Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben Friedrich Wilhelm Nietzsche (1874) | |||
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De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida | De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida | ||
PRÓLOGO | PRÓLOGO | ||
«Por lo demás, detesto todo aquello que únicamente me instruye pero sin acrecentar o vivificar de inmediato mi actividad». Estas son palabras de Goethe que, como un Ceterum censeo cordialmente expresado, pueden servir de introducción a nuestra consideración sobre el valor y el no-valor de la historia. En ella trataremos de exponer por qué la enseñanza que no estimula, por qué la ciencia que paraliza la actividad, por qué la historia, en cuanto preciosa superfluidad del conocimiento y artículo de lujo, nos han de resultar seriamente odiosas, según la expresión de Goethe -precisamente porque nos falta lo más necesario y lo superfluo es enemigo de lo necesario. Es cierto que necesitamos la historia, pero de otra manera que el refinado paseante por el jardín de la ciencia, por más que este mire con altanero desdén nuestras necesidades y apremios rudos y simples. Es decir, necesitamos la historia para la vida y la acción, no para apartarnos cómodamente de la vida y la acción, y menos para encubrir la vida egoísta y la acción vil y cobarde. Tan solo en cuanto la historia está al servicio de la vida queremos servir a la historia. Pero hay una forma de hacer historia y valorarla en que la vida se atrofia y degenera: fenómeno que, según los singulares síntomas de nuestro tiempo, es preciso plantear, por más que ello sea doloroso. Me he esforzado por describir aquí una sensación que, con frecuencia, me ha atormentado; me vengo del mismo dándolo a la publicidad. Puede que algún lector, por mi descripción, se sienta impulsado a declarar que él también sabe de este sentimiento, pero que yo no lo he experimentado de una manera suficientemente pura y original y no lo he expresado con la debida seguridad y madurez de experiencia. Así puede pensar uno u otro, pero la mayor parte de mis lectores me dirán que mi sentimiento es absolutamente falso, abominable, antinatural e ilícito y que, además, al manifestarlo, me he mostrado indigno de la portentosa corriente historicista que, como nadie ignora, se ha desarrollado, en las dos últimas generaciones, sobre todo en Alemania-. En todo caso, el hecho de que me atreva a exponer al natural mi sentimiento promueve, más bien que daña, el interés general, pues con ello doy a muchos la oportunidad de ensalzar esta corriente de la época, que acabo de mencionar. Por mi parte, gano algo que, a mi entender, es más importante que esas conveniencias: el ser públicamente instruido y aleccionado sobre nuestra época. Intempestiva es también esta consideración, puesto que trato de interpretar como un mal, una enfermedad, un defecto, algo de lo que nuestra época está, con razón, orgullosa: su cultura histórica, pues creo que todos nosotros sufrimos de una fiebre histórica devorante y, al menos, deberíamos reconocer que es así. Goethe ha dicho, con toda razón, que cultivando nuestras virtudes cultivamos también nuestros defectos, y si, como es notorio, una virtud hipertrófica -y el sentido histórico de nuestro tiempo me parece que es una- puede provocar la ruina de un pueblo lo mismo que puede causarla un vicio hipertrófico, ¡que por una vez se me permita hablar! Para mi descargo, no quiero callar que las experiencias que estos tormentosos sentimientos han suscitado en mí las he extraído casi siempre de mí mismo y, únicamente para fines de comparación, me he servido de experiencias ajenas y que, solo en cuanto aprendiz de épocas pasadas, especialmente de la griega, he llegado, como hijo del tiempo actual, a las experiencias que llamo intempestivas. Al menos, por profesión como filólogo clásico, he de tener derecho a permitirme esto, pues no sé qué sentido podría tener la filología clásica en nuestro tiempo si no es el de actuar de una manera intempestiva, es decir, contra el tiempo y, por tanto, sobre el tiempo y, yo así lo espero, en favor de un tiempo venidero. | «Por lo demás, detesto todo aquello que únicamente me instruye pero sin acrecentar o vivificar de inmediato mi actividad». Estas son palabras de Goethe que, como un Ceterum censeo cordialmente expresado, pueden servir de introducción a nuestra consideración sobre el valor y el no-valor de la historia. En ella trataremos de exponer por qué la enseñanza que no estimula, por qué la ciencia que paraliza la actividad, por qué la historia, en cuanto preciosa superfluidad del conocimiento y artículo de lujo, nos han de resultar seriamente odiosas, según la expresión de Goethe -precisamente porque nos falta lo más necesario y lo superfluo es enemigo de lo necesario. Es cierto que necesitamos la historia, pero de otra manera que el refinado paseante por el jardín de la ciencia, por más que este mire con altanero desdén nuestras necesidades y apremios rudos y simples. Es decir, necesitamos la historia para la vida y la acción, no para apartarnos cómodamente de la vida y la acción, y menos para encubrir la vida egoísta y la acción vil y cobarde. Tan solo en cuanto la historia está al servicio de la vida queremos servir a la historia. Pero hay una forma de hacer historia y valorarla en que la vida se atrofia y degenera: fenómeno que, según los singulares síntomas de nuestro tiempo, es preciso plantear, por más que ello sea doloroso. Me he esforzado por describir aquí una sensación que, con frecuencia, me ha atormentado; me vengo del mismo dándolo a la publicidad. Puede que algún lector, por mi descripción, se sienta impulsado a declarar que él también sabe de este sentimiento, pero que yo no lo he experimentado de una manera suficientemente pura y original y no lo he expresado con la debida seguridad y madurez de experiencia. Así puede pensar uno u otro, pero la mayor parte de mis lectores me dirán que mi sentimiento es absolutamente falso, abominable, antinatural e ilícito y que, además, al manifestarlo, me he mostrado indigno de la portentosa corriente historicista que, como nadie ignora, se ha desarrollado, en las dos últimas generaciones, sobre todo en Alemania-. En todo caso, el hecho de que me atreva a exponer al natural mi sentimiento promueve, más bien que daña, el interés general, pues con ello doy a muchos la oportunidad de ensalzar esta corriente de la época, que acabo de mencionar. Por mi parte, gano algo que, a mi entender, es más importante que esas conveniencias: el ser públicamente instruido y aleccionado sobre nuestra época. Intempestiva es también esta consideración, puesto que trato de interpretar como un mal, una enfermedad, un defecto, algo de lo que nuestra época está, con razón, orgullosa: su cultura histórica, pues creo que todos nosotros sufrimos de una fiebre histórica devorante y, al menos, deberíamos reconocer que es así. Goethe ha dicho, con toda razón, que cultivando nuestras virtudes cultivamos también nuestros defectos, y si, como es notorio, una virtud hipertrófica -y el sentido histórico de nuestro tiempo me parece que es una- puede provocar la ruina de un pueblo lo mismo que puede causarla un vicio hipertrófico, ¡que por una vez se me permita hablar! Para mi descargo, no quiero callar que las experiencias que estos tormentosos sentimientos han suscitado en mí las he extraído casi siempre de mí mismo y, únicamente para fines de comparación, me he servido de experiencias ajenas y que, solo en cuanto aprendiz de épocas pasadas, especialmente de la griega, he llegado, como hijo del tiempo actual, a las experiencias que llamo intempestivas. Al menos, por profesión como filólogo clásico, he de tener derecho a permitirme esto, pues no sé qué sentido podría tener la filología clásica en nuestro tiempo si no es el de actuar de una manera intempestiva, es decir, contra el tiempo y, por tanto, sobre el tiempo y, yo así lo espero, en favor de un tiempo venidero. | ||
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