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Life and Letters. The Autobiography of Charles Darwin
Charles Robert Darwin
(1887)

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Autobiografia Autobiografia
Infancia.Infancia.
Los recuerdos autobiográficos de mi padre, que ofrecemos en el presente capítulo, fueron escritos para sus hijos sin intención alguna de que se publicaran jamás. A muchos les parecerá esto algo imposible, pero aquellos que conocieron a mi padre comprenderán cómo no solamente era posible, sino natural. La autobiografía lleva el título: Recolletions of the Development of my Mind and Character (Memorias del desarrollo de mi pensamiento y mi carácter) y concluye con la siguiente nota: «3 de agosto de 1876. Comencé este bosquejo de mi vida alrededor del 28 de mayo en Hopedene y desde entonces he escrito alrededor de una hora casi todas las tardes». Se comprenderá fácilmente que en una narración de carácter personal e íntimo, escrita para su esposa e hijos, se presenten pasajes que deben omitirse aquí; no he considerado necesario indicar dónde se han hecho tales omisiones. Se ha juzgado imprescindible hacer algunas correcciones de evidentes errores de expresión, si bien se han reducido al mínimo tales alteraciones.— F. D.

Habiéndome escrito un editor alemán para solicitarme una nota sobre el desarrollo de mi pensamiento y carácter, con un esbozo de mi autobiografía, he pensado que el asunto me divertía y que quizá pudiera interesar a mis hijos o a los hijos de éstos. Sé que me hubiera interesado grandemente haber leído un apunte, aunque fuera tan breve y superficial como éste. He intentado componer el relato de mí mismo que viene a continuación como si hubiera muerto y estuviera mirando mi vida desde otro mundo. Tampoco me ha resultado difícil, ya que mi vida casi se acaba. No me tomado ninguna molestia en cuidar mi estilo literario.

Nací en Shrewsbury el 12 de febrero de 1809, y mi recuerdo más temprano sólo alcanza a la fecha en que contaba cuatro años y unos meses, cuando fuimos cerca de Abergele para bañarnos en la playa; conservo con cierta nitidez la memoria de algunos hechos y lugares de allí.

Mi madre murió en julio de 1817, cuando yo tenía poco más de ocho años, y es extraño pero apenas puedo recordar algo de ella, excepto su lecho mortuorio, su vestido de terciopelo negro y su mesa de costura, extrañamente fabricada. En la primavera del mismo año fui enviado a una escuela diurna en Shrewsbury, donde estuve un año. Me han dicho que yo era mucho más lento aprendiendo que mi hermana Catherine, y creo que en muchos sentidos era un chico travieso.

Por la época en que iba a esta escuela diurna, mi afición por la historia natural, y más especialmente por las colecciones, estaba bastante desarrollada. Trataba de descifrar los nombres de las plantas, y reunía todo tipo de cosas, conchas, lacres, sellos, monedas y minerales. La pasión por coleccionar que lleva un hombre a ser naturalista sistemático, un virtuoso o un avaro, era muy fuerte en mí, y claramente innata, puesto que ninguno de mis hermanos o hermanas tuvo jamás esta afición.

Una anécdota sucedida aquel año ha quedado firmemente grabada en mi mente, supongo que por la amarga desazón con que afectó después a mi conciencia; es curiosa como prueba de que por lo visto yo me interesaba ya a tan temprana edad por la variabilidad de las plantas. Conté a otro chico (creo que era Leighton, que después llegaría a ser un conocidísimo liquenólogo y botánico), que podía producir primaveras y velloritas de diferentes colores regándolas con ciertos líquenes coloreados, lo cual por supuesto era un cuento monstruoso, y yo no lo había intentado jamás. También puedo confesar aquí que cuando pequeño era muy dado a inventar historias falsas, y lo hacía siempre para causar admiración. Por ejemplo, en una ocasión cogí de los árboles de mi padre mucha fruta de gran valor y la escondí en los arbustos; después corrí hasta quedar sin aliento para propagar la noticia de que había encontrado un montón de fruta robada.

En mis primeros años de escuela debía de ser un niño muy ingenuo. Un chico, llamado Garnett, me llevó un día a una pastelería, y compró unos pasteles que no pagó, pues el tendero le fiaba. Cuando salimos le pregunté por qué no los había pagado, y, al instante, contestó «¿Cómo? ¿No sabes que mi tío dejó una gran suma de dinero a la ciudad, a condición de que todo comerciante diera gratis lo que quisiera quien llevara su viejo sombrero y lo moviera de una forma determinada?», y luego me enseñó cómo había que moverlo. Entonces entró en otra tienda donde le fiaban, pidió una cosa de poco valor, moviendo su sombrero de la misma manera, y, por supuesto, la obtuvo sin pagar. Cuando salimos, me dijo: «Si quieres ir ahora tú solo a aquella pastelería (¡qué bien recuerdo su situación exacta!), te dejaré mi sombrero, y podrás conseguir lo que gustes, moviéndolo adecuadamente sobre tu cabeza.» Yo acepté de buen grado la generosa oferta y entré, pedí algunos pasteles, moví el viejo sombrero, y ya salía de la tienda, cuando me acometió el tendero, así que tiré los pasteles, salí huyendo desesperadamente, y me quedé atónito cuando mi falso amigo Garnett me recibió riendo a carcajadas.

Puedo decir en mi favor que era un muchacho compasivo, si bien esto lo debía por completo a la instrucción y ejemplo de mis hermanas. En efecto, dudo que la humanidad sea una cualidad natural o innata. Era muy aficionado a coleccionar huevos, pero nunca cogía más de uno de cada nido de pájaros, excepto en una sola ocasión en que los cogí todos, no por su valor, sino por una especie de bravata.

Tenía una gran afición por la pesca, y me hubiera quedado sentado en las márgenes de un río o estanque mirando el corcho durante infinitas horas; desde el día en que me dijeron en Maer que podía matar los gusanos con sal y agua, jamás arrojé un gusano vivo, aun cuando mi éxito pudiera resentirse.

Una vez, cuando chico, en la época de la escuela diurna, o antes, actué cruelmente: golpeé a un perrillo, creo que simplemente por disfrutar de la sensación de fuerza; sin embargo, el golpe no pudo ser doloroso, pues el perrito no ladró, de ello estoy seguro, ya que el lugar estaba cerca de casa. Este acto pesa gravemente sobre mi conciencia, como lo demuestra mi recuerdo del sitio exacto donde el crimen fue cometido. Probablemente me pesara más por mi amor a los perros, que era entonces, y fue durante mucho tiempo más, una pasión. Los perros parecían saber esto, pues yo era un experto en robar a sus amos el afecto que ellos les tenían.

Sólo recuerdo claramente otro incidente de aquel año en que estaba en la escuela diurna de Mr. Case, a saber, el entierro de un soldado dragón; y es sorprendente lo claro que veo todavía el caballo con las botas vacías y la carabina del hombre colgando de la silla de montar, y las salvas sobre la tumba. Esta escena excitó profundamente toda la fantasía poética que había en mí.

En el verano de 1818 fui a la escuela principal del doctor Butler en Shrewsbury; allí permanecí siete años, hasta mediados del verano de 1825, cuando tenía dieciséis. Estaba interno en esta escuela, de modo que tenía la gran ventaja de vivir la vida de un verdadero escolar; no obstante, como la distancia a mi casa era apenas de más de una milla, iba corriendo allá muy frecuentemente en los intervalos más largos entre las llamadas para pasar lista, y antes del cierre por la noche. Creo que esto fue ventajoso para mí en muchos aspectos, pues me permitía conservar mis afectos e intereses familiares. Recuerdo que al principio de mi vida escolar frecuentemente tenía que correr mucho para llegar a tiempo, y generalmente lo lograba, pues era un veloz corredor; pero cuando dudaba conseguirlo, pedía encarecidamente a Dios que me ayudara, y me acuerdo bien de que atribuía mis éxitos a las oraciones y no a mis carreras y estaba admirado de la frecuencia con que recibía ayuda.

He oído a mi padre y mi hermana mayor decir que cuando era muy pequeño tenía gran afición por los largos paseos en solitario; sin embargo ignoro que pensaba yo al respecto. Frecuentemente me que quedaba absorto y una vez, volviendo de la escuela, en lo alto de las viejas fortificaciones que hay alrededor de Shrewsbury, que habían sido convertidas en una camino público sin parapeto a uno de los lados, me salí de él y caí al suelo, pero la altura era sólo de siete u ocho pies. Sin embargo, fue impresionante el número de pensamientos que pasaron por mi mente durante esta cortísima pero repentina y completamente inesperada caída, y apenas parece compatible con lo que creo han probado los fisiólogos en el sentido de que cada pensamiento requiere un espacio de tiempo bastante apreciable.

Nada pudo ser peor para el desarrollo de mi inteligencia que la escuela del doctor Butler, pues era estrictamente clásica, y en ella no se enseñaba nada, salvo un poco de geografía e historia antiguas. Como medio de educación, la escuela fue sencillamente nula. Durante toda mi vida he sido singularmente incapaz de dominar ningún idioma. Se dedicaba especial atención a la composición poética, cosa que nunca pude hacer bien. Tenía muchos amigos, y juntos conseguimos una buena colección de versos antiguos, que podía introducir en cualquier tema, combinándolos, con la ayuda de otros chicos a veces. Se dedicaba mucha atención a aprender de memoria las lecciones de los días anteriores; esto lo podía hacer con gran facilidad, memorizar cuarenta o cincuenta líneas de Virgilio u Homero mientras estaba en la oración de la mañana; pero tal ejercicio era completamente inútil, pues se me olvidaban todos los versos en cuarenta y ocho horas. No era perezoso, y, por lo general, excepto en versificación, trabajaba concienzudamente mis clásicos, sin recurrir al plagio. La única alegría que he recibido de tales estudios me la han proporcionado algunas de las odas de Horacio, que admiraba grandemente.

Cuando dejé la escuela no estaba ni adelantado ni atrasado para mi edad; creo que mis maestros y mi padre me consideraban un muchacho corriente, más bien por debajo del nivel común de inteligencia. Mi padre me dijo una vez algo que me mortificó profundamente: «No te gusta más que la caza, los perros y coger ratas, y vas a ser una desgracia para ti y para toda tu familia.» Pero mi padre, que era el hombre más cariñoso que he conocido jamás, y cuya memoria adoro con todo mi corazón, debía estar enfadado y fue algo injusto cuando utilizó estas palabras.

Recordando lo mejor que puedo mi carácter durante mi vida escolar, las únicas cualidades que prometía para el futuro en aquella época eran: que tenía aficiones sólidas y variadas y mucho entusiasmo por todo aquello que me interesaba, y que sentía un placer especial en la comprensión de cualquier materia o cosa compleja. Un profesor particular me explicó Euclides, y recuerdo claramente la intensa satisfacción que me proporcionaban las claras demostraciones geométricas. Con la misma nitidez recuerdo el deleite que me producían las explicaciones de mi tío (el padre de Francis Galton) sobre el vernier de un barómetro. Con respecto a mis gustos variados, independientemente de la ciencia, era aficionado a leer libros divertidos y solía quedarme durante horas sentado leyendo las obras históricas de Shakespeare, generalmente junto a una vieja ventana en los gruesos muros de la escuela. También leía poesía, como Seasons de Thomson y los poemas recientemente publicados de Byron y Scott. Menciono esto porque posteriormente en mi vida perdí completamente, con gran pesar mío, todo gusto por cualquier clase de poesía, incluido Shakespeare. En relación con mi afición por la poesía, puedo añadir que en 1822, durante un recorrido a caballo por la frontera de Gales, se despertó en mí por primera vez un vivo deleite por el paisaje, que ha durado más que ningún otro goce estético.

Al principio de etapa escolar, un chico tenía un ejemplar de Wonders of the World, [1] que lo leía con frecuencia, y discutíamos con otros muchachos sobre la veracidad de algunos relatos; creo que este libro me inspiró el deseo de viajar por países remotos que se cumplió finalmente con el viaje del Beagle. Después durante mi vida escolar, me aficioné apasionadamente a la caza; no creo que nadie haya mostrado mayor entusiasmo por la causa más santa que yo por cazar pájaros. Qué bien recuerdo cuando maté mi primera agachadiza; mi emoción era tan grande que me fue dificilísimo recargar la escopeta, a causa del temblor de mis manos. Esta afición continuó mucho tiempo y llegué a ser un tirador muy bueno. Cuando estaba en Cambridge solía ensayar llevándome la escopeta al hombro delante de un espejo para ver si lo había hecho correctamente. Otro método mejor era conseguir un amigo que agitara una vela encendida, y entonces disparar a la vela con una tapa en el cañón del arma, de tal forma que si la puntería era buena, la pequeña corriente de aire apagaba la vela. La explosión de la tapa producía un violento chasquido, y me contaron que el prefecto del colegio hizo la siguiente observación: «Qué cosa más extraordinaria, Mr. Darwin parece pasar las horas chasqueando un látigo en su habitación, pues oigo frecuentemente el chasquido cuando paso bajo sus ventanas.»

Entre los escolares contaba con muchos amigos a los que apreciaba cariñosamente y pienso que entonces mi carácter era muy afectuoso.

Respecto de la ciencia, continuaba coleccionando minerales con mucho entusiasmo, pero bastante acientíficamente: lo único que me preocupaba era encontrar un mineral recién descubierto, y apenas intentaba clasificarlos. Debía observar a los insectos con cierta atención, ya que cuando tenía diez años (1819) fui tres semanas a Plas Edwards, en la costa de Gales y me interesó y sorprendió mucho ver un gran insecto hemíptero negro y escarlata, muchas polillas (Zygoena), y una cicindela, que no se encuentran en Shropshire. Casi me decidí a empezar a coleccionar todos los insectos que pudiera encontrar muertos, pues tras consultar a mi hermana llegué a la conclusión de que no estaba bien matar insectos con el objeto de hacer una colección. Desde que leí Selborne de White, me interesó mucho observar las costumbres de los pájaros e incluso tomé notas sobre la cuestión. En mi simpleza, recuerdo que me preguntaba por qué no todos los caballeros se hacían ornitólogos.

Hacia el final de mi vida escolar, mi hermano se dedicaba concienzudamente a la química; montó un buen laboratorio con aparatos propios en la caseta donde se guardaban las herramientas del jardín y me permitía que le ayudara como auxiliar en la mayor parte de los experimentos. Obtenía todos los gases y muchos compuestos; yo leí atentamente diversos libros de química, tales como Chemical Catechism [2] de Henry y Parkes. La materia me interesaba mucho y con frecuencia continuábamos el trabajo por la noche hasta bastante tarde. Ésta fue la mejor faceta de mi educación en la escuela, ya que me mostró prácticamente el significado de la ciencia experimental. El hecho de que nos dedicábamos de alguna forma a la química llegó a conocerse en la escuela y, como era un suceso sin precedentes, me pusieron el mote de «Gas». En otra ocasión, el director, doctor Butler, me reprendió públicamente por perder así mi tiempo con materias inútiles; muy injustamente, me llamó poco currante, y como no comprendí lo que quería decir, me pareció un reproche terrible.

Como no hacía nada útil en la escuela, mi padre, inteligentemente, me sacó a una edad bastante más temprana de la habitual, y me envió (octubre de 1825) con mi hermano a la Universidad de Edimburgo, donde permanecí dos años o cursos. Mi hermano estaba completando sus estudios, aunque no creo que tuviera intención de practicar nunca, y me enviaron allá para comenzarlos. Pero poco después me convencí, por diversas circunstancias, de que mi padre me dejaría herencia suficiente para subsistir con cierto confort, si bien nunca imaginé que sería tan rico como soy; sin embargo, mi convicción fue suficiente para frenar cualquier esfuerzo persistente por aprender medicina.

La educación en Edimburgo se impartía enteramente en forma de lecciones magistrales, que resultaban intolerablemente aburridas, a excepción de las de química de Hope; pero, en mi opinión, este sistema de enseñanza no presenta ninguna ventaja y sí, en cambio, muchas desventajas, en comparación con el que se basa en la lectura. Las clases de Materia Médica del doctor Duncan a las ocho en punto, en una mañana de invierno, son algo horrible de recordar. El doctor Munro hacía sus conferencias de anatomía humana tan aburridas como él mismo, y la materia me disgustaba. Que no se me obligara a practicar disección se ha revelado una de las mayores calamidades de la vida, ya que pronto hubiera superado mi repugnancia, y la práctica hubiera sido estimable para todo mi trabajo futuro. Esto ha sido un mal irremediable, así como mi incapacidad para dibujar. También asistía regularmente a las sesiones clínicas en el hospital. Ciertos casos me angustiaron enormemente y aún conservo vivas imágenes de algunos de ellos; sin embargo, no era tan tonto como para dejar que esto aminorara mi asistencia. No puedo comprender por qué esta parte de mis estudios médicos no me interesó más, pues durante el verano anterior a mi llegada a Edimburgo, empecé a asistir en Shrewsbury a algunos pobres, principalmente niños y mujeres. Tomaba notas del caso tan completas como me era posible, con todos los síntomas, y las leía en voz alta a mi padre, quien me sugería nuevas indagaciones y me aconsejaba las medicinas que había que administrar, y que yo mismo preparaba. Hubo momentos en que tenía como mínimo doce pacientes, y sentía un profundo interés por el trabajo. Mi padre, que era con mucho el mejor juez de caracteres que he conocido jamás, decía que yo triunfaría como médico; quería decir con esto que tendría muchos pacientes. Sostenía que el principal elemento del éxito era inspirar confianza; sin embargo, lo que no sé es que vio en mí que le convenciera de que yo inspiraría confianza. También asistí en dos ocasiones a la sala de operaciones en el hospital de Edimburgo y vi dos operaciones muy graves, una de ellas de un niño, pero salí huyendo antes de que concluyeran. Nunca más volví a asistir a una, pues ningún estímulo hubiera sido suficientemente fuerte como para forzarme a ello; esto era mucho antes de los benditos días del cloroformo. Los dos casos me tuvieron obsesionado durante muchos años.

Mi hermano sólo permaneció un año en la Universidad, así que durante el segundo año fui abandonado a mis propios recursos; y esto fue una ventaja, ya que llegué a conocer a varios jóvenes aficionados a la ciencia natural. Uno de ellos era Ainsworth, que publicó posteriormente sus viajes por Asiria; era un geólogo werneriano y sabía un poco de muy diversas materias. El doctor Coldstream era un joven muy diferente, estirado, formal, altamente religioso y sobre todo bondadoso; posteriormente publicó algunos buenos artículos zoológicos. Un tercer joven era Hardie, que pienso hubiera sido un buen botánico, mas murió pronto en la India. Por último, el doctor Grant, que me llevaba varios años; sin embargo no puedo recordar como llegué a conocerle; publicó algunos ensayos de primera clase sobre cuestiones zoológicas, pero después de irse a Londres como profesor de Colegio Universitario, no hizo más en ciencia, algo que siempre me ha resultado inexplicable. Lo conocía bien; era de maneras secas y formales, con mucho entusiasmo bajo esta corteza. Un día, mientras paseábamos juntos, expresó abiertamente su gran admiración por Lamarck y sus opiniones sobre la evolución. Le escuché con silencioso estupor, y, por lo que recuerdo, sin que produjera ningún efecto sobre mis ideas. Yo había leído con anterioridad la Zoonomia de mi abuelo, en la que se defienden opiniones similares, pero no me había impresionado. No obstante, es probable que el haber oído ya en mi juventud a personas que sostenían y elogiaban tales ideas haya favorecido el que yo las apoyara, con una forma diferente, en mi Origen de las especies. En aquella época yo admiraba muchísimo la Zoonomia, pero al leerla por segunda vez tras un intervalo de diez o quince años quedé muy defraudado, tan grande era la proporción de especulaciones respecto de los datos que proporcionaba.

Los doctores Grant y Coldstream prestaban mucha atención a la zoología marina, y frecuentemente acompañaba al primero a buscar animales en las lagunillas de marea, diseccionándolos lo mejor que podía. También me hice amigo de algunos pescadores de Newhaven; a veces les acompañaba cuando pescaban ostras a la rastra, y de este modo obtuve muchos especímenes. Sin embargo, mis intentos eran muy pobres por no haber tenido una práctica regular en disección y por no poseer más que un pésimo microscopio. No obstante, hice un pequeño descubrimiento interesante y alrededor de los comienzos del año 1826 di ante la Plinian Society una breve disertación sobre la materia. Consistía en que las llamadas ovas de Flustra tenían capacidad de movimiento independiente por medio de cilios, y que eran de hecho larvas. En otra corta disertación demostré que los pequeños cuerpos globulares, que se suponían correspondían a una etapa joven del Fucus loreus, eran los depósitos de huevos del vermicular Pontobdella muricata.

La Plinian Society fue fomentada, y creo que fundada, por el profesor Jameson; se componía de estudiantes y se reunía en un sótano de la Universidad con objeto de leer y discutir comunicaciones sobre ciencia natural. Solía asistir con regularidad, y dichas reuniones influyeron positivamente en mí, estimulando mi afición y proporcionándome nuevas amistades agradables. Una tarde se levantó un pobre joven, y tras tartamudear durante un prodigioso espacio de tiempo y enrojecer, balbuceó finalmente las siguientes palabras: «Sr. Presidente, he olvidado lo que iba a decir.» El pobre chico parecía bastante abrumado y los miembros estaban tan sorprendidos que no se les ocurrió ni una palabra para ocultar su confusión. Las comunicaciones que se leían en nuestra pequeña sociedad no se publicaban, así que no tuve la satisfacción de ver la mía impresa; sin embargo creo que el doctor Grant hizo mención de mi pequeño descubrimiento en su excelente memoria sobre las Flustra.

También era miembro de la Royal Medical Society y asistía con bastante regularidad, pero como las materias eran exclusivamente médicas no me interesaban mucho. Se decían allí muchos disparates, aunque había algunos buenos oradores, de los cuales el mejor era el difunto sir J. Kay-Shuttleworth. El doctor Grant me llevaba a veces a las reuniones de la Wernerian Society donde se leían, discutían y posteriormente se publicaban en las actas, comunicaciones diversas sobre historia natural. Oí a Audubon pronunciar algunas interesantes conferencias sobre las costumbres de los pájaros norteamericanos, despreciando algo injustamente a Waterton. A propósito, en Edimburgo vivía un negro que había viajado con Waterton y que se ganaba la vida disecando pájaros, cosa que hacía excelentemente: me daba lecciones que yo pagaba, y acostumbraba a reunirme con él a menudo, ya que era un hombre muy agradable e inteligente.

El señor Leonard Horner me llevó también una vez a una reunión de la Royal Society de Edimburgo, donde vi a sir Walter Scott, que desempeñaba el cargo de Presidente, y que se excusó ante la concurrencia, porque no se consideraba el hombre idóneo para dicho cargo. Yo le miraba a él y a todo el escenario con cierto temor y respeto, y pienso que debido a esta visita durante mi juventud y a haber asistido a la Royal Medical Society, me alegró más ser elegido miembro honorario de ambas sociedades, hace unos cuantos años, que cualquier otro honor similar. Si me hubieran dicho en aquel tiempo que un día iba a ser honrado de esta forma, reconozco que me hubiera parecido tan ridículo e improbable como si me hubieran dicho que iba a ser elegido Rey de Inglaterra.

Durante mi segundo año en Edimburgo asistí a las clases de Jameson de Geología y Zoología, pero eran increíblemente pesadas. El único efecto que produjeron en mí fue la determinación de no leer nunca más un libro de Geología ni estudiar esta ciencia en forma alguna. Sin embargo, estoy seguro de que estaba preparado para un estudio filosófico de la materia, puesto que dos o tres años antes un viejo de Shrewsbury, Mr. Cotton, que sabía mucho de rocas, me había hecho notar un gran canto rodado, conocidísimo en la ciudad de Shrewsbury, al que llamaban la «piedra campana», diciéndome que no existían rocas de este tipo más cerca de Cumberland o de Escocia, y me aseguró solemnemente que el mundo llegaría a su fin antes de que nadie pudiera explicar cómo esta piedra había llegado donde estaba. Ello me impresionó profundamente y medité mucho sobre esta maravillosa piedra. De modo que sentí el más vivo deleite cuando leí por primera vez acerca de la acción de los icebergs en el transporte de cantos rodados y quedé encantado del progreso de la geología. Igualmente sorprendente es el hecho de que, aunque no tengo actualmente más que sesenta y siete años, oyera al profesor en una excursión geológica en Salisbury Craigs disertar sobre un dique volcánico con márgenes amigdaloides y los estratos endurecidos por todos los lados. Estábamos totalmente rodeados por rocas volcánicas. El profesor decía que se trataba de una grieta rellena de sedimentos procedentes de arriba, añadiendo con gesto despectivo que algunos sostenían que se habían introducido desde abajo en estado de fusión. Cuando pienso en esta lección no me sorprende que decidiera no ocuparme nunca más de la geología.

Asistiendo a las clases de Jameson conocí al conservador del museo Mr. MacGillivray, que después publicaría un amplio y excelente libro sobre las aves de Escocia. Sostuve con él muchas charlas interesantes sobre historia natural y era muy amable conmigo. Me dio algunas conchas raras pues en aquel tiempo yo coleccionaba moluscos marinos, aunque sin gran entusiasmo.

Durante esos dos años mis vacaciones veraniegas fueron totalmente consagradas a la diversión, aunque siempre tenía entre manos algún libro que leía con interés. En el verano de 1826 hice con dos amigos un largo recorrido por el norte de Gales, a pie y cargados con mochilas. Andábamos treinta millas la mayoría de los días, incluyendo uno de ellos la subida al Snowdon. También hice un recorrido a caballo por el norte de Gales, con mi hermana y un criado que llevaba una alforja con nuestras ropas. Los otoños los dedicaba a la caza, por lo general en la residencia de Mr. Owen, en Woodhouse, y en la de mi tío Jos, en Maer. Mi entusiasmo era tan grande que solía dejar las botas de cazar junto a mi cama antes de acostarme, para no perder ni medio minuto en ponérmelas por la mañana; en una ocasión, el 20 de agosto, para cazar galloslira antes de que hubiera amanecido, fui a parar a un lugar lejano de la finca de Maer; después seguí caminando con el guardabosques durante todo el día, entre espesos brezos y jóvenes abetos escoceses.

Llevaba cuenta exacta de todos los pájaros cazados a lo largo de la temporada. Un día, cuando cazaba en Woodhouse con el capitán Owen, el primogénito, y con su primo el mayor Hill, más tarde lord Berwick, con los que simpatizaba mucho, experimenté la sensación de haber sido tratado ignominiosamente, pues cada vez que disparaba y creía haber matado un pájaro, uno de los dos simulaba cargar su escopeta y exclamaba: «No debes contar ese pájaro pues yo he disparado al mismo tiempo», y el guardabosques, percatándose de la broma, les daba la razón. Más tarde me contaron la broma, que para mí no era tal, ya que había cazado un gran número de pájaros, pero no sabía cuántos, por lo que no podía añadirlos a mi lista, que confeccionaba haciendo un nudo en un trozo de cuerda atado a un ojal. Mis mordaces amigos se habían percatado de este detalle.

¡Cómo disfrutaba cazando!; pero creo que, semiconscientemente, estaba avergonzado de mi entusiasmo, ya que trataba de persuadirme a mí mismo de que la caza era casi una ocupación intelectual; requería tanta habilidad para averiguar dónde encontrar más piezas y llevar bien a los perros…

Una de mis visitas otoñales a Maer en 1827 fue memorable porque encontré allí a sir J. Mackintosh, el mejor conversador que he escuchado jamás. Al rato oí, con una llamada de orgullo, que decía: «Hay algo en este joven que me interesa.» Ello se debería principalmente a que se percató de que prestaba mucha atención a cuanto él decía, pues yo era totalmente ignorante en sus materias de historia, política y filosofía moral. Creo que oír un elogio de una persona eminente es bueno para un joven, pues le ayuda a mantenerse en el buen camino, a pesar de que probable o seguramente excitará su vanidad.

Mis visitas a Maer durante los dos años subsiguientes fueron verdaderamente deliciosas, independientemente de la caza de otoño. La vida allí era absolutamente libre; la región era muy agradable para pasear o montar a caballo y por las tardes había a menudo conversaciones interesantes, no tan personales como suelen ser generalmente en las grandes reuniones familiares, y también había música. En verano se sentaba toda la familia en los peldaños del viejo pórtico, delante del jardín. La empinada ladera, poblada de bosques, enfrente de la casa, se reflejaba en el lago, en cuya superficie se veía de vez en cuando un pez que salía súbitamente, o un pájaro acuático chapoteando. Nada ha dejado en mi mente un recuerdo tan vivo como el de estas tardes en Maer. También estaba muy vinculado a mi tío Jos, al que respetaba mucho; era un hombre silencioso y reservado, de apariencia terrible, pero a veces hablaba sinceramente conmigo. Era el prototipo del hombre recto, con un criterio insobornable. Creo que ninguna fuerza de la tierra le hubiera podido desviar una pulgada de lo que él consideraba el buen camino. Yo solía aplicarle mentalmente la conocidísima oda de Horacio, que ya he olvidado, que incluye las palabras «nec vultus tyranni, etc.».



[1] Maravillas del mundo.
[2] Catecismo de la Química.

Los recuerdos autobiográficos de mi padre, que ofrecemos en el presente capítulo, fueron escritos para sus hijos sin intención alguna de que se publicaran jamás. A muchos les parecerá esto algo imposible, pero aquellos que conocieron a mi padre comprenderán cómo no solamente era posible, sino natural. La autobiografía lleva el título: Recolletions of the Development of my Mind and Character (Memorias del desarrollo de mi pensamiento y mi carácter) y concluye con la siguiente nota: «3 de agosto de 1876. Comencé este bosquejo de mi vida alrededor del 28 de mayo en Hopedene y desde entonces he escrito alrededor de una hora casi todas las tardes». Se comprenderá fácilmente que en una narración de carácter personal e íntimo, escrita para su esposa e hijos, se presenten pasajes que deben omitirse aquí; no he considerado necesario indicar dónde se han hecho tales omisiones. Se ha juzgado imprescindible hacer algunas correcciones de evidentes errores de expresión, si bien se han reducido al mínimo tales alteraciones.— F. D.

Habiéndome escrito un editor alemán para solicitarme una nota sobre el desarrollo de mi pensamiento y carácter, con un esbozo de mi autobiografía, he pensado que el asunto me divertía y que quizá pudiera interesar a mis hijos o a los hijos de éstos. Sé que me hubiera interesado grandemente haber leído un apunte, aunque fuera tan breve y superficial como éste. He intentado componer el relato de mí mismo que viene a continuación como si hubiera muerto y estuviera mirando mi vida desde otro mundo. Tampoco me ha resultado difícil, ya que mi vida casi se acaba. No me tomado ninguna molestia en cuidar mi estilo literario.

Nací en Shrewsbury el 12 de febrero de 1809, y mi recuerdo más temprano sólo alcanza a la fecha en que contaba cuatro años y unos meses, cuando fuimos cerca de Abergele para bañarnos en la playa; conservo con cierta nitidez la memoria de algunos hechos y lugares de allí.

Mi madre murió en julio de 1817, cuando yo tenía poco más de ocho años, y es extraño pero apenas puedo recordar algo de ella, excepto su lecho mortuorio, su vestido de terciopelo negro y su mesa de costura, extrañamente fabricada. En la primavera del mismo año fui enviado a una escuela diurna en Shrewsbury, donde estuve un año. Me han dicho que yo era mucho más lento aprendiendo que mi hermana Catherine, y creo que en muchos sentidos era un chico travieso.

Por la época en que iba a esta escuela diurna, mi afición por la historia natural, y más especialmente por las colecciones, estaba bastante desarrollada. Trataba de descifrar los nombres de las plantas, y reunía todo tipo de cosas, conchas, lacres, sellos, monedas y minerales. La pasión por coleccionar que lleva un hombre a ser naturalista sistemático, un virtuoso o un avaro, era muy fuerte en mí, y claramente innata, puesto que ninguno de mis hermanos o hermanas tuvo jamás esta afición.

Una anécdota sucedida aquel año ha quedado firmemente grabada en mi mente, supongo que por la amarga desazón con que afectó después a mi conciencia; es curiosa como prueba de que por lo visto yo me interesaba ya a tan temprana edad por la variabilidad de las plantas. Conté a otro chico (creo que era Leighton, que después llegaría a ser un conocidísimo liquenólogo y botánico), que podía producir primaveras y velloritas de diferentes colores regándolas con ciertos líquenes coloreados, lo cual por supuesto era un cuento monstruoso, y yo no lo había intentado jamás. También puedo confesar aquí que cuando pequeño era muy dado a inventar historias falsas, y lo hacía siempre para causar admiración. Por ejemplo, en una ocasión cogí de los árboles de mi padre mucha fruta de gran valor y la escondí en los arbustos; después corrí hasta quedar sin aliento para propagar la noticia de que había encontrado un montón de fruta robada.

En mis primeros años de escuela debía de ser un niño muy ingenuo. Un chico, llamado Garnett, me llevó un día a una pastelería, y compró unos pasteles que no pagó, pues el tendero le fiaba. Cuando salimos le pregunté por qué no los había pagado, y, al instante, contestó «¿Cómo? ¿No sabes que mi tío dejó una gran suma de dinero a la ciudad, a condición de que todo comerciante diera gratis lo que quisiera quien llevara su viejo sombrero y lo moviera de una forma determinada?», y luego me enseñó cómo había que moverlo. Entonces entró en otra tienda donde le fiaban, pidió una cosa de poco valor, moviendo su sombrero de la misma manera, y, por supuesto, la obtuvo sin pagar. Cuando salimos, me dijo: «Si quieres ir ahora tú solo a aquella pastelería (¡qué bien recuerdo su situación exacta!), te dejaré mi sombrero, y podrás conseguir lo que gustes, moviéndolo adecuadamente sobre tu cabeza.» Yo acepté de buen grado la generosa oferta y entré, pedí algunos pasteles, moví el viejo sombrero, y ya salía de la tienda, cuando me acometió el tendero, así que tiré los pasteles, salí huyendo desesperadamente, y me quedé atónito cuando mi falso amigo Garnett me recibió riendo a carcajadas.

Puedo decir en mi favor que era un muchacho compasivo, si bien esto lo debía por completo a la instrucción y ejemplo de mis hermanas. En efecto, dudo que la humanidad sea una cualidad natural o innata. Era muy aficionado a coleccionar huevos, pero nunca cogía más de uno de cada nido de pájaros, excepto en una sola ocasión en que los cogí todos, no por su valor, sino por una especie de bravata.

Tenía una gran afición por la pesca, y me hubiera quedado sentado en las márgenes de un río o estanque mirando el corcho durante infinitas horas; desde el día en que me dijeron en Maer que podía matar los gusanos con sal y agua, jamás arrojé un gusano vivo, aun cuando mi éxito pudiera resentirse.

Una vez, cuando chico, en la época de la escuela diurna, o antes, actué cruelmente: golpeé a un perrillo, creo que simplemente por disfrutar de la sensación de fuerza; sin embargo, el golpe no pudo ser doloroso, pues el perrito no ladró, de ello estoy seguro, ya que el lugar estaba cerca de casa. Este acto pesa gravemente sobre mi conciencia, como lo demuestra mi recuerdo del sitio exacto donde el crimen fue cometido. Probablemente me pesara más por mi amor a los perros, que era entonces, y fue durante mucho tiempo más, una pasión. Los perros parecían saber esto, pues yo era un experto en robar a sus amos el afecto que ellos les tenían.

Sólo recuerdo claramente otro incidente de aquel año en que estaba en la escuela diurna de Mr. Case, a saber, el entierro de un soldado dragón; y es sorprendente lo claro que veo todavía el caballo con las botas vacías y la carabina del hombre colgando de la silla de montar, y las salvas sobre la tumba. Esta escena excitó profundamente toda la fantasía poética que había en mí.

En el verano de 1818 fui a la escuela principal del doctor Butler en Shrewsbury; allí permanecí siete años, hasta mediados del verano de 1825, cuando tenía dieciséis. Estaba interno en esta escuela, de modo que tenía la gran ventaja de vivir la vida de un verdadero escolar; no obstante, como la distancia a mi casa era apenas de más de una milla, iba corriendo allá muy frecuentemente en los intervalos más largos entre las llamadas para pasar lista, y antes del cierre por la noche. Creo que esto fue ventajoso para mí en muchos aspectos, pues me permitía conservar mis afectos e intereses familiares. Recuerdo que al principio de mi vida escolar frecuentemente tenía que correr mucho para llegar a tiempo, y generalmente lo lograba, pues era un veloz corredor; pero cuando dudaba conseguirlo, pedía encarecidamente a Dios que me ayudara, y me acuerdo bien de que atribuía mis éxitos a las oraciones y no a mis carreras y estaba admirado de la frecuencia con que recibía ayuda.

He oído a mi padre y mi hermana mayor decir que cuando era muy pequeño tenía gran afición por los largos paseos en solitario; sin embargo ignoro que pensaba yo al respecto. Frecuentemente me que quedaba absorto y una vez, volviendo de la escuela, en lo alto de las viejas fortificaciones que hay alrededor de Shrewsbury, que habían sido convertidas en una camino público sin parapeto a uno de los lados, me salí de él y caí al suelo, pero la altura era sólo de siete u ocho pies. Sin embargo, fue impresionante el número de pensamientos que pasaron por mi mente durante esta cortísima pero repentina y completamente inesperada caída, y apenas parece compatible con lo que creo han probado los fisiólogos en el sentido de que cada pensamiento requiere un espacio de tiempo bastante apreciable.

Nada pudo ser peor para el desarrollo de mi inteligencia que la escuela del doctor Butler, pues era estrictamente clásica, y en ella no se enseñaba nada, salvo un poco de geografía e historia antiguas. Como medio de educación, la escuela fue sencillamente nula. Durante toda mi vida he sido singularmente incapaz de dominar ningún idioma. Se dedicaba especial atención a la composición poética, cosa que nunca pude hacer bien. Tenía muchos amigos, y juntos conseguimos una buena colección de versos antiguos, que podía introducir en cualquier tema, combinándolos, con la ayuda de otros chicos a veces. Se dedicaba mucha atención a aprender de memoria las lecciones de los días anteriores; esto lo podía hacer con gran facilidad, memorizar cuarenta o cincuenta líneas de Virgilio u Homero mientras estaba en la oración de la mañana; pero tal ejercicio era completamente inútil, pues se me olvidaban todos los versos en cuarenta y ocho horas. No era perezoso, y, por lo general, excepto en versificación, trabajaba concienzudamente mis clásicos, sin recurrir al plagio. La única alegría que he recibido de tales estudios me la han proporcionado algunas de las odas de Horacio, que admiraba grandemente.

Cuando dejé la escuela no estaba ni adelantado ni atrasado para mi edad; creo que mis maestros y mi padre me consideraban un muchacho corriente, más bien por debajo del nivel común de inteligencia. Mi padre me dijo una vez algo que me mortificó profundamente: «No te gusta más que la caza, los perros y coger ratas, y vas a ser una desgracia para ti y para toda tu familia.» Pero mi padre, que era el hombre más cariñoso que he conocido jamás, y cuya memoria adoro con todo mi corazón, debía estar enfadado y fue algo injusto cuando utilizó estas palabras.

Recordando lo mejor que puedo mi carácter durante mi vida escolar, las únicas cualidades que prometía para el futuro en aquella época eran: que tenía aficiones sólidas y variadas y mucho entusiasmo por todo aquello que me interesaba, y que sentía un placer especial en la comprensión de cualquier materia o cosa compleja. Un profesor particular me explicó Euclides, y recuerdo claramente la intensa satisfacción que me proporcionaban las claras demostraciones geométricas. Con la misma nitidez recuerdo el deleite que me producían las explicaciones de mi tío (el padre de Francis Galton) sobre el vernier de un barómetro. Con respecto a mis gustos variados, independientemente de la ciencia, era aficionado a leer libros divertidos y solía quedarme durante horas sentado leyendo las obras históricas de Shakespeare, generalmente junto a una vieja ventana en los gruesos muros de la escuela. También leía poesía, como Seasons de Thomson y los poemas recientemente publicados de Byron y Scott. Menciono esto porque posteriormente en mi vida perdí completamente, con gran pesar mío, todo gusto por cualquier clase de poesía, incluido Shakespeare. En relación con mi afición por la poesía, puedo añadir que en 1822, durante un recorrido a caballo por la frontera de Gales, se despertó en mí por primera vez un vivo deleite por el paisaje, que ha durado más que ningún otro goce estético.

Al principio de etapa escolar, un chico tenía un ejemplar de Wonders of the World, [1] que lo leía con frecuencia, y discutíamos con otros muchachos sobre la veracidad de algunos relatos; creo que este libro me inspiró el deseo de viajar por países remotos que se cumplió finalmente con el viaje del Beagle. Después durante mi vida escolar, me aficioné apasionadamente a la caza; no creo que nadie haya mostrado mayor entusiasmo por la causa más santa que yo por cazar pájaros. Qué bien recuerdo cuando maté mi primera agachadiza; mi emoción era tan grande que me fue dificilísimo recargar la escopeta, a causa del temblor de mis manos. Esta afición continuó mucho tiempo y llegué a ser un tirador muy bueno. Cuando estaba en Cambridge solía ensayar llevándome la escopeta al hombro delante de un espejo para ver si lo había hecho correctamente. Otro método mejor era conseguir un amigo que agitara una vela encendida, y entonces disparar a la vela con una tapa en el cañón del arma, de tal forma que si la puntería era buena, la pequeña corriente de aire apagaba la vela. La explosión de la tapa producía un violento chasquido, y me contaron que el prefecto del colegio hizo la siguiente observación: «Qué cosa más extraordinaria, Mr. Darwin parece pasar las horas chasqueando un látigo en su habitación, pues oigo frecuentemente el chasquido cuando paso bajo sus ventanas.»

Entre los escolares contaba con muchos amigos a los que apreciaba cariñosamente y pienso que entonces mi carácter era muy afectuoso.

Respecto de la ciencia, continuaba coleccionando minerales con mucho entusiasmo, pero bastante acientíficamente: lo único que me preocupaba era encontrar un mineral recién descubierto, y apenas intentaba clasificarlos. Debía observar a los insectos con cierta atención, ya que cuando tenía diez años (1819) fui tres semanas a Plas Edwards, en la costa de Gales y me interesó y sorprendió mucho ver un gran insecto hemíptero negro y escarlata, muchas polillas (Zygoena), y una cicindela, que no se encuentran en Shropshire. Casi me decidí a empezar a coleccionar todos los insectos que pudiera encontrar muertos, pues tras consultar a mi hermana llegué a la conclusión de que no estaba bien matar insectos con el objeto de hacer una colección. Desde que leí Selborne de White, me interesó mucho observar las costumbres de los pájaros e incluso tomé notas sobre la cuestión. En mi simpleza, recuerdo que me preguntaba por qué no todos los caballeros se hacían ornitólogos.

Hacia el final de mi vida escolar, mi hermano se dedicaba concienzudamente a la química; montó un buen laboratorio con aparatos propios en la caseta donde se guardaban las herramientas del jardín y me permitía que le ayudara como auxiliar en la mayor parte de los experimentos. Obtenía todos los gases y muchos compuestos; yo leí atentamente diversos libros de química, tales como Chemical Catechism [2] de Henry y Parkes. La materia me interesaba mucho y con frecuencia continuábamos el trabajo por la noche hasta bastante tarde. Ésta fue la mejor faceta de mi educación en la escuela, ya que me mostró prácticamente el significado de la ciencia experimental. El hecho de que nos dedicábamos de alguna forma a la química llegó a conocerse en la escuela y, como era un suceso sin precedentes, me pusieron el mote de «Gas». En otra ocasión, el director, doctor Butler, me reprendió públicamente por perder así mi tiempo con materias inútiles; muy injustamente, me llamó poco currante, y como no comprendí lo que quería decir, me pareció un reproche terrible.

Como no hacía nada útil en la escuela, mi padre, inteligentemente, me sacó a una edad bastante más temprana de la habitual, y me envió (octubre de 1825) con mi hermano a la Universidad de Edimburgo, donde permanecí dos años o cursos. Mi hermano estaba completando sus estudios, aunque no creo que tuviera intención de practicar nunca, y me enviaron allá para comenzarlos. Pero poco después me convencí, por diversas circunstancias, de que mi padre me dejaría herencia suficiente para subsistir con cierto confort, si bien nunca imaginé que sería tan rico como soy; sin embargo, mi convicción fue suficiente para frenar cualquier esfuerzo persistente por aprender medicina.

La educación en Edimburgo se impartía enteramente en forma de lecciones magistrales, que resultaban intolerablemente aburridas, a excepción de las de química de Hope; pero, en mi opinión, este sistema de enseñanza no presenta ninguna ventaja y sí, en cambio, muchas desventajas, en comparación con el que se basa en la lectura. Las clases de Materia Médica del doctor Duncan a las ocho en punto, en una mañana de invierno, son algo horrible de recordar. El doctor Munro hacía sus conferencias de anatomía humana tan aburridas como él mismo, y la materia me disgustaba. Que no se me obligara a practicar disección se ha revelado una de las mayores calamidades de la vida, ya que pronto hubiera superado mi repugnancia, y la práctica hubiera sido estimable para todo mi trabajo futuro. Esto ha sido un mal irremediable, así como mi incapacidad para dibujar. También asistía regularmente a las sesiones clínicas en el hospital. Ciertos casos me angustiaron enormemente y aún conservo vivas imágenes de algunos de ellos; sin embargo, no era tan tonto como para dejar que esto aminorara mi asistencia. No puedo comprender por qué esta parte de mis estudios médicos no me interesó más, pues durante el verano anterior a mi llegada a Edimburgo, empecé a asistir en Shrewsbury a algunos pobres, principalmente niños y mujeres. Tomaba notas del caso tan completas como me era posible, con todos los síntomas, y las leía en voz alta a mi padre, quien me sugería nuevas indagaciones y me aconsejaba las medicinas que había que administrar, y que yo mismo preparaba. Hubo momentos en que tenía como mínimo doce pacientes, y sentía un profundo interés por el trabajo. Mi padre, que era con mucho el mejor juez de caracteres que he conocido jamás, decía que yo triunfaría como médico; quería decir con esto que tendría muchos pacientes. Sostenía que el principal elemento del éxito era inspirar confianza; sin embargo, lo que no sé es que vio en mí que le convenciera de que yo inspiraría confianza. También asistí en dos ocasiones a la sala de operaciones en el hospital de Edimburgo y vi dos operaciones muy graves, una de ellas de un niño, pero salí huyendo antes de que concluyeran. Nunca más volví a asistir a una, pues ningún estímulo hubiera sido suficientemente fuerte como para forzarme a ello; esto era mucho antes de los benditos días del cloroformo. Los dos casos me tuvieron obsesionado durante muchos años.

Mi hermano sólo permaneció un año en la Universidad, así que durante el segundo año fui abandonado a mis propios recursos; y esto fue una ventaja, ya que llegué a conocer a varios jóvenes aficionados a la ciencia natural. Uno de ellos era Ainsworth, que publicó posteriormente sus viajes por Asiria; era un geólogo werneriano y sabía un poco de muy diversas materias. El doctor Coldstream era un joven muy diferente, estirado, formal, altamente religioso y sobre todo bondadoso; posteriormente publicó algunos buenos artículos zoológicos. Un tercer joven era Hardie, que pienso hubiera sido un buen botánico, mas murió pronto en la India. Por último, el doctor Grant, que me llevaba varios años; sin embargo no puedo recordar como llegué a conocerle; publicó algunos ensayos de primera clase sobre cuestiones zoológicas, pero después de irse a Londres como profesor de Colegio Universitario, no hizo más en ciencia, algo que siempre me ha resultado inexplicable. Lo conocía bien; era de maneras secas y formales, con mucho entusiasmo bajo esta corteza. Un día, mientras paseábamos juntos, expresó abiertamente su gran admiración por Lamarck y sus opiniones sobre la evolución. Le escuché con silencioso estupor, y, por lo que recuerdo, sin que produjera ningún efecto sobre mis ideas. Yo había leído con anterioridad la Zoonomia de mi abuelo, en la que se defienden opiniones similares, pero no me había impresionado. No obstante, es probable que el haber oído ya en mi juventud a personas que sostenían y elogiaban tales ideas haya favorecido el que yo las apoyara, con una forma diferente, en mi Origen de las especies. En aquella época yo admiraba muchísimo la Zoonomia, pero al leerla por segunda vez tras un intervalo de diez o quince años quedé muy defraudado, tan grande era la proporción de especulaciones respecto de los datos que proporcionaba.

Los doctores Grant y Coldstream prestaban mucha atención a la zoología marina, y frecuentemente acompañaba al primero a buscar animales en las lagunillas de marea, diseccionándolos lo mejor que podía. También me hice amigo de algunos pescadores de Newhaven; a veces les acompañaba cuando pescaban ostras a la rastra, y de este modo obtuve muchos especímenes. Sin embargo, mis intentos eran muy pobres por no haber tenido una práctica regular en disección y por no poseer más que un pésimo microscopio. No obstante, hice un pequeño descubrimiento interesante y alrededor de los comienzos del año 1826 di ante la Plinian Society una breve disertación sobre la materia. Consistía en que las llamadas ovas de Flustra tenían capacidad de movimiento independiente por medio de cilios, y que eran de hecho larvas. En otra corta disertación demostré que los pequeños cuerpos globulares, que se suponían correspondían a una etapa joven del Fucus loreus, eran los depósitos de huevos del vermicular Pontobdella muricata.

La Plinian Society fue fomentada, y creo que fundada, por el profesor Jameson; se componía de estudiantes y se reunía en un sótano de la Universidad con objeto de leer y discutir comunicaciones sobre ciencia natural. Solía asistir con regularidad, y dichas reuniones influyeron positivamente en mí, estimulando mi afición y proporcionándome nuevas amistades agradables. Una tarde se levantó un pobre joven, y tras tartamudear durante un prodigioso espacio de tiempo y enrojecer, balbuceó finalmente las siguientes palabras: «Sr. Presidente, he olvidado lo que iba a decir.» El pobre chico parecía bastante abrumado y los miembros estaban tan sorprendidos que no se les ocurrió ni una palabra para ocultar su confusión. Las comunicaciones que se leían en nuestra pequeña sociedad no se publicaban, así que no tuve la satisfacción de ver la mía impresa; sin embargo creo que el doctor Grant hizo mención de mi pequeño descubrimiento en su excelente memoria sobre las Flustra.

También era miembro de la Royal Medical Society y asistía con bastante regularidad, pero como las materias eran exclusivamente médicas no me interesaban mucho. Se decían allí muchos disparates, aunque había algunos buenos oradores, de los cuales el mejor era el difunto sir J. Kay-Shuttleworth. El doctor Grant me llevaba a veces a las reuniones de la Wernerian Society donde se leían, discutían y posteriormente se publicaban en las actas, comunicaciones diversas sobre historia natural. Oí a Audubon pronunciar algunas interesantes conferencias sobre las costumbres de los pájaros norteamericanos, despreciando algo injustamente a Waterton. A propósito, en Edimburgo vivía un negro que había viajado con Waterton y que se ganaba la vida disecando pájaros, cosa que hacía excelentemente: me daba lecciones que yo pagaba, y acostumbraba a reunirme con él a menudo, ya que era un hombre muy agradable e inteligente.

El señor Leonard Horner me llevó también una vez a una reunión de la Royal Society de Edimburgo, donde vi a sir Walter Scott, que desempeñaba el cargo de Presidente, y que se excusó ante la concurrencia, porque no se consideraba el hombre idóneo para dicho cargo. Yo le miraba a él y a todo el escenario con cierto temor y respeto, y pienso que debido a esta visita durante mi juventud y a haber asistido a la Royal Medical Society, me alegró más ser elegido miembro honorario de ambas sociedades, hace unos cuantos años, que cualquier otro honor similar. Si me hubieran dicho en aquel tiempo que un día iba a ser honrado de esta forma, reconozco que me hubiera parecido tan ridículo e improbable como si me hubieran dicho que iba a ser elegido Rey de Inglaterra.

Durante mi segundo año en Edimburgo asistí a las clases de Jameson de Geología y Zoología, pero eran increíblemente pesadas. El único efecto que produjeron en mí fue la determinación de no leer nunca más un libro de Geología ni estudiar esta ciencia en forma alguna. Sin embargo, estoy seguro de que estaba preparado para un estudio filosófico de la materia, puesto que dos o tres años antes un viejo de Shrewsbury, Mr. Cotton, que sabía mucho de rocas, me había hecho notar un gran canto rodado, conocidísimo en la ciudad de Shrewsbury, al que llamaban la «piedra campana», diciéndome que no existían rocas de este tipo más cerca de Cumberland o de Escocia, y me aseguró solemnemente que el mundo llegaría a su fin antes de que nadie pudiera explicar cómo esta piedra había llegado donde estaba. Ello me impresionó profundamente y medité mucho sobre esta maravillosa piedra. De modo que sentí el más vivo deleite cuando leí por primera vez acerca de la acción de los icebergs en el transporte de cantos rodados y quedé encantado del progreso de la geología. Igualmente sorprendente es el hecho de que, aunque no tengo actualmente más que sesenta y siete años, oyera al profesor en una excursión geológica en Salisbury Craigs disertar sobre un dique volcánico con márgenes amigdaloides y los estratos endurecidos por todos los lados. Estábamos totalmente rodeados por rocas volcánicas. El profesor decía que se trataba de una grieta rellena de sedimentos procedentes de arriba, añadiendo con gesto despectivo que algunos sostenían que se habían introducido desde abajo en estado de fusión. Cuando pienso en esta lección no me sorprende que decidiera no ocuparme nunca más de la geología.

Asistiendo a las clases de Jameson conocí al conservador del museo Mr. MacGillivray, que después publicaría un amplio y excelente libro sobre las aves de Escocia. Sostuve con él muchas charlas interesantes sobre historia natural y era muy amable conmigo. Me dio algunas conchas raras pues en aquel tiempo yo coleccionaba moluscos marinos, aunque sin gran entusiasmo.

Durante esos dos años mis vacaciones veraniegas fueron totalmente consagradas a la diversión, aunque siempre tenía entre manos algún libro que leía con interés. En el verano de 1826 hice con dos amigos un largo recorrido por el norte de Gales, a pie y cargados con mochilas. Andábamos treinta millas la mayoría de los días, incluyendo uno de ellos la subida al Snowdon. También hice un recorrido a caballo por el norte de Gales, con mi hermana y un criado que llevaba una alforja con nuestras ropas. Los otoños los dedicaba a la caza, por lo general en la residencia de Mr. Owen, en Woodhouse, y en la de mi tío Jos, en Maer. Mi entusiasmo era tan grande que solía dejar las botas de cazar junto a mi cama antes de acostarme, para no perder ni medio minuto en ponérmelas por la mañana; en una ocasión, el 20 de agosto, para cazar galloslira antes de que hubiera amanecido, fui a parar a un lugar lejano de la finca de Maer; después seguí caminando con el guardabosques durante todo el día, entre espesos brezos y jóvenes abetos escoceses.

Llevaba cuenta exacta de todos los pájaros cazados a lo largo de la temporada. Un día, cuando cazaba en Woodhouse con el capitán Owen, el primogénito, y con su primo el mayor Hill, más tarde lord Berwick, con los que simpatizaba mucho, experimenté la sensación de haber sido tratado ignominiosamente, pues cada vez que disparaba y creía haber matado un pájaro, uno de los dos simulaba cargar su escopeta y exclamaba: «No debes contar ese pájaro pues yo he disparado al mismo tiempo», y el guardabosques, percatándose de la broma, les daba la razón. Más tarde me contaron la broma, que para mí no era tal, ya que había cazado un gran número de pájaros, pero no sabía cuántos, por lo que no podía añadirlos a mi lista, que confeccionaba haciendo un nudo en un trozo de cuerda atado a un ojal. Mis mordaces amigos se habían percatado de este detalle.

¡Cómo disfrutaba cazando!; pero creo que, semiconscientemente, estaba avergonzado de mi entusiasmo, ya que trataba de persuadirme a mí mismo de que la caza era casi una ocupación intelectual; requería tanta habilidad para averiguar dónde encontrar más piezas y llevar bien a los perros…

Una de mis visitas otoñales a Maer en 1827 fue memorable porque encontré allí a sir J. Mackintosh, el mejor conversador que he escuchado jamás. Al rato oí, con una llamada de orgullo, que decía: «Hay algo en este joven que me interesa.» Ello se debería principalmente a que se percató de que prestaba mucha atención a cuanto él decía, pues yo era totalmente ignorante en sus materias de historia, política y filosofía moral. Creo que oír un elogio de una persona eminente es bueno para un joven, pues le ayuda a mantenerse en el buen camino, a pesar de que probable o seguramente excitará su vanidad.

Mis visitas a Maer durante los dos años subsiguientes fueron verdaderamente deliciosas, independientemente de la caza de otoño. La vida allí era absolutamente libre; la región era muy agradable para pasear o montar a caballo y por las tardes había a menudo conversaciones interesantes, no tan personales como suelen ser generalmente en las grandes reuniones familiares, y también había música. En verano se sentaba toda la familia en los peldaños del viejo pórtico, delante del jardín. La empinada ladera, poblada de bosques, enfrente de la casa, se reflejaba en el lago, en cuya superficie se veía de vez en cuando un pez que salía súbitamente, o un pájaro acuático chapoteando. Nada ha dejado en mi mente un recuerdo tan vivo como el de estas tardes en Maer. También estaba muy vinculado a mi tío Jos, al que respetaba mucho; era un hombre silencioso y reservado, de apariencia terrible, pero a veces hablaba sinceramente conmigo. Era el prototipo del hombre recto, con un criterio insobornable. Creo que ninguna fuerza de la tierra le hubiera podido desviar una pulgada de lo que él consideraba el buen camino. Yo solía aplicarle mentalmente la conocidísima oda de Horacio, que ya he olvidado, que incluye las palabras «nec vultus tyranni, etc.».



[1] Maravillas del mundo.
[2] Catecismo de la Química.



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