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Die Geburt der Tragödie
Friedrich Wilhelm Nietzsche
(1872)

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El Nacimiento de la Tragedia La nascita della tragedia
11.
Sea lo que sea aquello que esté a la base de este libro problemático: una cuestión de primer rango y máximo atractivo tiene que haber sido, y además una cuestión profundamente personal testimonio de ello es la época en la cual surgió, pese a la cual surgió, la excitante época de la guerra franco- alemana de 1870-1871. Mientras los estampidos de la batalla de Wörth se expandían sobre Europa, el hombre caviloso y amigo de enigmas a quien se le deparó la paternidad de este libro estaba en un rincón cualquiera de los Alpes, muy sumergido en sus cavilaciones y enigmas, en consecuencia muy preocupado y despreocupado a la vez, y redactaba sus pensamientos sobre los griegos, núcleo del libro extraño y difícilmente accesible a que va a estar dedicado este tardío prólogo (o epílogo). Unas semanas más tarde: y también él se encontraba bajo los muros de Metz, no desembarazado aún de los signos de interrogación que había colocado junto a la presunta «jovialidad» de los griegos y junto al arte griego; hasta que por fin, en aquel mes de hondísima tensión en que en Versalles se deliberaba sobre la paz, también él consiguió hacer la paz consigo mismo, y mientras convalecía lentamente de una enfermedad que había contraído en el campo de batalla, comprobó en sí de manera definitiva el «nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música».
¿En la música? ¿Música y tragedia? ¿Griegos y música de tragedia? ¿Griegos y la obra de arte del pesimismo? La especie más lograda de hombres habidos hasta ahora, la más bella, la más envidiada, la que más seduce a vivir, los griegos ¿cómo?, ¿es que precisamente ellos tuvieron necesidad de la tragedia?
¿Más aún del arte? ¿Para qué el arte griego?...
Se adivina el lugar en que con estas preguntas quedaba colocado el gran signo de interrogación acerca del valor de la existencia. ¿Es el pesimismo, necesariamente, signo de declive, de ruina, de fracaso, de instintos fatigados y debilitados? ¿como lo fue entre los indios, como lo es, según todas las apariencias, entre nosotros los hombres y europeos «modernos»? ¿Existe un pesimismo de la fortaleza? ¿Una predilección intelectual por las cosas duras, horrendas, malvadas, problemáticas de la existencia, predilección nacida de un bienestar, de una salud desbordante, de una plenitud de la existencia? ¿Se da tal vez un sufrimiento causado por esa misma sobreplenitud? ¿Una tentadora valentía de la más aguda de las miradas, valentía que anhela lo terrible, por considerarlo el enemigo, el digno enemigo en el que poder poner a prueba su fuerza?, ¿en el que ella quiere aprender qué es «el sentir miedo»? ¿Qué significa, justo entre los griegos de la época mejor, más fuerte, más valiente, el mito trágico? ¿Y el fenómeno enorme de lo dionisíaco? ¿Qué significa, nacida de él, la tragedia? Y por otro lado: aquello de que murió la tragedia, el socratismo de la moral, la dialéctica, la suficiencia y la jovialidad del hombre teórico ¿cómo?, ¿no podría ser justo ese socratismo un signo de declive, de fatiga, de enfermedad, de unos instintos que se disuelven de modo anárquico?
¿Y la «jovialidad griega» del helenismo tardío, tan sólo un arrebol de crepúsculo? ¿La voluntad epicúrea contra el pesimismo, tan sólo una precaución del hombre que sufre? Y la ciencia misma, nuestra ciencia sí, ¿qué significa en general, vista como síntoma de vida, toda ciencia? ¿Para qué, peor aún, de dónde toda ciencia? ¿Cómo? ¿Acaso es el cientificismo nada más que un miedo al pesimismo y una escapatoria frente a él? ¿Una defensa sutil obligada contra la verdad? ¿Y hablando en términos morales, algo así como cobardía y falsedad? ¿Hablando en términos no morales, una astucia? Oh
Sócrates, Sócrates, ¿fue ése acaso tu secreto? Oh ironista misterioso, ¿fue ésa acaso tu ironía?


Quale si sia il primo germe di questo libro disputabile, dev’essere stato senza dubbio un problema di grande importanza e di grande attrattiva, e, inoltre, un problema profondamente personale: ne son testimonio i tempi in cui sorse e nonostante i quali sorse, gli agitati tempi della guerra del 1870-71. Mentre il tuono della battaglia di Wörth rimbombava lontano in Europa, il sottile cavillator di enimmi, cui si deve in parte la paternità di questo libro, fantasticava in un angolo delle Alpi, assai intrigato tra cavilli ed enimmi, e perciò molto travagliato e, insieme, racquieto. Stese allora alla meglio i suoi pensieri sui greci. che fanno il nucleo di questo volume bizzarro e poco accessibile, a cui va ora dedicata la presente tardiva prefazione (o conclusione). Corsero alcune settimane, e si trovò anch’esso sotto Metz, senza essersi ancora distrigato dallo spinoso questionario in cui si era impigliato a proposito della pretesa «serenità» dei greci e dell’arte greca; quando alla fine, in quello stesso mese di profonda sospensione in cui fu trattata la pace a Versailles, venne anch’egli in pace con sé medesimo, e, guarendo a mano a mano a casa di un’infermità presa al campo, fini col persuadersi affatto, che «la tragedia è nata dallo spirito della musica». Dallo spirito della musica? Musica e tragedia? I greci e la tragedia musicale? I greci e il capolavoro del pessimismo? La più sensata, la più bella, la più giustamente invidiata, la meglio iniziata alla vita tra le umane genti finora, la gente greca, come? proprio essa aveva bisogno della tragedia? peggio, dell’arte? E perché? Arte greca?...

Per questa via s’indovina il punto a cui mena il grande quesito sul valore dell’esistenza. È proprio vero che il pessimismo sia necessariamente il segno della decadenza, della dissoluzione, del fallimento della vita, della stanchezza e del rilassamento degl’istinti? Tal quale fu presso gl’indiani e quale, stando a tutte le apparenze, si manifesta presso di noi, «moderni» ed europei? Esiste forse un pessimismo della forza? Una propensione intellettuale alla durezza, all’orrore, alla cattiveria, al problematico dell’essere, per eccesso di benessere, per rigoglio di sanità, per pienezza di esistenza? Esiste forse una sofferenza nella stessa esuberanza? Esiste forse una demoniaca bravura dallo sguardo inarrestabile, la quale anela al terribile come al nemico, al nemico degno con cui cimentare la propria gagliardia? da cui vuol imparare che cosa sia l’«aver paura»? Che cosa significa il mito tragico proprio presso i greci della migliore, della più vigorosa, della più valorosa età? E il mostruoso fenomeno del senso dionisiaco? Che significa la tragedia, che di quello è figlia? D’altra parte, ciò che uccise la tragedia, ossia il socratismo della morale, la dialettica, il tenersi contento e la serenità dell’uomo teorico; ebbene, per l’appunto cotesto socratismo non potrebbe essere proprio desso il sintomo del tramonto, della lassitudine, del morbo, della dissoluzione anarchica degl’istinti? E la «serenità greca» dell’ellenismo posteriore non potrebbe essere proprio essa non più che la porpora dell’occaso? Né la volontà epicurea contro il pessimismo essere altro che il rimedio preventivo del paziente? E la scienza stessa, la nostra scienza, ma sì, che cosa vuol dire in sostanza, considerandola come sintomo della vita, tutta la scienza? A che, peggio, donde tutta la scienza? Come? Il senso scientifico non è forse altro che un puro senso di paura, un sotterfugio davanti al pessimismo? Un sottile espediente di tutela personale contro, sì, contro la verità? Vale a dire, parlando secondo la morale, qualcosa come la codardia e la falsità? Parlando immoralmente, una furberia? O Socrate, Socrate, fu questo, forse, il tuo segreto? O tu, ironico misterioso, fu questa, forse, la tua ironia?




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