en cierta forma análogo al de los sentidos externos, hay algunas consecuencias de su doctrina, aceptadas por él, que posiblemente sean consideradas por muchos como refutación suficiente de la misma. Admite [5] que las cualidades que pertenecen a los objetos de un sentido no pueden, sin incurrir en grave despropósito, atribuirse al sentido mismo. ¿Quién ha pensado jamás en hablar de un sentido de ver negro o blanco, de un sentido de oír fuerte o bajo, o de un sentido de gustar dulce o amargo? Y, según él, resulta igualmente absurdo llamar a nuestras facultades morales virtuosas o viciosas, lo moralmente bueno o malo. Estas cualidades pertenecen a los objetos de aquellas facultades, no a las facultades mismas. Si, por lo tanto, hubiera un hombre tan disparatadamente constituido que aceptara la crueldad y la injusticias como las más altas virtudes, y rechazara la equidad y la humanidad como los más despreciables vicios, una mente así constituida podría ciertamente ser considerada como perniciosa, tanto para el individuo como para la sociedad, y asimismo considerada como extraña, sorprendente y en sí desnaturalizada; pero no podría, sin incurrirse en grave despropósito, calificarse de viciosa o moralmente perversa.

Y, sin embargo, si viésemos a un hombre aclamar una bárbara e inmerecida ejecución que hubiese sido mandada por algún insolente tirano, no nos sentiríamos culpables de grave despropósito al calificar de vicioso y moralmente perverso en alto grado ese comportamiento, a pesar de que sólo fuera la expresión de depravadas facultades morales o de una disparatada aprobación de tan horrible acto, como si fuese noble, magnánimo y excelente. Nuestro corazón, así lo imagino, al ver un espectador como ése, olvidaría momentáneamente su simpatía con el paciente y no sentiría sino horror y aborrecimiento al pensar en criatura tan execrable y vil. Lo detestaríamos aún más que al tirano, quien posiblemente obraba impulsado por las impetuosas pasiones de la envidia, el temor y el resentimiento, y que, por ese motivo, sería más disculpable. Mas los sentimientos del espectador aparecerían por completo inmotivados, y, por lo tanto, más perfecta y absolutamente abominables. No existe perversión de sentimientos o afectos, que nuestro corazón se resistiese más a compartir o que rechazase con más odio e indignación que una de esta especie, y, lejos de considerar semejante constitución mental como algo simplemente extraño o pernicioso y en modo alguno vicioso o moralmente perverso, más bien la consideraríamos como el último y más espantoso extremo de depravación moral.

Por el contrario, los sentimientos morales correctos aparecen de suyo en cierto grado laudables y moralmente buenos. Aquel cuya censura y aplauso en toda ocasión van de acuerdo, con gran exactitud, con el valor o indignidad del objeto, parece merecer, en cierto grado, hasta la aprobación moral. Admiramos la delicada precisión de sus sentimientos morales; sirven de guía a nuestros propios juicios, y, debido a su insólita y sorprendente exactitud, hasta provocan nuestra admiración y aplauso. Ciertamente, no podemos estar siempre seguros de que la conducta de una persona como esa corresponda a la precisión y exactitud de sus juicios respecto a la conducta ajena. La virtud requiere hábito y firme propósito, tanto como delicadeza de sentimientos, y, por desgracia, algunas veces faltan esas primeras cualidades ahí donde la segunda se da con la mayor perfección. Sin embargo, esa disposición de la mente, aunque algunas veces vaya acompañada de imperfecciones, es incompatible con todo lo que sea crasamente criminal, y es la cimentación más feliz para construir sobre ella la superestructura de la perfecta virtud. Hay muchos hombres bien intencionados que se proponen en serio ejecutar cuanto estiman es de su deber, pero que, a pesar de todo, resultan desagradables a causa de la tosquedad de sus sentimientos morales.

Podría decirse, quizá, que aunque el principio de la aprobación no está fundado en un poder de percepción que sea en alguna manera análogo a los sentidos externos, aún podría estar fundado en algún sentimiento especial que respondiese a ese fin particular y a ningún otro. Podría pretenderse que la aprobación y reprobación son un determinado sentir o emoción que surgen en la mente provocados por ciertos sujetos o acciones, y así como al resentimiento podría llamársele sentido de la injuria, o a la gratitud sentido del provecho, así aquéllas podrían muy propiamente recibir el nombre de sentido del bien y del mal, o sea sentido moral.

Pero esta explicación, si bien no está sujeta a las mismas objeciones que la anterior, sí está expuesta a otras igualmente incontestables.

En primer lugar, a pesar de todas las variaciones a que está sujeta una emoción cualquiera, conserva los rasgos generales que la singularizan como emoción de determinada especie, y esos rasgos generales siempre son más conspicuos y notorios que cualquier variación que pudiere experimentar en casos particulares. Así, la ira es una emoción de especie particular, y, consecuentemente, sus rasgos generales siempre son más perceptibles que todas las variantes que pueda experimentar en casos particulares. La ira contra un hombre es, sin duda, algo diferente de la ira contra una mujer, y a su vez diferente de la ira contra un niño. En cada uno de estos tres casos la pasión de la ira en general admite distintas modificaciones según el particular carácter de sus objetos, como el atento observador fácilmente podrá advertir. Pero, a pesar de todo, en todos estos casos predominan los rasgos generales de la pasión. Para distinguir estos rasgos no hace falta una observación sutil; es necesaria, por lo contrario, una atención en extremo delicada para descubrir las variaciones. Todo el mundo advierte aquéllos; casi nadie observa éstas. Por lo tanto, si la aprobación y la reprobación fuesen —como la gratitud y el resentimiento— emociones de una especie particular, distintas de todas las demás, sería de esperar que en todas las variaciones que la una y la otra fuesen susceptibles de sufrir, se conservaran claros, manifiestos y fácilmente perceptibles los rasgos generales que las caracterizan como emociones de determinada especie particular. Empero, de hecho, acontece lo contrario. Si nos atenemos a lo que en realidad sentimos cuando en diversas ocasiones aprobamos o reprobamos algo, descubriremos que, con frecuencia, en un caso nuestra emoción es totalmente distinta a la de otro caso, y que no es posible advertir entre ambos ningún rasgo común. Así, por ejemplo, la aprobación con que miramos un sentimiento tierno, delicado y humano, es bastante distinta de aquella con que recibimos la impresión de un sentimiento que se nos presenta como admirable, osado y magnánimo. Nuestra aprobación por ambos puede, en diversas ocasiones, ser perfecta y completa; pero uno de ellos nos enternece y el otro nos eleva, y no hay ningún parecido entre las emociones que provocan en nosotros. Ahora bien, según la doctrina que he estado procurando demostrar, tal debe, necesariamente, ser el caso. Como las emociones de la persona a la que aprobamos, son, en esos dos casos, opuestas la una a la otra, y como nuestra aprobación procede de la simpatía con esas emociones opuestas, lo que sentimos en un caso no puede en nada parecerse a lo que sentimos en el otro. Empero, esto no podría acontecer si la aprobación consistiese en una emoción peculiar que no tuviese nada en común con los sentimientos objeto de la aprobación, sino que surgiese en presencia de esos sentimientos, a la manera como cualquiera otra pasión surge en presencia del objeto que le es propio. Lo mismo puede decirse respecto a la reprobación. El horror que nos inspira la crueldad, en nada se asemeja al desprecio que sentimos hacia lo ruin. Es una especie muy distinta de discordia la que sentimos en presencia de esos dos diferentes vicios, entre nuestro propio parecer y el de la persona cuyos sentimientos y comportamiento observamos.

En segundo lugar, ya he advertido que no solamente las diferentes pasiones o afectos humanos que son motivo de aprobación o reprobación se nos presentan con el carácter de bondad o perversidad morales, sino que también la aprobación conveniente e inconveniente se presenta a nuestros naturales sentimientos con el sello de esas mismas cualidades. En consecuencia, se me ocurre preguntar ¿cómo es que, según esta doctrina, aprobamos o reprobamos la aprobación misma según sea conveniente o inconveniente? A esta pregunta no hay, me imagino, sino una sola contestación que sea razonable. Será necesario decir que, cuando la aprobación con que nuestro prójimo observa la conducta de un tercero, coincide con la nuestra, es que aprobamos su acto aprobatorio y lo tenemos, en cierta medida, por moralmente bueno; y, por lo contrario, cuando no coincide con nuestros propios sentimientos, lo desaprobamos y consideramos, en cierta medida, moralmente perverso. Debe, pues, admitirse que, por lo menos en este caso, la coincidencia u oposición de sentimientos entre el observador y la persona observada, es lo que constituye la aprobación o reprobación moral. Y si consiste en eso en un caso, yo pregunto ¿por qué no en todos los demás? ¿Qué objeto tiene imaginar un nuevo poder de percepción para explicar esos sentimientos?

Contra toda explicación del principio aprobatorio que quiera hacerlo depender de un sentimiento peculiar distinto de todos los demás, yo objetaría: que es bien extraño que ese sentimiento, sin duda intencionado por la Providencia para ser el principio rector de la naturaleza humana, hubiese pasado hasta ahora tan inadvertido, al grado de carecer de nombre en todos los idiomas. La designación: sentido moral, es de cuño muy tardío, y todavía no puede considerarse forme parte del idioma inglés. La palabra aprobación, sólo desde hace pocos años es propia para denotar con peculiaridad cosas de esta especie. Propiamente hablando, aprobamos todo aquello que nos satisface completamente: la forma de un edificio, la traza de una máquina, el sabor de un plato de carne. La palabra conciencia no denota primariamente alguna facultad moral que nos permita aprobar o reprobar algo. La conciencia implica, ciertamente, la existencia de alguna facultad de esa especie, y significa propiamente nuestro darnos cuenta de haber obrado conforme o contrariamente a sus mandatos. Ya que el amor, el odio, la alegría, la aflicción, la gratitud, el resentimiento y tantas otras pasiones que se supone están todas sujetas a ese principio, han demostrado ser suficientemente importantes para obtener rótulos que nos las dan a conocer ¿acaso no es sorprendente que la reina de todas ellas hubiese pasado hasta ahora tan poco advertida, que, excepción hecha de unos cuantos filósofos, a nadie le ha parecido aún que valga la pena bautizarla con algún nombre?

Cuando concedemos nuestra aprobación a algún sujeto o a una acción, los sentimientos que experimentamos, según la doctrina que antecede, tienen cuatro orígenes que en cierto sentido son distintos los unos de los otros. Primero, simpatizamos con los motivos del agente; segundo, compartimos la gratitud de quienes reciben el beneficio de sus actos; tercero, advertimos que su conducta ha sido conforme a las reglas generales por las que esas dos simpatías usualmente actúan, y, por último, cuando consideramos que tales actos forman parte de un sistema de conducta que tiende a fomentar la felicidad del individuo o de la sociedad, tal parece que derivan cierta belleza de esa utilidad, no muy distinta de la que atribuimos a cualquier máquina bien trazada. Una vez descontado, en cualquier caso particular, todo lo que necesariamente debe reconocerse que procede de uno u otro de estos cuatro principios, quisiera saber de buena gana lo que queda de residuo, y sin reservas permitiré que se atribuya ese sobrante al sentido moral o a cualquiera otra facultad privativa, con tal de que alguien determine con toda precisión lo que ese sobrante sea. Quizá fuera de esperarse que, si en verdad existiera esa facultad privativa tal como se supone que lo es el sentido moral, pudiéramos, en algunos casos particulares, sentirlo separado y desprendido de todos los otros, como con harta frecuencia sentimos en toda su pureza y sin mezcla de otra emoción, la alegría, la aflicción, la esperanza y el temor. Esto, me imagino, ni siquiera puede intentarse. Jamás he oído que se aduzca un ejemplo por el que pueda decirse que esta facultad obra por sí sola y sin mezcla alguna de simpatía o antipatía, de gratitud o resentimiento, de percepción del acuerdo o desacuerdo de cualquier acto con uní regla establecida, o, por último, sin mezcla de ese gusto general por la belleza y el orden que, tanto los objetos inanimados como animados, provocan en nosotros.

Hay otra doctrina que intenta dar razón, por medio de la simpatía, del origen de nuestros sentimientos morales, pero que es diferente a la que yo me he esforzado por demostrar. Es aquélla que hace que la virtud radique en la utilidad, y la que explica el placer con que el espectador reconoce la utilidad de cualquier cualidad, por simpatía con la felicidad de quienes resultan afectados por ella. Esta simpatía es diferente tanto de aquella por la que penetramos en los motivos del agente, como de aquella por la que acompañamos en la gratitud a las personas que resultan beneficiadas por sus actos. Se trata del mismo principio que aquel por el que concedemos nuestra aprobación a una bien trazada máquina. Pero ninguna máquina puede ser objeto de una ni otra de esas dos simpatías últimamente mencionadas. En la cuarta parte de esta disertación ya he dado alguna cuenta de esa doctrina.

ADAM SMITH (1723-1790). Economista y filósofo escocés.

En la Historia de la Economía, es considerado como el mayor exponente de la economía clásica.

Adam Smith basaba su ideario en el sentido común. Frente al escepticismo, defendía el acceso cotidiano e inmediato a un mundo exterior independiente de la conciencia. Este pensador escocés creía que el fundamento de la acción moral no se basa en normas ni en ideas nacionales, sino en sentimientos universales, comunes y propios de todos los seres humanos.

En 1776, publica La riqueza de las naciones, sosteniendo que la riqueza procede del trabajo de la nación. El libro fue esencialmente un estudio acerca del proceso de creación y acumulación de la riqueza, tema ya abordado por los mercantilistas y fisiócratas, pero sin el carácter científico de la obra de Smith. Este trabajo obtuvo para él el título de fundador de la economía porque fue el primer estudio completo y sistemático del tema.


 
Sección IV. De la forma en que los distintos autores han abordado las regías prácticas de la moral
Ya ha sido apuntado en la tercera parte del presente trabajo [parte III, cap. 6] que las reglas de la justicia son las únicas reglas de moralidad que son precisas y exactas; que las de las demás virtudes son flexibles, vagas e inde­ terminadas; que las primeras pueden ser comparadas con las reglas de la gramática y las segundas con las que los críticos formulan para alcanzar una redacción sublime y elegante, y que nos presentan una idea general de la per­ fección que deberíamos alcanzar, más que suministrarnos unas directrices claras e infalibles para alcanzarla.

Como las diversas regías morales admiten muchos gra­ dos de precisión, los autores que han tratado de recopi­ larlas y clasificarlas en sistemas lo han hecho de dos maneras: algunos han seguido el método flexible al que naturalmente estaban orientados al considerar una clase de virtudes, y otros han procurado introducir en sus pre­ ceptos la exactitud de la que sólo algunas son suscepti­ bles. Los primeros han actuado como críticos y los se­ gundos como gramáticos.

I. Los del primer grupo, entre quienes podemos con tar a los antiguos moralistas, se han contentado con des­ cribir de modo general los diversos vicios y virtudes y se­ ñalar la fealdad y miseria de una disposición así como la propiedad y felicidad de la otra, pero no han pretendido estipular muchos criterios precisos que deben ser respeta­ dos sin excepción en todos los casos concretos. Sólo han tratado de especificar, en la medida en que el lenguaje lo permita, primero, en qué consiste el sentimiento del cora­ zón sobre el que se funda cada virtud particular, qué clase de sensación o emoción interna es aquello que constituye la esencia de la amistad, del humanitarismo, de la genero­ sidad, de la justicia, de la magnanimidad y de todas las demás virtudes, así como de los vicios que se les contra­ ponen; y segundo, cuál es la línea general de conducta, el tono ordinario y el tenor del comportamiento hacia el que cada uno de esos sentimientos nos orienta, o cómo elegiría actuar en circunstancias normales una persona amigable, generosa, valiente, justa y humanitaria.

El caracterizar el sentimiento del corazón sobre el que se funda cada virtud específica requiere un trazo delicado y preciso, pero es una tarea que puede ser acometida con algún grado de exactitud. Lo que es ciertamente imposi­ ble es dar cuenta de todas las variaciones qüe el senti­ miento experimenta o debería experimentár conforme a cada eventual cambio del contexto: ellas son ilimitadas y el lenguaje carece de nombres para indicarlas. Por ejem­ plo, el sentimiento de la amistad que abrigamos hacia una persona anciana y hacia una persona joven son distintos, el que experimentamos ante un individuo austero y hacia otrO con modales más suaves y amables son distintos, y ellos a su vez difieren del que sentimos hacia una persona de vivacidad y energía joviales. La amistad que concebi­ mos hacia un hombre y hacia una mujer no son idénticas, incluso aunque no haya intervención de pasión indecoro­ sa alguna. ¿Qué autor podría enumerar éstas y todas las demás variedades que dicho sentimiento es capaz de adoptar? Sin embargo, el sentimiento general de la amis­ tad y el lazo familiar que es común a todas ellas puede ser definido con aceptable precisión. El retrato que así se ob­ tiene será siempre en muchos aspectos incompleto, pero tendrá el parecido suficiente como para que reconozca­ mos al original cuando lo veamos, e incluso para que lo distingamos de otros sentimientos con los que guarda una fuerte semejanza, tales como la buena voluntad, el respe­ to, la estima, la admiración.

Más fácil aún es describir de modo general cuál es la forma habitual de conducta a que nos compele cada vir­ tud. En realidad, es casi imposible describir el sentimien­ to o emoción interior sobre la que se basa sin hacer algo parecido. Si se me permite la expresión, los rasgos invisi­ bles de todas las diferentes modificaciones de la pasión, tal como se manifiestan internamente, no se pueden ex­ presar con palabras. La única forma de señalarlos y dis­ tinguirlos unos de otros es describir los efectos que gene­ ran hacia el exterior, las alteraciones que ocasionan en el semblante, en el porte y proceder externos, las decisiones que sugieren, las acciones que estimulan. Así procura Ci­ cerón, en el primer libro de sus Oficios, dirigirnos hacia la práctica de las cuatro virtudes cardinales, y así Aristóte­ les, en las partes prácticas de su Etica, nos apunta los dis­ tintos hábitos mediante los que prefiere que regulemos nuestro comportamiento, tales como la liberalidad, la magnificencia, la magnanimidad e incluso la jocosidad y el buen humor, cualidades que ese indulgente filósofo conjeturó merecían un lugar en el catálogo de las virtu­ des, aunque la ligereza de la aprobación que naturalmente les conferimos no parece que las haga acreedoras a tan ve­ nerable denominación.

Estas obras nos presentan agradables y animados retra­tos de modos de ser. La vivacidad de sus descripciones inflama nuestro amor natural a la virtud e incrementa nuestro aborrecimiento del vicio; la justeza y delicadeza de sus observaciones pueden servir muchas veces para co­ rregir y definir nuestros sentimientos naturales con res­ pecto a la corrección de la conducta, y al sugerirnos mu­ chas observaciones finas y sutiles nos pueden llevar a un proceder más justo que el que habríamos concebido sin tal instrucción. En esta forma de tratamiento de las reglas morales estriba la ciencia que con propiedad se llama éti­ ca, una ciencia que aunque, al igual que la interpretación de textos, no admite la precisión más exacta, es empero sumamente útil y agradable. Es de todas la más suscepti­ ble a los embellecimientos de la elocuencia, y de otorgar mediante ellos, si fuera posible, una importancia renova­ da a las menores reglas de conducta. Sus preceptos, cuan­ do son así vestidos y adornados, son capaces de producir las impresiones más nobles y perdurables sobre la ductili­ dad de la juventud, y cuando los abrazan con la magnani­ midad natural de esa edad generosa, pueden inspirar, al menos durante un tiempo, las decisiones más heroicas, y tender así a establecer y confirmar los hábitos mejores y más útiles a que puede ser propensa la mente humana.

Todo lo que el precepto y la exhortación pueda hacer para animarnos a la práctica de la virtud es hecho por esta ciencia, presentada de esta manera.

II. El segundo grupo de moralistas, entre quiene cabe incluir a todos los casuistas de la Iglesia cristiana desde la Edad Media, así como a los que en este siglo y el pasado han estudiado la llamada jurisprudencia natural, no se limitan a caracterizar de esta forma general la línea de conducta que nos recomiendan, sino que tratan de fijar reglas exactas y precisas para dirigir nuestros actos en to­ dos los contextos. Como la justicia es la única virtud con respecto a la cual pueden propiamente estipularse esás normas exactas, ésa ha sido la virtud objeto de la conside­ ración de esos dos conjuntos de autores. La abordan, em­ pero, de manera muy dispar.

Los que analizan los principios de la jurisprudencia sólo consideran lo que la persona a quien algo es debido ha de pensar que tiene derecho a obtener por la fuerza, lo que cualquier espectador imparcial aprobaría si así lo ob­ tuviese, o lo que un juez o árbitro al que hubiese plantea­ do el caso, y que estuviese decidido a hacerle justicia, de­ bería obligar a la otra persona a sufrir o a realizar. En cambio los casuistas no examinan lo que puede ser con propiedad extraído a la fuerza sino más bien lo que la persona obligada ha de pensar que debe realizar a partir del respeto más sagrado y escrupuloso a las normas gene­ rales de la justicia, y del pavor más consciente tanto a per­ judicar a su prójimo como a quebrantar la integridad de su propio carácter. El fin de la jurisprudencia es prescri­ bir reglas para las decisiones de jueces y árbitros. El fin de la casuística es prescribir reglas para la conducta de una buena persona. Si cumplimos las normas de la jurispru­ dencia, suponiendo que fuesen plenamente perfectas, no mereceríamos más que el quedar libres de sanción exter­ na. Si cumplimos las de la casuística, suponiendo que fue­ sen como deberían ser, tendríamos derecho a una cauda­ losa alabanza merced a la recta y escrupulosa sensibilidad de nuestra conducta.

A menudo sucederá que una buena persona crea que el respeto grave y concienzudo a las reglas generales de la justicia la obligan a realizar muchas cosas que sería suma­ mente injusto forzarla a hacer o que se las impusiera un juez o árbitro. Por poner un ejemplo trillado: un atraca­ dor, mediante amenazas de muerte, obliga a un viajero a que se comprometa a entregarle una determinada suma de dinero. Ha sido muy cuestionado el que una promesa arrancada así por medio de una fuerza injusta deba ser considerada obligatoria.

Desde el punto de vista de la pura jurisprudencia la de­ cisión no admite duda. Sería absurdo suponer que el atra­ cador tiene derecho a emplear la violencia para obligar al otro a cumplir su compromiso. La extracción de la pro­ mesa fue en sí misma un delito merecedor de la mayor pena y el arrancar su cumplimiento sólo equivaldría a añadir un nuevo delito al precedente. Ninguna reclama­ ción por daños puede formular quien sólo ha sido enga­ ñado por la persona que con justicia podría haberle dado muerte. El suponer que un juez debería forzar el cumpli­ miento de tales promesas, o que el magistrado debería permitir la iniciación de acciones legales por ello, sería el absurdo más ridículo. Desde la perspectiva jurídica, en­ tonces, la decisión está clarísima.

Pero si la consideramos como una cuestión casuística, el asunto no es tan sencillo. El que un buen hombre, a partir de un respeto concienzudo por la norma más vene­ rable de la justicia, que ordena cumplir todas las prome­ sas relevantes, no se sentiría obligado a cumplir su pala­ bra es al menos algo mucho más dudoso. Es indisputable que ningún respeto es debido a la frustración del ser ruin que lo ha arrastrado a esta situación, que el ladrón no ha sufrido daño alguno y que por tanto no hay nada que deba ser exigido por la fuerza. Pero puede razonablemen­ te preguntarse si en este caso no cabe alguna considera­ ción, debida a su propia dignidad y honor, a la santidad inviolable de esa parte de su personalidad que lo hace re­ verenciar la ley de la verdad y aborrecer todo lo que se parezca a la perfidia y la falsedad. Y los casuistas están profundamente divididos en torno a este tema. De un lado encontramos a Cicerón entre los antiguos y entre los modernos a Pufendorf, su comentarista Barbeyrac, y so­ bre todo el fallecido Dr. Hutcheson, quien en la mayoría de los casos no fue en absoluto un casuista flexible: ellos sostienen sin tapujos que no se debe miramiento alguno a úna tal promesa, y que pensar lo contrario es mera tonte­ ría y superstición. Y del otro lado están 30 algunos anti­ guos padres de la Iglesia y algunos casuistas modernos muy eminentes, que defienden la opinión contraria y opi­ nan que todas esas promesas son obligatorias.

Si enfocamos el problema conforme a los sentimientos comunes de los seres humanos comprobaremos que se pensará que incluso un compromiso de este tipo merece ser tenido en cuenta, pero que es imposible determinar en qué grado por medio de un criterio general que se aplique a todos los casos sin excepción. N o escogeríamos como amigo y compañero a un hombre que fuera bastante pro­ clive y abierto a formular promesas de ésa clase, y que las violase también sin muchos aspavientos. Un caballero que se comprometiese a pagar cinco libras a un salteador de caminos y no se las pagase incurriría en alguna culpa.

Ahora bien, si la suma prometida resultase muy abultada, la conducta apropiada sería más dudosa. Por ejemplo, si fuera tal que el pago arruinaría totalmente a la familia del prometedor, si fuera tan grande como para poder sufi­ cientemente promover los objetivos más útiles, sería en alguna medida delictivo o al menos sumamente impropio arrojarla por puntillo en manos tan indignas. El hombre que se hunda en la mendicidad o que despilfarre cien mil libras, aunque tuviese ese dinero, en aras de cumplir con la palabra dada a un ladrón, aparecería ante el sentido co­ mún de la humanidad como alguien absurdo y extrava­ gante en el máximo grado. Tal profusión sería incompati­ ble con su deber, con aquello a lo que está obligado con respecto a sí mismo y a los demás, y por consiguiente en ningún caso estaría autorizada en atención al cumpli­ miento de una promesa arrancada de esa forma. Pero el fijar a través de una regla precisa el grado de respeto que merece, o cuál sería la máxima suma que podría deberse en tales contextos, es obviamente imposible. El caso va­ riaría conforme a los caracteres de las personas, a sus cir­ cunstancias, a la solemnidad de la promesa e incluso a los incidentes del encuentro; y si el prometedor fue tratado con una buena dosis de esa suerte de galantería que a ve­ ces muestran las personas de carácter más malvado, esta*= ría más en deuda que en caso contrario. En general puede afirmarse que la exacta propiedad exige la observancia de todas esas promesas, siempre que no resulte contradic­ torio con otros deberes que son más sagrados, como la consideración al interés público, a aquéllos a los que la gra­ titud, el afecto natural o las leyes de la correcta beneficen­ cia nos impulsan a cuidar. Pero, como ya se ha dicho, ca­ recemos de reglas precisas para determinar qué acciones externas son debidas por el respeto a tales motivaciones y, en consecuencia, cuándo son esas virtudes incompati­ bles con la observancia de tales promesas.

Ha de apuntarse, asimismo, que cuando esas promesas son quebrantadas, aunque sea por las razones más peren­ torias, siempre lo son con algún grado de deshonra para la persona que las formuló. Una vez hechas, podemos convencernos de la impropiedad de su cumplimiento.

Pero de todas maneras hay una falta por haberlas realiza­ do. Al menos representan un alejamiento de las mayores y más nobles máximas de la magnanimidad y el honor.

Una persona valiente debe morir antes que hacer una promesa que no pueda cumplir sin desatino ni violar sin ignominia. Porque una situación de este tipo siempre vendrá acompañada de algún nivel de ignominia. La felo­ nía y la mentira son vicios tan graves, tan terribles y al mismo tiempo en tantas ocasiones es tan fácil dejarse do­ minar por ellos sin riesgo, que somos frente a ellos más celosos que ante ningún otro. Nuestra imaginación, por consiguiente, conecta la noción de vergüenza a todos los quebrantamientos de la palabra dada, en cualquier con­ texto y situación. Se asemejan en este sentido a las faltas de castidad en el sexo bello, una virtud ante la cual, por idénticas razones, somos excesivamente celosos; y nues­ tros sentimientos no son más delicados en un caso que en él otro. El quebrantamiento de la castidad deshonra irre­ cuperablemente. Ninguna circunstancia ni incitación pue­ den excusarlo, ningún pesar ni arrepentimiento pueden atenuarlo. Tan remilgados somos en este tema que hasta la violación deshonra, y en nuestra imaginación la ino­ cencia del espíritu no puede lavar la contaminación del cuerpo. Lo mismo sucede con el faltar a la palabra dada, cuando ha sido solemnemente empeñada, incluso ante el más rastrero de los hombres. La fidelidad es una virtud tan necesaria que por regla general pensamos que es debi­ da incluso a aquellos a quienes no se debe nada más, y a quienes creemos que es legítimo matar y destruir. N o vale que la persona culpable de su contravención alegue que lo hizo para salvar su vida y que rompió su compro­ miso porque mantenerlo era incompatible con algún otro deber respetable. Tales circunstancias pueden aliviar su deshonor, pero no borrarlo por completo. Parece culpa­ ble de un acto al que la imaginación de los seres humanos siempre adjunta inseparablemente una dosis de vergüen­ za. Ha roto una promesa tras haber asegurado solemne­ mente que la cumpliría, y su personalidad, si no está irre­ mediablemente mancillada y corrompida, tiene al menos el sello del ridículo, que será muy difícil borrar por ente­ ro; pienso que a ninguna persona que haya pasado por una aventura de este tipo le gustará relatarla.

Este ejemplo puede servir para ilustrar en qué consiste la diferencia entre la casuística y la jurisprudencia, cuan­do ambas abordan las obligaciones con respecto a las re­ glas generales de la justicia.

Pero aunque esa diferencia es auténtica y fundamental, aunque esas dos disciplinas proponen objetivos bastante diferentes, la uniformidad del tema ha creado tanta simili­ tud entre ambas que el grueso de los autores cuyo desig­ nio paladino era tratar la jurisprudencia han decidido las diversas cuestiones que examinan en conformidad a veces con los principios de dicha ciencia y a veces con los de la casuística, sin distinguirlas y quizá sin ser ellos mismos conscientes de cuándo hacían una cosa y cuándo otra.

La doctrina de los casuistas, empero, no se halla en ab­ soluto constreñida a la consideración de lo que nos de­ manda un respeto concienzudo hacia las normas genera^ les de la justicia. Abarca muchas otras secciones del deber cristiano y moral. Lo que parece haber dado lugar al cul­ tivo de esta especie de ciencia fue principalmente la eos* tumbre de la confesión auricular, introducida por la su­ perstición católica romana en tiempos de barbarie e ignorancia. De acuerdo a dicha institución había que re­ velar al confesor los actos e incluso los pensamientos más secretos que cabía sospechar se desviaban apenas ün ápice de las reglas de la pureza cristiana. El confesor informaba a sus penitentes si habían violado o no su deber, y en qué aspecto, y qué penitencia les correspondía antes de que pu­ diera absolverlos en el nombre de la Deidad ofendida.

La conciencia o incluso la sospecha de haber hecho el mal es un peso sobre cualquier mente, y viene acompaña­ da por la angustia y el terror en todos los que no están endurecidos por hábitos prolongados de iniquidad. En este como en todos los demás infortunios, los hombres están naturalmente ansiosos por liberarse de la opresión que sienten sobre su ánimo y desahogar la agonía de su mente con alguna persona en cuyo silencio y discreción puedan confiar. La humillación que padecen por tal reco­nocimiento es plenamente compensada mediante el alivio de su zozobra que la simpatía de su confidente rara vez deja de proporcionar. Les reconforta el comprobar que no son completamente indignos de respeto, y que por más que pueda censurarse su comportamiento pasado, su disposición presente es como mínimo aprobada y acaso sea suficiente para compensarlo, o al menos para que ac­ cedan a algún grado de estima por parte de la persona amiga. En esas épocas de superstición, un clero numeroso y artero se había ganado la confianza de virtualmente to­ das las familias. Poseían toda la pequeña sabiduría que permitían los tiempos, y sus modales, aunque en muchos aspectos rudos y desordenados, eran finos y regulares en comparación con los de la era en que vivían. Por tal razón fueron considerados no sólo como los grandes directores de todos los deberes religiosos, sino también de los mora­ les. Su familiaridad otorgaba reputación a cualquiera que fuese tan feliz como para atesorarla, y cualquier indicio de su desaprobación marcaba con la más indeleble igno­ minia a cualquiera que tuviese la desdicha de caer bajo ella. Reputados como los mayores jueces del bien y el mal, eran naturalmente consultados ante todos los escrú­ pulos que surgían, y era estimable que cualquier persona diese a conocer que hacía a estos hombres santos los con­ fidentes de todos sus secretos, y no tomaba ninguna deci­ sión relevante o delicada sin su consejo y aprobación. En consecuencia, no les resultó difícil a los clérigos el lograr estipular como regla general que se íes confiase lo que ya era corriente confiarles, y lo que se les habría confiado aunque no hubiese existido norma alguna al respecto. Y así el lograr las cualificaciones necesarias para ser confe­ sores se convirtió en una parte necesaria de la formación de los sacerdotes y hombres de la iglesia, y de ahí fueron llevados a recopilar los llamados casos de conciencia, si­ tuaciones sutiles y delicadas en las que resulta arduo de­ terminar dónde reside la corrección de la conducta. Ima­ ginaron que tales obras podrían ser útiles tanto para los directores de las conciencias como para aquéllos que ha­ brían de ser dirigidos: y ese fue el origen de los libros de casuística.

Los deberes morales que fueron objeto de la considera­ ción de los casuistas fueron esencialmente aquellos que, al menos en alguna medida, cabe circunscribir dentro de re­ glas generales, y cuya transgresión viene naturalmente acompañada por algún nivel de remordimiento y algún temor a sufrir un castigo. El designio de la institución que dio lugar a sus obras fue apaciguar los terrores de la con­ ciencia que brotaban con la infracción de tales deberes.

Pero no es la deficiencia de cualquier virtud la que viene acompañada por una compunción de ese tipo tan severa, y nadie acude al confesor en busca de absolución por no haber realizado la acción más generosa, más amistosa o más magnánima que podía acometer en sus circunstan­ cias. En fallos de esta clase la norma violada no está co­ múnmente muy definida, y generalmente es también de tal naturaleza que aunque su observancia pueda conferir el derecho a la honra y la retribución, su quebrantamien­ to no expone a una culpa, censura o sanción efectiva. Los casuistas sostuvieron que el ejercicio de tales virtudes era una especie de obra de supererogación, que no cabía es­ trictamente exigir, y que por tanto no era necesario que la abordasen.

Las infracciones del deber moral, en consecuencia, que llegaban ante el tribunal del confesor, y que por ello fue­ ron competencia de los casuistas, eran de tres clases dis­ tintas.

Primero y principal: infracciones a las normas de la justicia. Aquí las reglas son todas manifiestas y explícitas, y su transgresión es seguida de la conciencia de merecer y del pavor de sufrir un castigo, tanto de Dios como de los hombres. Segundo: infracciones a las normas de la casti­ dad. En las instancias más groseras se trata de verdaderas transgresiones de las reglas de la justicia, y ninguna per­ sona puede ser culpable de ellas sin ocasionar el daño más imperdonable a alguna otra. En los casos más leves, cuan­ do sólo representan una violación del decoro preciso que ha de ser observado en el trato entre los dos sexos, no pueden ciertamente ser consideradas violaciones de las reglas de la justicia. Son generalmente, no obstante, in­ fracciones de una norma bastante clara y, al menos en uno de los sexos, tienden a cubrir de ignominia a la per­ sona culpable, y consecuentemente en las personas escru- pülosas son seguidas de algún nivel de vergüenza y con­ trición de ánimo.

Tercero: infracciones a las normas de la veracidad. Hay que anotar que la violación de la verdad no siempre equi­ vale a una transgresión de la justicia, aunque en muchos casos sea así, y por tanto no siempre expone a sanción ex­ terna alguna. El vicio del embuste común, aunque es una miserable mezquindad, con frecuencia puede no dañar a nadie, y en tal caso no cabe reivindicar derecho alguno a la venganza ni a la satisfacción debidas a las personas en­ gañadas o a otras. Pero aunque la violación de la verdad no siempre es una profanación de la justicia, siempre es una infracción de una norma bastante clara, y que natu­ ralmente tiende a cubrir de vergüenza a la persona culpa­ ble de la misma.

Parece haber en los niños una predisposición instintiva a creer todo lo que se les dice. La naturaleza parece haber considerado necesario para su supervivencia el que, al menos durante un tiempo, depositaran una confianza im­ plícita en aquéllos en cuyas manos se pone el cuidado de su infancia y de las primeras y más indispensables partes de su educación. Su credulidad es por ello excesiva y se requiere una prolongada y abundante experiencia con la falsedad de la raza humana para reducirlos a un grado ra­ zonable de recelo y desconfianza. En las personas adultas los niveles de credulidad son sin duda muy dispares. Las más sabias y experimentadas son generalmente las menos crédulas. Pero apenas hay personas que no sean más cré­ dulas de lo que deberían, y que en muchas ocasiones no concedan crédito a cuentos que no sólo resultan ser abso­ lutamente falsos sino que bastaría un grado de reflexión y atención muy moderado para que se percatasen de que no pueden ser ciertos. La disposición natural siempre es a creer. Sólo la sabiduría acumulada y la experiencia ense­ ñan la incredulidad y muy rara vez la enseñan suficiente­ mente. El más sabio y cauteloso de nosotros a menudo xia crédito a historias que él mismo se avergüenza y asombra después de cómo fue posible que las creyese.

El hombre a quien creemos es necesariamente, en el ámbito en el cual le concedemos crédito, nuestro líder y dirigente, y lo contemplamos con un cierto grado de esti­ ma y respeto. Pero así como de la admiración por otros llegamos a desear ser admirados, de ser conducidos y di­ rigidos por otros llegamos a desear transformarnos en lí­ deres y dirigentes. Y así como no podemos siempre con* tentarnos con ser admirados, salvo que al mismo tiempo logremos persuadirnos de que en alguna medida somos realmente dignos de admiración, tampoco nos satisfará meramente el ser creídos, salvo que al mismo tiempo sea­ mos conscientes de que realmente somos dignos de crédi­ to. El deseo de alabanza y el de ser loable, aunque son muy parecidos, son anhelos distintos y separados; y así también el deseo de ser creído y el de ser digno de crédi­ to, aunque también son muy semejantes, son asimismo deseos distintos y separados.

El deseo de ser creídos, el deseo de persuadir, de enca­ bezar y dirigir a otras personas, parece ser uno de nues­ tros deseos naturales más intensos. Acaso sea el instinto sobre el que se funda la facultad del habla, la facultad ca­ racterística de la naturaleza humana. Ningún otro animal la posee y no podemos encontrar en ningún animal el de­ seo de encabezar y dirigir la opinión y conducta de sus semejantes. La gran ambición, el anhelo de la verdadera superioridad, de encabezar y dirigir, parece totalmente particular del ser humano, y el habla es el principal ins­ trumento de la ambición, de la verdadera superioridad, el instrumento para encauzar y dirigir los juicios y la con­ ducta de los demás.

Siempre es humillante no ser creído, y lo es doblemen­ te cuando sospechamos que se debe a que nos suponen indignos de crédito y capaces de mentir grave e intencio­ nadamente. Decirle a una persona que es embustera cons­ tituye la más mortal de las afrentas. Pero quienquiera que mienta grave e intencionadamente es por necesidad cons­ ciente de que merece la afrenta, que no merece ser creído, que pierde todo derecho a ese crédito que es la sola fuen­ te de cualquier tipo de holgura, comodidad o satisfacción en la compañía de sus pares. El hombre que padeciera la desgracia de pensar que nadie iba a creer ni una sola pala­ bra que dijera, se sentiría el paria de la sociedad humana, se espantaría ante la sola idea de integrarse en ella o de presentarse ante ella, y pienso que casi con certeza mori­ ría de desesperación. Es probable, sin embargo, que nin­ gún hombre haya tenido motivos para abrigar tan humi­ llante opinión de sí mismo. Estoy dispuesto a creer que el mentiroso más notorio dice la verdad al menos veinte ve­ ces más de lo que miente seria y deliberadamente. Y así como en los más recelosos la predisposición a creer tien­ de a prevalecer sobre la duda y la desconfianza, en los más irrespetuosos con la verdad la predisposición, natural a decirla predomina en la mayoría de los casos sobre la propensión a mentir o a alterarla o disfrazarla en cual­ quier aspecto.

Nos abochorna el defraudar a otros, aunque sea inin- tencionadamente, y el ser nosotros defraudados. Aunque esta falsedad involuntaria pueda a menudo no representar ningún sello de falta de veracidad, de falta del amor más absoluto a la verdad, siempre es en alguna medida una se­ ñal de falta de juicio, de falta de memoria, de credulidad impropia, de algún nivel de precipitación y temeridad.

Disminuye siempre nuestra autoridad para persuadir y acarrea siempre algún nivel de sospecha sobre nuestra preparación para mandar y dirigir. El hombre que a veces confunde a los demás por equivocación, empero^ es vasta­ mente diferente de quien es capaz de engañar voluntaria­ mente. Se puede tener confianza en el primero en. muchas ocasiones, y muy rara vez en el segundo.

La franqueza y la sinceridad granjean confianza. Con­ fiamos en el hombre que parece dispuesto a confiar en nosotros. Creemos que divisamos con claridad el camino hacia el que pretende conducirnos, y de buena gana nos entregamos a su guía y dirección. La reserva y la reticen-; cia, en cambio, suscitan desconfianza. Tememos seguir los pasos de un hombre si no sabemos adonde va^ El gran placer del trato y la compañía, además, surge de una cier­ ta correspondencia de sentimientos y opiniones, de una cierta armonía de las mentes, que como instrumentos, musicales coinciden y van al mismo ritmo. Pero esta deli­ ciosa armonía no puede lograrse si no hay. libre comuni­ cación de sentimientos y opiniones. Todos deseamos por ello sentir cómo están afectados los demás, entrar en el pecho de los otros y observar los sentimientos y emocio­ nes que allí subsisten realmente. La persona que nos per­ mite entregarnos a esta pasión natural, que nos invita a su corazón, que por así decirlo nos abre las puertas de su pe­ cho, parece ejercitar una hospitalidad más encantadora que ninguna otra. Ninguna persona cuyo temperamento sea normalmente bueno dejará de complacer si tiene el coraje de descubrir sus auténticos sentimientos tal como los siente y debido a que los siente. Esta sinceridad sin re­ servas es lo que hace que hasta los balbuceos de un niño resulten agradables. Por débiles e imperfectos que sean los puntos de vista de las personas de corazón abierto, nos complace asumirlos, y tratamos en la medida en que podamos de ajustar nuestra propia comprensión al nivel de sus capacidades y de contemplar cada tema en la forma particular en la que ellas parecen considerarlo. Esta pa­ sión por descubrir los sentimientos reales de los demás es naturalmente tan poderosa que a menudo degenera en una curiosidad molesta e impertinente, el atisbar los se­ cretos que nuestro prójimo tiene muy justificables razo­ nes para ocultar; y muchas veces se requiere prudencia y un fuerte sentido de la corrección para controlar ésta, igual que todas las demás pasiones de la naturaleza huma­ na, y reducirla al nivel que cualquier espectador imparcial pueda aprobar. La frustración, además, de esta curiosi­ dad, cuando se mantiene dentro de límites adecuados y no busca nada para lo que pueda haber motivos razona­ bles de ocultación, es a su vez igualmente desagradable.

La persona que elude nuestras preguntas más inocentes, que 4io satisface nuestros interrogantes más inofensivos, que evidentemente se emboza en la oscuridad más impe­ netrable, parece construir, por así decirlo, un muro en torno a su pecho. Intentamos entrar, con la impaciencia de la sana curiosidad, y nos sentimos súbitamente recha­ zados con la violencia más ruda y ofensiva.

El individuo reservado y reticente, aunque rara vez es una personalidad muy afable, no es despreciado ni se le falta el respeto. Es frío con nosotros y nosotros lo somos con él. N o es muy alabado o apreciado, pero tampoco es odiado ni reprochado. En contadas ocasiones, asimismo, debe arrepentirse de su cautela, y se halla generalmente dispuesto a valorar la prudencia de su reserva. Aunque su conducta haya sido muy defectuosa, y a veces hasta per­ judicial, con muy poca frecuencia está presto a exponer su caso ante los casuistas o a fantasear que tiene alguna oportunidad de conseguir su descargo o aprobación.

N o siempre sucede así con el hombre que ha engañado involuntariamente por tener información equivocada, por inadvertencia, por precipitación y temeridad. Aunque sea un asunto sin importancia, por ejemplo, al relatar un acontecimiento cotidiano, si es un genuino amante de la verdad, está avergonzado por su negligencia y nunca deja de aprovechar la primera oportunidad que tenga para pe­ dir todas las excusas. Si se trata de un tema importante su contrición es aún mayor, y si de su error se han derivado consecuencias desdichadas o fatales, nunca podrá per­ donárselo. Aunque no es culpable, se siente así en sumo grado lo que los antiguos llamaban expiatorio [parte II, cap. III], y está ansioso y presto a acometer cualquier re­ paración que esté en su mano. Una persona así estará fre­ cuentemente dispuesta a exponer su caso ante los casuis­ tas, que en general le han sido muy favorables, y aunque en ocasiones lo han condenado con justicia por su temeri­ dad, normalmente lo han absuelto de la ignominia de la falsedad.

Pero el hombre que más frecuentemente necesitaba consultarlos era el hombre confuso y mentalmente reser­ vado, el hombre que seria y deliberadamente pretendía engañar, pero que al mismo tiempo deseaba halagarse pensando que había dicho realmente la verdad. Trataron este caso ampliamente. Cuando aprobaban intensamente las motivaciones de su engaño, a veces lo excusaban, aun­ que para ser justos con ellos hay que aclarar que por regla general y con mucha más frecuencia lo condenaban.

Los temas principales de las obras de los casuistas, por consiguiente, fueron el respeto concienzudo que se debe a las reglas de la justicia, la medida en que debemos respe­tar la vida y propiedad de nuestro prójimo, el deber de restitución, las leyes de la castidad y la modestia y lo que en sus palabras eran los pecados de la concupiscencia, las reglas de la veracidad y la obligación de los juramentos, promesas y contratos de todo tipo.

Cabe decir en general de las obras de los casuistas que intentaron, sin éxito, dirigir a través de reglas precisas aquello que sólo pueden juzgar las sensaciones y los sen­ timientos. ¿Cómo es posible determinar mediante crite­ rios el punto exacto en el que, en cada caso, un sentido delicado de la justicia empieza a ser un tonto y frívolo es­ crúpulo de conciencia? ¿Cuándo el secreto y la reserva se vuelven disimulo? ¿Cuán lejos cabe llevar una ironía agradable y en qué momento justo comienza a degenerar en un odioso embuste? ¿Cuál es el límite máximo de la li­ bertad y la comodidad en la conducta que puede conside­ rarse honrosa y apropiada, y cuándo empieza a tornarse en un libertinaje negligente y atolondrado? En todas estas cuestiones, lo que sería válido en un caso no lo sería en otro, y aquello que representa la corrección y felicidad del comportamiento varía en cada caso ante la mínima modificación del contexto. De ahí que los libros de ca­ suística sean generalmente tan inútiles como tediosos. De poco le servirán a quien pretenda consultarlos en toda ocasión, incluso suponiendo que sus decisiones sean jus­ tas, porque a pesar de la multitud de casos que recopilan, dado que la variedad de particularidades posibles es aún mayor, sólo por azar se encontrará entre todos esos casos uno que encaje exactamente con el que se está conside­ rando. Si una persona realmente ansia cumplir con su de­ ber, muy mentecata tiene que ser si cree que va a tener muchas oportunidades para utilizarlo; y si alguien descui­ da su deber, no es probable que el estilo de esas obras lo estimule a ser más diligente. Ninguna de ellas tiende a animarnos hacia lo generoso y noble. Ninguna tiende a moderarnos hacia lo amable y humanitario. Por el con­ trario, muchas tienden más bien a enseñarnos a trampear a nuestras propias conciencias, y por sus vanas sutilezas sirven para autorizar innumerables refinamientos evasi­ vos con respecto a los puntos más esenciales de nuestro deber. La frívola precisión que pretendieron introducir en temas que no la admiten casi inevitablemente los arras­ tró hacia esos errores peligrosos, y al mismo tiempo vol­ vió a sus obras áridas y desagradables, abundantes en dis­ tinciones abstrusas y metafísicas, pero incapaces de excitar en el corazón ninguna de las emociones cuyo des­ pertar es el principal propósito de los libros de moral.

Las dos partes útiles de la filosofía moral son, por con* siguiente, la ética y la jurisprudencia: la casuística debe ser rechazada totalmente; los antiguos moralistas juzga­ ron con mucha más sabiduría cuando al tratar los mismos asuntos no pretendieron ninguna minuciosa exactitud y se contentaron con describir de modo general cuál es el sentimiento sobre el que se basan la justicia, la modestia y la veracidad, y cuál es la forma ordinaria de actuar hacia la que tales virtudes normalmente nos impulsan.

Diversos filósofos intentaron algo no muy diferente de la doctrina de los casuistas. Hay algo parecido en el tercer libro de los Oficios de Cicerón, donde procura igual que un casuista sentar reglas para nuestra conducta en mu­ chos casos sutiles en los que es arduo determinar dónde reside el punto de la corrección. Muchos pasajes del mis* mo libro, además, sugieren que bastantes filósofos habían acometido la misma labor con anterioridad. Pero ni él ni ellos aspiraron a presentar un sistema completo de esta guisa, sino sólo señalar cómo podrían ocurrir situaciones en las que es dudoso si la mayor corrección del compor­ tamiento consiste en observar o apartarse de lo que son las reglas del deber en circunstancias normales.

Todo sistema de derecho positivo puede ser considera­ do como un intento más o menos imperfecto de un siste­ ma de jurisprudencia natural o de una enumeración de las normas concretas de la justicia. Como la violación de la justicia es algo que los hombres jamás tolerarán por parte de otros hombres, el magistrado público debe emplear el poder de la comunidad para obligar a la práctica de esta virtud. Sin esta precaución, la sociedad civil se convertiría en un caos y un baño de sangre, puesto que cada persona se vengaría individualmente cada vez que creyese haber sido agraviada. Para impedir la confusión que reinaría si cada persona se tomase la justicia por su mano, el magis­ trado, en todos los gobiernos que han adquirido suficien­ te autoridad, se encarga de hacer justicia a todos, y se compromete a escuchar y resolver todas las demandas por daños. Además, en todos los estados bien goberna­ dos, no sólo se designan jueces para zanjar las controver­ sias entre individuos sino que se prescriben normas para regular los fallos de esos jueces, y se pretende por lo ge­ neral que dichas normas coincidan con las de la justicia natural. Ciertamente no lo hacen siempre en todos los ca­ sos. A veces lo que se llama la constitución del estado, es decir, el interés del gobierno, a veces el interés de clases particulares de hombres que tiranizan el gobierno, tuer­ cen las leyes positivas del país con respecto a lo que pres­ cribiría la justicia natural. En algunos países, la tosquedad y barbarie del pueblo impide que los sentimientos natura­ les de la justicia lleguen a esa precisión y exactitud que al­ canzan naturalmente en las naciones más civilizadas. Sus leyes son, igual que sus modalés, groseras, rudas e indis­ tinguibles. En otros países la desdichada constitución de sus tribunales de justicia impide que se establezca en ellos ningún sistema ordenado de derecho, aunque las maneras adelantadas del pueblo pudiesen admitir el más preciso.

En ningún país las decisiones de la legislación positiva coinciden exactamente, en cada caso, con las reglas que dictaría el sentido natural de la justicia. Los sistemas de derecho positivo, entonces, aunque merecen la máxima autoridad en tanto que registros de los sentimientos de la humanidad en épocas y naciones diferentes, nunca pue­ den ser considerados sistemas precisos de normas de jus­ ticia natural.

Cabría haber esperado que los análisis de los juristas, tras las diversas imperfecciones y mejoras del derecho de los distintos países, hubiesen dado lugar a una investiga­ ción sobre cuáles son las reglas naturales de la justicia, in­ dependientemente de toda institución positiva. Cabría haber esperado que tales razonamientos los hubiesen conducido a establecer un sistema de lo que propiamente se denominaría jurisprudencia natural, o una teoría de Jos principios generales que deberían permear y ser el funda­ mento del derecho de todas las naciones. Pero aunque las argumentaciones de los juristas produjeron algo en esta línea, y aunque nadie ha abordado sistemáticamente él derecho de ningún país particular sin introducir en su tra­ bajo numerosas observaciones de esta suerte, sólo en tiempos recientes se ha pensado en el mundo sobre un sistema general de ese tipo, o se ha tratado en sí misma la filosofía del derecho, sin atender a las instituciones con­ cretas de ninguna nación. En los antiguos moralistas no encontramos ningún intento de enumerar específicamen­ te los criterios de la justicia. Cicerón en sus Oficios y

Aristóteles en su Etica estudian la justicia en la misma forma general en que tratan todas las demás virtudes. En las leyes de Cicerón y Platón, donde naturalmente po­ dríamos haber esperado encontrar algunos intentos de enumeración de las reglas de la equidad natural que de­ bían ser puestas en vigor por el derecho positivo de todos los países, no hay nada parecido. Sus leyes son leyes de policía, no de justicia. Grocio parece haber sido el prime­ ro que intentó acercarse a un sistema de principios que debían atravesar y ser la base de las leyes de todas las na­ ciones, y su tratado sobre el derecho de la guerra y de la paz, con todos sus defectos, es quizá la obra más comple­ ta que se ha escrito nunca sobre el tema. En otro estudio procuraré explicar los principios generales del derecho y el estado, y los grandes cambios que han experimentado a lo largo de los diversos períodos y etapas de la sociedad, no sólo en lo relativo a la justicia sino en lo que atañe a la administración, las finanzas públicas, la defensa y todo lo que cae bajo el ámbito legislativo. Por consiguiente, no entraré ahora en ningún detalle ulterior acerca de la histo­ ria de la jurisprudencia.


 

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1. Raro mulieres donare solent
2. PUFFENDORF, MANDEVILLE.
3. Inmutable Morality, I, i.
4. Inquiry concerning Virtue (Indagación referente a la Virtud).
5. Illustrations upons the Moral Sense, sec. I. (Ilustraciones sobre el sentido moral).